XXI

En la plaza, adonde el Emperador se había dirigido, se encontraban, frente a frente, a la derecha el batallón de Preobrazhenski y a la izquierda el de la Guardia francesa, con sus gorros de piel de oso.

Mientras el Emperador se acercaba a un flanco de los batallones, que le presentaban armas, al otro flanco llegaba un grupo de jinetes, al frente de los cuales venía uno en quien Rostov reconoció a Napoleón. No podía ser otro. Llevaba un sombrero pequeño, la banda de San Andrés le cruzaba el pecho encima del uniforme azul abierto sobre un chaleco blanco. Montaba un magnífico caballo árabe gris, pura sangre, con una gualdrapa carmesí recamada en oro. Iba al galope; cuando se acercó al Zar, alzó el sombrero y en aquel gesto el ojo experto de Rostov percibió que Napoleón no se mantenía muy seguro en la silla. Los batallones gritaron: “¡Hurra!” y “Vive l'Empereur!”. Napoleón dijo unas palabras a Alejandro. Los dos Emperadores echaron pie a tierra y se estrecharon las manos. En el rostro de Napoleón apuntaba una sonrisa falsa y desagradable. Alejandro, con expresión cordial, le decía algo.

A pesar de que los caballos de los gendarmes franceses echaban atrás a la muchedumbre, Rostov seguía cada movimiento de los soberanos. Lo asombraba el hecho inesperado de que Alejandro tratara a Bonaparte como a un igual y que Bonaparte se mostrara tan a sus anchas en compañía del Zar ruso, como si esa familiaridad fuese para él algo natural y acostumbrado.

Alejandro y Napoleón, acompañados por la larga cola de su séquito, se acercaron al flanco derecho del batallón Preobrazhenski casi arrollando a la muchedumbre, la multitud se vio tan cerca de los emperadores que Rostov, por encontrarse en las primeras filas, tuvo miedo de ser reconocido.

—Sire, je vous demande la permission de donner la Légion d'Honneur au plus brave de vos soldats[286]— dijo una voz cortante y precisa, enfatizando cada palabra.

El que hablaba era Bonaparte, de corta estatura, que se quedó mirando fijamente a Alejandro de abajo arriba. Alejandro escuchó con atención, sonrió amablemente y asintió con una señal de la cabeza.

—À celui qui s'est le plus vaillamment conduit dans cette dernière guerre[287]— añadió Napoleón, recalcando siempre cada palabra, con una calma y una tranquilidad que ofendieron a Rostov, mientras volvía sus ojos hacia las filas de soldados rusos, que seguían presentando armas con los ojos clavados en el rostro de su Emperador.

—Votre majesté me permettra-t-elle de demander l'avis du colonel?[288]— dijo Alejandro, y dio unos pasos rápidos hacia el príncipe Kozlovski, comandante del batallón.

Bonaparte, entretanto, empezó a quitarse un guante de la blanca y pequeña mano; el guante se desgarró y lo arrojó al suelo, de donde fue recogido en seguida por uno de los ayudantes de campo.

—¿A quién se lo daremos?— preguntó en voz baja y en ruso el Emperador a Kozlovski.

—A quien Su Majestad ordene.

El Emperador, descontento, frunció el ceño y dijo:

—Es preciso responder algo.

Kozlovski, con aire decidido, inspeccionó las filas y en su mirada apresó también a Rostov.

“¿Y si fuera yo?”, pensó Rostov.

—¡Lázarev!— ordenó el coronel, fruncido el rostro, y el primer soldado de la fila avanzó con aire gallardo.

—¿Adónde vas? Espera ahí— susurraron algunas voces a Lázarev, que no sabía adonde dirigirse.

Lázarev se detuvo, mirando asustado al coronel; su rostro se estremecía, como suele ocurrir a los soldados llamados fuera de filas.

Napoleón volvió ligeramente la cabeza e hizo un ademán con su mano regordeta, como si quisiera coger algo. Los de su séquito comprendieron en seguida de qué se trataba; hablaron rápidamente unos con otros, haciendo pasar algo de mano en mano; un paje, el mismo que Rostov había visto en casa de Borís, avanzó hacia Napoleón, se inclinó respetuosamente ante la mano tendida y, sin hacerla esperar ni un instante, puso en ella la condecoración con cinta roja. Napoleón, sin mirar, apretó los dedos y la condecoración quedó entre ellos. Seguidamente se acercó a Lázarev, quien, desorbitados los ojos, seguía mirando fijamente a su Emperador. También Napoleón miró a Alejandro, demostrando así que lo hacía por su aliado. La pequeña mano blanca con la condecoración rozó un botón de la guerrera del soldado Lázarev. Napoleón parecía saber que aquel soldado sería para siempre feliz y se consideraría bien recompensado y distinguido entre todos los hombres del mundo si él, con su mano —la mano de Napoleón—, se dignara tocarlo. Se limitó a llevar la medalla al pecho de Lázarev como suponiendo que se quedaría prendida en el uniforme, como así fue; apartó la mano y se volvió hacia Alejandro.

Manos diligentes, rusas y francesas, se apresuraron a sujetar la condecoración y fijarla en la guerrera de Lázarev, quien miró sombríamente al pequeño hombre de blancas manos, que había hecho algo en su pecho, y continuó inmóvil, presentando armas, con la vista fija de nuevo en Alejandro, como preguntándole si debía seguir así, volver a su puesto o hacer alguna otra cosa. Pero no le mandaron nada y durante largo rato se mantuvo inmóvil en la misma posición.

Los emperadores montaron de nuevo en sus caballos y se fueron. Los soldados rusos de Preobrazhenski y los franceses de la Guardia se sentaron mezclados en las mesas preparadas para ellos.

Lázarev ocupó el sitio de honor, oficiales rusos y franceses lo abrazaron y estrecharon su mano felicitándole. Gran número de oficiales y curiosos se acercaban para verlo. El rumor de las risas y conversaciones en francés y ruso llenaba la plaza en torno a las mesas. Dos oficiales sonrientes y alegres, de caras enrojecidas, pasaron junto a Rostov.

—¡Vaya banquete, amigo! ¡Todo el servicio de plata!— comentó uno. ¿Has visto a Lázarev?

—Sí, lo vi.

—Dicen que los soldados de Preobrazhenski ofrecerán mañana un banquete a los franceses.

—¡Qué suerte la de ese hombre! Mil doscientos francos de pensión vitalicia.

—¡Esto sí que es un gorro, muchachos!— gritaba un soldado, poniéndose el morrión de piel de oso de un francés.

—¡Una maravilla y no un gorro!

—¿Conoces el santo y seña?— preguntó un oficial de la Guardia a otro. —Anteayer era Napoleón, France, bravoure; ayer, Alexandre, Russie, grandeur. Un día lo da nuestro Soberano y otro Napoleón. Mañana, el emperador Alejandro concederá la cruz de San Jorge al más valiente de los soldados franceses. ¡Es obligado! Debemos corresponder.

También Borís y su compañero Gilinsky se acercaron a ver el banquete. Al marcharse, Borís advirtió la presencia de Rostov, parado en la esquina de una casa.

—¡Hola, Rostov! ¡No nos hemos visto!— le dijo; y no pudo por menos de preguntarle qué le había ocurrido: tan sombrío y descompuesto estaba su rostro.

—Nada, no es nada— replicó Rostov.

—¿Vendrás luego?

—Si, iré.

Rostov permaneció bastante tiempo en la esquina, mirando de lejos a los asistentes al banquete. Su mente se debatía en pensamientos dolorosos que no terminaba de conciliar. Terribles dudas lo asaltaban. Tan pronto se acordaba de Denísov, de su rostro tan cambiado y su docilidad, de todo el hospital de piernas y brazos amputados, de aquella suciedad y sufrimientos —percibía tan a lo vivo el olor a hospital y muerte que se volvió instintivamente para ver de dónde procedía—; tan pronto recordaba al jactancioso Napoleón con su blanca manita, a quien ahora respetaba y quería el emperador Alejandro. ¿Para qué, pues, aquellas piernas y aquellos brazos amputados, para qué tantos muertos? Lázarev condecorado y Denísov castigado y desestimada su petición de gracia. Lo sorprendían aquellos pensamientos tan extraños y tuvo miedo.

El olor del banquete y el hambre que sentía lo sacaron de aquel estado. Tenía que comer algo antes de partir. Fue al hotel que había visto por la mañana, pero había tanta gente, tantos oficiales de paisano, como él, que a duras penas consiguió que lo sirvieran. Dos oficiales de su división se le unieron; la conversación, naturalmente, giró en torno al tema de la paz. Los camaradas de Rostov, como la mayoría del ejército, estaban descontentos de la paz firmada después de Friedland. Aseguraban que, resistiendo aún cierto tiempo, Napoleón se habría visto perdido porque su ejército carecía de víveres y de municiones. Nikolái comía en silencio, y sobre todo bebía. Él solo consumió dos botellas de vino. Sus dudas y vacilaciones interiores, sin solución, lo atormentaban. Temía abandonarse a sus ideas, pero no podía apartarse de ellas. De pronto, al oír decir a un oficial que era irritante ver a los franceses, Rostov comenzó a gritar con tan injustificado ardor que asombró grandemente a los circunstantes.

—¿Cómo puede juzgar qué habría sido mejor?— su rostro se encendía a cada palabra. —¿Cómo puede juzgar los actos del Emperador? ¿Qué derecho tenemos a razonar? ¡Nosotros no podemos comprender ni los fines ni los actos de Su Majestad!

—Yo no he dicho ni una sola palabra sobre el Emperador— se justificó el oficial, sin explicarse la cólera de Rostov, a no ser por su estado de embriaguez.

Pero Rostov no lo escuchaba.

—Nosotros no somos funcionarios diplomáticos. Somos soldados y nada más— prosiguió. —Si nos dan la orden de morir, hay que morir; y si nos castigan es porque somos culpables. No nos toca juzgar. Si al Emperador le place reconocer a Bonaparte como emperador y firmar con él una alianza, es que así debe ser. ¡Pero si nos metemos a discutir y a razonar, nada será sagrado para nosotros! Por ese camino llegaremos a la negación de Dios, a negarlo todo— gritaba Rostov, golpeando la mesa con el puño sin venir a cuento, según creían sus compañeros, pero muy lógicamente dentro de la trayectoria de sus propios pensamientos. —Nuestra misión es cumplir con nuestro deber y no pensar: eso es todo.

—Y beber— replicó uno de los oficiales, que no deseaba meterse en querellas.

—Sí, y beber— confirmó Nikolái. —¡Eh, tú! ¡Otra botella!— gritó.