Bilibin estaba entonces en el Cuartel General del Ejército en su calidad de diplomático, y describía toda la campaña en francés con gracia francesa y giros lingüísticos propios de ese idioma, pero con el valor propiamente ruso que no rehúye la crítica ni la burla. Escribía que su discreción diplomática lo atormentaba y se sentía dichoso de tener en la persona del príncipe Andréi a un fiel corresponsal ante quien podía derramar toda la bilis acumulada por cuanto estaba sucediendo en el ejército. Se trataba de una carta ya vieja, anterior a la batalla de Preussich-Eylau.
Ya sabe, querido príncipe, que desde el gran éxito de Austerlitz no he abandonado el Cuartel General. Decididamente, le voy tomando gusto a la guerra. Lo que he visto en estos tres meses es algo increíble.
Comienzo ab ovo. El enemigo del género humano, como sabe, ataca a los prusianos. Los prusianos son nuestros aliados fieles, que sólo nos han engañado tres veces en tres años. Nosotros hacemos causa común con ellos pero resulta que el enemigo del género humano no presta atención a nuestros bellos discursos y con sus groserías y modales primitivos se lanza sobre los prusianos, sin darles tiempo de terminar sus preparativos, y en dos golpes de mano los aplasta y acaba instalándose en el palacio de Potsdam.
Tengo el más vivo deseo, escribe el rey de Prusia a Bonaparte, de que usted se acoja y trate a V. M. en mi palacio de manera que le resulte agradable la estancia; a este fin, he tomado con toda diligencia las medidas que las circunstancias me permitían. ¡Ojalá haya tenido éxito! A todo esto, los generales prusianos se jactan de buena educación, y para mostrarse corteses con los franceses deponen las armas en cuanto se les requiere.
El comandante de la guarnición de Glogau, con diez mil hombres, pregunta al rey de Prusia qué es lo que debe hacer si se le conmina a la rendición. Todo eso es cierto.
En resumen, esperando imponernos solamente con una demostración militar, resulta que nos vemos metidos en una verdadera guerra y, lo que es peor, una guerra en nuestras mismas fronteras, con y por el rey de Prusia. Todo está dispuesto y sólo nos falta una pequeña cosa: el general en jefe. Como ahora resulta que el éxito de Austerlitz habría sido más decisivo si el general en jefe hubiera sido menos joven, se pasa revista a los octogenarios, y entre Prozorovski y Kámenski, se da la preferencia al segundo. El general nos llega en kibitka, a la manera de Suvórov, y se lo recibe con aclamaciones de júbilo y de triunfo.
El día 4 recibe el primer correo de San Petersburgo. Las valijas son trasladadas al despacho del mariscal, porque a éste le gusta hacerlo todo por sí mismo. Me llama para que lo ayude a clasificar las cartas y apartar las que nos están destinadas. El mariscal nos mira mientras lo hacemos y espera los sobres que lleven su nombre. Buscamos, pero no hay nada: el mariscal comienza a impacientarse; se mete él mismo en faena y encuentra algunas cartas del Emperador, dirigidas al conde T., al príncipe V. y otros. Entonces, el mariscal monta en cólera, echa fuego y chispas contra todos; se apodera de las cartas, las abre y lee lo que el Emperador ha escrito a otros. Y acto seguido escribe la famosa orden del día al general Bennigsen:
«Estoy herido y no puedo montar a caballo; no puedo, pues, mandar el ejército. Usted ha traído su Cuerpo de Ejército destrozado a Pultusk, donde se encuentra al descubierto, sin leña ni forraje. Por tanto hay que ayudar, y tal como usted mismo expuso ayer al conde Buxhöwden, es necesario pensar en la retirada hacia nuestras fronteras, objetivo que debe emprenderse hoy mismo.»
«Después de tantas marchas a caballo —écrit-il à l'Empereur—, me ha salido una llaga que, unida a los trastornos de los viajes anteriores, me impide montar y mandar un ejército tan grande. Por esta razón, he declinado el mando en el general más antiguo, el conde Buxhöwden, transmitiéndole todos los servicios y lo demás con ellos relacionado; le aconsejo, al mismo tiempo, que se retire hacia el interior de Prusia, puesto que no queda pan más que para un día, y en algunos regimientos ni siquiera eso, como manifiestan los jefes de división Ostermann y Siedmorietsk; por otra parte, no hay nada que requisar a los campesinos. Por lo que a mí respecta, hasta tanto me cure, permaneceré en el hospital de Ostrolenko. Tengo el honor de informar a Su Majestad que si el ejército permanece en este campamento otros quince días, en la primavera no habrá ni un solo soldado útil.»
«Permitid que este viejo se retire a descansar al campo; un viejo ya deshonrado, puesto que no pudo cumplir el grande y glorioso destino para el que fue elegido. Espero vuestra augusta autorización aquí, en el hospital, para no hacer de escribiente en el ejército en vez de ser general en jefe. Mi retirada tendrá la misma importancia que la de un ciego que se fuera de un campo de batalla. En Rusia hay miles de hombres como yo.»
El mariscal se disgusta con el Emperador y nos castiga a todos. ¡No diga que no es lógico!
Tal es el primer acto. En los siguientes, el interés y el ridículo aumentan como es de razón. Tras la marcha del mariscal, se descubre que el enemigo está a la vista y hay que presentarle batalla. Buxhöwden es general en jefe por derecho de antigüedad, pero el general Bennigsen no es del mismo parecer: tanto más cuanto que Bennigsen está con sus tropas frente al enemigo y desea aprovechar la coyuntura para dar una batalla aus eigener Hand, como dicen los alemanes. La da. Es la batalla de Pultusk, que se hace pasar por una gran victoria, aunque yo opino de manera muy diferente. Los civiles, como sabe, tenemos la mala costumbre de decidir sobre quién gana o pierde una batalla. Quien se retira después de la batalla, la ha perdido, decimos, y de ahí se desprende que hemos perdido la batalla de Pultusk. En resumen nos retiramos después del combate pero enviamos un correo a San Petersburgo anunciando una victoria, y el general no cede el mando a Buxhöwden, esperando recibir de San Petersburgo, como recompensa a su victoria, el título de general en jefe. En este interregno, comenzamos un plan de maniobras excesivamente interesante y original; nuestro objetivo no consiste, como debiera, en evitar o atacar al enemigo, sino únicamente en evitar al general Buxhöwden, a quien, por su antigüedad, correspondería el mando supremo. Perseguimos ese fin con tanta energía que, hasta al atravesar un río sin vados quemamos los puentes para separarnos de nuestro enemigo que, por el momento, no es Bonaparte, sino Buxhöwden. Éste ha estado a punto de ser atacado y capturado por fuerzas enemigas superiores a causa de una de esas magníficas maniobras que nos libran de él. Buxhöwden nos sigue y nosotros huimos. En cuanto logra pasar a nuestra parte del río, escapamos a la contraria. Por fin, nuestro enemigo Buxhöwden nos alcanza y se une a nosotros. Los dos generales se pelean. Hay un desafío por parte de Buxhöwden y un ataque de epilepsia de Bennigsen. Pero en el instante crítico, el correo encargado de llevar la noticia de nuestra victoria a Pultusk nos trae de San Petersburgo el nombramiento de general en jefe y el primer enemigo, Buxhöwden, es aniquilado. Podemos pensar ya en el segundo, en Bonaparte. Pero entonces surge ante nosotros un tercer enemigo: el ortodoxo, que pide a gritos pan, carne, heno y qué sé yo. Los almacenes están vacíos, los caminos impracticables. El ejército ortodoxo se entrega a la rapiña y en tales proporciones, que lo ocurrido en la anterior campaña no puede dar la menor idea. La mitad de los regimientos forman una tropa libre que, esparcida por los campos, lo pasa todo a sangre y fuego. Los habitantes están arruinados por completo, los hospitales rebosan de enfermos y heridos; en todas partes falta lo más necesario. Por dos veces, los grupos de maleantes han atacado al Cuartel General y el mismo general en jefe se ha visto obligado a llamar a un batallón para expulsarlos de allí. En uno de esos ataques me han robado una maleta vacía y una bata. El Emperador quiere conceder a los jefes de división el derecho de fusilar a los merodeadores, pero mucho me temo que esto obligue a la mitad del ejército a fusilar a la otra mitad.”
El príncipe Andréi había comenzado a leer la carta sin prestar atención, pero sin darse cuenta fue despertando su interés, aunque conocía hasta qué punto se podía creer a Bilibin. Al llegar a este pasaje, arrugó la carta y la tiró. No lo irritaba lo que estaba leyendo, sino el hecho de que todos aquellos sucesos y aquella vida extraña a él pudieran producirle semejante inquietud. Cerró los ojos y se pasó la mano por la frente, como para ahuyentar toda preocupación relacionada con lo leído. Prestó atención a los ruidos que salían de la habitación de su hijo. Le pareció oír al otro lado de la puerta un rumor extraño. Tuvo miedo de que le hubiera ocurrido algo al niño mientras leía la carta. Se acercó de puntillas a la puerta y la abrió.
En el momento de entrar vio que la niñera, con rostro asustado, ocultaba algo y que la princesa María ya no estaba junto al lecho.
—Querido— oyó detrás la voz susurrante de su hermana, que le pareció desesperada. Como suele ocurrir tras largas noches de insomnio y de intensas emociones, lo invadió un injustificado temor. Pensó que el niño había muerto. Todo lo que veía y oía venía a ser la confirmación de su temor.
“Todo ha terminado”, se dijo. Y su frente se cubrió de un sudor frío. Aturdido, se acercó a la cama, creyendo que la encontraría vacía y que la niñera había escondido al niño muerto. Descorrió la cortina y durante largo rato sus asustados ojos fueron de un sitio a otro sin ver nada.
Por fin se dio cuenta de que el niño estaba allí. Con el rostro sonrosado y los brazos abiertos, permanecía echado de través, con la cabeza fuera de la almohada. Entre sueños movía los labios como si estuviese mamando y respiraba normalmente.
El príncipe Andréi se sintió feliz al verlo, pues imaginaba haberlo perdido; se inclinó sobre su hijo y, según le había enseñado su hermana, probó con los labios si el pequeño tenía fiebre. La delicada frente estaba húmeda; tocó la pequeña cabecita con las manos: hasta los cabellos los tenía mojados por la intensa sudoración. Era evidente que la crisis había sido superada y el niño estaba en vías de franca mejoría. El príncipe Andréi sintió deseos de tomar al niño en brazos y estrechar contra su pecho aquel pequeño ser tan indefenso, pero no se atrevió a hacerlo. Se quedó allí de pie, contemplando la cabeza, los brazos y las piernas que se adivinaban bajo la manta. Junto a él oyó un susurro, y divisó una sombra bajo la cortina de muselina. El príncipe no miró, siempre atento a la cara del niño y a su respiración regular. Era la princesa María, que con paso silencioso se había acercado a la cama levantando la cortina, y la había dejado caer a sus espaldas. El príncipe Andréi la reconoció sin volverse y le tendió la mano.
—Está sudando— explicó el príncipe Andréi.
—Te buscaba para decírtelo— dijo la princesa, estrechando su mano.
El niño se movió ligeramente, sonrió en sueños y restregó la frente sobre la almohada.
El príncipe Andréi miró a su hermana. Los ojos luminosos de la princesa María, en la penumbra mate de la muselina que cubría la cama, brillaban más que siempre llenos de lágrimas de felicidad. La princesa se inclinó hacia su hermano y lo besó tirando ligeramente de la cortina. Se amenazaron el uno al otro y permanecieron un poco más en aquella media luz mate como si no quisieran apartarse de aquel mundo donde ellos, los tres, estaban lejos de todo. El príncipe Andréi, enredándose el pelo en la cortina, fue el primero en apartarse. “Sí, esto es lo único que me queda”, suspiró.