A bordo del Mauro Altieri, a mil metros de altura sobre Vaalajarvi (Finlandia)

[Estoy al lado del general D’Ambrosia en el CIC, el Centro de Información de Combate, dentro de la respuesta europea al enorme dirigible de mando y control estadounidense D-29. La tripulación trabaja en silencio en sus relucientes monitores. De vez en cuando, uno de ellos habla por sus cascos, una contestación rápida en francés, alemán, español o italiano. El general está apoyado en la pantalla cartográfica, observando toda la operación desde lo más parecido al ojo de Dios.]

«Atacar». Cuando oí por primera vez la palabra, mi primera reacción fue decir: «Mierda». ¿Le sorprende?

[Antes de que pueda responder…]

Seguro que sí. Probablemente suponía que los jefazos estábamos dando brincos de impaciencia, con el ansia de sangre y las agallas que nos caracterizan, toda esa mierda de «vamos a cogerlos por el cuello mientras les pateamos el culo».

[Sacude la cabeza.] No sé quién se inventó el estereotipo de oficial al estilo entrenador de fútbol de instituto, duro y con pocas luces. Puede que fuese Hollywood o la prensa civil, o quizá lo hicimos nosotros mismos al permitir que esos payasos insípidos y egocéntricos (los MacArthur, Halsey y Curtís E. LeMay) definieran nuestra imagen para el resto del país. La cuestión es que ésa es la imagen de los que llevamos uniforme, y nada más lejos de la realidad. Me moría de miedo cuando pensaba en que las fuerzas armadas iban a pasar a la ofensiva, sobre todo porque no era mi culo lo que estaba en juego: yo sólo enviaría a otros a morir, y ellos tenían que enfrentarse a esto.

[Se vuelve hacia otra pantalla, en la pared opuesta, le hace un gesto con la cabeza a un operador, y la imagen se disuelve para mostrar un mapa de los Estados Unidos continentales en tiempo de guerra.]

Doscientos millones de zombis.[72] ¿Acaso alguien es capaz de visualizar ese número, por no hablar ya de combatirlo? Al menos esta vez sabíamos contra qué luchábamos, aunque, después de toda la experiencia, todos los datos reunidos sobre su origen, su fisiología, sus puntos fuertes y débiles, sus motivos y su mentalidad, seguíamos teniendo unas perspectivas poco halagüeñas.

El libro de la guerra, el que llevamos escribiendo desde que un mono le pegó una bofetada a otro, no servía para nada en aquella situación; teníamos que escribir uno nuevo desde cero.

Todos los ejércitos, ya sean mecanizados o tipo guerrilla de montaña, tienen que atenerse a tres restricciones básicas: calor, alimento y guía. Calor: necesitas cuerpos calientes, si no, no tienes ejército; alimento: una vez tienes ese ejército, hay que abastecerlo; y guía: por muy descentralizada que esté la fuerza de ataque, debe haber alguien entre sus miembros que tenga la autoridad necesaria para decir: «Seguidme». Calor, alimento y guía; y los muertos vivientes no tenían ninguna de esas tres limitaciones.

¿Ha leído Sin novedad en el frente? Remarque dibuja un retrato muy vivido de cómo Alemania se quedó «vacía»; es decir, que, hacia el final de la guerra, simplemente se estaban quedando sin soldados. Aunque emborrones los números, y envíes a ancianos y niños, al final llegarás a tu techo…, a no ser que cada vez que mates a un enemigo, ese enemigo vuelva a la vida de tu lado. Así funcionaban los zetas, ¡aumentaban sus filas al acabar con las nuestras! Y sólo funcionaba en esa dirección: si infectas a un humano, se convierte en zombi; si matas a un zombi, se convierte en un cadáver. Nosotros sólo podíamos debilitarnos, mientras que ellos podían fortalecerse.

Todos los ejércitos humanos necesitan suministros, pero aquel ejército no; ni comida, ni munición, ni combustible, ¡ni siquiera agua para beber y aire para respirar! No había líneas logísticas que cortar, ni almacenes que destruir. No podíamos rodearlos y dejarlos morir de hambre, ni dejarlos pudrirse en el árbol. Si encerrabas a cien zombis en una habitación y volvías tres años después, seguían siendo igual de mortíferos.

Resulta irónico que la única forma de matar a un zeta sea destruirle el cerebro, porque, como grupo, no tienen nada parecido a un cerebro colectivo. No había liderazgo, ni cadena de mando, ni comunicaciones, ni cooperación de ningún tipo. No tenían un presidente al que asesinar, ni un cuartel general blindado que poder destruir con precisión quirúrgica. Cada zombi era una unidad autónoma y automatizada, y esa última ventaja era lo que de verdad resumía todo el conflicto.

Habrá escuchado la expresión «guerra total»; es bastante común en la historia humana: cada generación, más o menos, surge algún saco de mierda que suelta que su gente ha declarado la «guerra total» a un enemigo, lo que significa que todos los hombres, mujeres y niños de su país dedican cada segundo de sus vidas a conseguir la victoria. Eso es una chorrada por dos razones elementales. La primera: que ningún país o grupo está siempre dedicado a la guerra al cien por cien, porque no es físicamente posible; puedes tener un alto porcentaje de gente trabajando duro durante determinado tiempo, pero ¿toda la gente, todo el tiempo? ¿Y los que fingen enfermedades o los objetores de conciencia? ¿Qué me dice de los enfermos, los heridos, los ancianos y los bebés? ¿Qué pasa cuando estás durmiendo, comiendo, dándote una ducha o cagando? ¿Acaso es una cagada en pro de la victoria? Es la primera razón por la que una guerra total resulta imposible para los humanos. La segunda es que todas las naciones tienen sus límites. Puede que haya individuos en ellas que estén dispuestos a sacrificar sus vidas y puede que se trate de una gran parte de la población; sin embargo, esa población en su conjunto alcanzará en algún momento su límite emocional y físico. Los japoneses lo alcanzaron después de un par de bombas atómicas estadounidenses. Los vietnamitas podrían haberlo alcanzado de haberles soltado un par de bombas más, pero, gracias a Dios, nuestro espíritu se quebró antes de llegar a ese punto.[73] Ésa es la naturaleza de la guerra humana: dos lados que se empujan hasta que uno sobrepasa su límite de resistencia; por mucho que nos guste hablar de guerra total, ese límite siempre está ahí…, a no ser que seas un muerto viviente.

Por primera vez en la historia, nos enfrentábamos a un enemigo que de verdad libraba una guerra total: no tenía límite de resistencia; no negociaba nunca; no se rendía nunca; lucharía hasta el fin porque, a diferencia de nosotros, todos ellos estaban dedicados cada segundo del día a consumir la vida de la Tierra. Ése era el enemigo que nos esperaba más allá de las Rocosas; ésa era la guerra en la que teníamos que luchar.