VI

Se echó tierra sobre el asunto de Pierre y Dólojov y, a pesar de la severidad con la que entonces castigaba el Emperador los duelos, ni los adversarios ni sus testigos fueron molestados.

Sin embargo, la historia del duelo, confirmada por la separación de Pierre y su mujer, corrió por toda la sociedad. Pierre, al que trataban con indulgencia protectora cuando no era más que un hijo natural; Pierre, al que mimaban y ensalzaban cuando era el mejor partido del Imperio ruso, había bajado mucho en la opinión de la gente desde que, tras su matrimonio, las muchachas casaderas y sus madres no pudieron contar con él, tanto más que él no sabía ni deseaba ganarse la buena disposición de la sociedad. Ahora, todos lo consideraban el único culpable de lo ocurrido y lo tenían por celoso e insensato, sujeto a excesos de furiosa cólera como su padre. Y cuando Elena, después de la marcha de su marido, regresó a San Petersburgo, fue recibida por todas sus amistades no sólo afablemente, sino con respeto, teniendo en cuenta su desgracia. Cuando se hablaba de su marido, Elena se revestía de una dignidad que había adoptado, aunque sin comprender bien su sentido, pero que mantenía guiándose por el tacto que había asimilado. Esa expresión quería decir que estaba resignada a soportar su desventurado destino sin lamentarse y que su marido era la cruz que Dios le había enviado. El príncipe Vasili era más franco. Cuando se hablaba de Pierre, se encogía de hombros y, llevándose un dedo a la frente, decía:

—Un cerveau fêlé, je le disais toujours.[255]

—Ya lo había dicho yo— aseguraba Anna Pávlovna al hablar de Pierre. —Siempre dije, y antes que nadie— e insistía en la prioridad, —que era un joven loco, corrompido por las depravadas ideas de nuestro tiempo; lo dije cuando todos se mostraban entusiasmados con él, cuando acababa de volver del extranjero. ¿No recuerdan una noche, aquí en mi casa? Adoptó los aires de un Marat. ¿En qué acabó todo? Entonces ya no me parecía nada bien ese matrimonio y predije cuanto iba a suceder.

Como siempre, Anna Pávlovna daba en su casa una de aquellas veladas que sólo ella sabía organizar, en las cuales, según su expresión, se reunía, en primer lugar, la crème de la véritable bonne société, la fine fleur de l'essence intellectuelle de la société de Pétersbourg.[256] Además de la refinada selección de sus invitados, las veladas de Anna Pávlovna se distinguían porque en cada una de ellas presentaba a sus amigos a algún nuevo personaje interesante. Ninguna otra velada de San Petersburgo era, como las suyas, el termómetro político que indicaba acertadamente las opiniones de la sociedad legitimista petersburguesa, tan unida a la Corte.

A fines de 1806, cuando ya eran del dominio público todos los penosos detalles de la derrota del ejército prusiano en Jena y Auerstadt y la capitulación ante Bonaparte de la mayoría de las fortalezas prusianas, cuando el ejército ruso había entrado en Prusia y comenzaba la segunda guerra contra Napoleón, Anna Pávlovna había invitado a una velada en su casa. La crème de la véritable bonne société estaba constituida por la deliciosa y desventurada Elena, abandonada por su marido, Mortemart y el encantador Hipólito, recién llegado de Viena, dos diplomáticos, “mi tía”, un joven de quien en aquellos salones se decía que era “un hombre de beaucoup de mérite”[257], una dama de honor recientemente elegida con su madre y algunas otras personas menos notables.

La novedad que Anna Pávlovna ofrecía aquella noche a sus invitados era Borís Drubetskói, venido de Prusia como correo oficial y ayudante de campo de un muy importante personaje.

Aquella noche, el termómetro político indicaba a la sociedad lo siguiente: por mucho que todos los monarcas europeos y sus generales se inclinasen ante Bonaparte para mortificarnos a mí y a todos nosotros, nuestra opinión sobre Bonaparte no podía cambiar. No cesaremos de expresar nuestro parecer francamente; lo único que podemos decir al rey de Prusia y a los demás es: “Tanto peor para vosotros. Tu l'as voulu, George Dandin”, eso es cuanto podemos decirles.

Tal era lo que el termómetro político indicaba en aquella velada de Anna Pávlovna.

Cuando Borís, que debía ser presentado a los invitados, entró en la sala, casi todos estaban ya reunidos y la conversación, hábilmente conducida por Anna Pávlovna, versaba sobre las relaciones diplomáticas con Austria y las esperanzas puestas en la alianza con esa nación.

Borís, fresco y sonrosado, entró en la sala con desenvoltura; el elegante uniforme de ayudante de campo lo hacía más viril y apuesto. Según la costumbre, fue llevado en seguida ante “mi tía” para que la saludase, y después al círculo general.

Anna Pávlovna le dio a besar su mano enjuta y lo presentó a algunas personas a las que el joven no conocía, nombrándolas a media voz:

—Le prince Hippolyte Kouraguine, un charmant jeune homme. M. Kroug, chargé d'affaires de Copenhague, un esprit profond. M. Shitov, un homme de beaucoup de mérite— cuando le tocó el turno al que gozaba de esa denominación.[258]

Gracias a las gestiones de Anna Mijáilovna, a sus gustos personales y su reservado carácter, Borís había logrado en el servicio una posición muy ventajosa. Era ayudante de campo de un personaje muy importante, se le había confiado una misión responsable en Prusia y acababa de regresar de ese país como correo oficial. Había asimilado por completo aquella subordinación no escrita que tanto le gustara en Olmütz, gracias a la cual un subteniente podía ser mucho más que un general; para ascender no eran necesarios ni el esfuerzo, ni el trabajo, ni el valor, ni la perseverancia, sino solamente el arte de saber comportarse con las personas que recompensaban el servicio. Con frecuencia se maravillaba él mismo de su rápido triunfo y de la incapacidad de otros para comprenderlo. Gracias a su descubrimiento había cambiado por completo toda su vida, todas sus antiguas relaciones y amistades, todos sus planes para el futuro. No era rico, pero empleaba todo su dinero en vestir mejor que los demás. Prefería privarse de muchos placeres antes que ir en un mal coche o que lo vieran con uniforme viejo por las calles de San Petersburgo. Su empeño estaba en relacionarse con personas de mejor situación que él y que pudieran serle útiles. Amaba San Petersburgo y despreciaba Moscú. Le resultaba ingrato el recuerdo de la casa de los Rostov y su infantil amor por Natasha; desde que salió para incorporarse al ejército no había vuelto por allí. En el salón de Anna Pávlovna (cuya invitación consideraba un importante ascenso) comprendió en seguida el papel que le correspondía aquella noche y dejó gustosamente que la dueña de la casa se aprovechara del interés que despertaba. Observó atentamente a cada uno, calculando bien las ventajas de entablar amistad con ellos y la posibilidad de hacerlo. Tomó asiento en el puesto que se le había reservado junto a la bella Elena y quedó atento a la conversación general.

—Viena encuentra tan inalcanzables las bases del tratado propuesto, que ni siquiera con una serie de triunfos brillantísimos se lograría llegar a un acuerdo. Hasta duda de los medios que podrían procurarnos ese éxito. Tales son las palabras auténticas del gabinete de Viena— aseguraba el encargado de negocios danés.

—C'est le doute qui est flatteur![259]— opinó con fina sonrisa el hombre de mucho mérito.

—Il faut distinguer entre le cabinet de Vienne et l'empereur d'Autriche. L'empereur d'Autriche n'a jamais pu penser à une chose pareille, ce n'est que le cabinet qui le dit[260]— dijo Mortemart.

—Eh! mon cher vicomte— intervino Anna Pávlovna, —l'Urope…— (no se sabe por qué decía “Urope” como si se tratase de una peculiaridad especial de la lengua francesa que sólo ella podía permitirse hablando con un francés), —l'Urope ne sera jamais notre alliée sincère.[261]

Y seguidamente, para hacer entrar en liza a Borís, Anna Pávlovna derivó la conversación hacia el valor y la firmeza del rey de Prusia.

Borís, a la espera de su turno, escuchaba con atención a los demás. También le quedó tiempo para echar alguna ojeada a la bella Elena, quien, siempre sonriente, había cruzado su mirada, en más de una ocasión, con el joven y apuesto ayudante de campo.

Era lo más natural, puesto que se hablaba de la situación en Prusia, que Anna Pávlovna rogara a Borís que contara sus impresiones del viaje a Glogau y el estado del ejército prusiano. Borís, sin prisas y en correcto francés, contó numerosos detalles interesantes sobre la situación de las tropas y la Corte, procurando no exponer su opinión personal acerca de cuanto refería. Durante algún tiempo, Borís concentró toda la atención del grupo y Anna Pávlovna comprendió con íntima satisfacción que su novedad de aquella noche era aceptada gratamente por todos los invitados. Elena mostró especialmente una vivísima atención por el relato de Borís; lo interrumpió varias veces con preguntas sobre ciertos detalles de su viaje y pareció interesarle, en particular, la situación del ejército prusiano. Apenas hubo terminado, se volvió a él con su sonrisa de siempre.

—Il faut absolument que vous veniez me voir— dijo con tal entonación como si, por ciertos motivos ignorados por él, fuese absolutamente necesario. —Mardi, entre les huit et neuf heures. Vous me ferez grand plaisir.[262]

Borís prometió cumplir su deseo, y quería continuar la conversación con ella, cuando Anna Pávlovna lo llamó con el pretexto de que “mi tía” deseaba oírlo.

—Conoce a su marido, ¿verdad?— dijo Anna Pávlovna cerrando los ojos y señalando con tristeza a Elena. —¡Es una mujer tan desventurada y tan hermosa!… No hable de ese hombre delante de ella. Se lo ruego. Le resulta demasiado penoso.