Poco después de su admisión en la masonería, Pierre, con una relación completa, hecha por él mismo, de cuanto debía hacer en sus posesiones, salió hacia la provincia de Kiev, donde se encontraba la mayoría de sus campesinos.
Llegado a Kiev reunió en su oficina principal a todos los administradores y les expuso sus intenciones y deseos. Les explicó las medidas inmediatas que pensaba tomar en orden a la emancipación de los campesinos; entretanto, no debían ser tratados como antes, no debían trabajar las mujeres; debía prestarse ayuda, a los campesinos y reprenderlos en vez de recurrir a los castigos corporales; en cada hacienda debía haber hospitales, asilos y escuelas. Algunos de los administradores (entre los cuales había semianalfabetos) lo escuchaban espantados, deduciendo de todo ello que el joven conde estaba disgustado por el mal gobierno de las fincas y por las ocultaciones de dinero. Otros, pasado el primer susto, encontraron muy divertido su modo de hablar y las ideas expuestas, absolutamente nuevas para ellos. Para otros era un placer escuchar a su amo. Y por fin los más inteligentes —y entre ellos el administrador general— comprendieron cómo habían de portarse con el conde en favor de sus propios intereses.
El administrador general expresó su gran simpatía hacia los propósitos de Pierre, pero observó que, además de las reformas propuestas, había que ocuparse de la marcha de la economía, que estaba mal.
A pesar de la inmensa fortuna del conde Bezújov, desde que Pierre gozaba de quinientos mil rublos de renta anual, según se afirmaba, se sentía mucho más pobre que cuando el difunto conde, su padre, le pasaba diez mil al año. Tenía una vaga idea, en líneas generales, de ese presupuesto: al Consejo de Tutela pagaba unos ochenta mil rublos por todas sus posesiones; el mantenimiento de la villa cerca de Moscú, de la casa en esa ciudad y de las princesas costaba casi treinta mil; las pensiones le llevaban quince mil y casi otro tanto las obras de beneficencia. Pasaba a la condesa su mujer— ciento cincuenta mil rublos, y los intereses de las deudas representaban unos setenta mil; la construcción de una iglesia, comenzada antes, le había costado en aquellos dos años diez mil rublos; y el resto, unos cien mil, se gastaban sin que él supiese en qué; casi cada año tenía que pedir dinero prestado. Además, el administrador general de sus posesiones le escribía todos los años hablando bien de incendios, bien de malas cosechas o de la necesidad de reformas en edificios o fábricas. Y así, lo primero que Pierre hubo de hacer fue lo que menos le gustaba y lo que menos podía acomodarse a su temperamento e inclinaciones: dedicarse a la revisión de sus intereses.
Pierre trabajaba cada día con el administrador general, aunque se daba cuenta de que su esfuerzo no hacía progresar en nada sus proyectos. Sentía que esas conversaciones nada tenían que ver con ellos, que no los concretaban ni impulsaban. Por una parte, el administrador general exponía la situación a la luz más pesimista tratando de convencer a Pierre de la necesidad de pagar las deudas y emprender nuevos trabajos, utilizando a los siervos, cosa que Pierre no consentía; por otra parte, Pierre exigía que se iniciase cuanto antes la emancipación, contra la cual el administrador amontonaba razones, como la perentoria urgencia de pagar en primer lugar las deudas del Consejo de Tutela, por lo cual era imposible cumplir con rapidez los propósitos del conde.
No es que el administrador general dijese que era absolutamente imposible la emancipación de los siervos; pero, a fin de llegar a ese objetivo, aconsejaba la venta de los bosques de la provincia de Kostromá, de las tierras situadas en la parte baja del Volga y la hacienda de Crimea, operaciones todas que, a juicio del administrador, iban ligadas a tan gran número de expedientes, levantamiento de prohibiciones, peticiones y autorizaciones que Pierre se perdía en todo ello, contentándose con responder: “Bueno, bueno, hágalo así”.
Pierre no poseía la perseverancia práctica que le habría permitido realizar por sí mismo semejantes gestiones, que, además, no le agradaban, y se limitaba a fingir ante el encargado que se ocupaba de ello. El administrador, por su parte, trataba de fingir ante el conde que tales ocupaciones eran muy útiles para el amo, pero embarazosas para él.
En la ciudad Pierre se encontró con algunos conocidos; los desconocidos se apresuraron a conocer y agasajar al recién llegado, que era el más rico propietario de la provincia. Las tentaciones para su más arraigada debilidad, la que había confesado a su ingreso en la logia, resultaron tan fuertes que Pierre no pudo vencerlas. Una vez más, los días, las semanas y los meses de Pierre se pasaron en las mismas ocupaciones de antes, entre veladas, comidas, almuerzos y bailes, como en San Petersburgo, de manera que apenas le quedaba tiempo para la reflexión. Y en vez de esa nueva vida que esperaba emprender, Pierre continuó por el viejo camino: lo único que había hecho era cambiar de ambiente.
De los tres preceptos de la masonería, Pierre reconocía que no había cumplido el que prescribe a cada masón ser un modelo de vida moral; y de las siete virtudes, dos le faltaban por completo: las buenas costumbres y el amor a la muerte. Se consolaba pensando que cumplía otro precepto —la mejora del género humano— y que tenía otras virtudes: el amor al prójimo y, sobre todo, la generosidad.
En la primavera de 1807 Pierre decidió volver a San Petersburgo, con la intención de recorrer por el camino todas sus posesiones y ver por sí mismo lo que se había hecho de cuanto ordenara y las condiciones en que ahora vivían todas aquellas gentes confiadas a él por la voluntad de Dios y a las que de todo corazón deseaba hacer felices.
El administrador general, que consideraba todas las reformas ideadas por el joven conde casi como una locura muy desventajosa para él, para Pierre y para los campesinos, se avino a hacer ciertas concesiones. Sin dejar de presentar la emancipación como algo imposible, dispuso la construcción en cada hacienda de edificios para escuelas, hospitales y asilos. La llegada del dueño a cada lugar iba acompañada en todas partes de recibimientos no solemnes ni aparatosos —sabía que eso no gustaba a Pierre—, sino de actos religiosos de agradecimiento, con iconos y ofrecimiento del pan y la sal, cosas que, según el concepto que se había formado de su amo, actuarían sobre el conde y contribuirían a mantenerlo en el engaño.
La primavera meridional, el viaje cómodo y rápido en el coche vienés y la soledad del camino producían en Pierre un alegre estado de ánimo. Las propiedades, que aún no conocía, eran a cuál más pintoresca. La gente tenía en ellas aspecto próspero, se mostraba agradecida y feliz por los beneficios recibidos. En todas partes se le hacía un recibimiento que, pese a sonrojarlo en lo más íntimo, lo hacía feliz. En cierto lugar los campesinos lo recibieron con el pan y la sal y las imágenes de san Pedro y san Pablo; le pidieron permiso para levantar en la iglesia, a sus propias expensas, un nuevo altar en honor de su santo, como recuerdo de amor y gratitud a sus beneficios. En otra parte lo recibieron las mujeres del pueblo con los niños de pecho en brazos, para agradecerle que las hubiera liberado de los trabajos penosos. En otra fue recibido por el sacerdote, que salió con la cruz alzada, rodeado de niños a los cuales, gracias a la generosidad del amo, podía enseñar las primeras letras y la doctrina. En todas sus haciendas veía Pierre edificios de piedra, en obra o ya terminados, para hospitales, escuelas y asilos, cuya inauguración era cosa de poco tiempo. Los informes de los administradores indicaban que los trabajos obligatorios para el amo habían disminuido en comparación con épocas anteriores, por lo cual en cada villa salían a darle las gracias, con palabras conmovidas, delegaciones de campesinos que vestían caftán azul.
Pero Pierre ignoraba que donde le ofrecían el pan y la sal y donde se levantaba un altar a san Pedro y san Pablo era una villa con mercado cuya feria coincidía con san Pedro; y que el altar había sido comenzado hacía tiempo a expensas de los mujiks ricos de la aldea, de los mismos que se habían presentado ante él, y que las nueve décimas partes de los mujiks del lugar estaban en la mayor miseria. Ignoraba que, al prohibir el trabajo en el campo de las mujeres con niños de pecho, esas mismas mujeres tenían que trabajar en sus casas en labores no menos penosas. Ignoraba que el sacerdote que lo recibiera con la cruz alzada oprimía a los mujiks con sus cargas, y que los discípulos le eran entregados por los padres muy a su pesar, para después rescatarlos a costa de grandes sacrificios económicos. Ignoraba que los edificios de piedra habían sido levantados por los mismos campesinos, aumentando así el trabajo para el señor, aliviado solamente en el papel. No sabía que donde el administrador le mostraba sobre los libros la disminución de un tercio del trabajo para el amo, los pagos en especie habían crecido el doble. Pierre quedó entusiasmado del viaje por sus posesiones y sintió renacer en sí todo el entusiasmo filantrópico que lo animaba al salir de San Petersburgo. Bajo este efecto escribió repetidas cartas al hermano preceptor, que así era como llamaba al gran maestro.
“¡Qué fácil es todo! —pensaba—. ¡Qué poco esfuerzo se necesita para hacer mucho bien y qué poco nos preocupamos de hacerlo!”
Se sentía feliz por el agradecimiento que le manifestaban por doquier, pero le producía vergüenza aceptarlo. Esa gratitud le recordaba que aún podía hacer mucho más en beneficio de aquella gente sencilla y buena.
El administrador general —hombre estúpido pero astuto— había comprendido bien al conde, inteligente e ingenuo, y lo manejaba como un juguete; viendo el efecto que producían en Pierre los recibimientos por él preparados, le habló en tono más enérgico para insistir sobre la imposibilidad e inutilidad de liberar a los campesinos, que tan felices vivían ya.
Pierre, en su fuero íntimo, estaba de acuerdo con el administrador general en que era difícil imaginar hombres más felices y que sólo Dios sabía qué les aguardaba si recobraban la libertad; pero, aunque sin ganas, insistió en lo que consideraba justo. El administrador prometió hacer todo lo posible por realizar los deseos del conde, comprendiendo muy bien que él no estaría nunca en condiciones de cerciorarse de si había tratado o no de vender los bosques y las posesiones para amortizar la deuda del Consejo. Más aún, probablemente jamás le volvería a preguntar por ello y no llegaría a enterarse de que los edificios construidos estaban vacíos y los campesinos continuaban dando en trabajo y dinero lo mismo que daban a otros, es decir, todo cuanto podían dar.