Rostov tenía órdenes de buscar a Kutúzov o al Emperador cerca de la aldea de Pratzen. Pero allí no quedaba ni un solo jefe y únicamente se veían grupos dispersos de tropas desorganizadas. Espoleó al caballo, ya rendido, para adelantar pronto a toda aquella gente, pero cuanto más avanzaba, mayor era el desorden. En la carretera se amontonaban coches de todas clases, soldados rusos y austríacos de todas las armas, heridos y sanos. Toda esa muchedumbre se movía y pululaba bajo el siniestro zumbido de los proyectiles enviados por las baterías francesas emplazadas en los altos de Pratzen.
—¿Dónde está el Emperador? ¿Dónde está Kutúzov?— preguntaba Rostov a cuantos podía detener, pero de ninguno lograba respuesta.
Por último, agarrando a un soldado por el cuello de la guerrera, lo obligó a hablar.
—¡Eh, amigo! ¡Pues no hace tiempo que han escapado todos!— respondió a gritos el soldado, riendo e intentando zafarse.
Rostov soltó al soldado, que, al parecer, estaba borracho; detuvo el caballo de uno que debía de ser asistente o palafrenero de alguien importante y pudo interrogarlo. Según el asistente, una hora antes había pasado por allí el Emperador en su carroza, gravemente herido.
—No es posible. Se tratará de otro— dijo Rostov.
—Lo he visto yo mismo— aseguró el asistente con cierta burlona suficiencia. —Creo que conozco bien al Emperador. ¡Pues no lo he visto veces en San Petersburgo así de cerca! Iba en su carroza blanco como el papel. ¡Madre mía, cómo pasaron por delante de nosotros sus cuatro caballos negros! Conozco bien los caballos del Zar y a Iliá Ivánich, su cochero. Todos saben que Iliá no lleva a nadie más que al Emperador.
Rostov soltó el caballo del asistente y quiso seguir su camino. Un oficial herido se le acercó.
—¿A quién busca?— preguntó. —¿Al general en jefe? Ha muerto… Un balazo en el pecho, cuando estaba con nuestro regimiento.
—No, no ha muerto… Está herido— rectificó otro oficial.
—¿Pero quién? ¿Kutúzov?— preguntó Rostov.
—No, Kutúzov no. Otro, no recuerdo su nombre. Pero eso no importa. Casi nadie ha quedado con vida. Vaya allá, hacia aquella aldea; es donde se han reunido todos los jefes— dijo el oficial, indicando el villorrio de Hosjeradek, y siguió adelante.
Rostov iba ahora al paso, sin saber adonde dirigirse ni a quién buscar. El Emperador estaba herido. La batalla, perdida. Ahora ya no podía dudar. Rostov siguió la dirección indicada por el oficial, guiándose por la torre de la iglesia que se veía a lo lejos. ¿Para qué apresurarse? ¿Qué iba a decir ahora al Emperador o a Kutúzov, aunque estuvieran sanos y salvos?
—Vaya por este camino, Excelencia… Por ahí lo matarán— le gritó un soldado. —Por ahí lo matarán.
—¿Qué dices?— intervino otro. —¿Por dónde quieres que vaya? ¡Por aquí llega antes!
Rostov reflexionó y tomó deliberadamente la dirección en la cual, según habían dicho, lo matarían.
“¿Qué me importa ahora? ¿Por qué debo mirar por mí si el Emperador está herido?”, pensó. Había penetrado en el campo donde más víctimas tuvieron los que huían de Pratzen. Los franceses no lo ocupaban aún y los rusos que quedaron a salvo lo habían abandonado hacía tiempo. Sobre el llano, como gavillas en un campo de buena siega, yacían grupos de hasta diez y quince hombres heridos o muertos por cada acre. Los heridos se arrastraban de dos en dos o de tres en tres, sin dejar de gritar y lamentarse, aunque a veces le parecía a Rostov que sus gemidos eran fingidos. Para no ver a esos hombres que sufrían, Rostov puso al trote su caballo; y sintió miedo. Tenía miedo no por su vida, sino de perder el valor que le era necesario y que —él lo sabía— no resistiría a la vista de aquellos infelices.
Los franceses habían dejado de disparar sobre aquel terreno cubierto de muertos y heridos, tal vez porque no veían ningún ser viviente. Pero al ver a ese ayudante de campo, orientaron hacia él un cañón y lanzaron varios proyectiles. El sentimiento producido por aquellos terribles silbidos y los cadáveres que yacían alrededor se fundió en Rostov en una impresión de horror y conmiseración por sí mismo. Recordó la última carta de su madre: “¿Qué sentiría si me viera ahora en este campo, con los cañones enfilando contra mí?”.
En el poblado de Hosjeradek había tropas rusas que, aunque mezcladas, se habían retirado más ordenadamente— del campo de batalla; se hallaban ya fuera del alcance de las baterías contrarias y el ruido del tiroteo parecía lejano. Allí se veían las cosas más claras y todos decían que la batalla estaba perdida. Por más que Rostov preguntara nadie podía decirle dónde se hallaban el Emperador o Kutúzov. Unos confirmaban que el Soberano estaba herido, otros lo negaban y atribuían aquel rumor engañoso al hecho de que, en la carroza del Emperador, había pasado rápidamente, abandonando el campo de batalla, el gran mariscal de la Corle conde Tolstói, pálido y asustado, que figuraba en el séquito de Alejandro. Un oficial aseguró a Rostov haber visto hacia la izquierda, pasada la aldea, a varios jefes importantes. Rostov se encaminó hacia allí; no con la esperanza de encontrar a nadie, sino para tranquilizar su conciencia. Después de haber recorrido unos tres kilómetros y rebasado las últimas tropas rusas, cerca de un huerto rodeado por una zanja vio a dos jinetes; uno, con un gran penacho blanco, no le pareció desconocido; el otro, sobre un alazán magnífico, caballo que Rostov creyó reconocer, se acercó a la zanja, espoleó a la bestia y, aflojando las riendas, saltó fácilmente el obstáculo. Unos puñados de tierra, removidos por las patas traseras del animal, cayeron al fondo. Hizo dar la vuelta al caballo, volvió a saltar la zanja y se dirigió respetuosamente al del penacho blanco proponiéndole sin duda que hiciera lo mismo. El jinete, cuyo rostro creía reconocer Rostov y que atraía toda su atención, hizo con la cabeza y la mano un gesto negativo, por el que Rostov reconoció al instante a su llorado y querido Emperador.
“Pero no puede ser él, tan solo en medio de este desierto”, pensó. Mientras tanto, Alejandro había vuelto la cabeza y Rostov reconoció los rasgos amados que tan profundamente se habían grabado en su memoria. El Emperador estaba pálido; sus mejillas y sus ojos, hundidos, pero el rostro tenía aún mayor dulzura y encanto. Rostov se sintió feliz al comprobar que los rumores sobre la herida del Emperador no tenían fundamento. Se sentía feliz por haberlo encontrado. Sabía que podía, y es más, debía dirigirse directamente a él y comunicarle cuanto Dolgorúkov le ordenara.
Pero como un joven enamorado que, emocionado y tembloroso, no se atreve a decir aquello en que sueña por la noche y mira asustado a un lado y a otro, buscando una ayuda o la posibilidad de retrasar el momento de verse a solas con su amada o de huir cuando se ve frente a ella, así Rostov, ahora que tenía en sus manos lo que más deseaba en el mundo, no sabía cómo acercarse al Emperador, y se imaginaba mil razones por las cuales no debía hacerlo, por las que sería inoportuno, fuera de lugar e imposible.
“Podría parecer que aprovechaba la ocasión de verlo solo y triste. En este momento de angustia puede serle penoso y desagradable ver a un desconocido. Además, ¿qué puedo decirle ahora, cuando ya de verlo tiembla mi corazón y se me seca la boca?” Ninguno de los numerosos discursos que antes imaginara dirigir al Emperador le volvía ahora a la memoria. Aquellos discursos los había pensado para otras circunstancias; imaginaba pronunciarlos en los momentos de victoria, en pleno triunfo y, sobre todo, en su lecho de muerte, donde sucumbía a las heridas mientras el Emperador le agradecía sus actos de heroísmo y él, al morir, le testimoniaba su amor probado con su vida.
“Además, ¿cómo voy a pedir al Emperador órdenes para el flanco derecho cuando son más de las tres de la tarde y la batalla está perdida? No, no debo acercarme a él, no debo turbar su meditación. Antes morir mil veces que merecer una mirada suya desaprobadora o causarle mala impresión”, decidió Rostov; y con el corazón rebosante de tristeza y amargura se alejó, sin dejar de mirar al Soberano, que permanecía en su misma actitud indecisa.
Mientras Rostov se abandonaba a semejantes consideraciones y se alejaba tristemente del Emperador, llegaba por casualidad al mismo sitio el capitán Von Toll; dándose cuenta de la presencia del Soberano, se dirigió a él directamente, le ofreció sus servicios y lo ayudó a cruzar la zanja a pie. El Emperador se sentía mal y, deseando descansar, se sentó bajo un manzano; Toll permaneció a su lado. Desde lejos, Rostov veía con envidia y arrepentimiento que Toll hablaba prolongada y animadamente con Alejandro, quien, al parecer, rompió a llorar y se cubrió los ojos con una mano, mientras tendía la otra a Toll.
“¡Y yo podía estar en su lugar!”, pensó Rostov. Y conteniendo a duras penas las lágrimas que le inspiraba la suerte del Emperador, profundamente desolado, siguió adelante sin saber adonde ni qué partido tomar.
Su desesperación era todavía más intensa pues comprendía que su propia debilidad había sido la causa de su pena.
Habría podido…, habría debido acercarse al Emperador. Era una ocasión única de mostrarle su lealtad. Y no la había aprovechado… “¿Qué es lo que hice?”, pensaba; y volviendo grupas se dirigió al lugar donde había visto al Emperador. Pero junto a la zanja ya no había nadie. Sólo vio una hilera de carretas y carrozas. Rostov supo por uno de los conductores que el Estado Mayor de Kutúzov estaba cerca del lugar al que se dirigían los carros. Rostov los siguió.
Delante de él iba el palafrenero de Kutúzov, que conducía algunos caballos protegidos con mantas. Un carro lo seguía y cerraba la marcha un viejo sirviente de piernas arqueadas, gorra de visera y pelliza.
—¡Tito! ¡Eh, Tito!— gritó el palafrenero.
—¿Qué?— contestó distraído el viejo.
—¡Tito, vete a trillar!
—¡Imbécil!— se encolerizó el otro escupiendo con rabia.
Pasaron unos minutos, durante los cuales marcharon en silencio; después se repitió la misma broma. Y así una vez y otra.
Antes de las cinco de la tarde la batalla estaba perdida en todos los puntos. Más de cien cañones habían caído ya en manos de los franceses.
Prebyzhevsky y su cuerpo de ejército habían depuesto las armas; las otras columnas, reducidas a la mitad, se retiraban en desbandada.
El resto de las tropas de Langeron y Dojtúrov, entremezcladas, se apretujaban sobre los diques junto a los estanques y las orillas próximas a la aldea de Augezd.
Hacia las seis, sólo contra ese lugar continuaba el nutrido cañoneo de los franceses, que habían emplazado numerosas baterías en las laderas de Pratzen y dirigían el fuego a los rusos en retirada.
En la retaguardia, Dojtúrov y otros reunían los batallones y se defendían contra la caballería francesa que los perseguía. Caía el crepúsculo. Cerca del estrecho dique de Augezd, donde durante tantos años se había sentado tranquilamente el viejo molinero con su gorro y su caña de pescar mientras el nietecillo, remangada la camisa, hundía las manos en una regadera y jugueteaba con los peces plateados y temblorosos; en ese mismo dique sobre el que, año tras año, con sus carros llenos de trigo, moravos tocados con gorros peludos y chaleco azul transitaban pacíficamente y por donde volvían manchados de harina en sus carros blancos; en ese mismo estrecho dique, ahora, entre furgones y cañones, bajo los caballos y entre las ruedas, se apretujaba una multitud enloquecida por el miedo a la muerte; se aplastaban unos a otros, morían, pasaban sobre los moribundos y se mataban tan sólo para, unos pasos más allá, morir igualmente.
Cada diez segundos, hendiendo el aire, en medio de aquella muchedumbre caía un proyectil o estallaba una granada, matando y cubriendo de sangre a los que se encontraban cerca. Dólojov, herido en el brazo, a pie, con una docena de hombres de su compañía (era ya oficial) y el comandante de su regimiento —a caballo— eran los únicos supervivientes de su unidad. Arrastrados por la muchedumbre, comprimidos en la entrada del dique y empujados por todas partes, tuvieron que detenerse porque delante de ellos un caballo había caído bajo un cañón y lo estaban retirando. Un proyectil mató a alguien a sus espaldas; otro cayó delante y cubrió de sangre a Dólojov. La muchedumbre, desesperada, se lanzó hacia delante, se apretó todavía más, dio algunos pasos y se detuvo de nuevo.
“Cien pasos más y estoy a salvo; si me quedo aquí dos minutos más, la muerte es segura”, pensaba cada uno.
Dólojov, que estaba en medio del gentío, se abrió violentamente paso hacia el extremo del dique, tiró a dos soldados y alcanzó el borde resbaladizo del hielo que cubría el estanque.
—¡Dad la vuelta!— gritó corriendo por el hielo que crujía bajo sus pies. —¡Dad la vuelta!— repitió dirigiéndose a los del cañón. ¡El hielo resiste!…
El hielo resistía, pero crujía y se combaba. Era evidente que iba a romperse, no sólo bajo el peso del cañón y de la muchedumbre, sino bajo su propio peso. Los demás lo miraban y se apretaban en la orilla, sin decidirse a saltar sobre el hielo. El jefe del regimiento, que seguía a caballo, levantó la mano y abrió la boca dirigiéndose a Dólojov; en esto, un proyectil silbó tan bajo sobre la muchedumbre que todos se inclinaron. Algo chocó contra un cuerpo blando y el general cayó del caballo en medio de un charco de sangre. Nadie lo miró siquiera, nadie pensó en levantarlo.
—¡Al hielo! ¡Al hielo! ¡Venga! ¡Dad la vuelta! ¿No oyes?— vociferaban después del disparo muchas gargantas que ni sabían lo que estaban diciendo.
Uno de los últimos cañones torció hacia el hielo. Numerosos soldados corrieron desde el dique al helado estanque. Bajo el peso de uno de los primeros soldados, la superficie helada se resquebrajó y una de sus piernas se hundió en el agua. Quiso levantarse, y se hundió hasta la cintura. Los más próximos se pararon indecisos; el que conducía el cañón detuvo a su caballo, pero detrás seguían gritando: “¡Al hielo! ¿Por qué se detienen? ¡Venga! ¡Adelante!”, y se repetían entre la muchedumbre los gritos de horror. Los soldados que rodeaban el cañón hostigaban a los caballos para obligarlos a avanzar. Los animales arrancaron. La superficie helada que sostenía a los infantes se rompió en un amplio espacio y unos cuarenta hombres, que estaban sobre el hielo, echaron a correr hacia delante y hacia atrás, hundiéndose en el agua unos a otros.
Los proyectiles, entretanto, silbaban con regularidad y caían sobre el hielo y el agua, pero sobre todo entre la muchedumbre que cubría el dique, el estanque y la orilla.