Borís no había conseguido casarse con una novia rica en San Petersburgo, y había ido a Moscú con la intención de buscar otro partido. Y en Moscú dudaba entre las dos más ricas herederas de la ciudad: Julie y la princesa María. A pesar de su aspecto poco agraciado, esta última le parecía más atrayente que la señorita Karáguina; pero, sin saber el motivo, se sentía turbado ante la idea de hacer la corte a la hija de Bolkonski. La última vez que la vio, el día del santo del viejo príncipe, la joven había respondido distraídamente a todas sus tentativas de orientar la conversación hacia la vía sentimental, y era evidente que ni siquiera lo escuchaba.
Julie, en cambio, aunque de un modo muy especial, propio de ella, aceptaba sus galanteos con gusto.
Julie Karáguina tenía entonces veintisiete años. Tras la muerte de sus hermanos se había convertido en una mujer riquísima. Nada tenía ahora de guapa, pero seguía creyéndose no tan sólo guapa como antaño, sino aún más atractiva que en otros tiempos. Y se mantenía en tal error porque, primero, tenía mucho dinero y, segundo, porque, conforme los años pasaban, los hombres podían tratarla con cierta libertad, sin peligro ni compromiso alguno, y gozar de sus cenas, de sus veladas y de la animadísima sociedad que se reunía en su casa. Un hombre que diez años antes hubiera temido entrar diariamente en una casa donde había una señorita de diecisiete, por no comprometerla y no comprometerse él, ahora la frecuentaba sin miedo cada día y no la trataba como a una joven casadera, sino como a una conocida sin sexo.
Aquel invierno la casa de los Karaguin era la más agradable y hospitalaria de Moscú. Además de las veladas y comidas de gala, cada día se reunía allí mucha gente, sobre todo hombres: se cenaba hacia medianoche y los invitados permanecían hasta las tres. Julie no faltaba ni a un baile, ni a un paseo, ni a un espectáculo; vestía siempre a la última moda, pero, a pesar de todo, se mostraba desilusionada. A todos decía que no creía ni en la amistad, ni en el amor ni en las alegrías de la vida, y que esperaba la paz tan sólo allá arriba. Adoptaba el tono de la mujer que ha experimentado grandes desilusiones, que ha perdido al hombre amado o ha sido cruelmente engañada por él. Y aunque nunca le había pasado nada semejante, los demás lo creían y hasta ella estaba convencida de haber sufrido mucho en la vida. Esa melancolía no le impedía divertirse y no era obstáculo para que los jóvenes pasaran con ella ratos agradables. Cada uno de cuantos acudían a su casa pagaba su tributo al humor melancólico de la dueña y luego se dedicaba a las conversaciones mundanas, al baile, a los juegos de ingenio y pequeños certámenes poéticos, de moda en su casa. De esos jóvenes, sólo algunos, y entre ellos Borís Drubetskói, parecían participar más del humor melancólico de Julie y con esos jóvenes mantenía conversaciones más largas e íntimas sobre la vanidad mundana, y les mostraba su álbum, cubierto de imágenes tristes, de endechas y sentencias.
Julie se mostraba especialmente cariñosa con Borís. Lamentaba su precoz desilusión de la vida, y le ofreció el consuelo de su amistad —¡también ella había sufrido tanto! y le abrió su álbum. Borís dibujó en una de las páginas dos árboles y escribió: “Arbres rustiques, vos sombres rameaux secouent sur moi les ténèbres et la mélancolie”[315]
En otro sitio dibujó un sepulcro y escribió:
“La mort est secourable et la mort est tranquille.
Ah! contre les douleurs il n'y a pas d’autre asile.”[316]
Julie dijo que era precioso.
—Il y a quelque chose de si ravissant dans le sourire de la mélancolie. C'est un rayón de lumière dans l'ombre, une nuance entre la douleur et le désespoir qui montre la consolation possible[317]— dijo Julie, repitiendo palabra por palabra una sentencia copiada de un libro.
Y Borís escribió:
“Aliment de poison d’une âme trop sensible
Toi, sans qui le bonneur me serait impossible,
Tendre mélancolie, ah!, viens me consoler
Viens calmer les tourments de ma sombre retraite
Et mêle une douceur secrète
À ces pleurs, que je sens couler.”[318]
Julie interpretaba al arpa, para Borís, los nocturnos más tristes.
Borís le leía en voz alta La pobre Lisa, y en ocasiones la profunda emoción que le impedía respirar lo obligaba a interrumpir la lectura. Cuando Borís y Julie se veían en una reunión de sociedad, se miraban como si fuesen las únicas personas, en este mundo de seres diferentes, capaces de entenderse entre sí.
Anna Mijáilovna, que con frecuencia iba a casa de los Karaguin y jugaba a las cartas con la madre de Julie, trataba de informarse sobre la dote de la joven (consistente en dos fincas en la provincia de Penza y algunos bosques en la de Nizhni-Nóvgorod). Anna Mijáilovna, sumisa a la voluntad de la Providencia, contemplaba enternecida la refinada tristeza que unía a su hijo y a la rica heredera.
—Toujours charmante et mélancolique, cette chère Julie[319]— decía a la hija. —Borís asegura que su espíritu descansa en esta casa. ¡Ha sufrido tantas decepciones y es tan sensible!— decía a la madre.
—¡Ay, amigo mío! ¡No puedo expresarte el cariño que le he tomado estos días a Julie!— decía a su hijo. —No hay palabras para describirlo. ¿Y quién podría no amarla? ¡Es una criatura celestial! ¡Oh, Borís, Borís!— y callaba unos instantes; después añadía: —¡Qué lástima me da su maman! Hoy me ha mostrado las cuentas y los documentos de Penza (ya sabes que tienen allí grandes propiedades); todo lo tiene que hacer ella misma, la pobre: ¡cómo la engañan!…
Borís sonreía levemente al escuchar a su madre. Se reía de su ingenua astucia, pero no dejaba de escucharla, y a veces la interrogaba sobre las posesiones de Penza y Nizhni-Nóvgorod prestando oído atento a sus palabras.
Julie esperaba desde hacía tiempo la declaración de su melancólico adorador y estaba dispuesta a aceptarla. Pero a Borís lo retenía todavía un secreto sentimiento de repulsión hacia ella, hacia su apasionado deseo de casarse, su falta de naturalidad: lo retenía el temor de renunciar a la posibilidad de un amor auténtico. Iba a terminar su permiso; pasaba días enteros en casa de Julie y siempre se hacía el propósito de declararse al día siguiente; pero en presencia de Julie, al ver aquella cara y barbilla rojas y aquel rostro casi siempre exageradamente empolvado, sus ojos húmedos y la expresión del rostro, dispuesto a pasar en un instante de la melancolía al entusiasmo más artificial de la felicidad conyugal, no podía pronunciar la palabra decisiva, aunque en su imaginación se consideraba —después de tanto tiempo— poseedor de las fincas de Penza y Nizhni-Nóvgorod y habría decidido el empleo de sus rentas. Julie adivinaba la indecisión de Borís y a veces creía que le repugnaba, pero su orgullo femenino y la autosuficiencia la consolaban y se decía que sólo el amor que sentía por ella era la causa de su timidez. Sin embargo, la melancolía empezaba a trocarse en irritabilidad, y poco antes de la partida de Borís concibió un plan decisivo. Coincidiendo con el término del permiso de Borís, apareció en Moscú Anatole Kuraguin y también, naturalmente, en el salón de Julie.
De la noche a la mañana, Julie abandonó la melancolía y se mostró alegre y atenta con Anatole Kuraguin.
—Mon cher, je sais de bonne source que le prince Basile envoie son fils a Moscou pour lui faire épouser Julie[320]— dijo Anna Mijáilovna a su hijo. —Amo tanto a Julie que me daría pena. ¿Qué piensas tú de eso?
La idea de quedar en ridículo y de perder en vano un mes de duro servicio melancólico junto a Julie, y de ver todas las rentas de las fincas de Penza —que ya había dispuesto debidamente en su imaginación— en manos de otro, y sobre todo en manos de aquel idiota de Anatole, hirió vivamente a Borís. Y con el firme propósito de pedir la mano de Julie se dirigió a casa de las Karáguina. Ella lo recibió con despreocupada alegría; le contó animadamente lo que se había divertido en el baile de la víspera y le preguntó cuándo se marchaba. Aun cuando Borís iba con intención de hablar de su amor y con el propósito de mostrarse tierno, comentó nerviosamente la inconstancia de las mujeres, su facilidad para pasar de la tristeza a la alegría, añadiendo que su estado de ánimo dependía exclusivamente de quién les hiciera la corte. Julie, ofendida, replicó que era verdad, que toda mujer ama la variedad y que siempre una misma cosa aburre a cualquiera.
—Por eso le aconsejaría…— empezó Borís, deseando herirla; pero en aquel momento acudió a su mente la idea que lo atormentaba, es decir, que tendría que salir de Moscú sin haber logrado su objetivo, desperdiciando tanto trabajo (cosa que nunca le ocurría); se detuvo a mitad de la frase, bajó los ojos para no ver aquel rostro desagradable, irritado e indeciso y dijo: —No he venido para reñir con usted, todo lo contrario— y la miró para asegurarse de que podía proseguir. Toda la irritación de Julie desapareció como por encanto; sus ojos inquietos y suplicantes se fijaron en el joven con ávida espera. “Siempre podré arreglármelas para verla raras veces (pensó Borís). Ahora he comenzado y hay que terminar.” Se ruborizó, levantó los ojos hacia ella y dijo: —Ya conoce mis sentimientos hacia usted.
No era necesario añadir más. El rostro de Julie resplandeció de satisfacción; pero obligó a Borís a decirle todo cuanto se acostumbra en semejantes casos: que la amaba y que no había amado a ninguna mujer como a ella. Julie sabía que a cambio de las fincas de Penza y Nizhni-Nóvgorod bien podía exigir aquello. Y obtuvo lo que exigía.
Los prometidos, sin acordarse más de árboles que sembraban sobre ellos tinieblas y melancolía, comenzaron a trazar proyectos sobre su brillante casa de San Petersburgo, a hacer visitas y a prepararlo todo para una boda fastuosa.