I

El príncipe Vasili no meditaba sus planes. Y menos aún pensaba en hacer daño a otros para conseguir alguna ventaja. Era, ni más ni menos, un hombre de la alta sociedad que, habiendo tenido siempre éxito en el mundo, estaba acostumbrado a obtenerlo. Según las circunstancias y sus relaciones con los demás, combinaba diversos planes y cálculos de los que ni él mismo tenía exacta conciencia, aunque constituían todo el interés de su vida. No se trataba de un plan ni de dos, sino de decenas de ellos; alguno no hacía más que esbozarse en su mente, otros adquirían realidad y los demás se anulaban. Por ejemplo, el príncipe Vasili nunca se decía: “Tal personaje tiene ahora gran influencia; debo conquistar su amistad y confianza para conseguir, gracias a él, una ayuda financiera”. Ni tampoco pensaba: “Pierre es rico, debo atraérmelo, casarlo con mi hija y conseguir ese préstamo de cuarenta mil rublos que necesito”. Mas si tropezaba con el personaje influyente, su instinto certero le sugería en seguida que esa persona podía serle útil, y el príncipe Vasili se hacía amigo del individuo en cuestión y en la primera ocasión propicia, instintivamente, sin preparación alguna, lo adulaba, lo trataba con familiaridad y le hablaba de lo que era preciso.

A Pierre, en Moscú, lo tenía a mano, y encontró la manera de hacerlo nombrar gentilhombre de cámara, lo que entonces equivalía al rango de consejero de Estado, y lo instó para que se trasladara con él a San Petersburgo y se alojase en su casa. Como si no pensase en ello, pero con absoluta seguridad de que era preciso, el príncipe Vasili hacía lo necesario para casar a Pierre con su hija. Si el príncipe Vasili hubiera preparado con anterioridad sus planes, no habría podido manifestarse de aquella manera tan simple y familiar en todas sus relaciones con las personas situadas por encima o por debajo de él. Algo lo atraía siempre hacia el más fuerte y el más rico, y poseía la rara habilidad de escoger el instante oportuno para sacar partido de todos.

Pierre, convertido inesperadamente en un hombre riquísimo y en conde tras la soledad y despreocupación de poco antes, se veía ahora hasta tal punto ocupado y rodeado de gente que tan sólo en el lecho podía quedarse solo consigo mismo. Tenía que firmar documentos relacionados con oficinas públicas de cuya significación no tenía clara idea, preguntar sobre una u otra cosa a su primer intendente, visitar sus posesiones en las cercanías de Moscú y recibir a un sinfín de personas que poco antes no querían saber siquiera de su existencia y ahora se darían por ofendidas y disgustadas si el nuevo millonario no las recibiera. Eran gentes muy diversas: hombres de negocios, parientes, conocidos; todos igualmente cariñosos y bien dispuestos hacia el joven heredero. Todos, eso era evidente e indiscutible, se mostraban convencidos de las grandes cualidades de Pierre. No cesaba de oír frases como: “por su extremada bondad”, “con su excelente corazón”, “es usted tan recto, señor conde…”, “si él fuera tan inteligente como usted”, etcétera; de manera que empezaba a creer sinceramente en su extraordinaria bondad y en su extraordinaria inteligencia, tanto más porque siempre, en lo íntimo de su corazón, le parecía que era, en efecto, muy bondadoso y muy inteligente. Hasta personas antes maliciosas y hostiles eran ahora con él dulces y afectuosas. La mayor de las princesas, tan seria siempre con su largo talle y sus lisos cabellos de muñeca, entró en la habitación de Pierre después de los funerales del viejo conde. Con los ojos bajos y ruborizándose a cada instante, le dijo que le dolía mucho el equívoco habido entre ellos, y que no se sentía con derecho a pedir nada, excepto el permiso (tras la desventura de aquella muerte) a permanecer algunas semanas en una casa que tanto amaba y donde tantos sacrificios había hecho. Al decir esto no pudo dominarse y se echó a llorar. Conmovido por semejante evolución en aquella mujer, fría como una estatua, Pierre le tomó la mano y le pidió perdón, sin saber qué había de perdonarle. Desde aquel día, la mayor de las princesas comenzó a tejer una bufanda de lana a rayas para Pierre y cambió por completo su conducta hacia él.

—Hazlo por ella, Don caer. ¡Ha sufrido tanto por tu difunto padre!— le dijo el príncipe Vasili presentándole un documento a favor de la princesa para que lo firmara.

El príncipe Vasili había creído conveniente y necesario arrojar aquel hueso a la princesa (una orden de pago de treinta mil rublos) para que no se le ocurriera sacar a cuento su participación en el caso de la cartera de cuero repujado. Pierre firmó, y desde entonces la princesa le mostró aún más cariño. También las otras hermanas le mostraban mayor afecto, especialmente la más joven y bonita, la del lunar. Con frecuencia ponía a Pierre en situaciones embarazosas con sus risas y su turbación cuando lo veía.

Le parecía tan natural a Pierre que todos lo amasen y tan antinatural que alguien no lo quisiese que no podía dudar de la sinceridad de las personas que lo rodeaban. Por otra parte, no le quedaba tiempo para preguntarse si aquellas gentes eran sinceras o hipócritas; nunca tenía tiempo de nada, no podía salir de aquel estado de embriaguez, alegre y apacible. Se veía como centro de un movimiento general e importante; tenía conciencia de que siempre se esperaba algo de él y que, de no hacer ciertas cosas, habría disgustado a muchos, los privaría de lo que esperaban, mientras que todo marcharía bien si las hacía.

Y así cumplía cuanto de él solicitaban, por más que lo bueno que de él se esperaba siempre quedara por llegar.

Quien al principio se ocupó más de los asuntos de Pierre y de él mismo fue el príncipe Vasili. Desde la muerte del conde Bezújov podía decirse que no había dejado de su mano al joven. El príncipe Vasili tenía la apariencia de un hombre abrumado de trabajo, cansado y rendido, pero que, por compasión, no podía abandonar a las veleidades del destino y a las influencias de los bribones a aquel joven indefenso hijo de su, après tout, amigo, y dueño de una inmensa fortuna. Durante los pocos días que permaneció en Moscú después de la muerte del conde Bezújov no cesaba de llamar a Pierre o iba él mismo a su casa y le indicaba cuanto debía hacer, siempre con ese tono cansado y seguro que a cada paso parecía decir: “Vous savez que je suis accablé d’affaires et que ce n’est que par pure charité que je m’occupe de vous, et puis vous savez bien que ce que je vous propose est la seule chose faisable”.[189]

—Bueno, amigo mío, por fin nos vamos mañana— le dijo una vez, cerrando los ojos y tamborileando con sus dedos en el brazo de Pierre, utilizando un tono como si aquello estaba convenido entre los dos desde hacía mucho, mucho tiempo y no podía suceder de otro modo. —Mañana nos vamos, te dejo sitio en mi coche. Estoy muy contento. Aquí lo principal ya está hecho; y yo debería haber vuelto hace tiempo. Mira lo que he recibido del canciller… Le hablé de ti, te han agregado al cuerpo diplomático y has sido nombrado gentilhombre de cámara: ahora se te abre la carrera diplomática.

A pesar de la expresión de cansancio y seguridad con que el príncipe Vasili hablaba, Pierre (que había reflexionado largamente en su porvenir) intentó poner alguna objeción; pero el príncipe lo cortó con aquella voz arrulladora y abaritonada que parecía excluir toda posibilidad de interrumpir sus palabras, tono del que se valía en casos de extrema necesidad de persuasión.

—Pero, querido, lo hice por mí, me lo dictaba mi propia conciencia; no tienes que agradecérmelo. Nadie se ha quejado nunca de que se le quiera demasiado; y además eres libre, puedes dejarlo todo mañana mismo… En San Petersburgo podrás decidir. Y va siendo tiempo de que le alejes un poco de esos recuerdos terribles— el príncipe Vasili suspiró. —Eso es, amigo mío. Mi ayuda de cámara irá en tu carroza. ¡Ah, me olvidaba!— añadió. —Ya sabes, querido, que tu padre y yo teníamos unas cuentas pendientes. He cobrado lo de Riazán y me quedo con ello; tú no lo necesitas. Después haremos cuentas.

Lo que el príncipe Vasili llamaba “lo de Riazán” eran unos cuantos miles de rublos de la renta de aquella propiedad que él se embolsaba.

En San Petersburgo, lo mismo que en Moscú, rodeó a Pierre un ambiente de personas cariñosas y amables. El joven conde no podía rechazar el puesto o, mejor dicho, el título (ya que nada tenía que hacer) que le había conseguido el príncipe Vasili; además, Pierre trabó tantos conocimientos, recibió tantas invitaciones, le faltó tanto tiempo, que, más aún que en Moscú, no lo abandonaba la sensación de hallarse en el centro de un torbellino que anunciaba un próximo bienestar que nunca llegaba.

De sus antiguos amigos solteros, pocos quedaban en San Petersburgo. La Guardia estaba en campaña; Dólojov había sido degradado; Anatole prestaba servicio militar en provincias; el príncipe Andréi se hallaba en el extranjero. Así pues, Pierre no podía pasar ya las noches como le gustaba pasarlas antaño; ni explayar de vez en cuando sus sentimientos en las conversaciones con su amigo mayor, el mejor y más estimado. Se le iba el tiempo en cenas y bailes, sobre todo en casa del príncipe Vasili, en compañía de la gruesa princesa, su mujer, y de la bellísima Elena.

El comportamiento de Anna Pávlovna Scherer con Pierre cambió como el de toda la sociedad.

Antes, Pierre sentía constantemente que cualquier cosa que dijera delante de Anna Pávlovna resultaba inconveniente e inoportuna, y que los argumentos que él estimaba inteligentes al pensarlos se convertían en verdaderas tonterías en cuanto los exponía en voz alta, mientras que las más necias palabras de Hipólito pasaban por genialidades encantadoras. Ahora resultaba charmant cualquier cosa que él dijese, y aun cuando Anna Pávlovna no lo manifestase, era evidente que lo pensaba así y se contenía sólo por no herir su modestia.

A comienzos del invierno de 1805-1806 Pierre recibió el acostumbrado billetito de Anna Pávlovna —una invitación de color rosa— al que había añadido: “Vous trouverez chez moi la belle Hélène qu’on ne se lasse jamais de voir”.[190]

Al leer esta frase, Pierre se dio cuenta por primera vez de que entre él y Elena se había establecido cierto vínculo reconocido por los demás; y esa idea, que lo asustaba por cuanto parecía imponerle una obligación que él no quería contraer, le agradaba al mismo tiempo como una suposición divertida.

La velada en casa de Anna Pávlovna era como la anterior, con la diferencia de que la novedad que la dama ofrecía a sus huéspedes no era Mortemart, sino un diplomático llegado de Berlín, conocedor de los más recientes detalles sobre la estancia del emperador Alejandro en Potsdam y la indisoluble alianza que allí habían firmado los dos augustos amigos, comprometiéndose a defender la causa justa contra el enemigo del género humano. Pierre fue recibido por Anna Pávlovna con un matiz de tristeza que evidentemente se refería a la reciente pérdida sufrida por él con la muerte de su padre, el conde Bezújov. (Todos se creían obligados a persuadir a Pierre de que estaba muy apenado por la muerte de aquel padre, al que apenas había conocido.) Pero la tristeza de Anna Pávlovna era en todo semejante a aquélla de que hacía ostentación al hablar de S. M. I. María Feodórovna. Pierre se sintió muy lisonjeado por ello. Anna Pávlovna distribuía en su salón los grupos con su habitual habilidad. El grupo mayor —con el príncipe Vasili y los generales— tenía la suerte de contar con el diplomático. Otro estaba próximo a la mesa del té. Pierre deseaba unirse al primero, pero Anna Pávlovna, excitada como el jefe de un ejército en el campo de batalla, a quien afluyen por millares las ideas brillantes que apenas hay tiempo de ejecutar; lo tocó en el brazo.

—Attendez, jai des vues sur vous pour ce soir[191]— miró a Elena y sonrió. —Ma bonne Hélène, il faut que vous soyez charitable pour ma pauvre tante, qui a une adoration pour vous. Allez lui tenir compagnie pour dix minutes.[192] Y para que no se aburra demasiado, nuestro amable conde no se negará a seguirla.

La bella Elena se dirigió hacia la tía, pero Anna Pávlovna retuvo todavía a Pierre, como si hubiera de darle las últimas instrucciones.

—¿Verdad que es preciosa?— dijo al conde señalándole a la joven, que se alejaba majestuosamente. —Et quelle tenue![193] ¡Qué tacto para una muchacha tan joven, qué espléndido temperamento! Eso proviene del corazón. Feliz el hombre a quien pertenezca. Con esa mujer, el marido menos mundano ocuparía la más brillante posición social, ¿verdad? Me gustaría conocer su opinión— y diciendo esto Anna Pávlovna lo dejó marchar.

Pierre, con absoluta franqueza, había respondido afirmativamente a la pregunta de Anna Pávlovna sobre Elena. Si se le ocurría pensar en ella, pensaba precisamente en su belleza y en la tranquila y extraordinaria capacidad de mostrarse digna y silenciosa en los salones.

La tía acogió a los dos jóvenes en su rincón, aunque más bien parecía querer ocultar su adoración por Elena y expresar más bien el miedo que sentía por Anna Pávlovna. Miraba a su sobrina como preguntando qué debía hacer con los dos jóvenes. Al retirarse, Anna Pávlovna tocó de nuevo con su dedo el brazo a Pierre y le dijo:

—J'espère que vous ne direz plus qu’on s’ennuie chez moi[194]— y miró a Elena.

Ésta sonrió, como diciendo que no admitía la posibilidad de que nadie la viera sin sentirse entusiasmado. La tía tosió un poco, tragó saliva y dijo en francés que estaba muy contenta de ver a Elena. Después se volvió a Pierre con idéntico saludo y las mismas expresiones. Durante la conversación, aburrida y entrecortada, Elena miró a Pierre y le sonrió con aquella hermosa y clara sonrisa que tenía para todos. Pierre estaba tan acostumbrado a esa sonrisa, significaba tan poco para él, que apenas si le prestó atención. La tía comenzó a hablar de la colección de tabaqueras del padre de Pierre, el conde Bezújov, y mostró la suya. La princesa Elena se la pidió para ver el retrato del marido de la tía, allí pintado.

—Seguramente es trabajo de Vinesse— dijo Pierre, aludiendo a un miniaturista muy conocido. Se inclinó sobre la mesa para coger la tabaquera, sin dejar de escuchar la conversación que se mantenía en la mesa vecina.

Se incorporó para dar la vuelta, pero la tía le tendió la tabaquera por detrás mismo de la muchacha; se inclinó Elena para dejar sitio y se volvió sonriendo. Como siempre en las veladas, llevaba un vestido muy escotado, tanto por delante como por la espalda, según la moda de la época. Su busto, que a Pierre le había parecido siempre de mármol, estaba tan cerca del joven que involuntariamente distinguió con sus ojos miopes la viva fascinación de los hombros y del cuello, tan próximos a sus labios que no habría tenido más que inclinarse un poco para rozarlos. Sintió el calor de su cuerpo, el aroma de su perfume y el crujido del corsé a cada movimiento. No veía ya aquella belleza marmórea que formaba un conjunto con el traje de noche; veía y sentía toda la seducción de su cuerpo, oculto tan sólo por el vestido. Y una vez visto así, no podía ver de otro modo, igual que no podemos caer en el engaño una vez explicado.

Elena parecía decirle: “¿Es que no se había dado cuenta de lo preciosa que soy? ¿No sabía que soy una mujer? Pues sí, soy una mujer que puede pertenecer a cualquiera, y también a usted”. Y en ese momento, Pierre sintió que Elena no sólo podía ser su mujer, sino que debía serlo y que no podía ser de otra manera.

Lo supo con tanta seguridad como si estuviera ya en el altar con ella. ¿Cómo ocurriría? ¿Cuándo? Lo ignoraba. Tampoco podía saber si estaría bien (le parecía más bien que no), pero estaba seguro de que aquello sucedería.

Pierre bajó los ojos y la miró de nuevo; deseaba verla ajena a él, una beldad tan lejana como antes lo era cada día.

Pero ya no podía ser así. No podía, lo mismo que un hombre que en la niebla confunde un manojo de malas hierbas con un árbol no puede, cuando ha visto que es hierba, seguir creyendo que es un árbol. La veía terriblemente próxima; se sentía ya bajo su poder. Entre los dos no había más obstáculos que los puestos por su propia voluntad.

—Bon, je vous laisse dans votre petit coin; je vois que vous y êtes très bien— dijo la voz de Anna Pávlovna.[195]

Pierre, tratando de recordar si había hecho algo inconveniente, miró en derredor ruborizado. Le parecía que todos sabían lo mismo que él lo que le había ocurrido.

Unos momentos después, cuando Pierre se acercó al grupo grande, Anna Pávlovna le dijo:

—On dit que vous embellisez votre maison de Pétersbourg.[196]

(Y era verdad. El arquitecto le había dicho que era necesario hacerlo, y Pierre, sin saber por qué, había empezado a restaurar la inmensa casa de San Petersburgo.)

—C’est bien, mais ne déménagez pas de chez le prince Basile. Il est bon d'avoir un ami comme le prince. J’en sais quelque chose. N’est-ce pas?[197]— y se volvió sonriendo al príncipe Vasili. —Y usted es tan joven; necesita consejo… No se enfade si uso de mis privilegios de vieja.

Calló, como hacen siempre las mujeres que esperan un cumplido cuando hablan de su edad.

—Si se casa será otra cosa.

Y unió a ambos en una mirada. Pierre no miraba a Elena ni ella a él; sin embargo, la sentía terriblemente próxima. Murmuró Pierre unas palabras y se ruborizó.

Ya en casa, tardó en conciliar el sueño, pensando en cuanto le había ocurrido. Ahora bien, ¿qué le había ocurrido? Nada. Sólo comprendía que una mujer a la cual conocía desde que era niño, de la que había dicho sin entusiasmo: “Sí, es guapa”, cuando otros ponderaban su belleza, podía ahora pertenecerle.

“Pero es estúpida, yo mismo he dicho que era estúpida —pensaba—. Hay algo de perverso y de prohibido en ese sentimiento que ha despertado en mí. He oído decir que su hermano Anatole estaba enamorado de ella, y ella de él, toda una historia, y que por eso han tenido que alejar a Anatole. Hipólito es hermano suyo…, su padre es el príncipe Vasili… Eso no está bien.” Y mientras razonaba así (razonamientos que quedaban incompletos) sonreía, y aun reconociendo que al primer razonamiento podían unirse otros, pensaba al mismo tiempo en la mediocridad de Elena, y soñaba en que podía ser su mujer, que llegaría a enamorarse de él y ser distinta de la que él conocía, y que todo cuanto había pensado y oído era falso. Y una vez más veía no a la hija del príncipe Vasili, sino todo su cuerpo cubierto tan sólo por el vestido gris. “¿Pero, por qué hasta ahora nunca había pensado en eso?” Y en seguida se decía que aquello era imposible, que ese matrimonio estaría mal, que sería algo contra natura y deshonesto. Recordaba las palabras de Elena, sus miradas, así como las palabras y miradas de quienes los habían visto juntos; las de Anna Pávlovna, cuando le hablaba de su casa, y miles de alusiones del príncipe Vasili y de los demás. Se sintió horrorizado, ¿no estaba ya obligado a llevar a cabo un acto reprochable que no debía realizar? Pero mientras se repetía semejantes reflexiones, en otro rincón de su alma surgía la imagen de Elena con toda su femenina belleza.