En octubre de 1805 el ejército ruso ocupaba las ciudades y aldeas del archiducado de Austria: y los nuevos regimientos venidos de Rusia, que se establecían junto a la fortaleza de Braunau, constituían una grave carga para los habitantes de aquellas regiones. Braunau era el cuartel general del comandante en jefe Kutúzov.
El 11 de octubre de 1805 uno de los regimientos de infantería, recientemente llegado a Braunau, se encontraba formado a medio kilómetro de la ciudad a la espera de una visita de inspección del comandante en jefe. Aunque el país y el paisaje nada tenían de común con Rusia (huertos de árboles frutales, bardas de piedra, techumbres de tejas, montañas y gentes no rusas que miraban a los soldados con curiosidad), el regimiento tenía todo el aspecto de uno de tantos regimientos rusos que esperan una revista en cualquier sitio de la Rusia central.
Al caer la tarde del día anterior, cuando estaban cubriendo la última marcha, llegó la orden de que el comandante en jefe iba a pasar revista a las tropas en campaña. No pareció muy clara la orden al comandante del regimiento: dudaba del uniforme que debían vestir sus hombres, si el de campaña o no. Pero el consejo de jefes de batallón decidió que todo el regimiento se presentara en uniforme de parada, porque siempre es mejor pecar por exceso que por defecto. Y los soldados, después de una jornada de más de treinta kilómetros sin cerrar ojo, se pasaron la noche limpiando y arreglando sus efectos.
Los ayudantes y jefes de compañía calculaban y disponían todo, de manera que a la mañana siguiente, en vez de una tropa desordenada como la que había llegado allí después de la última marcha, el regimiento era una correcta formación de dos mil hombres; todos conocían su puesto, sus atribuciones, y cada botón, cada correa, estaban en su sitio y brillaban de limpios. Y no sólo era lo exterior, porque si el comandante en jefe hubiera examinado a sus hombres, bajo el uniforme habría encontrado sus camisas limpias y en todas las mochilas los efectos reglamentarios completos: “la lezna y el jabón”, como acostumbraban decir los soldados. Sólo había un motivo de intranquilidad para todos: el calzado. Más de la mitad de los hombres tenían las botas destrozadas. Pero eso no era culpa del jefe del regimiento, puesto que, a pesar de sus repetidas peticiones, la intendencia austríaca no les suministraba lo necesario y el regimiento había recorrido ya más de mil kilómetros.
El jefe del regimiento era un general entrado en años, de temperamento sanguíneo, cejas y patillas grises, corpulento, más ancho del pecho a la espalda que de un hombro a otro. Vestía un uniforme nuevo todavía con los pliegues marcados, macizas charreteras doradas le abultaban los hombros de por sí vigorosos. Su aspecto era el de un hombre que cumple felizmente uno de los actos más solemnes de su vida. Recorría la formación, oscilando a cada paso y curvando un poco la espalda. Era evidente su admiración por el regimiento que mandaba, al que dedicaba todos sus pensamientos; a pesar de ello, su oscilante manera de andar parecía decir que no sólo las preocupaciones militares embargaban su alma, sino que la vida de sociedad y, sobre todo, el sexo femenino ocupaban suficiente espacio en su vida.
—Y bien, mi querido Mijaíl Mitrich— dijo a uno de los jefes de batallón, que se le acercó sonriente (ambos se mostraban felices), —la noche fue dura, pero parece que el regimiento no es de los malos, ¿eh?
Comprendió el jefe del batallón la alegre ironía y se echó a reír.
—No nos echarían ni de la plaza de armas de Tsaritsin.
—¿Qué dice?— preguntó el comandante.
En ese instante, por el camino que venía de la ciudad, donde estaban apostados los señaleros, aparecieron dos jinetes. Era un ayudante de campo seguido de un cosaco.
El ayudante de campo había sido enviado por el Estado Mayor Central para precisar lo que no estaba claro en la orden del día anterior: es decir, que el comandante en jefe deseaba ver al regimiento tal como venía haciendo las marchas: con capote, las armas enfundadas y sin preparativo alguno especial.
El día anterior había llegado de Viena, para entrevistarse con Kutúzov, un miembro del Consejo Superior de Guerra austríaco, con la propuesta y exigencia de que se unieran lo antes posible al ejército del archiduque Fernando y de Mack; pero Kutúzov no creía ventajosa semejante unión. Entre otros argumentos que respaldaban su opinión tenía el propósito de mostrar al general austríaco en qué triste estado llegaban las tropas de Rusia. Precisamente con este fin deseaba salir al encuentro del regimiento, de manera que cuanto peor fuera el aspecto de las tropas, más satisfecho había de mostrarse Kutúzov. Y aun cuando el ayudante de campo ignorara estos detalles, transmitió al jefe del regimiento las órdenes taxativas del comandante en jefe: los soldados debían estar con uniforme de campaña; en caso contrario el comandante en jefe quedaría descontento.
Al oír tales palabras, el jefe del regimiento inclinó la cabeza, se encogió de hombros en silencio y extendió los brazos con gesto nervioso.
—¡Buena la hemos hecho!— comentó. —Ya lo decía yo, Mijaíl Mitrich: uniforme de campaña puesto que en campaña estamos— dijo con tono de reprobación volviéndose al comandante del batallón. —¡Ay, Dios mío!— murmuró. Y avanzó resueltamente: —¡Señores jefes de compañía!— grito con una voz acostumbrada al mando: —¡Sargentos!… ¿Vendrá pronto?— preguntó al ayudante de campo. Y en sus palabras había el tono cortés y respetuoso debido a la persona a que aludía.
—Creo que dentro de una hora.
—¿Tendremos tiempo para que los hombres cambien de uniforme?
—No lo sé, mi general…
El comandante se dirigió en persona hacia las filas y ordenó el cambio de uniforme. Los jefes de compañía se dispersaron presurosos por las compañías: los sargentos se agitaron frenéticamente (los capotes estaban en bastante mal estado) y, en un abrir y cerrar de ojos, los cuadros de formación, antes silenciosos, empezaron a descomponerse y agitarse con el sordo rumor de las conversaciones y los gritos. Por todas partes iban y venían los soldados, quitándose la mochila por encima de la cabeza y sacando de ella el capote levantaban los brazos empujando con los hombros para meterlos en las mangas.
Media hora después todo estaba lo mismo que antes; sólo que los grandes cuadros de la formación en vez de negros eran grises. El jefe del regimiento, con paso oscilante, se colocó de nuevo delante del regimiento y lo contempló desde lejos.
—¿Y eso qué es?— gritó deteniéndose. —¡Que se presente el jefe de la tercera compañía!
“¡El jefe de la tercera compañía, que se presente al general! ¡El jefe de la tercera compañía, que se presente al general!…”, se oía por las filas; y un ayudante corrió en busca del oficial, que se retrasaba.
Cuando las celosas voces que llamaban al jefe de la tercera compañía llegaron a su destino, convertidas en el “general a la tercera compañía”, apareció el oficial buscado y aunque ya era hombre de edad y no muy habituado a correr se dirigió al trote, tropezando con frecuencia, hasta donde el general se encontraba. El rostro del capitán expresaba la inquietud del escolar a quien se exige que explique una lección mal aprendida. En torno a la nariz rojiza (muestra evidente de falta de sobriedad) aparecieron manchas de idéntico color; sus labios temblaban. El comandante del regimiento miraba al capitán, de pies a cabeza, mientras el oficial avanzaba, todo sofocado, aminorando la marcha conforme iba llegando.
—¡Dentro de poco vestirá a sus soldados con sarafanes, capitán! ¿Qué significa eso?— gritó el comandante del regimiento, alargando su mandíbula inferior y señalando a un soldado de la tercera compañía, cuyo capote era por su calidad y color diferente del de los otros soldados. —¿Dónde se había metido? ¡Estamos esperando al comandante en jefe y abandona su puesto! ¿Eh?… ¡Ya le enseñaré como deben vestirse los soldados para una revista!…
El capitán, sin apartar los ojos de su superior, apretaba cada vez más los dedos contra la visera de su gorra, como si en ese contacto hallara en aquellos momentos su propia salvación.
—¿Por qué calla? ¿Quién es aquel que va disfrazado como un húngaro?— bromeó enfadado el comandante del regimiento.
—Excelencia…
—¡Déjese de Excelencia! ¡Excelencia, Excelencia! Pero nadie sabe lo que Excelencia quiere.
—Excelencia, se trata del degradado Dólojov…— dijo en voz baja el capitán.
—Bueno, pero ¿se lo ha degradado o se lo ha ascendido a mariscal de campo? Si es soldado, debe vestir como los demás soldados, según el reglamento.
—Excelencia, usted mismo lo autorizó a vestir así durante las marchas.
—¡Autorizado! ¡Autorizado! Siempre pasa lo mismo con los jóvenes— dijo el comandante del regimiento, calmándose un poco. —¡Autorizado! Se les dice cualquier cosa… y— calló un momento. —Se les dice algo ¿y… qué?— se encolerizó de nuevo. —¡Vista a sus soldados de un modo decente!…
Y el jefe del regimiento, mirando de reojo al ayudante de campo, se dirigió con paso saltarín hacia el regimiento. Era evidente que su cólera le agradaba y que iba en busca de cualquier otro pretexto para prolongarla. Después de reprender a cierto oficial porque llevaba un emblema poco limpio y a otro por el mal alineamiento de sus soldados, se acercó a la tercera compañía.
—¡Vaya postura! ¿Dónde está el pie? ¿Dónde?— gritó el comandante de regimiento con voz dolorida a Dólojov, que vestía capote azul, cuando todavía lo separaban de él cinco hombres.
Dólojov enderezó lentamente la pierna doblada y con ojos claros e insolentes miró a la cara del general.
—¿Por qué llevas capote azul? ¡Fuera!… ¡Sargento! ¡Que vuelva a vestirse ese… mi…!— no tuvo tiempo de terminar.
—Mi general, estoy obligado a cumplir las órdenes, pero no a soportar…— lo atajó rápidamente Dólojov.
—¡En las filas no se habla!… ¡No se habla, no se habla!…
—No estoy obligado a soportar ofensas— terminó Dólojov con alta y sonora voz.
Los ojos del general y el soldado se encontraron. El general guardó silencio y tiró enfadado de su apretado fajín:
—Haga el favor de quitarse ese capote… se lo ruego— dijo, alejándose.