[Acabamos de cenar en casa de los Wainio. Allison, la mujer de Todd, está arriba, ayudando a su hija Addison con los deberes. Todd y yo estamos abajo, en la cocina, lavando los platos.]
Era como volver atrás en el tiempo, me refiero al nuevo ejército. No tenía nada que ver con el ejército con el que había luchado y casi muerto en Yonkers. Ya no estábamos mecanizados, no había tanques, ni artillería, ni orugas[74], ni siquiera Bradleys. Esos cacharros seguían en la reserva, los modificaban para cuando tuviésemos que tomar las ciudades. No, los únicos vehículos rodados que teníamos, los Humvees y unos cuantos ASV M-trip-Seven[75], se usaban para llevar munición y esas cosas. Íbamos siempre a pata, marchando en columnas, como se ve en los cuadros de la Guerra Civil americana. Había muchas referencias a los «azules» contra los «grises», sobre todo por el tono de piel de los zetas y el color de nuestros nuevos uniformes de combate. Ya no se molestaban con los patrones de camuflaje; de todos modos, ¿para qué? Además, supongo que el tinte azul era el más barato por aquel entonces. El traje en sí tenía cierto parecido con los monos de los equipos de la SWAT; era ligero, cómodo y entretejido con Kevlar, creo que era Kevlar, hilos antimordiscos.[76] Podías ponerte guantes y una capucha que te cubría toda la cara. Más adelante, en los enfrentamientos directos urbanos, esa posibilidad salvó muchas vidas.
Todo tenía un aspecto retro o algo así. Nuestros lobos parecían algo sacado de, no sé, El señor de los anillos. Las órdenes eran utilizarlos sólo en caso de necesidad, pero te aseguro que fue necesario un montón de veces. La verdad es que te hacía sentir bien, ya sabes, blandir un buen cacho de acero; lo convertía todo en algo personal, te daba una sensación de poder. Notabas cómo se rompía el cráneo, y eso era un chute de adrenalina, como si recuperases tu vida, ¿entiendes? Aunque tampoco me importaba pegarles un tiro.
Nuestra arma principal era el SIR[77], el fusil de infantería estándar. La culata de madera hacía que pareciese una pistola de la Segunda Guerra Mundial; supongo que los materiales compuestos eran difíciles de producir en serie. No sé bien de dónde salieron los SIR, aunque he oído que era una copia modificada de la AK; también que era una versión básica del XM 8, que el ejército ya preparaba como arma de asalto de última generación. Incluso oí que se inventó, probó y fabricó por primera vez durante el sitio de la Ciudad de los Héroes, y que los planos se transmitieron a Honolulú. Si te soy sincero, no tengo ni idea, ni tampoco me importa gran cosa. Puede que tuviese mucho retroceso y que sólo disparase en modo semiautomático, pero era superpreciso ¡y nunca, nunca se encasquillaba! Podías arrastrarlo por el barro, dejarlo en la arena, soltarlo en agua de mar y dejarlo allí varios días. Daba igual lo que le hicieses a esa preciosidad, nunca te decepcionaba. La única monería que llevaba era un equipo de conversión con repuestos, culatas y cañones adicionales de distintas longitudes. Podías elegir un fusil de francotirador a larga distancia, uno de alcance medio o una carabina de corto alcance, todo en la misma hora y con sólo meter la mano en la mochila. También tenía un pincho, una cosa de unos veinte centímetros de largo que se podía desplegar en un segundo si tu lobo no estaba a mano. Teníamos una bromita, «cuidado, que le vas a sacar el ojo a alguien», cosa que hacíamos mucho, claro. El SIR era un arma estupenda para el combate cuerpo a cuerpo, incluso sin el pincho, y, si se suma todo lo bueno que tenía, está claro por qué siempre nos referíamos a él, respetuosamente, como Sir.
Nuestra munición básica era PIE NATO 5.56. PIE son las siglas de pirotechnically initiated explosive[78]. Un diseño excepcional. Estallaban al entrar en el cráneo del zeta y los fragmentos le freían los sesos. No se corría el peligro de entrar en contacto con materia gris infectada y no hacía falta perder el tiempo encendiendo hogueras. Cuando tocaba limpieza de campo no tenías que decapitarlos antes de enterrarlos, sólo excavar la zanja y meter dentro el cadáver.
Sí, era un ejército nuevo, tanto las armas como la gente. El reclutamiento había cambiado, y ser soldado raso era una cosa muy distinta. Seguían con los requisitos de siempre: resistencia física, competencia mental, motivación y disciplina para superar retos difíciles en condiciones extremas; pero todo eso no valía una mierda si no podías soportar la conmoción zeta a largo plazo. Vi a muchos amigos caer por la presión: algunos se derrumbaban, otros se disparaban con sus armas y otros disparaban a sus compañeros. No tenía que ver con la valentía ni nada por el estilo. Una vez leí una guía de supervivencia de la aviación británica que hablaba sobre la personalidad del «guerrero»: se suponía que tu familia tenía que ser estable tanto económica como emocionalmente y que ni siquiera debían atraerte las chicas cuando eras muy joven. [Gruñe.] Guías de supervivencia… [Agita la mano fingiendo que se masturba.]
En cuanto a las caras nuevas…, podrían haber sido de cualquier parte: tu vecino, tu tía, ese pobre profe sustituto o ese patán gordo y vago de Tráfico. Desde un antiguo vendedor de seguros a un tío que seguro que era Michael Stipe, aunque nunca conseguí que lo reconociera. Supongo que tenía sentido; cualquiera que hubiese llegado vivo hasta aquel punto, estaba capacitado, porque, en cierto sentido, todos eran veteranos. Mi colega, la hermana Montoya, de cincuenta y dos años, había sido monja; supongo que todavía lo era. A pesar de medir metro sesenta y estar escuchimizada, había protegido a toda su clase de los domingos durante nueve días, armada tan sólo con un candelabro de hierro de dos metros. No sé cómo conseguía cargar con su mochila, pero lo hizo, y sin quejarse, desde nuestra zona de reunión de Needles hasta nuestro lugar de contacto, a las afueras de Hope, en Nuevo México.
Hope, sí, esperanza. En serio, así se llamaba la ciudad.
Dicen que los jefazos la escogieron por el terreno llano y despejado, con desierto delante y montañas detrás. Al parecer, era perfecto para un combate abierto, y el nombre no tenía nada que ver. Sí, ya.
Estaba claro que los jefes querían que aquella operación de prueba saliese como la seda. Era el primer combate importante en tierra que habíamos librado desde Yonkers; uno de esos momentos en los que se juntan muchas cosas distintas, ya sabes.
¿Un momento crítico?
Sí, eso creo. La gente nueva, las cosas nuevas, el entrenamiento nuevo, el plan nuevo… Se suponía que todo tenía que combinarse para aquel enorme lanzamiento inicial.
Nos habíamos encontrado con un par de docenas de emes por el camino. Los perros los localizaban y sus cuidadores los derribaban usando armas con silenciador, porque no queríamos atraer a demasiados antes de estar listos. Queríamos que la pelea siguiese nuestras reglas.
Empezamos a planificar nuestro «huerto»: estacas de protección con cinta fluorescente en filas, cada diez metros. Nos servían para marcar el alcance, para saber exactamente dónde apuntar. Algunos también realizábamos tareas sencillas, como limpiar el terreno o disponer las cajas de munición.
Los demás tenían que limitarse a esperar sin hacer nada, salvo picar algo, recargar las mochilas de hidratación o incluso echar un sueñecito, si es que conseguíamos dormirnos. Habíamos aprendido mucho desde Yonkers, y los jefes nos querían descansados; el problema era que eso nos daba mucho tiempo para pensar.
¿Has visto la peli que hizo Elliot sobre nosotros? La escena de la fogata, con los soldados venga soltar frases ingeniosas, las historias y los sueños para el futuro, incluso ese tío con la armónica… Chaval, no tenía nada que ver. En primer lugar, era mediodía, así que no había ni fogatas ni armónicas bajo las estrellas, y todos estaban muy callados. Sabías que todos pensaban lo mismo: «¿Qué coño hacemos aquí?». Estábamos en zombilandia, y, por nosotros, podían quedársela. Nos habían dado muchas charlas sobre «el futuro del espíritu humano», habíamos visto el discurso del presidente Dios sabe cuántas veces, pero el presi no estaba allí, delante de los zetas. Las cosas nos iban bien al otro lado de las Rocosas, ¿qué coño hacíamos allí fuera?
Sobre las trece horas, las radios empezaron a graznar; eran los cuidadores de los perros que habían establecido contacto. Nos preparamos, cargamos y ocupamos nuestros puestos en la línea de tiro.
Era la base de la nueva doctrina de batalla, una vuelta al pasado, como todo lo demás: nos colocábamos formando una línea recta en dos filas: una activa y otra de reserva. La reserva era para que cuando alguien de la primera fila necesitase recargar, no se perdiese su aportación a la línea. En teoría, si todo el mundo estaba disparando o recargando, frenaríamos a los zetas mientras durase la munición.
Oímos los ladridos, los perros traían a la horda. Empezamos a ver zetas en el horizonte, cientos de ellos, y me tembló todo el cuerpo, a pesar de que no era la primera vez que tenía que enfrentarme a ellos desde Yonkers. Había estado en las operaciones de limpieza de Los Ángeles y participado en los trabajos de las Rocosas, cuando el verano derritió los pasos; siempre temblaba como un flan.
Llamaron a los perros, que corrieron a colocarse detrás de nuestras líneas. Pasamos al mecanismo de reclamo primario, porque cada ejército tenía ya uno: los británicos usaban gaitas, los chinos usaban cornetas, los sudafricanos golpeaban los fusiles con los assegais y entonaban cánticos zulúes a grito pelado. Nosotros teníamos a los duros de Iron Maiden. Bueno, yo, personalmente, nunca he sido un entusiasta del heavy metal, lo mío es el rock clásico sin más, y «Driving South», de Hendrix, es lo más fuerte que escucho; pero lo reconozco, lo entendí perfectamente mientras esperaba allí, envuelto en el aire del desierto, notando el ritmo de The Trooper en el pecho: en realidad, el mecanismo de reclamo no era para los zetas, sino para levantarnos el ánimo, para llevarse parte del mal rollo que daban los zombis, para cachondearse de ellos, como dirían los españoles. Cuando Dickinson chilló «as you plunge into a certain death»[79], yo ya estaba a tope; el SIR cargado y listo, los ojos fijos en la aullante horda que se acercaba. Estaba en plan: «Venga, zetas, ¡venid de una puta vez!».
Justo antes de que llegasen a la primera marca, la música empezó a apagarse. Los jefes de escuadrón gritaron «¡primera fila, lista!», y la primera fila se arrodilló. Después llegó la orden de apuntar, y entonces, mientras conteníamos el aliento y la música se apagaba del todo, oímos la orden de disparar.
La primer fila entró en acción, petardeando como una metralleta SAW en modo automático y derribando a todos los emes que cruzaban las primeras marcas. Teníamos órdenes estrictas de disparar tan sólo a los monstruos que cruzaran la línea y esperar a los demás. Llevábamos varios meses entrenándonos así, y ya lo hacíamos por puro instinto. La hermana Montoya levantó el arma por encima de la cabeza, señal de que tenía el cargador vacío, así que nos cambiamos. Quité el seguro y apunté a mi primer blanco; era una ene[80], no llevaría muerta más de un año; la melena rubia sólo le cubría parte del cuero cabelludo, que se veía tenso y curtido; la barriga hinchada le asomaba a través de una camiseta negra desteñida que decía «Z de zorra». Apunté entre los lechosos ojillos azules…, ya sabes que, en realidad, no son los ojos lo que les da ese aspecto empañado, sino los miles de diminutos arañazos que hace el polvo en la superficie, porque los zetas no producen lágrimas. Aquellos arañados ojos azul celeste estaban fijos en mí cuando apreté el gatillo. La bala la tiró de espaldas y le salió humo por el agujero de la frente. Respiré profundamente, apunté al siguiente y no necesité más, ya estaba concentrado.
Nuestra doctrina decía que había que hacer un disparo por segundo, de forma lenta, regular y metódica.
[Empieza a chasquear los dedos.]
En las montañas habíamos practicado con metrónomos, mientras los instructores repetían: «Ellos no tienen prisa, ¿por qué tú sí?». Era una forma de mantener la calma y el ritmo; teníamos que ser tan robóticos como ellos. «Sed más zombis que los zombis», nos decían.
[Chasquea los dedos con un ritmo perfecto.]
Disparar, cambiar, recargar, beber un poco de la mochila, coger los cargadores que te daban los Sandlers.
¿Sandlers?
Sí, los equipos de recarga, una unidad especial de reserva que estaba dedicaba exclusivamente a asegurarse de que no nos quedáramos sin munición. Sólo llevabas encima cierto número de cargadores y recargar cada uno de ellos suponía mucho tiempo. Los Sandlers corrían por la línea recogiendo cargadores vacíos, recargándolos con la munición de las cajas y llevándoselos a todo el que les hiciese una señal. El tema es que, cuando el ejército empezó a entrenarse con estos equipos, uno de los chicos empezó a imitar a Adam Sandler, ya sabe, en la peli El aguador, era lo mismo, salvo que ellos repartían munición. A los oficiales no les hacía mucha gracia el mote, pero a los equipos de recarga les encantaba. Los Sandlers eran nuestros salvavidas, estaban coordinados como un puto ballet. No creo que a nadie le faltase una bala en todo el día y la noche.
¿La noche?
No dejaban de llegar, un enjambre en cadena de los buenos.
¿Eso es un ataque a gran escala?
Más que eso: si un eme te ve y va detrás de ti, gime. A un kilómetro de allí, otro eme oye el gemido, lo sigue y gime, y eso lo oye otro, un kilómetro más allá, y después otro. Tío, si la zona está lo bastante llena, si no se rompe la cadena, vete a saber desde qué distancia pueden llegar. Y eso si es de uno en uno; si calculas diez por kilómetro, o cien, o mil…
Empezaron a amontonarse, formando una empalizada artificial en la primera marca, una cresta de cadáveres que aumentaba de altura con cada minuto que pasaba. Estábamos construyendo una fortificación de zombis, creando una situación en la que sólo teníamos que disparar a las cabezas que se asomasen por encima. Los jefazos lo tenían planeado: habían preparado un cacharro periscópico que permitía a los oficiales ver por encima del muro.[81] Además, recibían imágenes en tiempo real de los satélites y aviones teledirigidos de reconocimiento, aunque nosotros, los soldados rasos, no teníamos ni idea de qué estaban viendo. Land Warrior había desaparecido, por el momento, así que nos limitábamos a concentrarnos en lo que teníamos delante.
Empezamos a recibir contactos por todos los frentes, zetas que rodeaban el muro, que se acercaban por los flancos o incluso por detrás. Los jefes también lo tenían pensado y ordenaron que formásemos un cuadrado.
Un cuadrado de refuerzo.
O un «Raj-Singh», supongo que en homenaje al tipo que se lo inventó. Formamos un cuadrado apretado, manteniendo las dos filas, con los vehículos y demás en el centro. Era una apuesta arriesgada, porque nos dejaba aislados. Es decir, sí, el único motivo por el que no había funcionado en la India era que se habían quedado sin munición, pero no teníamos ninguna garantía de que no sucediese de nuevo. ¿Y si los jefazos la habían cagado? ¿Y si no habían preparado suficientes balas o habían subestimado lo fuertes que podían ser los zetas aquel día? Podíamos estar en otro Yonkers; o peor, porque de allí no saldría nadie vivo.
Pero sí que tuvisteis munición suficiente.
De sobra. Los vehículos estaban llenos hasta el techo. Teníamos agua y teníamos gente de reemplazo. Si necesitabas descansar cinco minutos, levantabas el arma, y uno de los Sandlers ocupaba tu puesto en la línea de fuego; mientras, podías darle un bocado a las Raciones I[82], echarte agua en la cara, estirarte y cambiarle el agua al canario. Nadie pedía tiempo muerto, pero teníamos unos equipos K.O.[83], loqueros de combate que examinaban el rendimiento de los soldados. Llevaban con nosotros desde los primeros días en las montañas, conocían caras y nombres, y sabían, no me preguntes cómo, cuándo la tensión de la batalla empezaba a afectar a nuestro rendimiento. Nosotros no nos dábamos cuenta, por lo menos, yo no. A veces fallaba un tiro o tardaba medio segundo en disparar, en vez de un segundo completo; de repente, alguien me daba en el hombro y entonces sabía que tenía que parar cinco minutos. Funcionaba. Antes de darme cuenta, estaba de vuelta en la línea con la vejiga vacía, el estómago satisfecho, más tranquilo y con menos tirones. Suponía una enorme diferencia, y el que crea que podría haber aguantado sin eso debería intentar acertar en el centro de una diana móvil cada segundo durante quince horas.
¿Y la noche?
Utilizábamos reflectores en los vehículos, unos focos potentes y cubiertos de rojo para que no nos estropeasen la visión nocturna. Lo único que resultaba espeluznante cuando luchabas de noche, aparte de que las luces fuesen rojas, era el brillo que emitía la bala cuando se introducía en la cabeza. Por eso las llamábamos cerezas, porque, si el compuesto químico de la bala no se había mezclado bien, ardía tanto que les iluminaba los ojos de rojo. Era una cura segura para el estreñimiento, sobre todo más adelante, las noches que te tocaba guardia, cuando uno se te acercaba en la oscuridad. Esos ojos rojos brillantes, inmóviles durante un segundo antes de caer… [Se estremece.]
¿Cómo supisteis que se había acabado la batalla?
¿Porque dejamos de disparar? [Se ríe.] No, la verdad es que es una buena pregunta. Más o menos a las cuatro de la mañana, la cosa empezó a tranquilizarse. Ya no asomaban tantas cabezas, el gemido agonizaba. Los oficiales no nos dijeron que el ataque estaba terminando, pero los veíamos mirando por los periscopios y hablando por la radio, y su expresión de alivio resultaba evidente. Creo que el último disparo fue justo antes del alba. Después de eso, nos limitamos a esperar a que amaneciese.
Daba un poco de miedo ver el sol salir por encima de aquella torre de cadáveres que nos rodeaba. Estábamos completamente encerrados, con pilas de al menos seis metros de alto y más de treinta metros de ancho por todas partes. No sé bien a cuántos matamos aquel día, porque las estadísticas dependen de quién te las dé.
Los Humvees equipados con palas tuvieron que abrir un camino entre los cuerpos para que pudiésemos salir. Todavía quedaban algunos vivos, los más lentos que llegaron tarde a la fiesta o que habían intentado trepar sobre sus amigos muertos, para caer de nuevo en el montón. Cuando empezamos a enterrar los cadáveres, salieron dando bandazos; fue el único momento en que el señor Lobo entró en acción.
Al menos no tuvimos que quedarnos para la limpieza, porque había otra unidad esperando en la reserva para eso. Supongo que los jefazos consideraron que ya habíamos hecho bastante por un día. Marchamos dieciséis kilómetros hacia el este, y montamos un vivac con torres de vigilancia y paredes de Concertainer[84]. Estaba hecho polvo, no recuerdo la ducha química, ni entregar mi equipo para la desinfección, ni entregar mi arma para la inspección: no se había encasquillado ni una vez, y lo mismo le había pasado al resto de la unidad. Ni siquiera recuerdo meterme en el saco.
Nos dejaron dormir todo lo que quisimos, lo que fue genial. Al final me despertaron las voces; todos estaban parloteando, riendo, contándose historias. Se notaba un rollo distinto, un giro de ciento ochenta grados con respecto a hacía dos días. Sabía que nuestra campaña por Estados Unidos acababa de empezar, pero, bueno, como dijo el presi después de aquella primera noche, ya estábamos en el principio del fin.