[Hace un tiempo perfecto para el picnic vecinal en Victory Park. No se ha registrado ni un solo avistamiento en toda la primavera, lo que supone otro motivo para la celebración. Todd Wainio está en la zona exterior del campo de béisbol, esperando una bola alta que, según dice, «no va a llegar nunca». Quizá tenga razón, porque a nadie parece molestarle que me ponga a su lado.]
La llamaban «el camino a Nueva York» y era una carretera muy, muy larga. Teníamos tres grupos principales del ejército: Norte, Centro y Sur. La estrategia global consistía en avanzar todos a una por las Grandes Llanuras y el Medio Oeste, y dividirnos en los Apalaches; los grupos Norte y Sur se dirigieron a Maine y Florida, para después barrer la costa y reunirse con el grupo Centro, que subía por las montañas. Tardamos tres años.
¿Por qué tanto?
Tío, tú verás: transporte a pie, terreno, condiciones meteorológicas, enemigos, doctrina de batalla… La doctrina era avanzar como dos líneas continuas, una detrás de la otra, que se extendían de Canadá a Aztlan… No, México; todavía no era Aztlan. ¿Ha visto cómo todos esos bomberos o lo que sean comprueban un campo en busca de fragmentos cuando se estrella un avión? Forman una línea, muy lenta, para asegurarse de repasar cada centímetro. Así íbamos nosotros. No nos saltamos ni un puñetero centímetro entre las Rocosas y el Atlántico. Siempre que veíamos un zeta, ya fuese en grupo o solo, una unidad FAR se detenía…
¿FAR?
Force Appropriate Response.[95] No podías parar todo el grupo del ejército por un par de zombis. Muchos de los emes más antiguos, los infectados al principio de la guerra, empezaban a ponerse realmente asquerosos: desinflados, con trozos del cráneo a la vista y algunos huesos asomándoles por la piel. Algunos ni siquiera podían seguir en pie, y ésos eran los más peligrosos, porque se arrastraban bocabajo hacia ti o se limitaban a agitar los brazos, con la cara metida en el barro. Tenías que detener una sección, un pelotón o incluso una compañía entera, según lo que encontraras, lo suficiente para abatirlos y limpiar el campo de batalla. El agujero que dejase tu unidad FAR en la línea de combate lo rellenaba una fuerza equivalente de la segunda línea, que se encontraba a un kilómetro y medio de la primera. Así nunca se rompía el frente. Avanzamos de esa forma, a saltitos, por todo el país. Funcionaba, no cabe duda, pero, tío, llevaba su tiempo. Por la noche había que echar el freno, y, una vez se iba el sol, por muy a salvo que te sintieras o por muy segura que pareciese la zona, el espectáculo terminaba hasta el alba.
Luego estaba la niebla. No sabía que la niebla pudiese ser tan espesa en el interior. Siempre quise consultárselo a un experto en clima o lo que sea. Teníamos que detener todo el frente, a veces durante varios días; mientras estábamos allí sentados con visibilidad cero, a veces uno de los K empezaba a ladrar, o un hombre de otra parte de la línea gritaba: «¡Contacto!». Después oías el gemido, y, poco a poco, aparecían las figuras. Era muy duro quedarse quietos, esperándolos. Una vez vi una peli[96], un documental de la BBC en el que decía que, como el Reino Unido tenía tantos días de niebla, su ejército no se detenía. Había una escena en la que las cámaras captaron fuego real, sólo las chispas de las armas y las siluetas borrosas que caían. No hacía falta que le pusieran esa banda sonora[97] tan espeluznante, porque las imágenes por sí solas ya me ponía los pelos de punta.
También nos frenaba tener que mantener el mismo ritmo de otros países: México y Canadá. Ninguno de sus dos ejércitos tenía los hombres suficientes para liberar un país entero, así que el trato era que ellos mantenían sus fronteras limpias mientras nosotros limpiábamos nuestra casa. Una vez asegurados los Estados Unidos, les daríamos todo lo que necesitaran. Fue el inicio de la fuerza multinacional de la ONU, aunque a mí me licenciaron antes de esos días. A mí siempre me parecía que corríamos y después esperábamos, arrastrándonos por terreno abrupto o zonas urbanizadas. Oh, y, hablando de baches en el camino, lo peor eran los combates urbanos.
La estrategia siempre consistía en rodear la zona objetivo. Establecíamos defensas semipermanentes; reconocíamos el terreno con todo lo que teníamos, desde satélites a perros K; hacíamos lo que podíamos por atraer a los zetas; y sólo entrábamos cuando estábamos seguros de que no venían más. Astuto, seguro y relativamente fácil… ¡Sí, claro!
En cuanto a rodear la «zona», ¿me puede decir alguien dónde empieza realmente esa zona? Las ciudades ya no eran sólo ciudades, ya sabes, sino que crecían de forma descontrolada en barrios de las afueras. La señora Ruiz, una de nuestros médicos, lo llamaba «relleno». Antes de la guerra trabajaba en el sector inmobiliario, y nos explicó que las propiedades más apetecibles estaban en los terrenos entre dos ciudades. El maldito relleno, todos llegamos a odiarlo, porque significaba limpiar los barrios manzana a manzana antes de empezar a pensar en establecer un perímetro de cuarentena. Sitios de comida rápida, centros comerciales, kilómetros y kilómetros de casas baratas, todas iguales.
Incluso en invierno, no es que todo fuese seguro y cómodo. Estaba en el grupo Norte del ejército, y, al principio, creía que éramos lo mejor, ya sabes: seis meses del año en los que no tendría que ver a un eme activo; en realidad, ocho meses, teniendo en cuenta cómo era el clima durante la guerra. Pensé: «Oye, cuando baje la temperatura, seremos poco más que basureros: encontrarlos, lobotomizarlos, marcarlos para que los entierren cuando se derrita el suelo; pan comido». Tendrían que haberme lobotomizado a mí por pensar que sólo nos enfrentábamos a los zombis.
Teníamos quislings, que eran como los de verdad, pero resistentes al invierno. Las unidades de reclamación humana, como una versión mejorada del servicio de control de animales, hacían lo que podían por lanzar dardos tranquilizantes a los quislings que nos encontrábamos. Después los ataban y los enviaban a clínicas de rehabilitación, ya que entonces todavía creíamos que podían rehabilitarse.
Los salvajes eran mucho más peligrosos. Muchos habían dejado de ser niños, algunos eran adolescentes o adultos del todo, y eran veloces, listos y, si decidían luchar en vez de huir, podían fastidiarte bien el día. Por supuesto, las unidades de reclamación siempre intentaban sedarlos y, por supuesto, no siempre funcionaba. Cuando un toro salvaje de noventa kilos carga contra ti a toda leche, un par de cm3 de tranquilizantes no van a derribarlo antes de que te dé de lleno. Muchos colegas de reclamación acabaron machacados, unos cuantos volvieron a casa con una etiqueta en el pie, metidos en una bolsa. Los jefazos tuvieron que intervenir y asignar un escuadrón de soldados a modo de escolta. Si un dardo no detenía al salvaje, nosotros sí. No hay nada que grite más que un salvaje con un PIE ardiéndole en las tripas. Los capullos de reclamación lo pasaban fatal con eso, porque eran voluntarios que se atenían a su código de que merecía la pena salvar cualquier vida humana. Supongo que ahora la historia les da la razón, ya sabes, con toda esa gente a la que han logrado rehabilitar, los que nosotros habríamos matado de un tiro sin pensarlo. De haber tenido los recursos necesarios, puede que hubieran podido hacer lo mismo con los animales.
Tío, las jaurías salvajes me daban más miedo que todo lo demás. No me refiero tan sólo a los perros, porque con esos sabías a qué atenerte: siempre telegrafiaban sus ataques. Me refiero a los «sónicos»[98]: leones salvajes, unos gatos que eran mitad leones y mitad putos dientes de sable de la edad del hielo. Quizá fuesen pumas, algunos lo parecían, o quizá no fuesen más que los hijos de los gatos domésticos, que habían tenido que volverse unos cabrones para sobrevivir. He oído que se hicieron más grandes en el norte, algo así como la ley de la naturaleza o la evolución.[99] No entiendo mucho el rollo ése de la ecología, aparte de los pocos documentales que vi antes de la guerra. He oído que era porque las ratas se habían convertido en las nuevas vacas, o algo así; rápidas y lo bastante listas para huir de los zetas, alimentarse de los cadáveres, y multiplicarse hasta ser varios millones de seres que vivían en árboles y ruinas. Ellas también se habían vuelto bastante cabronas, así que cualquier cosa que quisiera cazarlas tenía que hacer lo mismo. Eso es un león salvaje, una bola de pelo el doble de grande que los de toda la vida, con dientes, garras y una sed de sangre brutal.
Tenían que ser un peligro para los perros K.
¿Estás de coña? A los perros les encantaban, incluso a los pequeños salchicha, porque hacían que se sintieran de nuevo como perros de verdad. Los que corríamos peligro éramos nosotros; podían saltarnos encima desde un árbol o un tejado. No cargaban como los perros salvajes, sino que esperaban y se tomaban su tiempo hasta que estabas demasiado cerca para levantar un arma.
A las afueras de Minneapolis, mi escuadrón estaba limpiando un centro comercial vacío. Entré por la ventana de un Starbucks y, de repente, tres de ellos me saltaron encima desde el otro lado del mostrador. Me derribaron, y empezaron a arañarme los brazos y la cara. ¿Cómo crees que me hice esto?
[Se señala la cicatriz de la mejilla.]
Supongo que aquel día la única víctima real fueron mis calzoncillos. Entre los uniformes a prueba de mordiscos, el chaleco antibalas que habíamos empezado a llevar y el casco… Llevaba mucho tiempo sin utilizar una protección dura, y se me había olvidado lo incómoda que era cuando te acostumbras a lo blandíto.
¿Es que los salvajes, las personas salvajes, sabían utilizar armas de fuego?
No sabían como utilizar nada humano, por eso eran salvajes. No, el chaleco era para protegernos de la gente normal con la que nos encontrábamos. No me refiero a los rebeldes organizados, sino a los que iban en plan «Soy Leyenda». Siempre había un par de ellos en todas las ciudades, un tío o una tía que había logrado sobrevivir. Leí en alguna parte que los Estados Unidos era el país con mayor número de estos individuos, por nuestra naturaleza individualista o algo así. Llevaban mucho tiempo sin ver humanos de verdad, y, casi siempre, los primeros disparos eran accidentales o reflejos. A la mayoría lográbamos calmarlos; a esos los llamábamos RC, Robinson Crusoe…, era el término educado para los que se portaban bien.
Los otros, los «Soy Leyenda», estaban demasiado acostumbrados a ser los reyes. No sé de qué, de los emes, los quislings y los animales salvajes dementes, aunque supongo que, en su cabeza, creían estar viviendo la buena vida, y nosotros íbamos a arrebatársela. Así me derribaron a mí.
Estábamos cerca de la Torre Sears, en Chicago. Chicago nos regaló suficientes pesadillas para tres vidas enteras. Estábamos en pleno invierno, el viento se levantaba del lago con tanta fuerza que apenas podíamos permanecer en pie, y, de repente, sentí que el martillo de Thor me golpeaba en la cabeza. Un proyectil de un fusil de caza de gran potencia. Después de eso no volví a quejarme de los chalecos antibalas. La banda de la torre tenía su propio reino y no estaba dispuesta a entregárselo a nadie. Fue una de las pocas veces que utilizamos a toda la peña: SAW y granadas. También supuso el regreso de los Bradleys.
Una vez terminamos con Chicago, los jefes supieron que nos encontrábamos en un entorno con múltiples amenazas, y tuvimos que llevar puestas las protecciones rígidas, incluso en verano. Gracias, ciudad del viento. Todos los escuadrones recibieron unos folletos con la «pirámide de amenazas».
Estaba ordenada por probabilidad, no por letalidad. Los zetas estaban en el primer escalón, después los animales salvajes, los niños salvajes, los quislings y, en primer lugar, los «Soy Leyenda». Conozco a muchos tipos del grupo Sur que se quejaban de que siempre lo tenían más difícil porque, en nuestro caso, el invierno se encargaba de todo el nivel de amenaza de los zetas. Sí, claro, y lo reemplazaba por otro: ¡el invierno!
¿Qué dicen, que la bajada media de las temperaturas fue de diez grados, quince en algunas zonas?[100] Sí, lo teníamos fácil, metidos hasta el culo en nieve gris, sabiendo que, por cada cinco polos de zombi que rompieras, tendrías al menos otros cinco que se levantarían al fundirse el hielo. Al menos los del sur sabían que, una vez limpia la zona, estaba limpia, y no tenían que preocuparse por ataques desde la retaguardia. Barríamos cada zona tres veces, como mínimo. Utilizábamos de todo, desde palos y perros hasta radares terrestres de última generación, dale que te pego, y todo eso en pleno invierno. Perdimos más hombres por culpa de la congelación que por lo demás, y, encima, sabías, sabías de verdad, que cada primavera estarías en plan: «Mierda, otra vez». Es decir, incluso en la actualidad, con todos los barridos y grupos de voluntarios civiles, la primavera es como antes el invierno: la naturaleza nos hace saber que se acabó lo bueno por el momento.
Hablame de la liberación de las zonas aisladas.
Siempre eran duras, todas ellas. No olvides que esos lugares seguían sitiados, con cientos e incluso miles de monstruos a las puertas. La gente que estaba escondida en los fuertes gemelos de Comerica Park y Ford Field debían de tener un foso conjunto (así los llamábamos, fosos) de al menos un millón de emes. Fueron tres días de orgía de balas que hicieron que lo de Hope pareciese una escaramuza menor. Fue la única ocasión en la que llegué a pensar que nos superarían. Había una pila de cadáveres tan grande que temí que nos enterrase, literalmente, una avalancha de cuerpos. Ese tipo de batallas te dejaban tan hecho polvo, tan exhausto de mente y cuerpo que sólo querías dormir, nada más, ni comer, ni bañarte, ni siquiera follar: sólo querías buscarte un sitio calentito y seco, cerrar los ojos, y olvidarlo todo.
¿Cómo reaccionaban los liberados?
Había de todo. Las zonas militares tenían poca intensidad: muchas ceremonias formales, izada y bajada de banderas, «lo relevo, señor; gracias, señor», ese tipo de chorradas. También hubo algunos lloriqueos machotes, ya sabes, en plan: «No necesitábamos que nos rescatasen». Cosas por el estilo. Yo lo entendía, porque todos los soldados quieren ser los que aparecen cabalgando por la colina, no los que esperan en el fuerte. Sí, seguro que no necesitabas ayuda, colega.
A veces era cierto, como los pilotos de las afueras de Omaha. Eran un centro estratégico para lanzamientos aéreos, con vuelos regulares casi cada hora. En realidad, vivían mejor que nosotros: comida fresca, duchas calientes, camas blandas. Daba la impresión de que ellos nos rescataban a nosotros. Por otro lado, tenías a los cabezabuques de Rock Island, que se negaban a reconocer lo mal que lo habían pasado, pero a nosotros nos parecía bien. Después de tanto sufrimiento, se habían ganado el derecho a presumir de ello, como mínimo. Nunca conocí a ninguno en persona, aunque he oído las historias.
¿Y las zonas civiles?
Un tema completamente distinto. ¡Éramos los putos amos! Vitoreaban y gritaban, como se suponía que debía pasar en la guerra, igual que en las pelis en blanco y negro, con esos soldados estadounidenses entrando en París o donde fuera. Éramos estrellas de rock. Eché tantos… bueno…, si hay un montón de chavalines entre este lugar y la Ciudad de los Héroes que se parecen mucho a mí… [Se ríe.]
Pero hubo excepciones.
Sí, supongo que sí. No siempre, pero, de vez en cuando, aparecía alguien, una cara enfadada en la multitud, que te gritaba: «¿Por qué coño habéis tardado tanto?», «¡Mi marido murió hace dos semanas!», «¡Mi madre murió esperándoos!», «¡Perdimos a la mitad de la gente el verano pasado!», «¿Dónde estabais cuando os necesitábamos?». Gente enseñando fotos, caras… Cuando entramos en Janesville, en Wisconsin, alguien llevaba un cartel con una foto de una niñita sonriente; debajo ponía: «¿Mejor tarde que nunca?». Lo apalearon los suyos; no deberían haberlo hecho. Es el tipo de cosas que veíamos, la mierda que te mantenía despierto después de pasar cinco noches sin dormir.
Muy de vez en cuando, de higos a brevas, entrábamos en una zona en la que no éramos bien recibidos. En Valley City, en Dakota del Norte, estaban en plan: «¡Que os jodan, soldados! ¡Nos disteis la espalda, no os necesitamos!».
¿Era una zona secesionista?
Oh, no, al menos ellos nos dejaron entrar. Los rebeldes sólo te recibían con disparos. Nunca me acerqué a esas zonas, porque los jefazos tenían unidades especiales para los rebeldes. Los vi una vez en la carretera, cuando iban de camino a Black Hills. Era la primera vez desde que había dejado las Rocosas que veía tanques; era una sensación desagradable, sabías cómo iba a acabar la cosa.
Se ha hablado mucho sobre los discutibles métodos de supervivencia de algunas zonas aisladas.
Sí, ¿y? Pregúntales a ellos.
¿Viste alguno?
No, y no quise hacerlo. La gente intentaba contármelo, la gente a la que liberábamos. Estaban tan rotos por dentro que sólo querían quitarse ese peso de encima. ¿Sabes lo que les decía? Les decía: «Déjatelo dentro, tu guerra se ha acabado». No quería llevar más lastre en mi mochila, ¿sabes?
¿Y después? ¿Hablaste con alguno de ellos?
Sí, y leí mucho sobre los juicios.
¿Cómo te hicieron sentir?
Mierda, yo qué sé. ¿Quién soy yo para juzgarlos? No estaba allí, no tuve que enfrentarme a eso. Entonces no había tiempo para una conversación como ésta, ni para preguntas hipotéticas. Tenía un trabajo que hacer.
Sé que a los historiadores les gusta decir que el ejército de los Estados Unidos tuvo pocas bajas durante el avance, pocas comparadas con otros países, China o quizá los rusos; pocas si sólo se contaban las que causaron los zetas, porque había un millón de formas de palmarla en esa carretera, y dos tercios de ellas no estaban en esa pirámide que nos dieron.
Las enfermedades eran una importante, enfermedades que se suponían erradicadas allá por la Edad Media o algo así. Sí, nos tomábamos las pastillas, nos poníamos las inyecciones y, bueno, nos hacían reconocimientos regulares, pero había demasiada mierda por todas partes: en la tierra, en el agua, en la lluvia y en el aire que respirábamos. Cada vez que entrábamos en una ciudad o liberábamos una zona, al menos un tío se moría o era puesto en cuarentena. En Detroit perdimos un pelotón entero por culpa de la gripe española. Los jefazos se pusieron de los nervios con eso y dejaron el batallón en cuarentena durante dos semanas.
Después estaban las minas y las trampas explosivas que algunos civiles habían colocado durante nuestra huida al oeste. Por aquel entonces tenía sentido: sembrabas kilómetros y kilómetros de minas, y así los zetas volaban en pedazos. El único problema es que las minas no funcionan de ese modo: no hacen volar en pedazos un cuerpo humano, sino que le arrancan una pierna, un tobillo o las joyas de la familia. Se diseñaron para eso, no para matar, sino para herirlos y que el ejército tuviese que emplear sus preciados recursos en mantenerlos vivos y después enviarlos a casa en silla de ruedas, de manera que sus papis civiles pudieran pensar de vez en cuando en que quizá apoyar aquella guerra no era tan buena idea. Pero los zombis no tenían hogar, ni papis civiles; lo único que hacían las minas convencionales era crear un montón de monstruos mutilados que, si acaso, dificultaban tu tarea, porque lo mejor era tenerlos en pie para verlos bien, no arrastrándose entre las malas hierbas, esperando a que los pisaras, como si se hubiesen convertido también en minas. No se podía saber dónde estaban las minas; muchas de las unidades que las habían colocado durante la retirada no las habían marcado correctamente, habían perdido las coordenadas o, simplemente, no estaban vivas para decírselo a nadie. Además, estaban las cosas que dejaban los «Soy Leyenda», las estacas punji y los cartuchos de escopeta que se disparaban al tropezar con un cable.
Así fue como perdí a un compañero en un Wal-Mart de Rochester, en Nueva York. Había nacido en El Salvador, pero se había criado en California. ¿Alguna vez has oído hablar de los Boyle Heights Boyz? Eran unos pandilleros muy duros de Los Ángeles a los que deportaron a El Salvador porque, técnicamente, estaban aquí de forma ilegal. Mi compañero acabó allí justo antes de la guerra y se abrió paso hasta aquí, atravesando todo México durante los peores días del Pánico, a pie, armado con un machete. No le quedaban ni familia ni amigos, tan sólo su hogar adoptivo. Amaba mucho este país, me recordaba a mi abuelo, ya sabes, el tema de la inmigración. Todo eso para acabar con un calibre veinte en la cara, probablemente montado por un capullo que había dejado de respirar hacía años. Putas minas y trampas explosivas.
Por otro lado, teníamos accidentes. Muchos edificios habían quedado debilitados por el combate; si le añades años de abandono y varios metros de nieve… Los tejados se derrumbaban sin avisar, estructuras enteras que se caían, hechas pedazos. De ese modo perdí a alguien; avistó a un enemigo, un salvaje que corría hacia ella a través de un taller mecánico, le disparó, y ya está. No sé cuántos kilos de nieve y hielo hicieron caer el tejado. Ella era… éramos… íntimos, ya sabes. Nunca hicimos nada al respecto, supongo que creíamos que eso lo habría hecho «oficial». Puede que pensáramos que nos facilitaría las cosas si algo le pasaba a uno de los dos.
[Mira a las gradas y sonríe a su esposa.]
No funcionó.
[Se toma un momento y respira profundamente.]
Después estaban las bajas psicológicas. Suponían más víctimas que todo lo demás junto. A veces entrábamos a zonas con barricadas y no encontrábamos más que esqueletos roídos por las ratas. Me refiero a las zonas que no habían sido invadidas por los zetas, las que sucumbieron al hambre o las enfermedades, o, simplemente, a la sensación de que no merecía la pena ver un nuevo amanecer. Una vez entramos en una iglesia de Kansas en la que quedaba claro que los adultos habían matado primero a los niños. Un tío de nuestro pelotón, un amish, leía todas sus notas de suicidio y se las aprendía de memoria, después se hacía un cortecito, una muesca diminuta en alguna parte del cuerpo para «no olvidar». El puto loco tenía todo el cuerpo lleno de marcas, del cuello a los pies. Cuando el teniente se enteró… lo licenció a toda leche por no ser apto para el servicio.
La mayoría de los locos salieron más adelante, no por el estrés, no, sino por la falta de él. Todos sabíamos que acabaría pronto, y creo que mucha gente que había estado aguantando durante mucho tiempo oyó una vocecita que decía: «Oye, colega, ya está, ya puedes dejarlo».
Conocía a un tío, un mastodonte enorme que había sido profesional de la lucha libre antes de la guerra. Estábamos caminando por la autovía al lado de Pulaski, en Nueva York, cuando el viento nos trajo el olor de un camión grande tirado en el camino. Estaba cargado de botes de perfume, nada elegante, las típicas colonias baratas de cualquier centro comercial. Mi amigo se quedó paralizado y empezó a sollozar como un niño, no podía parar; era un gigante con dos mil enemigos muertos a sus espaldas, un ogro que una vez cogió a un eme y lo usó como porra en un combate mano a mano. Tuvimos que cogerlo entre cuatro para tumbarlo en una camilla. Supusimos que el perfume le había recordado a alguien, aunque nunca supimos a quién.
También me acuerdo de otro tío sin nada especial, cuarentón, medio calvo, con un poco de tripa, aunque no mucha por culpa de las circunstancias. El tipo de persona que podrías haber visto en un anuncio de pastillas para la acidez antes de la guerra. Estábamos en Hammond, en Indiana, reconociendo defensas para el sitio de Chicago. Él vio una casa al final de una calle vacía, completamente intacta, salvo por las ventanas tapadas con tablas y la puerta rota, y puso una cara extraña, una sonrisa. Nos teníamos que haber dado cuenta mucho antes de que rompiese la formación, antes de oír el disparo. Estaba sentado en el salón, en un viejo sillón reclinable desvencijado, con el SIR entre las piernas, todavía sonriendo. Le eché un vistazo a las fotos de la repisa de la chimenea: era su casa.
Ésos eran los ejemplos extremos, los que hasta yo podría haber adivinado. Muchos de los otros resultaban imprevisibles. En vez de fijarme en los que reventaban, me fijaba en los que no, ¿tiene sentido?
Una noche, en Portland, Maine, estábamos en Deering Oaks Park vigilando unas pilas de huesos blanqueados que llevaban allí desde el Pánico. Dos soldados cogieron unas calaveras y empezaron a hacer una parodia de Free to Be, You and Me[101], la escena de los dos bebés. Sólo lo reconocí porque mi hermano mayor tenía el disco, era antes de mis tiempos. A algunos de los soldados mayores, los de la Generación X, les encantó. Se reunió una pequeña multitud y todos se reían y aullaban mientras las calaveras decían: «Hola, hola, soy un bebé», «¿Y qué soy yo, un saco de patatas?». Cuando terminaron, todos rompieron a cantar de forma espontánea: «There’s a land that I see…». Utilizaban los fémures como si fuesen banjos, joder. Miré entre la multitud y vi a uno de nuestros loqueros, nunca podía pronunciar su nombre de verdad, doctor Chandra-no sé qué[102]. Lo miré a los ojos y puse cara de: «Oye, doctor, están todos locos, ¿verdad?». Tuvo que darse cuenta de lo que le preguntaba con la mirada, porque me devolvió la sonrisa y sacudió la cabeza. Eso me puso los pelos de punta; es decir, si los que actuaban como locos no lo estaban, ¿cómo sabías quién estaba ido de verdad?
Seguro que sabe quién era nuestra jefa de pelotón, salía en La Batalla de las Cinco Facultades. ¿Recuerda a esa tía alta y con pinta de amazona que llevaba la azada para zanjas, la que cantó la canción? No tenía el mismo aspecto que en la peli, se había quedado sin curvas y llevaba el pelo cortado a cepillo, en vez de esa espesa melena de pelo negro reluciente. Era una buena jefe de pelotón, la «sargento Avalón». Un día encontramos una tortuga en un campo; las tortugas eran como los unicornios por aquel entonces, apenas se veían. Avalón puso una cara, no sé, como si fuese una niña; sonrió, cosa que nunca hacía, y la oí susurrarle algo a la tortuga, aunque creí que era un galimatías: «Mitayuke Oyasin». Después averigüé que significaba «todos mis parientes» en lengua lakota. Ni siquiera sabía que tenía sangre sioux, nunca había hablado del tema, ni había contado nada sobre ella. Y, de repente, como un fantasma, allí estaba el doctor Chandra, poniéndole el brazo sobre los hombros y diciéndole, en tono cordial: «Vamos, sargento, la invito a una taza de café».
Fue el día en que murió el presidente. Seguramente, él también oyó esa vocecilla: «Oye, colega, ya está, ya puedes dejarlo». Sé que a mucha gente no le gustaba tanto el vicepresidente, como si no pudiese reemplazar al gran hombre. A mí me daba pena, sobre todo porque yo me veía en la misma situación: sin Avalón, me tocaba ser jefe.
Daba igual que la guerra estuviese casi acabada, todavía quedaban muchas batallas por el camino, mucha gente buena a la que decir adiós. Para cuando llegamos a Yonkers, yo era el único que quedaba del grupo original que dejó Hope. No sé qué sentí al pasar junto a todos aquellos escombros oxidados: los tanques, las furgonetas destrozadas de los periodistas, los restos humanos… Creo que ya no sentía gran cosa, en general; hay demasiado que hacer cuando tienes un pelotón a tu cargo, demasiadas caras nuevas de las que ocuparse. Notaba los ojos del doctor Chandra fijos en mí, pero nunca se acercó, nunca me dejó ver que algo fuese mal. Cuando subimos a las barcazas en la orilla del río Hudson, nos miramos a los ojos; él sonrió y sacudió la cabeza, lo habíamos conseguido.