X

En Brünn, el príncipe Andréi se hospedó en casa de un conocido, el diplomático ruso Bilibin.

—¡Mi querido príncipe! No podría tener huésped más grato— dijo Bilibin saliendo al encuentro del príncipe Andréi. —Franz, lleva el equipaje del príncipe a mi habitación— ordenó al criado que acompañaba a Bolkonski. —¿Viene de mensajero de la victoria, eh? Magnífico. Pues yo, como ve, estoy enfermo.

Una vez que se hubo lavado y cambiado de traje, el príncipe Andréi entró en el lujoso despacho del diplomático y se sentó ante la cena, que ya estaba servida. Bilibin ocupó tranquilamente un puesto ante la chimenea.

El príncipe Andréi, privado después del viaje y, sobre todo, después de la campaña del mínimo elemento de comodidad e higiene, experimentó una grata sensación de bienestar en aquel lujo, al que estaba acostumbrado desde su infancia; además, le era grato, tras la acogida de los austríacos, charlar un rato, aun cuando no fuera en ruso (pues hablaban en francés), con un compatriota que —al menos así se lo imaginaba— debía de participar de la aversión general de los rusos hacia los austríacos, sentimiento que en el príncipe ahora era más vivo que nunca.

Bilibin era un soltero de treinta y cinco años, educado en la misma sociedad a la que pertenecía el príncipe Andréi. Se conocían de San Petersburgo, pero sus relaciones venían siendo más íntimas desde la última estancia del príncipe en Viena, cuando había ido allí con Kutúzov. De la misma manera que el príncipe era un joven que prometía ir muy lejos en la carrera de las armas, Bilibin parecía ofrecer aún más esperanzas en la diplomacia. Era joven todavía pero no inexperto, porque a los dieciséis anos había ingresado ya en la carrera, habiendo estado en París, después en Copenhague y últimamente en Viena, donde ocupaba ya un puesto bastante importante. El canciller y el embajador ruso en Viena lo conocían y apreciaban. No pertenecía a ese gran número de diplomáticos que sólo deben poseer, para ser tenidos por muy buenos, cualidades negativas: abstenerse de ciertos actos y hablar en francés. Era de esos otros a quienes agrada la profesión y que saben trabajar; a pesar de su pereza, se pasaba a veces noches enteras ante la mesa de despacho; y cualquiera que fuese el trabajo, siempre lo hacía de modo satisfactorio. No le importaba el “para qué”, sino solamente el “como”. Le era indiferente saber de qué se trataba, pero llegaba a experimentar un verdadero placer en la elegante y cuidada redacción de una circular cualquiera, de un memorándum o de un informe. Además de su facilidad para escribir, se apreciaba en Bilibin un arte especial de comportarse y hablar en las altas esferas.

Le gustaba la conversación tanto como el trabajo, pero sólo cuando la conversación podía ser elegante e ingeniosa. En sociedad esperaba siempre la ocasión de decir algo relevante, y nunca hablaba si no era para eso. La conversación de Bilibin estaba siempre salpicada de frases ingeniosas y originales, bien construidas y de interés general. Frases preparadas en su laboratorio interior a las que dotaba de índole portátil, de manera que las gentes de segunda fila pudieran recordarlas fácilmente y llevarlas de un salón a otro. Y realmente, les mots de Bilibine se colportaient dans les salons de Vienne[155] y a menudo influían en los así llamados asuntos de importancia.

Su rostro, delgado, amarillento y exhausto, surcado de profundas arrugas, recordaba a fuerza de un persistente y concienzudo lavado las yemas de los dedos después del baño. Los movimientos de esas arrugas constituían el juego principal de su fisonomía. Ya se le formaban en la frente, al arquear las cejas; ya se agrupaban abajo, en las mejillas, cuando dejaba de arquearlas. Sus ojos, pequeños y hundidos, miraban siempre sinceros y alegres.

—Bueno; cuente ahora nuestras hazañas.

Bolkonski, con gran modestia y sin aludir para nada a sí mismo, refirió el combate de la víspera y la acogida del ministro de la Guerra.

—Ils m’ont reçu avec ma nouvelle comme un chien dans un jeu de quilles— concluyó.[156]

Bilibin sonrió irónico distendiendo sus arrugas.

—Cependant, mon cher, malgré la haute estime que je professe pour l'armée russe “orthodoxe”, j’avoue que votre victoire n’est pas des plus victorieuses[157]— dijo mirándose de lejos las uñas y arrugando la piel bajo el ojo izquierdo.

Continuó hablando en francés, diciendo en ruso tan solo aquellas palabras a las que intentaba adjudicar un matiz despectivo.

—De manera que con todo el ejército atacan a ese desgraciado Mortier, que sólo contaba con una división, y Morder se les escapa de las manos! ¿Dónde está la victoria?

—Pero, hablando en serio— replicó el príncipe Andréi, —y sin jactancias, podemos asegurar que es algo mejor que lo de Ulm…

—¿Por qué no han hecho prisionero a un mariscal, a uno por lo menos?

—Porque no todo sale como se presupone y las cosas no resultan en el campo como en una parada militar. Ya le decía, contábamos con ocupar la retaguardia enemiga a las siete de la mañana y no llegamos ni a las cinco de la tarde.

—¿Y por qué no llegaron a las siete de la mañana? Su obligación era llegar puntualmente— sonrió Bilibin. —Era necesario llegar a las siete de la mañana.

—¿Y por qué no sugirió a Bonaparte por vía diplomática que más le valdría abandonar Génova?— preguntó con el mismo tono el príncipe Andréi.

—Ya sé— interrumpió Bilibin, —usted piensa que es muy fácil capturar mariscales cuando se está sentado en un diván, junto a la chimenea. Es verdad; y sin embargo, ¿por qué no lo apresaron? Y no se admire si no sólo el ministro de la Guerra sino también el augusto emperador y rey Francisco no se sienten muy felices por su victoria; yo mismo, pobre secretario de la embajada rusa, no experimento ninguna particular alegría…

Miró fijamente al príncipe Andréi y distendió de pronto la piel arrugada de su frente.

—Ahora, amigo mío, me llega el turno de los “porqués"— dijo Bolkonski. —Le confieso que no comprendo; puede que existan sutilezas diplomáticas superiores a mi débil inteligencia, pero no comprendo. Mack pierde todo un ejército, los archiduques Fernando y Carlos no dan señales de vida y cometen error tras error; sólo Kutúzov alcanza, por fin, una victoria real, destruye el charme de los franceses y el ministro de la Guerra no siente el menor interés por conocer detalles.

—Precisamente por eso, querido amigo. Voyez-vous, mon cher. ¡Hurra por el Zar, por Rusia, y por la fe! Tout ça est bel et bon,[158] pero ¿qué puede importarle a la Corte austríaca la noticia de vuestras victorias? Si hubiese traído cualquier buena noticia sobre la victoria de los archiduques Fernando o Carlos (un archiduc vaut l'autre,[159] como usted sabe) sobre una compañía de bomberos de Bonaparte, sería otra cosa; entonces atronarían los cañones. Pero sus noticias parecen traídas a propósito para irritarlos. El archiduque Carlos no hace nada; Fernando se cubre de oprobio. Ustedes abandonan Viena sin defenderla, comme si vous nous disiez:[160] Dios está con nosotros y allá Dios con vosotros, con vuestra capital. Llevan a la muerte a Schmidt, un general a quien aquí todos queríamos, y vienen a darnos el parabién por la victoria… Reconozca que no se puede inventar nada más irritante que esa noticia que usted ha traído. C’est comme un fait exprés,[161] comme un fait exprés. Por otra parte, aunque hubiesen logrado una victoria realmente brillante, o aun si el vencedor fuera el mismo archiduque Carlos, ¿qué cambiaría esto en el curso de las cosas? Es ya demasiado tarde cuando Viena está ocupada por las tropas francesas.

—¿Ocupada? ¿Viena ocupada?

—No sólo ocupada, sino que Bonaparte se encuentra en Schcenbrünn, y el conde, nuestro querido conde Wrbna, va allí a recibir órdenes.

Bolkonski, después de la fatiga y las impresiones del viaje, de la acogida austríaca y, sobre todo, después de la cena, advertía su incapacidad para comprender la trascendencia de esas palabras. Bilibin prosiguió:

—Esta mañana estuvo aquí el conde Lichtenfels; me mostró una carta en la que se cuentan detalles del desfile de los franceses en Viena. Le prince Murat et tout le tremblement…[162] Ya ve que su victoria no es una novedad grata y que usted no puede ser recibido como un salvador…

—En realidad, todo me da igual, absolutamente todo— dijo el príncipe Andréi, quien comenzaba a comprender que la victoria de Krems era muy poca cosa en comparación con acontecimientos tan graves como la ocupación de la capital de Austria por los franceses. —¿Cómo ha caído Viena? ¿Y el puente? ¿Y la famosa tête de pont?[163] ¿Y el príncipe Auersperg? Nos habían llegado rumores de que el príncipe Auersperg defendía Viena.

—El príncipe está a este lado del río y sigue defendiéndonos; creo que lo hace muy mal, pero nos defiende. Y Viena se encuentra al otro lado. No, el puente no ha caído aún y espero que no caiga, porque está minado, y se dio la orden de hacerlo volar. Si no fuese por eso, hace tiempo que estaríamos ya en las montañas de Bohemia y usted y su ejército pasarían un mal cuarto de hora entre dos fuegos.

—Pero eso no quiere decir que la campaña esté concluida— dijo el príncipe Andréi.

—Pues yo creo que lo está. Y lo mismo piensan los personajes importantes de aquí, aunque no se atreven a decirlo. Sucederá lo que yo vaticiné al principio de la campaña: que no va a ser su échauffourée[164] de Dürrenstein ni la pólvora lo que decida el asunto, sino quienes la inventaron— dijo lentamente Bilibin repitiendo uno de sus mots y desarrugando el entrecejo. —Ahora la cuestión está en saber qué va a resultar de la entrevista de Berlín entre el emperador Alejandro y el rey de Prusia. Si Prusia entra en la alianza, on forcera la main à l'Autriche[165] y habrá guerra; si no, la cosa se reduce a ponerse de acuerdo sobre dónde redactar los preliminares de un nuevo Campo Formio.

—¡Es un genio extraordinario!— exclamó de pronto el príncipe Andréi apretando su pequeño puño y descargándolo sobre la mesa. —¡Y qué suerte tiene ese hombre!

—¿Buonaparte?— preguntó Bilibin, arrugando la frente y dejando presentir uno de sus mots. —¿Buonaparte?— añadió, acentuando especialmente la “u”. —Me parece que il faut lui faire grâce de l'u,[166] ahora que dicta leyes a Austria desde Schoenbrünn. Estoy dispuesto a aceptar la novedad y llamarlo Bonaparte tout court.[167]

—Bromas aparte— dijo el príncipe Andréi. —¿Cree en realidad que la campaña ha concluido?

—Le diré lo que pienso: Austria se cree burlada, no está acostumbrada a ello y se vengará. Y quedó burlada, porque las provincias están en la ruina (on dit que el ejército ortodoxo ruso est terrible pour le pillage[168]). El ejército está destrozado y la capital ocupada por el enemigo; y todo pour les beaux yeux de su majestad el rey de Cerdeña. Por eso, entre nous, mon cher, me huelo que nos están engañando; me huelo que hay relaciones con Francia y proyectos de una paz secreta, al margen de Rusia.

—¡Imposible! Sería demasiado vil— exclamó el príncipe Andréi.

—Qui vivra, verra[169]— dijo Bilibin, distendiendo de nuevo las arrugas de su frente en señal de que daba por terminada la conversación.

Cuando el príncipe Andréi se vio en la habitación que le habían preparado, con un lecho de sábanas nuevas y limpias, y se acostó sobre un colchón de plumas apoyando su cabeza en la almohada tibia y perfumada, sintió que cada vez estaba más lejana la sensación de la batalla cuyas nuevas había traído a Brünn. Lo preocupaba la alianza prusiana, la traición de Austria, el nuevo triunfo de Bonaparte, la parada militar y la audiencia que al día siguiente iba a concederle el emperador Francisco.

Cerró los ojos, pero en ese mismo instante resonaron en sus oídos los cañonazos, la fusilería, el ruido de las ruedas del coche; una vez más veía a los fusileros descendiendo de las montañas, mientras los franceses disparaban; el príncipe Andréi sintió que su corazón palpitaba con fuerza, se acercaba a la primera línea al lado del general Schmidt y las balas silbaban alegremente en derredor; experimentaba el intenso sentimiento de alegría por vivir como no lo recordaba desde su infancia.

Se despertó.

—Sí… Todo eso ha sido…— dijo con júbilo, sonriéndose como un niño; y volvió a dormirse con sueño profundo y juvenil.