Quebec (Canadá)

[La granjita no tiene pared, ni barrotes en las ventanas, ni pestillo en la puerta. Cuando le pregunto al propietario por su vulnerabilidad, él se ríe entre dientes y sigue comiendo. Andre Renard, hermano del legendario héroe de guerra Emil Renard, me ha pedido que mantenga en secreto su ubicación exacta. «No me importa que los muertos me encuentren —dice, sin emoción—, pero no quiero saber nada de los vivos.» El antes ciudadano francés emigró a este lugar tras el fin oficial de las hostilidades en Europa occidental. A pesar de haber recibido numerosas invitaciones del gobierno francés, no ha regresado.]

Todos mienten, todos los que afirman que su campaña fue «la más dura de toda la guerra». Esos presumidos ignorantes que se golpean el pecho y alardean de sus batallas en la montaña, en la jungla o en las ciudades. Las ciudades, sí. ¡Cómo les gusta presumir de las ciudades! «¡No hay nada más aterrador que luchar en una ciudad!» ¿Ah, sí? Pues probad a luchar debajo de una.

¿Sabe por qué el horizonte de París no tenía rascacielos? Me refiero a antes de la guerra, al horizonte del verdadero París. ¿Sabe por qué metieron todas esas monstruosidades de cristal y acero en La Defense, tan lejos del centro de la ciudad? Sí, en parte fue por estética, por un sentido de la continuidad y el orgullo cívico…, no como esa mezcolanza arquitectónica llamada Londres. Pero lo cierto, la razón lógica y práctica por la que no construyeron en París esos monolitos de estilo americano, es que la tierra que los sustenta tiene demasiados túneles para soportarlos.

Hay tumbas romanas, canteras que suministraban piedra caliza a parte de la ciudad, incluso refugios de la Segunda Guerra Mundial utilizados por la Resistencia, y, sí, ¡existía una Resistencia! Después estaba el metro moderno, las líneas telefónicas, las tuberías de gas, las de agua… y, además, estaban las catacumbas. Más o menos seis millones de cadáveres estaban enterrados allí, sacados de los cementerios prerrevolucionarios, donde tiraban a los muertos como si fuesen basura. Las catacumbas tenían paredes enteras de calaveras y huesos que formaban diseños macabros. Incluso resultaba funcional en algunas partes, donde los huesos entrecruzados sostenían los montones de restos sueltos que había detrás. Las calaveras siempre parecían reírse de mí.

Creo que no puedo culpar a los civiles que intentaron sobrevivir en aquel mundo subterráneo. Por aquel entonces no tenían el manual de supervivencia civil, ni la Radio Free Earth. Era el Gran Pánico. Quizá algunos que creían conocer los túneles decidieron intentarlo, unos cuantos los siguieron, después otros más… Se corrió la voz: «Se está a salvo bajo tierra». Un cuarto de millón en total, eso han determinado los que cuentan los huesos, doscientos cincuenta mil refugiados. A lo mejor si se hubieran organizado, si hubiesen pensado en llevar comida y herramientas, si hubiesen tenido el sentido común suficiente para sellar las entradas y asegurarse bien de que los que se metían no estuviesen infectados…

¿Cómo puede decir nadie que su experiencia es comparable con lo que soportamos nosotros? La oscuridad y el hedor…, apenas teníamos gafas de visión nocturna, sólo un par por pelotón, y eso si había suerte. Las baterías de repuesto para las linternas también escaseaban. A veces sólo había una unidad en funcionamiento para un escuadrón entero, sólo para el hombre que iba delante, cortando la oscuridad con un haz cubierto de rojo.

El aire era tóxico por culpa de las aguas residuales, los productos químicos, la carne podrida… Las máscaras de gas eran de chiste, la mayoría de los filtros había caducado. Llevábamos lo que encontrábamos, viejos modelos militares o cascos de bombero que te cubrían toda la cabeza y te hacían parecer un cerdo, aparte de impedirte oír y ver. Nunca sabías dónde estabas, tenías que mirar por un visor empañado, y oír las voces amortiguadas de tus compañeros de escuadrón y el crujido de la radio.

Utilizábamos equipos con cables, ¿sabe?, porque las transmisiones inalámbricas eran poco fiables. Teníamos cables telefónicos antiguos, de cobre, no de fibra óptica; los sacábamos de los conductos y nos llevábamos rollos enormes para aumentar nuestro alcance. Era la única forma de mantener el contacto y, la mayor parte del tiempo, la única forma de no perderse.

Perderse era muy fácil, porque todos los mapas eran anteriores a la guerra y no tenían en cuenta las modificaciones realizadas por los supervivientes: los túneles de conexión, los huecos, los agujeros del suelo que, de repente se abrían delante de ti… Te equivocabas de camino al menos una vez al día, a veces más, y tenías que volver sobre tus pasos por el cable de comunicaciones, comprobar la posición en el mapa e intentar imaginar qué habías hecho mal. A veces eran pocos minutos, otras horas o incluso días.

Cuando atacaban a otro escuadrón, oías los gritos por la radio o rebotando en los túneles. La acústica era malvada, se reía de ti; los gritos y gemidos parecían venir de todas partes, nunca se sabía de dónde. Con la radio, al menos, podías intentar averiguar la posición de tus compañeros. Si no estaban aterrados, si sabían dónde estaban, si tú sabías dónde estabas…

Las carreras: corrías por los pasadizos, te dabas en la cabeza con el techo, te arrastrabas a cuatro patas rezando a la Virgen con todas tus fuerzas para que aguantasen un poco más. Llegabas a su posición, descubrías que te habías equivocado, que era una cámara vacía, y los gritos pidiendo ayuda seguían estando muy lejos.

Y, cuando llegabas, a lo mejor no encontrabas más que sangre y huesos. Puede que, como mucho, tuvieras la suerte de encontrar allí a los zombis, una oportunidad de vengarte…, si habías tardado mucho en llegar, la venganza podía incluir a tus amigos reanimados. Combate cuerpo a cuerpo, tan cerca como esto…

[Se inclina sobre la mesa y coloca la cara a centímetros de la mía ]

Sin equipo estándar, con lo que cada uno creía más apropiado. Verá, no teníamos armas de fuego, porque el aire, el gas, era demasiado inflamable. El disparo de una pistola…

[Imita el ruido de una explosión.]

Teníamos la Beretta-Grechio, la carabina de aire italiana. Era un modelo creado en la guerra, basado en una escopeta infantil de dióxido de carbono que disparaba perdigones.

Tenías cinco disparos, puede que seis o siete si se la pegabas a la cabeza. Una buena arma, pero nunca teníamos suficientes. ¡Y había que tener cuidado! Si fallabas, si la bola daba en la piedra, si la piedra estaba seca, si saltaba una chispa…, todo el túnel podía arder provocando explosiones que enterraban a los hombres vivos o bolas de fuego que les derretían las máscaras sobre la cara. A mano siempre es mejor. Mire…

[Se levanta de la mesa para enseñarme algo que tiene en la repisa de la chimenea. El mango del arma está envuelto en una bola de acero semicircular, de la que sobresalen pinchos de veinte centímetros de largo, colocados en ángulo recto entre sí.]

¿Entiende por qué? No había sitio para blandir una espada. Rápido, en un ojo o en lo alto de la cabeza.

[Me lo demuestra con una rápida combinación de puñetazo y puñalada.]

Diseño propio, una versión moderna de la de mi bisabuelo en Verdún, ¿eh? Ya sabe, Verdún, «On ne passé pas», ¡no pasarán!

[Vuelve a su comida.]

No había sitio, ni advertencia; de repente, los tenías encima, puede que delante de ti o saliendo de un pasadizo lateral que ni siquiera habías visto. Todos llevábamos algún tipo de blindaje, ya fuese de malla metálica o de cuero… Casi siempre resultaba demasiado pesado y asfixiante; chaquetas y pantalones de cuero mojado, y camisetas de metal.

Cuando intentabas luchar, ya estabas exhausto; los hombres se arrancaban las máscaras en busca de aire e inhalaban la peste. Muchos murieron antes de poder sacarlos a la superficie.

Yo usaba grebas, protección aquí [se señala los antebrazos] y guantes, cuero cubierto de malla, fácil de quitar cuando no estás combatiendo. Eran diseño propio; no teníamos los uniformes de combate estadounidenses, aunque sí la protección para pantanos, esas botas impermeables de caña alta con fibras a prueba de mordiscos entretejidas. Las necesitábamos.

Aquel verano, el nivel del agua estaba alto; había llovido con ganas, y el Sena era un torrente furioso. Siempre estábamos mojados: notabas la putrefacción entre los dedos, en los pies y en la entrepierna. El agua nos llegaba hasta los tobillos la mayor parte del tiempo, y, a veces, hasta las rodillas o la cintura. Estabas en un punto, caminando o arrastrándote (a veces teníamos que arrastrarnos por aquel fluido apestoso, metidos hasta los codos) y, de repente, el suelo se caía y te metías de cabeza por uno de esos agujeros que no estaban en los mapas, con unos pocos segundos para enderezarte antes de que se te inundase la máscara. Dabas patadas y te retorcías, tus compañeros te cogían y te subían a toda prisa. Ahogarse era el menor de los problemas, porque, mientras los hombres hacían lo que podían para mantenerse a flote con todo aquel equipo tan pesado, de repente veías que se les abrían mucho los ojos y oías sus gritos amortiguados. Puede que incluso sintieras el momento del ataque: un golpe o un desgarro, y, de repente, caías con el pobre cabrón encima. Si no llevabas las botas…, perdías un pie o la pierna entera; si ibas arrastrándote y caías con la cara por delante…, a veces te quedabas sin ella.

Había ocasiones en las que anunciábamos la retirada a una posición defensiva y esperábamos a los Cousteaus, los buceadores entrenados para trabajar y luchar en aquellos túneles inundados. Con tan sólo un reflector y un traje para cazar tiburones, si es que tenían la suerte de conseguir uno, y, como mucho, dos horas de aire. Se suponía que debían llevar un cabo salvavidas, sin embargo, la mayoría se negaba, porque los cabos solían enredarse y ralentizar el avance. Aquellos hombres y mujeres tenían una probabilidad de sobrevivir de uno contra veinte, el índice más bajo de todas las ramas del ejército, digan lo que digan.[94] No resulta sorprendente que les dieran una Legión de Honor automática.

¿Y para qué? Quince mil muertos o desaparecidos. No sólo los Cousteaus, sino todos nosotros, todo el grupo. Quince mil almas perdidas en sólo tres meses. Quince mil personas en un momento en el que la guerra empezaba a concluir en todo el mundo. «¡Adelante, adelante! ¡Luchad, luchad!» No tenía que haber sido así. ¿Cuánto tardaron los británicos en limpiar todo Londres? ¿Cinco años, tres años después del final oficial de la guerra? Fueron despacio y con seguridad, sección a sección, lentamente, poca intensidad, con un bajo índice de fallecidos. Lento y seguro, como casi todas las ciudades importantes. ¿Por qué nosotros no? Ese general inglés, eso que dijo de «ya tenemos suficientes héroes muertos para el resto de nuestros días»…

Eso éramos, héroes, eso querían nuestros líderes, eso creía necesitar la gente. Después de todo lo sucedido, no sólo en esta guerra, sino en tantas otras guerras anteriores: Argelia, Indochina, los nazis… ¿Entiende lo que le digo? ¿Entiende la tristeza? Comprendíamos qué quería decir el presidente de Estados Unidos cuando aseguró que teníamos que «recuperar la confianza», lo comprendíamos mejor que la mayoría. Necesitábamos héroes, nombres y lugares nuevos para restablecer nuestro orgullo.

El Osario, la cantera de Port-Mahon, el Hospital… Ése fue nuestro momento de gloria, el Hospital. Los nazis lo habían construido para meter a los enfermos mentales y dejarlos morir de hambre detrás de aquellos muros de hormigón, o eso dice la leyenda. Durante la guerra, se había convertido en un sanatorio para los infectados recientes. Más adelante, cuando cada vez había más reanimados y la humanidad de los supervivientes se iba apagando al ritmo de sus lámparas eléctricas, empezaron a tirar a los infectados y a quién sabe cuántos más a esa cripta de zombis. Un equipo avanzado entró sin darse cuenta de lo que había al otro lado; podrían haberse retirado, podrían haber volado el túnel y volverlo a sellar… Un escuadrón frente a trescientos zombis, un escuadrón liderado por mi hermano pequeño. Su voz fue lo último que oímos antes de que su radio quedase en silencio. Sus últimas palabras fueron: «¡On ne passé pas!».