[Kwang Jingshu hace su última visita a domicilio del día, un niño con una enfermedad respiratoria. La madre teme que sea otro caso de tuberculosis y recupera el color cuando el médico le asegura que no es más que un catarro con tos seca. Sus lágrimas y su gratitud nos siguen hasta la calle polvorienta.]
Resulta reconfortante volver a ver niños, me refiero a los nacidos después de la guerra, los que sólo conocen un mundo que incluye a los muertos vivientes. Saben que no tienen que jugar cerca del agua y que no deben salir solos o después de anochecer ni en primavera, ni en verano. No saben tener miedo, y ése es el mayor regalo, el único regalo que podemos dejarles.
A veces pienso en aquella anciana de Nueva Dachang, en lo que vivió, en la convulsión en apariencia interminable que definió a su generación. Ahora soy como ella, un anciano que ha visto su país hecho jirones muchas veces. Sin embargo, siempre hemos logrado superarlo, reconstruir y renovar nuestra nación, y lo haremos de nuevo, tanto China como el mundo. En realidad no creo en la otra vida (seguiré siendo un viejo revolucionario hasta el final), pero, si la hay, me imagino a mi viejo compañero Gu riéndose de mí por decir, con toda sinceridad, que todo va a salir bien.