Bridgetown (Barbados, Federación de las Indias Occidentales)

[El bar está prácticamente vacío, casi todos los clientes se han ido por sus propios medios o se los ha llevado la policía. El personal que queda en el turno de noche limpia las sillas rotas, los cristales rotos y los charcos de sangre del suelo. En un rincón, los últimos sudafricanos cantan una versión ebria y emotiva de la versión que Johnny Clegg hizo de «Asimbonaga» durante la guerra. T. Sean Collins tararea, distraído, algunos compases, se traga su chupito de ron y se apresura a pedir otro.]

Soy un adicto al asesinato, y ésa es la forma amable de decirlo. Alguien podría responder que no es técnicamente cierto, ya que, como están muertos, en realidad no los estoy matando. Y una mierda; es asesinato, y no hay ningún subidón comparable. Sí, puede meterme todo lo que quiera con esos mercenarios de antes de la guerra, los veteranos de Vietnam y los Ángeles del Infierno, pero, en este momento, no me diferencio mucho de ellos, no me diferencio de esos perdedores de la jungla que no volvían a casa, incluso cuando lo hacían, ni de esos pilotos chulitos de la Segunda Guerra Mundial que cambiaron los Mustang por Harley Davidson.

Vives con tanta adrenalina, tan nervioso todo el tiempo, que cualquier otra cosa es como estar muerto.

Intenté encajar, establecerme, hacer amigos, conseguir un trabajo y hacer lo posible por ayudar a reconstruir los Estados Unidos. El problema era que, además de estar muerto, no podía pensar en otra cosa que no fuese matar. Empezaba a fijarme en los cuellos de la gente, en sus cabezas, y pensaba: «Hmmm, ese tío debe de tener un lóbulo frontal grueso, tengo que entrar por la órbita». O: «Con un golpe fuerte al occipital acabaría con esa chica en un segundo». Cuando el nuevo presi, el Chiflado (Dios, ¿quién soy yo para llamarlo así?), cuando lo oí hablar en aquel mitin, pensé en unas cincuenta formas de derribarlo. Fue entonces cuando decidí largarme, tanto por el bien de los demás como por el mío. Sabía que un día llegaría a mi límite, me emborracharía, me metería en una pelea y perdería el control. Una vez que empezase, no podría parar, así que dije adiós y me uní a los Impisi, el mismo nombre que las Fuerzas Especiales Sudafricanas. Impisi es la palabra zulú para hiena, la que se encarga de los muertos.

Somos un grupo privado, sin reglas, ni papeleo, por eso lo preferí antes que a un empleo normal dentro de la ONU. Establecemos nuestros horarios y elegimos nuestras armas.

[Señala un utensilio que tiene a su lado, una especie de pala de acero afilada.]

Pouwhenua, me la dio un hermano maorí que jugaba para los All Blacks antes de la guerra. Unos cabrones muy duros los maoríes. La batalla de One Tree Hill, quinientos de ellos contra la mitad de la población de Aukland, todos reanimados. La pouwhenua es un arma difícil de utilizar, aunque ésta sea de acero en vez de madera, pero es la otra ventaja de ser un mercenario: a estas alturas, ¿cómo te va a dar un subidón apretando un gatillo? Tiene que ser duro y peligroso, y, cuantos más emes tengas que matar, mejor. Está claro que, tarde o temprano, no van a quedar muchos, y, cuando eso pase…

[En ese momento, el Imfingo hace sonar la sirena, avisando de que suelta amarras.]

Ése es mi taxi.

[T. Sean llama al camarero y deja caer unos cuantos rands de plata sobre la mesa.]

Todavía me queda esperanza, aunque parezca una locura; nunca se sabe. Por eso ahorro gran parte de mi sueldo en vez de devolvérselo al país anfitrión o gastarlo en quién sabe qué. Puede que al final consiga desengancharme. Un hermano canadiense, «Mackee» Macdonald, decidió que ya tenía suficiente justo después de limpiar la isla de Baffin. He oído que está en Grecia, en un monasterio o algo así. Puede pasar. Quizá todavía haya una vida esperándome por ahí. Tengo derecho a soñar, ¿no? Por supuesto, si no sale así, si un día me queda el enganche, pero no los zetas…

[Se levanta para marcharse, echándose el arma al hombro.]

Entonces es probable que el último cráneo que parta sea el mío.