[Aunque la capital oficial vuelve a ser Santiago, esta antigua base de refugiados continúa siendo el centro económico y cultural del país. La casa de la playa de la Península de Lacuy es el hogar de Ernesto Olguin, aunque sus deberes como capitán de barco mercante lo mantienen en el mar casi todo el año.]
Los libros de historia lo llaman «Conferencia de Honolulú», pero, en realidad, debería llamarse «Conferencia de Saratoga», porque eso fue lo único que pudimos ver los allí reunidos. Pasamos catorce días entre compartimentos abarrotados y pasillos húmedos y mal ventilados. El USS Saratoga: primero portaaviones, después cascarón clausurado, más tarde barcaza de transporte de evacuados y, finalmente, cuartel general flotante de las Naciones Unidas.
Tampoco tendría que llamarse conferencia. Si acaso, fue más bien una encerrona; se suponía que íbamos a intercambiar tácticas bélicas y tecnología. Todos estaban deseando ver el método británico de autopistas fortificadas, que era casi tan emocionante como la demostración en directo de Mkunga Lalem[71]. También se suponía que intentaríamos volver a introducir algunas leyes de comercio internacional. Ésa en concreto era mi labor: integrar los restos de nuestra armada en la nueva estructura de convoyes internacionales. En realidad, no estaba muy seguro de qué debía esperar de mi estancia en el Supersara, ni creo que nadie se imaginase lo que sucedió de verdad.
El primer día de la conferencia, nos reunimos para las presentaciones. Yo tenía calor, estaba cansado y deseaba de corazón que pudiésemos empezar sin tener que pasar por los interminables discursos; entonces, el embajador estadounidense se levantó y el mundo entero se paró en seco.
Dijo que había llegado el momento de pasar al ataque, de salir todos de nuestras líneas defensivas y empezar a recuperar el territorio infestado. Al principio creí que se refería tan sólo a operaciones aisladas: asegurar más islas habitables o, quizá, reabrir las zonas del Canal de Suez/Panamá. Mis suposiciones no duraron mucho, porque aquel hombre dejó muy claro que no se trataría de una serie de incursiones tácticas menores, sino que los Estados Unidos pretendían estar permanentemente a la ofensiva, avanzar todos los días hasta que, según dijo él: «Cada rastro de los monstruos en la Tierra fuese limpiado, purgado y, en caso necesario, volado en pedazos». A lo mejor pensó que fusilar las palabras de Churchill serviría para establecer algún tipo de vínculo emocional, pero no fue así. Todo lo contrario: la habitación estalló en una serie de discusiones espontáneas.
Un lado preguntaba por qué demonios teníamos que arriesgar más vidas y sufrir aún más muertes innecesarias cuando podíamos permanecer quietos y seguros, esperando a que nuestro enemigo se pudriese. ¿Acaso no estaba pasando ya? ¿No era cierto que los primeros casos empezaban a mostrar signos de descomposición avanzada? El tiempo estaba de nuestro lado, no del suyo. ¿Por qué no dejar que la naturaleza nos hiciese el trabajo?
El otro lado contraatacaba diciendo que no todos los muertos vivientes se pudrían. ¿Qué pasaba con los últimos casos, los que seguían estando fuertes y sanos? Sólo hacía falta uno de ellos para dar comienzo de nuevo a la plaga. ¿Y qué pasaba con los que merodeaban por los países que estaban sobre la cota de nieve? ¿Cuánto tiempo tendríamos que esperar a que desaparecieran? ¿Décadas? ¿Siglos? ¿Tendrían los refugiados de aquellos países la oportunidad de volver a casa alguna vez?
Y ahí se puso fea la cosa. Muchos de los países más fríos pertenecían a lo que se solía llamar el Primer Mundo. Uno de los delegados de uno de los antiguos países «en desarrollo» sugirió, bastante airado, que quizá era su justo castigo por violar y saquear a las «naciones explotadas del sur», que quizá, al mantener a la «hegemonía blanca» distraída con sus problemas, la invasión zombi podría permitir al resto del mundo desarrollarse «sin la intervención imperialista». Pensaba que quizá los muertos habían aportado algo más que devastación, que, a lo mejor, al final, significarían un futuro justo. En fin, mi gente siente poca simpatía por los gringos del norte y mi familia sufrió lo bastante bajo el régimen de Pinochet para convertir ese rencor en algo personal, pero llega un momento en que las emociones particulares no deben pasar por alto los hechos objetivos. ¿Cómo podía haber una «hegemonía blanca» cuando las economías más dinámicas del periodo anterior a la guerra eran las de China y la India, y, durante la guerra, la economía más pujante, sin lugar a dudas, era la de Cuba? ¿Cómo podía decir que los países fríos eran un problema del norte, cuando había tanta gente que apenas lograba sobrevivir en el Himalaya o en los Andes, en mi propio país? No, aquel hombre y los que estaban de acuerdo con él no hablaban de justicia para el futuro, sino de venganza por el pasado.
[Suspira.] Después de todo lo que habíamos pasado, seguíamos metiendo la cabeza en un hoyo y lanzándonos al cuello de los demás.
Estaba de pie junto a la delegada rusa, intentando evitar que se subiese al asiento, cuando oí otra voz estadounidense: era su presidente. El hombre no gritó, no intentó restaurar el orden; simplemente siguió hablando en ese tono tranquilo y firme que no creo haberle oído a ningún otro líder mundial. Incluso agradeció a sus «colegas delegados» las «valiosas opiniones» y reconoció que, desde un punto de vista meramente militar, no había razón para «tentar a la suerte». Habíamos luchado contra los muertos hasta quedar en tablas y, al final, quizá las generaciones futuras lograsen volver a habitar el planeta con poco o ningún peligro físico. Sí, nuestras estrategias de defensa habían salvado a la raza humana, pero ¿qué pasaba con el espíritu humano?
Los muertos vivientes nos habían quitado algo más que tierra y seres queridos; nos habían robado la confianza como forma de vida predominante del planeta. Éramos una especie destrozada y hundida, llevada hasta el borde de la extinción, agradecida por tener un mañana en el que hubiese un poco menos de sufrimiento. ¿Era aquél el legado que queríamos dejarle a nuestros hijos? ¿Un grado de ansiedad y duda nunca visto desde que nuestros ancestros simios se escondieron en los árboles más altos? ¿Qué clase de mundo iban a reconstruir? ¿Reconstruirían algo? ¿Podían seguir progresando, sabiendo que no habían podido hacer nada para reclamar su futuro? ¿Y si en ese futuro se producía otra plaga de zombis? ¿Estarían nuestros descendientes listos para la batalla o se limitarían a rendirse rápidamente y aceptar lo que para ellos sería una extinción inevitable? Sólo por esa razón, teníamos que reclamar el planeta. Teníamos que demostrarnos que podíamos hacerlo, y que aquella prueba fuese el mayor monumento de la guerra. El largo y duro camino de vuelta a la humanidad o el hastío regresivo de los que fueran los primates más orgullosos de la Tierra. Ésa era la decisión, y teníamos que tomarla allí mismo.
Era algo típicamente yanqui: intentar atrapar las estrellas cuando todavía estaban metidos en el barro. Supongo que, de ser una peli gringa, habría algún idiota que se levantase y aplaudiese, después se le unirían los otros y veríamos que alguien derramaba una lágrima o alguna mierda por el estilo. Lo cierto es que todos guardaron silencio; nadie se movió. El presidente anunció que nos retiraríamos para considerar la propuesta durante el resto de la tarde y después reunirnos al anochecer para una votación general.
Como agregado naval, no se me permitía participar con mi voto; mientras el embajador decidía el futuro de nuestro amado Chile, yo sólo podía disfrutar de la puesta de sol del Pacífico. Me senté en la cubierta de vuelo, entre los molinos de viento y las placas solares, para matar el rato con mis homólogos de Francia y Sudáfrica. Intentamos no hablar del trabajo y encontrar algún tema común que tuviese que ver lo menos posible con la guerra. Creíamos estar a salvo con el vino, pero, por pura coincidencia, los tres habíamos vivido o trabajado en un viñedo, o teníamos algún familiar relacionado con uno: Aconcagua, Stellenboch y Burdeos. Aquellos eran nuestros nexos de unión y, como todo lo demás, nos conducían directamente a la guerra.
Aconcagua estaba destruida, se había quemado hasta los cimientos durante los desastrosos experimentos del país con napalm. Stellenboch se dedicaba a cultivos de primera necesidad; las uvas se consideraban un lujo cuando la población se moría de hambre. Burdeos estaba invadido, los muertos pisoteaban su tierra, como ocurría en casi toda la Francia continental. El comandante Emile Renard tenía un optimismo morboso: «¿Quién sabe lo que harán los nutrientes de los cadáveres en la tierra? —decía—. Quizá mejoren el sabor cuando volvamos a tomar Burdeos, si es que lo volvemos a tomar». Cuando el sol comenzó a ponerse, Renard sacó algo de su mochila, una botella de Chateau Latour, cosecha de 1964. No nos lo podíamos creer; el sesenta y cuatro había sido una cosecha excepcional, ya que, por cosas del azar, el viñedo había tenido una cosecha abundante aquella temporada y se había decidido recolectar las uvas a finales de agosto, en vez de a principios de septiembre. Aquel septiembre quedó marcado por unas lluvias tempranas y devastadoras que inundaron los otros viñedos y elevaron el Chateau Latour a un nivel semejante al del Santo Grial. La botella que Renard tenía en la mano podría ser la última de su clase, el símbolo perfecto de un mundo que quizá no volveríamos a ver. Era el único objeto personal que había conseguido salvar durante la evacuación y lo llevaba a todas partes; planeaba guardarlo para… siempre, seguramente, ya que daba la impresión de que no volvería a hacerse vino de ningún tipo. Pero, en aquel momento, después del discurso del presidente yanqui…
[Se humedece los labios de manera inconsciente, saboreando el recuerdo.]
No le había sentado bien el viaje, y las tazas de plástico no ayudaban. Sin embargo, no nos importó; saboreamos cada trago.
¿Estaba seguro del resultado de la votación?
No de que fuese unánime, y en eso tuve razón: diecisiete votos negativos y treinta y una abstenciones. Los que votaron en contra estaban dispuestos, al menos, a sufrir las consecuencias a largo plazo de su decisión…, y lo hicieron. Si se piensa que la nueva ONU sólo tenía setenta y dos delegados, el apoyo fue bastante escaso. A mí no me importaba, ni tampoco a los otros dos sumilleres aficionados; para nosotros, nuestros países y nuestros hijos, la decisión estaba tomada: atacar.