[Darnell Hackworth es un hombre tímido y de voz suave. Su mujer y él dirigen una granja para los veteranos de cuatro patas de los Cuerpos K-9 del ejército. Hace diez años, se podían encontrar este tipo de granjas en casi todos los estados de la unión, pero, en la actualidad, es la única que queda.]
Creo que nunca se les reconoció el mérito suficiente. Está esa historia, Dax, un bonito cuento para niños, pero es bastante simplista y sólo habla de un dálmata en concreto que logró poner a salvo a un niño huérfano. Dax ni siquiera era un perro del ejército, y ayudar a niños perdidos es sólo un ejemplo insignificante de lo que hicieron los perros en la guerra.
Primero los utilizaron para la detección: olían a la gente y averiguaban quién estaba infectado. Casi todos los países copiaron el método israelí de hacer que la gente pasara junto a unas jaulas llenas de perros. Había que tenerlos en jaulas para que no atacasen a la persona en cuestión, se peleasen entre ellos o mordiesen al cuidador. Eran cosas que solían pasar al principio de la guerra, porque los perros se volvían locos. Daba igual que fuesen policías o militares, era el instinto, un terror involuntario y casi genético. Entre huir y luchar, a aquellos canes los habían criado para luchar, así que muchos cuidadores perdieron manos y brazos, y muchos cuellos acabaron desgarrados. No se puede culpar a los animales; de hecho, los israelíes contaban con ese instinto, y probablemente sirvió para salvar millones de vidas.
Era un gran programa, pero, como he dicho, un ejemplo insignificante de lo que podían hacer los perros. Mientras que los israelíes y, más tarde, muchos otros países, sólo explotaban su miedo instintivo, a nosotros se nos ocurrió integrar ese miedo en su adiestramiento normal. ¿Por qué no? Los humanos habíamos aprendido a hacerlo y ¿acaso hay tanta diferencia?
Todo se reducía al adiestramiento. Tenías que empezar cuando eran pequeños, ya que incluso los veteranos más disciplinados del periodo anterior a la guerra perdían los estribos. Los cachorros nacidos después de la crisis salían del vientre oliendo a los muertos, literalmente. Estaba en el aire; nosotros no podíamos detectarlo, no eran más que unas cuantas moléculas que se introducían a nivel subconsciente. Eso no quiere decir que se convirtiesen en guerreros de forma automática. La inducción inicial era la primera fase, la más importante; cogías un grupo de cachorros, un grupo al azar o incluso una camada entera, y los metías en una habitación dividida por una malla metálica: ellos a un lado, los zetas al otro. No había que esperar mucho tiempo a la reacción. El primer grupo eran los B, los que empezaban a aullar o a gemir; se hundían. No tenían nada que ver con los A; esos cachorros podían mirar a los zetas a los ojos, y ahí estaba la clave. Se mantenían en su sitio, enseñaban los dientes y gruñían en tono bajo, como diciendo: «¡No os mováis ni un pelo!». Podían controlarse, y en eso se basaba nuestro programa.
En fin, que pudieran controlarse no significaba que nosotros pudiésemos controlarlos a ellos. El adiestramiento básico era más o menos como el del programa normal de antes de la guerra. ¿Podían aguantar el entrenamiento físico? ¿Podían seguir órdenes? ¿Tenían la inteligencia y la disciplina necesarias para convertirse en soldados? Era duro, y teníamos una tasa de fracaso del sesenta por ciento. No era raro que un recluta resultase herido o incluso que muriese. Mucha gente de hoy en día dice que era inhumano, aunque no parecen sentir la misma simpatía por los cuidadores. Sí, teníamos que adiestrarlos a ellos también, junto con los perros, desde el primer día de formación básica hasta que terminaban las diez semanas de AIT[85]. Era un entrenamiento duro, sobre todo los ejercicios con enemigos vivos. ¿Sabe que fuimos los primeros que usamos zetas en el campo de entrenamiento? Lo hicimos antes que la infantería, las fuerzas especiales y los alados de Willow Creek. Era la única forma de saber realmente si podías lograrlo, tanto como individuo como en equipo.
Si no, ¿cómo íbamos a mandarlos en tantas misiones? Eran cebos, como los que se hicieron famosos en la batalla de Hope. La idea era sencilla: tu compañero busca al zeta y lo lleva hasta la línea de tiro. Los K de las primeras misiones eran rápidos, corrían, ladraban y salían echando leches hacia la zona de combate. Después se sintieron más cómodos y aprendieron a quedarse unos metros por delante, retrocediendo lentamente para asegurarse de que conducían a la mayor cantidad posible de blancos. De ese modo, eran ellos los que decidían los objetivos.
También estaban los señuelos. Digamos que estás montando una línea de tiro, pero que no quieres que los zetas se presenten antes de tiempo. Tu compañero da vueltas alrededor de la zona infestada y empieza a ladrar en la otra punta. Eso funcionó en muchas batallas y abrió la puerta de la táctica de los lemmings.
Durante el ataque de Denver, había un edificio alto en el que doscientos refugiados se habían quedado atrapados con la infección ya dentro; todos ellos se reanimaron. Antes de que nuestros chicos entraran a lo bestia, a uno de los K se le ocurrió correr hasta el tejado de un edificio del otro lado de la calle y empezar a ladrar para atraer a los zetas a los pisos más altos. Funcionó como la seda: los emes llegaron al tejado, vieron su presa, corrieron hacia ella y cayeron al vacío. Después de Denver, la técnica lemming entró en el manual; incluso la infantería empezó a usarla cuando no había perros disponibles. No resultaba extraño ver a un tío de pie en el tejado de un edificio llamando a los habitantes de un edificio infestado cercano.
En cualquier caso, la misión principal y más común de los equipos K era el reconocimiento del terreno, tanto en equipos de barrido y limpieza como en patrullas de largo alcance. Los equipos de barrido y limpieza estaban integrados en una unidad normal, como en una guerra de las de siempre. Entonces era cuando se notaba el adiestramiento: no sólo podían oler a los zetas cuando estaban a kilómetros de nosotros, sino que los sonidos que hacían nos avisaban de qué nos esperaba exactamente. Podías averiguar todo lo necesario gracias al tono del gruñido y la frecuencia del ladrido. A veces, cuando había que guardar silencio, el lenguaje corporal funcionaba igual de bien: sólo había que ver el arco del lomo del K y la forma en que se le erizaba el pelo.
Al cabo de unas cuantas misiones, cualquier cuidador competente, y no había de otro tipo, podía leer todas las señales de su compañero. Los exploradores que encontraban criaturas medio sumergidas en lodo o monstruos sin piernas entre la hierba salvaron muchas vidas. Perdí la cuenta de las veces que se nos acercaron los soldados a darnos las gracias por haber descubierto un eme escondido que podría haberles arrancado un pie.
Las patrullas de largo alcance eran aquéllas en las que tu compañero se alejaba mucho de las líneas, a veces durante días, para reconocer una zona infestada. Llevaban puesto un arnés especial con un enlace ascendente de vídeo y un sistema GPS, para saber en tiempo real el número exacto de objetivos y dónde se encontraban. Se podía superponer la posición de los zetas en un mapa preexistente y coordinar lo que veía tu compañero con su posición en el GPS. Desde un punto de vista técnico, supongo que era asombroso, una información completa en tiempo real, como la que teníamos antes de la guerra. A los jefazos les encantaba, pero a mí no; siempre me preocupaba demasiado por mi compañero. Ni se imagina lo estresante que era estar en una sala con aire acondicionado y un montón de ordenadores: seguro, cómodo y sin poder hacer nada. Más adelante, los modelos de arnés incorporaron enlaces de radio para que los cuidadores pudieran dar órdenes o, al menos, abortar la misión. Nunca los utilicé, porque había que entrenar a los equipos desde el principio para que los supieran usar. No se podía dar media vuelta y volver a adiestrar a un K ya preparado; un perro viejo no aprende trucos nuevos. Lo siento, no tiene gracia. Los capullos de inteligencia hacían muchos chistes malos de ese tipo; me ponía detrás de ellos mientras observaban el puto monitor, corriéndose mentalmente por las maravillas de su nuevo «Instrumento de orientación de datos». Se creían muy graciosos; se partían llamándonos DOA[86].
[Sacude la cabeza], Y yo tenía que quedarme allí parado, aguantándome la rabia mientras observaba la señal de vídeo que enviaba mi compañera mientras se arrastraba por un bosque, un pantano o un pueblo. Pueblos y ciudades, eso era lo peor, la especialidad de mi equipo. Ciudad Sabueso. ¿Ha oído hablar de ella?
¿La Escuela de Adiestramiento Urbano K-9?
Exactamente, era una ciudad de verdad: Mitchell, en Oregón. Sellada, abandonada y todavía llena de emes activos. Ciudad Sabueso. En realidad deberían haberla llamado Ciudad Terrier, porque la mayoría de las razas de Mitchell eran terriers pequeños. Había cairn terriers, terriers de Norwich y Jack Russell terriers, buenos para los escombros y los cuellos de botella. Personalmente, el Sabueso me venía bien, porque trabajaba con un perro salchicha. Sin duda, eran los guerrilleros urbanos por excelencia: duros, listos y cómodos en los lugares cerrados, sobre todo los pequeños. De hecho, para eso se criaron en un primer momento; su nombre en alemán, dachshund, significa precisamente «perro tejonero»; por eso tienen ese aspecto alargado, para poder cazar dentro de las largas madrigueras de los tejones. Seguro que entiende por qué ese tipo de crianza los hacía tan adecuados para los conductos y espacios estrechos de un campo de batalla urbano. La habilidad de recorrer una tubería o un conducto de aire, de pasar por el interior de las paredes o lo que fuese sin perder la calma, era una ventaja importante para sobrevivir.
[Nos interrumpe un perro que, como si esperase su pie, se acerca cojeando a Darnell. Es una perrita vieja; tiene el hocico blanco, y el pelo de las orejas y el rabo se ha desgastado tanto que parece de cuero.]
[A la perra.] Hola, señorita.
[Darnell la coloca con cuidado sobre su regazo. La perra es pequeña, no pesará más de tres o cuatro kilos. Aunque tiene cierto parecido con un perro salchicha en miniatura, el lomo es más corto de lo normal en la raza.]
[A la perra.] ¿Estás bien, Maze? ¿Cómo lo llevas? [A mí.] Su nombre completo es Maisey, pero nunca lo hemos usado. Maze es bastante adecuado, ¿no le parece?[87]
[Con una mano le acaricia las patas traseras, mientras utiliza la otra para rascarle debajo del cuello. Ella lo mira con ojos lechosos y le lame la palma.]
Los perros de raza eran un fracaso, demasiado neuróticos y enfermizos, todo lo que cabe esperar de criar a un animal tan sólo por su valor estético. La nueva generación [señala al chucho que tiene en el regazo] siempre era una mezcla, cualquier cosa que aumentase la constitución física y la estabilidad mental.
[La perra se ha dormido, y Darnell baja la voz.]
Eran duros; nos costó mucho adiestramiento, no sólo individualmente, sino también en grupo para misiones de largo alcance. Las de largo alcance, especialmente en terreno silvestre, eran arriesgadas, no sólo por los zetas, sino también por los K salvajes. ¿Recuerda lo peligrosos que eran? Todas esas mascotas y perros callejeros que degeneraron hasta convertirse en jaurías asesinas. Eran un motivo de preocupación, sobre todo cuando atravesábamos zonas poco infestadas, porque siempre estaban en busca de comida. Muchas misiones de largo alcance se abortaron nada más empezar, antes de desplegar a nuestros perros escolta.
[Se refiere a la perra dormida.]
Ella tenía dos escoltas, un par de perras muy feroces: Anson, que era una mezcla de pit y rot, y Howe…, que no sé bien qué era, mitad perro pastor, mitad estegosaurio. No habría dejado que Maze se acercase a ellas de no haber pasado el entrenamiento básico con sus cuidadores. Resultaron ser unas escoltas de primera clase; ahuyentaron jaurías de perros salvajes catorce veces, y dos de esas veces se emplearon a fondo. Vi cómo Anson iba detrás de un mastín de noventa kilos, le agarraba la cabeza con las mandíbulas y le rompía el cráneo; oí el crujido por el micrófono de supervisión del arnés.
La parte más dura era asegurarme de que Maze se ceñía a la misión, porque siempre quería pelear. [Sonríe, mirando a la perrita dormida.] Eran buenas escoltas, siempre se aseguraban de que llegase a los objetivos planeados, la esperaban y la traían de vuelta a casa, sana y salva. Incluso acabaron con algunos emes de camino.
¿No es tóxica la carne de los zombis?
Oh, sí…, no, no, no, nunca los mordieron. Eso habría sido mortal. Al principio de la guerra veíamos a muchos perros muertos, tirados, sin heridas, y así sabíamos que habían mordido carne infectada. Es una de las razones por las que el adiestramiento era tan importante: tenían que saber cómo defenderse. Los zombis tenían muchas ventajas físicas, pero el equilibrio no era una de ellas. Los K más grandes golpeaban entre los omóplatos o en los ríñones, y los zetas caían de boca. Los pequeños tenían la opción de hacerlos tropezar metiéndose entre los pies, o la de lanzarse contra la corva. Eso era lo que prefería Maze; ¡se caían de culo!
[La perra se agita.]
[A Maze.] Oh, lo siento, señorita. [Le acaricia el cuello.]
[A mí.] Para cuando el zeta se levantaba, ya habías ganado cinco, diez o incluso quince segundos.
Tuvimos nuestras bajas. Algunos K se caían, se rompían un hueso… Si estaban cerca de fuerzas amigas, su cuidador podía recogerlos fácilmente y ponerlos a salvo; casi todas las veces volvían al servicio activo.
¿Y las otras veces?
Si estaban demasiado lejos o en una patrulla de largo alcance…, demasiado lejos para el rescate y demasiado cerca de los zombis… Solicitamos cargas compasivas, pequeños paquetes explosivos atados al arnés, de modo que pudiéramos detonarlos si no había esperanza de rescate. Nunca nos los concedieron: «Una pérdida de recursos valiosos». Gilipollas. Librar de su sufrimiento a un soldado herido era una pérdida de recursos, pero convertirlos en fragmuts, ¡eso sí les convenía!
¿Cómo dice?
Fragmuts. Era el nombre oficioso del programa que estuvo a punto, a punto de obtener luz verde. Algún capullo del gabinete del presidente leyó que lo rusos habían utilizado «perros mina» durante la Segunda Guerra Mundial, atándoles explosivos a los lomos y entrenándolos para meterse debajo de los tanques nazis. La única razón por la que los rojos abandonaron el programa fue la misma por la que nunca empezamos el nuestro: la situación ya no era tan desesperada. Joder, ¿se puede estar más desesperado?
Aunque nunca lo reconocerán, creo que les daba miedo la amenaza de otro incidente Eckhart. Eso los espabiló. Habrá oído hablar de eso, ¿no? La sargento Eckhart, Dios la bendiga. Era una cuidadora experta, trabajaba con el Grupo Norte del ejército. No la conocí. Su compañero estaba en una misión de cebo en las afueras de Little Rock, se cayó en una zanja y se rompió una pata. El enjambre estaba a pocos pasos, así que Eckhart cogió un fusil e intentó ir a buscarlo, pero un oficial se le puso delante, y empezó a soltarle reglamentos y justificaciones poco convincentes. Ella le vació medio cargador en la boca. La policía militar la tiró al suelo y la sujetó; la mujer pudo oír cómo los muertos rodeaban a su compañero.
¿Qué pasó?
La colgaron, ejecución pública, mucha publicidad. Lo entiendo; no, de verdad, lo entiendo: la disciplina lo era todo, el imperio de la ley, era lo único que teníamos. Pero, coño, hicieron cambios: los cuidadores obtuvieron permiso para ir detrás de sus compañeros, incluso a riesgo de sus vidas. Ya no se nos consideraba instrumentos, sino la mitad de un instrumento; por primera vez nos veían como equipos y entendían que el perro no era una pieza de maquinaria que podía sustituirse si se rompía. Empezaron a examinar las estadísticas de cuidadores que se mataban después de perder a un compañero, y ya sabe que teníamos el mayor índice de suicidios de todas las ramas del ejército, más que las fuerzas especiales, más que el servicio de localización y transporte de víctimas, incluso más que esos capullos pirados de China Lake[88]. En Ciudad Sabueso conocí a cuidadores de trece países distintos, y todos decían lo mismo: daba igual de dónde fueras, tu cultura o tu educación, porque los sentimientos siempre eran los mismos. ¿Quién es capaz de soportar una pérdida así y seguir de una pieza? Pues cualquiera que, en primer lugar, no fuese capaz de ser cuidador. Eso era lo que nos hacía únicos, esa capacidad para establecer unos lazos tan fuertes con algo que ni siquiera pertenecía a nuestra especie. Lo que hacía que tantos de mis amigos se metiesen una bala en la cabeza era lo mismo que nos había convertido en uno de los grupos más eficaces de todo el puto ejército estadounidense.
El ejército se dio cuenta de mi potencial hace tiempo, en una carretera vacía en algún punto de las Rocosas de Colorado. Había escapado a pie de mi piso de Atlanta, y llevaba tres meses corriendo, escondiéndome y buscando comida como podía; tenía raquitismo, fiebre, y sólo pesaba cuarenta y tres kilos. Encontré a dos tipos debajo de un árbol, haciendo una fogata. Detrás de ellos había un chuchito con las patas y el hocico atados con cordones de zapatos, y la cara manchada de sangre seca; estaba allí tirado, con los ojos vidriosos, gimiendo.
¿Qué pasó?
La verdad es que no me acuerdo. Parece ser que golpeé a uno con mi bate, porque lo vieron roto sobre su hombro. A mí me encontraron encima del otro tipo, machacándole la cara. Cuarenta y tres kilos, medio muerto, y estuve a punto de matarlo a golpes. Los soldados tuvieron que apartarme, esposarme a un coche y darme un par de bofetadas para que recuperase la razón. Eso sí lo recuerdo. Uno de los tíos a los que había atacado se estaba sujetando el brazo, y el otro sangraba en el suelo. «Joder, cálmate —me dijo el teniente, intentando interrogarme—. ¿Qué te pasa? ¿Por qué les has hecho eso a tus amigos?» «¡No es amigo nuestro! —gritó el del brazo roto—. ¡Está como una puta cabra!» Y yo no dejaba de repetir: «¡No le hagáis daño al perro! ¡No le hagáis daño al perro!». Recuerdo que los soldados se rieron. «Santo cielo», dijo uno, mirando a los dos tipos. El teniente asintió y me miró: «Amigo —me dijo—, creo que tenemos un trabajo para ti». Y así me reclutaron. A veces encuentras tu camino, y, a veces, el camino te encuentra a ti.
[Darnell acaricia a Maze, y ella entreabre un ojo y empieza a mover el curtido rabo.]
¿Qué le pasó al perro?
Ojalá pudiera darle un final de Disney, que se convirtió en mi compañero o que acabó salvando un orfanato entero del fuego, algo así. Lo cierto es que lo habían golpeado con una roca para noquearlo. Se le había acumulado fluido en los oídos, y se quedó sordo de uno y parcialmente sordo del otro. Sin embargo, le seguía funcionando la nariz, así que se convirtió en un buen cazarratas cuando le encontramos un hogar. Cazaba tanto que consiguió alimentar a aquella familia todo el invierno. Supongo que es una especie de final de Disney, pero con estofado de Mickey. [Se ríe sin hacer ruido.] ¿Quiere saber algo extraño? Antes odiaba a los perros.
¿En serio?
A muerte; para mí eran unas bolsas de gérmenes sucias y apestosas que se tiraban sobre tus piernas y hacían que la alfombra oliese a meados. Dios, cómo los odiaba. Era el típico tío que se negaba a acariciar al perro de su amigo cuando iba de visita, el que siempre se reía de la gente que tenía fotos de perros en la mesa del trabajo. ¿Conoce al típico tío que siempre amenazaba con llamar al servicio de control de animales cuando tu chucho ladraba?
[Se señala.]
Vivía a una manzana de una tienda de animales, pasaba por delante todos los días con el coche, de camino al trabajo, y me dejaban perplejo aquellos perdedores sentimentales y socialmente incompetentes que se gastaban tanto dinero en unos hámsteres gigantes ladradores. Durante el Pánico, los muertos empezaron a reunirse alrededor de la tienda. No sé quién era el dueño, pero había bajado las persianas y había dejado dentro a los animales. Podía oírlos desde la ventana de mi dormitorio, todo el día y toda la noche. No eran más que cachorros, ya sabe, de un par de semanas; unos bebés asustados que lloraban llamando a sus mamás, a quien fuera, para que fuese a salvarlos.
Los oí morir uno a uno conforme se les acababa el agua. Los muertos nunca llegaron a entrar, seguían arremolinados junto a la puerta cuando me escapé y pasé junto a ellos sin detenerme a mirar. ¿Qué podía haber hecho? No tenía entrenamiento y no estaba armado, no podría haberme ocupado de ellos, porque apenas era capaz de cuidar de mí. ¿Qué podía haber hecho?… Algo.
[Maze suspira en sueños, y Darnell le da unas palmaditas cariñosas.]
Podía haber hecho algo.