III

En diciembre de 1805, el viejo príncipe Nikolái Andréievich Bolkonski recibió una carta del príncipe Vasili anunciándole su llegada en compañía de su hijo.

“Salgo a una inspección, y un rodeo de cien kilómetros no es obstáculo para que acuda a presentar mis respetos a mi queridísimo bienhechor —escribía—. Mi Anatole me acompaña para unirse al ejército y espero que le permitirá expresarle personalmente el profundo respeto que, siguiendo el ejemplo de su padre, siente por usted.”

—Vaya, no hay necesidad de presentar a Mary en sociedad; los pretendientes vienen a buscarla— comentó imprudentemente la pequeña princesa cuando supo la noticia.

El príncipe Nikolái Andréievich torció el gesto y no dijo nada.

Dos semanas después de recibida la carta, al atardecer, llegaron los criados del príncipe Vasili, y al día siguiente él mismo con su hijo.

El viejo príncipe Bolkonski no había tenido nunca un gran concepto sobre el carácter del príncipe Vasili; y menos todavía últimamente, cuando bajo el reinado de los zares Pablo y Alejandro había avanzado tanto en puestos y honores. Ahora, por las alusiones de la carta y las palabras de la pequeña princesa, el príncipe Nikolái Andréievich comprendió de qué se trataba, y la mediocre opinión que de él tenía se convirtió en un sentimiento de hostilidad y desprecio. Siempre bufaba al hablar de él. El día de la llegada del príncipe Vasili, Nikolái Andréievich mostraba un particular mal humor. No podía adivinarse si aquel mal humor se debía a la llegada del príncipe Vasili o al hecho de que su descontento y mal humor coincidiesen con su llegada. En todo caso, su estado de ánimo era pésimo y Tijón, ya por la mañana, persuadió al arquitecto de que no entrara a presentar su informe al príncipe.

—Oye cómo camina— dijo Tijón, haciendo escuchar al arquitecto el rumor de los pasos del príncipe. —Pisa con toda la planta, y ya sabemos lo que eso significa…

A pesar de todo, a eso de las nueve, como de costumbre, el príncipe, con su abrigo de terciopelo y cuello de cibelina, con gorro de la misma piel, salió a dar su paseo. Había nevado la tarde anterior. El sendero seguido por el príncipe Nikolái Andréievich hacia el invernadero estaba limpio; se veían sobre la nieve las huellas de la escoba, y una pala estaba hincada en la nieve, amontonada a la orilla del camino. El príncipe atravesó el invernadero, los patios y los servicios, ceñudo y silencioso.

—¿Se puede pasar con trineo?— preguntó al administrador, hombre respetable, que se parecía a su amo en el semblante y en sus maneras.

—La nieve es profunda, excelencia; ya he dado órdenes de limpiar la avenida.

El príncipe inclinó la cabeza y se acercó a la escalinata. “¡Gracias a Dios! —pensó el administrador—. Ha pasado la tormenta.”

—Era difícil pasar, Excelencia— agregó. —Han dicho que un ministro viene a visitar a Su Excelencia…

El príncipe se volvió al administrador y fijó en él una mirada colérica.

—¿Qué? ¿Un ministro? ¿Qué ministro? ¿Quién lo ordeno?— dijo con voz dura y estridente. —No han limpiado el camino para mi hija, la princesa, y lo limpian para un ministro… ¡Aquí no hay ministros!

—Excelencia… yo pensaba…

—¡Tú pensabas!— gritó el príncipe, que hablaba cada vez más de prisa y con voz menos inteligible. —¡Tú penabas!… ¡Bribones! ¡Canallas!… Ya te enseñaré yo a pensar.

Y levantando el bastón amenazó a Alpátich, y lo habría golpeado si el administrador no se hubiese apartado instintivamente.

—Tú pensabas!… ¡Bribones!— vociferó de nuevo.

Y aunque Alpátich, asustado de su atrevimiento por haber evitado el golpe, se acercaba a la escalinata con la calva cabeza gacha, o tal vez por eso precisamente, el príncipe siguió gritando:

—¡Bergantes…! ¡Que cubran inmediatamente de nieve el camino!

Pero no levantó otra vez el bastón, y entró corriendo en la casa.

A la hora de comer, sabiendo del mal humor del príncipe, la princesa María y mademoiselle Bourienne lo esperaban de pie. Mademoiselle Bourienne mostraba un rostro radiante que parecía decir: “No sé nada; soy la de siempre”, la princesa María estaba pálida, asustada, con los ojos bajos. Lo más penoso para la princesa María era saber que en estos casos había que portarse como mademoiselle Bourienne, pero no podía hacerlo. “Si finjo que no lo noto —se decía—, creerá que me es indiferente lo que él piensa; si me muestro triste o malhumorada, dirá, como otras veces, que tengo aspecto fúnebre.”

El príncipe miró el rostro asustado de su hija y soltó un bufido.

—¡Im… o tonta!— gruñó.

“Y la otra no ha venido… —pensó al notar que la pequeña princesa no estaba en el comedor—. Ya le habrán ido con el cuento.”

—¿Dónde está la princesa? ¿Se esconde?…— preguntó.

—No se encuentra bien— respondió mademoiselle Bourienne, con una alegre sonrisa. —No vendrá hoy… Es natural, en su estado.

—¡Hum! ¡Hum!…— masculló el príncipe mientras se sentaba a la mesa.

El plato no le debió de parecer suficientemente limpio; señaló una mancha y lo tiró. Tijón lo cogió al vuelo y lo entregó al camarero.

No es que la pequeña princesa estuviera enferma; pero tenía tal miedo del príncipe que, sabiendo su mal humor, había decidido no salir de sus habitaciones.

“Temo por el niño —decía a mademoiselle Bourienne—. Dios sabe lo que puede ocurrir si me asusto.”

La joven princesa vivía en Lisie-Gori en un estado de miedo perpetuo y de antipatía por el viejo príncipe, cosa esta última de la que apenas se daba cuenta, porque su temor predominaba tanto que ni siquiera podía percibirla. También por parte del príncipe existía antipatía, pero dominada por el desprecio.

La princesa, en Lisie-Gori, había tomado especial cariño a mademoiselle Bourienne. Se pasaba con ella días enteros, le rogaba que durmiera en su propia habitación y con mucha frecuencia le hablaba de su suegro para criticarlo.

—Il nous arrive du monde, mon prince[203]— dijo mademoiselle Bourienne, desplegando con sus manos pequeñas y rosadas la nívea servilleta. —Son Excellence le prince Kouraguine avec son fils, à ce que j’ai entendu dire?— dijo a manera de pregunta.

—Hum… Ese Excellence es un chiquillo… Yo mismo lo llevé al ministerio— respondió el príncipe ofendido. —¿Y por qué trae al hijo? No lo entiendo. Tal vez lo sepan la princesa Elizaveta Kárlovna y la princesa María… Yo no sé para qué trae al hijo. Yo no lo necesito para nada— y prosiguió, mirando a su hija, que iba enrojeciendo.

—¿No te sientes bien? ¿Acaso tienes miedo al ministro, como lo llamaba ahora ese imbécil de Alpátich?

—No, mon père.

Aunque mademoiselle Bourienne no había acertado a escoger el tema de conversación, no se detuvo y siguió parloteando sobre el invernadero, sobre la belleza de una nueva flor que se había abierto, y, así, el príncipe, después de la sopa, llegó a suavizarse un tanto.

Terminada la comida subió a ver a su nuera. La pequeña princesa estaba sentada ante una pequeña mesa y charlaba con la doncella Masha. Palideció cuando vio al príncipe.

Estaba muy cambiada. Más fea ahora que bella, sus mejillas caían fláccidas, tenía el labio superior más levantado y los ojos hundidos.

—Sí, siento como una pesadez…— respondió a la pregunta del príncipe sobre su salud.

—¿No necesitas nada?

—No… merci, mon père.

—Está bien, está bien.

Salió de la estancia y pasó a la antesala. Allí estaba Alpátich con la cabeza gacha.

—¿Habéis echado nieve al camino?

—Sí, Excelencia. Perdóneme, por Dios; ha sido una estupidez…

El príncipe lo interrumpió y se echó a andar con su risa forzada.

—Está bien, está bien.

Le tendió la mano, que Alpátich besó, y pasó a su despacho.

El príncipe Vasili llegó al anochecer. Los cocheros y la servidumbre salieron a su encuentro en la avenida y entre grandes gritos condujeron los trineos hacia la puerta, por el camino cubierto intencionadamente de nieve.

Varias habitaciones habían sido reservadas para el príncipe Vasili y su hijo Anatole.

Anatole, en mangas de camisa y con las manos en las caderas, se había sentado frente a una mesa y con sus grandes y bellos ojos miraba distraídamente un ángulo del mueble. Toda la vida era para él una ininterrumpida fiesta que alguien, sin saber el motivo, se encargaba de proporcionarle. De la misma manera consideraba ahora el viaje a la casa de aquel viejo gruñón y de su fea y rica heredera. De acuerdo con sus ideas, todo aquello podía convertirse en una excelente y divertida aventura. “¿Por qué no casarme con ella, si es riquísima? El dinero nunca estorba”, pensaba Anatole.

Se afeitó y perfumó con la minuciosidad y el esmero acostumbrados, y con el aire conquistador y bondadoso que le era innato, irguió su espléndida cabeza y pasó a la habitación de su padre. Dos ayudas de cámara estaban vistiendo al príncipe Vasili. Éste miraba animadamente en torno, y cuando su hijo entró lo saludó alegre, como diciéndole: “Así, así es como tienes que presentarte”.

—Y ahora, bromas aparte, padre. ¿De veras que es tan fea?— preguntó Anatole en francés, como si reanudara una conversación corriente durante el viaje.

—¡No digas tonterías! Lo principal es que procures ser respetuoso y sensato con el viejo príncipe.

—Si me dice una inconveniencia, me voy— dijo Anatole. —Detesto a esos vejestorios.

—Recuerda que para ti de esto depende todo.

Mientras tanto, entre las mujeres no sólo se conocía la llegada del príncipe Vasili con su hijo Anatole, sino que se comentaban toda clase de detalles sobre ambos. La princesa María, sola en su estancia, se esforzaba en vano por dominar la propia emoción.

“¿Por qué me escribirían? ¿Por qué me habló de eso Lisa? ¡Si eso es imposible! —se decía, mirándose en el espejo— ¿Cómo voy a presentarme ahora en la sala? Aunque me gustara, no podría comportarme con naturalidad.” Sólo la idea de cómo la miraría su padre la llenaba de pavor.

La pequeña princesa y mademoiselle Bourienne habían recibido ya toda clase de informes por conducto de Masha: que el hijo del “ministro” era apuesto y joven y que tenía las cejas negras. Que el padre apenas pudo arrastrar los pies por la escalera y que Anatole, rápido como un águila, había subido las gradas de tres en tres. Poseedoras de estas noticias, la pequeña princesa y mademoiselle Bourienne, cuyas voces animadas se oían ya desde el pasillo, entraron en la habitación de la princesa María.

—Ils sont arrivés, Marie[204]— dijo la pequeña princesa cayendo pesadamente sobre una butaca. —¿Lo sabe?

No llevaba ya la blusa sencilla que vestía por la mañana; se había puesto uno de sus mejores vestidos. Sus cabellos estaban cuidadosamente peinados y su rostro lleno de animación no lograba borrar, sin embargo, el cambio operado en sus facciones. Con aquel vestido que solía llevar en las fiestas de San Petersburgo se advertía todavía más cuánto se había afeado. Mademoiselle Bourienne, por su parte, había hecho algunos discretos arreglos en uno de sus trajes, lo que daba aún mayor seducción a su rostro fresco y bonito.

—Eh bien, et vous restez comme vous êtes, chère princesse?— dijo. —On va venir annoncer que ces messieurs sont au salon; il faudra descendre et vous ne faites pas un brin de toilette![205]

La pequeña princesa se levantó, llamó a la doncella y, con alegría presurosa, se puso a escoger un vestido para su cuñada. La princesa María se sentía ofendida en su dignidad por el hecho de que la llegada del pretendiente la turbase de aquella manera, y aún más porque la pequeña princesa y mademoiselle Bourienne supusieran que no podía ser de otro modo. Decirles que tenía vergüenza de sí misma y de ellas era traicionar su propia emoción; por otra parte, negarse a cambiar de vestido, como le decían, habría suscitado las bromas y la insistente porfía de ambas. Enrojeció, se apagaron sus bellos ojos, su cara se cubrió de manchas, y con la poco agradable expresión de víctima que en ella era la más frecuente se puso en manos de mademoiselle Bourienne y de su cuñada. Ambas estaban decididas sinceramente a embellecerla. Era tan fea que ninguna de las dos podía pensar siquiera en que pudiese competir con ellas; así pues, se dispusieron muy sinceramente a vestirla con esa seguridad ingenua y firme de que un bonito vestido puede hacer hermoso el rostro.

—No, no, ma bonne amie, este vestido no te va— decía Lisa mirando de lejos y de lado a la princesa. —No. Di que te traigan el rojo oscuro. De verdad te lo digo. Acaso se decida la suerte de tu vida. Éste es muy claro… No, no está bien.

Y no era el vestido lo que estaba mal, sino toda la figura de la princesa, empezando por su rostro. No lo veían así mademoiselle Bourienne y Lisa; les debía de parecer que poniendo una cinta azul entre los cabellos, recogidos hacia arriba, o bajando el chal azul sobre el vestido marrón, etcétera, todo iría bien. Olvidaban que era imposible cambiar aquel rostro asustado y todo el aspecto, y que, a pesar de todos los retoques del marco, la figura seguiría siendo lastimera y fea. Después de dos o tres pruebas, a las que la princesa se sometía dócilmente, y cuando estuvo peinada con el pelo recogido hacia arriba, que le transformaba y afeaba aún más el rostro, cuando estuvo con su vestido oscuro y el chal azul, la princesa Lisa dio dos vueltas alrededor de ella, ajustando con sus manos la falda, alisando aquí y allá el chal y mirando, con la cabeza inclinada, ya de un lado, ya de otro.

—No, imposible— dijo resueltamente, dando unas palmadas de nuevo. —Non, décidément, Marie, cela ne vous va pas. Je vous aime mieux dans votre petite robe grise de tous les jours. Non, de grâce, faites cela pour moi[206]— y se volvió a la doncella: —Katia, trae el vestido gris de la princesa. Ya verá, mademoiselle Bourienne, cómo arreglo esto— dijo con una sonrisa de anticipada complacencia estética.

Pero cuando Katia trajo su vestido gris, la princesa María, inmóvil delante del espejo, mirándose en él, notó que sus ojos estaban llenos de lágrimas y que la boca le temblaba presta a sollozar.

—Voyons, chère princesse, encore un petit effort— dijo mademoiselle Bourienne.[207]

Lisa tomó el vestido de manos de la doncella y se acercó a la princesa María.

—Ahora lo dejaremos todo sencillo y agradable.

Su voz, la de mademoiselle Bourienne y la de Katia, que se reía de algo, se fundían en un alegre balbuceo, parecido al gorjeo de pájaros.

—Non, laissez-moi— dijo la princesa.[208]

Su voz denotaba tal gravedad y sufrimiento que el gorjeo cesó instantáneamente. Vieron en sus ojos, grandes, hermosos y profundos, llenos de lágrimas, una expresión tan llena de súplica que comprendieron que habría sido inútil y hasta cruel insistir.

—Au moins, changez de coiffure— dijo Lisa. —Je vous le disais bien— volviéndose con tono de reproche a mademoiselle Bourienne. Marie a une de ces figures auxquelles ce genre de coiffure ne va pas du tout. Mais du tout, du tout. Changez, de grâce.[209]

—Non, laissez-moi, laissez-moi, tout ça m’est parfaitement égal— su voz a duras penas dominaba sus lágrimas.[210]

La princesa María, así arreglada, estaba muy fea, peor que siempre, y tanto la pequeña princesa como mademoiselle Bourienne tuvieron que reconocerlo. Pero ya era tarde. Ella las miraba con aquella expresión que ya conocían, pensativa y triste, que no inspiraba temor —la princesa María nunca inspiraba semejante sentimiento—, pero sabían que cuando esa expresión aparecía en su rostro las decisiones tomadas eran irrevocables, aunque apenas si hablaba de ellas.

—Vous changerez, n’est-ce pas?— preguntó Lisa.[211]

La princesa María no contestó y Lisa salió de la cámara.

La princesa quedó sola. No atendió el deseo de Lisa, no cambió su peinado y ni siquiera miró el espejo. Con los brazos caídos y los ojos bajos, quedó sumida en sus pensamientos. Se imaginaba a su esposo, a un hombre, un ser fuerte de incomprensible atractivo, que de improviso la llevaba a su mundo, a un universo del todo distinto y lleno de felicidad. Después se veía con su primer hijo, junto a su pecho, un niño como el que había visto la víspera en casa de la hija de su nodriza. El marido miraba tiernamente a la madre y al hijo. Y pensó: “Es imposible; soy demasiado fea”.

Detrás de la puerta sonó la voz de la doncella:

—El té está servido y el príncipe va a salir.

Volvió en sí y se horrorizó de sus pensamientos. Antes de bajar se acercó al oratorio y fijando sus ojos en una gran imagen negra del Salvador, alumbrada por una lamparilla, juntó las manos y se recogió así unos momentos. Una duda punzante atormentaba el alma de la princesa María. ¿Le estaba reservada la alegría del amor, del amor terrenal por un hombre? Pensando en el matrimonio, la princesa María soñaba con la felicidad familiar, los hijos, pero su sueño principal, el más intenso y oculto, era el amor terrenal. Ese sentimiento era tanto mayor cuanto más trataba de ocultarlo a los demás o aun a sí misma. “Dios mío, ¿cómo arrojar del corazón estos pensamientos del demonio? ¿Cómo alejar las malvadas tentaciones para siempre, para cumplir tranquilamente tu voluntad?” Y apenas lo hubo preguntado le pareció que Dios contestaba en el fondo de su propio corazón: “No desees nada para ti, no busques nada, no te inquietes, no tengas envidia. El porvenir de los hombres y tu destino deben serte desconocidos, pero vive siempre preparada para todo. Si Dios quiere probarte con los deberes del matrimonio, debes estar dispuesta a cumplir su voluntad”. Con este pensamiento tranquilizador —pero también con la esperanza de su sueño terrenal prohibido— la princesa María, suspirando, se persignó y salió de allí sin pensar más en el vestido ni en el peinado, ni en cómo se presentaría o en qué había de decir. ¡Qué podía importar todo ello en comparación con los designios de Dios, sin cuya voluntad no cae ni un solo pelo de la cabeza del hombre!