Monumento a los Patriotas (La Ciudad Prohibida, China)

[Sospecho que el almirante Xu Zhicai ha escogido este sitio en concreto con la vaga esperanza de que hubiese un fotógrafo. Aunque, desde la guerra, a nadie se le ha ocurrido cuestionar ni su patriotismo ni el de su tripulación, no quiere correr riesgos ante los ojos de los «lectores extranjeros». Al principio se muestra a la defensiva, y sólo consiente la entrevista con la condición de que escuche de manera objetiva su versión de la historia, una exigencia a la que se aferra incluso después de explicarle que no existe ninguna otra versión.]

[Nota: Por razones de claridad, se han sustituido las designaciones navales chinas auténticas por unas más generales.]

No éramos traidores. Lo digo antes de seguir hablando. Amábamos a nuestro país, amábamos a nuestra gente y, aunque puede que no amáramos a los que nos gobernaban, éramos completamente leales a nuestros líderes.

De no haber sido la situación tan desesperada, nunca se nos habría ocurrido hacer lo que hicimos. Cuando el capitán Chen comentó por primera vez su propuesta, ya estábamos al borde del abismo; había muertos en todas las ciudades y aldeas. En los nueve millones y medio de kilómetros cuadrados del país, no quedaba ni un centímetro de paz.

Los cabrones arrogantes del ejército insistían en que tenían el problema bajo control, que todos los días eran el momento decisivo y que, cuando llegase la nieve, tendrían pacificado todo el país. Típica mentalidad del ejército: exceso de agresividad y exceso de confianza. Sólo necesitaban un grupo de hombres o de mujeres, ropa a juego, unas cuantas horas de entrenamiento, algo que pareciese un arma, y ya tenían un ejército; no el mejor del mundo, pero un ejército.

Eso no puede pasar en ninguna armada. Hace falta una cantidad considerable de energía y materiales para crear un barco, cualquier tipo de barco. El ejército puede sustituir su carne de cañón en pocas horas, mientras, para nosotros, podía ser cuestión de años. Eso hace que, normalmente, seamos más pragmáticos que nuestros compatriotas de verde. Examinamos las situaciones con un poco más de…, no quiero llamarlo precaución, aunque quizá sí con unas estrategias más conservadoras. Retirarse, reunirse y racionar los recursos. Es la misma filosofía del Plan Redeker, salvo que, por supuesto, el ejército no quiso escucharnos.

¿Rechazaron el Plan Redeker?

Sin tan siquiera tenerlo en cuenta o debatirlo. ¿Cómo iba a perder el ejército? Con sus vastas reservas de armamento convencional, con su pozo sin fondo de recursos humanos… Un pozo sin fondo, qué ocurrencia. ¿Sabe por qué tuvimos aquella explosión demográfica en los cincuenta? Porque Mao creía que era la única forma de ganar una guerra nuclear. Es la verdad, nada de propaganda: todos sabían que, cuando por fin se asentase el polvo atómico, sólo unos cuantos miles de estadounidenses o soviéticos sobrevivirían, de modo que nuestras decenas de millones de chinos los aplastarían. Números, ésa era la filosofía de la generación de mis abuelos, y ésa era la estrategia que el ejército adoptó a toda prisa en cuanto nuestras tropas experimentadas y profesionales fueron devoradas en las primeras etapas de la epidemia. Aquellos generales, viejos criminales enfermos y retorcidos, se sentaban a salvo en sus refugios y enviaban una oleada tras otra de reclutas adolescentes a la batalla. ¿Es que ni siquiera se les ocurrió pensar que cada soldado muerto era un zombi vivo? ¿No se daban cuenta de que, en vez de ahogarlos en un pozo sin fondo, éramos nosotros los que nos ahogábamos? ¿Que, por primera vez en la historia, la nación más poblada de la Tierra estaba en peligro de verse superada en número de manera catastrófica?

Eso fue lo que empujó al capitán Chen. Sabía qué pasaría si la guerra seguía su curso y cuáles eran nuestras posibilidades de sobrevivir. De haber creído que había esperanza, habría cogido un fusil para lanzarse sobre los muertos vivientes. Estaba convencido de que pronto no quedarían chinos vivos y que, quizá, al final, no quedaría gente viva en ninguna parte. Por eso informó sobre sus intenciones a sus oficiales de alto rango y afirmó que podíamos ser la única posibilidad de conservar parte de nuestra civilización.

¿Aceptó su propuesta?

Al principio no me lo creía; ¿escapar en el barco, en nuestro submarino nuclear? No era sólo deserción, escabullirse en plena noche para salvar nuestros miserables pellejos, sino robar uno de los bienes más valiosos de nuestra patria. El Almirante Zheng He era uno de los tres submarinos con misiles balísticos y el más nuevo de los que los occidentales llamaban el Tipo 94. Era el hijo de cuatro padres: la ayuda rusa, la tecnología del mercado negro, los frutos del espionaje antiamericano y, por supuesto, la culminación de casi cinco mil años de historia China. Era la máquina más cara, avanzada y poderosa que había construido nuestra nación. Robarla sin más, como si fuese un bote salvavidas del hundimiento de China, era algo inconcebible. Sólo la fuerte personalidad del capitán Chen, su patriotismo profundo y fanático, logró convencernos de que era la única alternativa.

¿Cuánto tardaron en prepararlo?

Tres meses de infierno. Qingdao, nuestro puerto, estaba en un continuo estado de asedio. Cada vez llamaban a más unidades del ejército para mantener el orden, y las unidades cada vez estaban peor entrenadas, peor equipadas y eran más jóvenes o más mayores. Algunos de los capitanes de los barcos de superficie tuvieron que donar la tripulación «prescindible» para reforzar las defensas de la base. Atacaban nuestro perímetro casi todos los días y, mientras pasaba todo eso, teníamos que prepararnos y reunir provisiones para salir al mar. Se suponía que era una patrulla rutinaria, así que teníamos que meter a escondidas tanto suministros de emergencia como familiares.

¿Familiares?

Oh, sí, era la piedra angular del plan: el capitán Chen sabía que la tripulación no dejaría el puerto si sus familias no iban con ellos.

¿Cómo lo consiguieron?

¿Encontrarlos o subirlos a bordo?

Las dos cosas.

Encontrarlos fue difícil. La mayoría de nosotros tenía familiares repartidos por todo el país. Hicimos lo que pudimos por comunicarnos con ellos, por hacer funcionar una línea telefónica o enviarles una nota con una unidad del ejército que se dirigiese hacia allí. El mensaje siempre era el mismo: íbamos a salir pronto de patrulla y se requería su presencia en la ceremonia. A veces intentábamos que fuese algo más urgente, como si alguien se estuviese muriendo y necesitase verlos. No podíamos hacer más; nadie tenía permiso para ir en persona a por ellos, porque era demasiado arriesgado. No teníamos varias tripulaciones, como los estadounidenses en sus barcos lanzamisiles, así que, una vez en el mar, echaríamos en falta a cada marinero perdido. Me daban pena mis compañeros, la angustia de su espera; yo tenía suerte de que mi mujer y mis hijas…

¿Hijas? Creía que…

¿Que sólo se nos permitía tener uno? Esa ley se modificó años antes de la guerra, una solución práctica al problema que suponía una nación desequilibrada, habitada sólo por hijos únicos varones. Yo tenía gemelas, y era afortunado, porque mi mujer y mis hijas ya estaban en la base cuando empezaron los problemas.

¿Y el capitán? ¿Tenía familia?

Su esposa lo había abandonado a principios de los ochenta. Había sido un gran escándalo en aquellos días; todavía me asombra cómo consiguió salvar su carrera y criar a su hijo.

¿Tenía un hijo? ¿Se unió a ustedes?

[Xu evita la pregunta.]

Lo peor para muchos era la espera, saber que, aunque consiguieran llegar a Qingdao, era muy probable que nosotros ya hubiésemos partido. Imagínese el sentimiento de culpa: le pides a tu familia que vaya a verte, puede que arriesgando la seguridad relativa de su escondite, y, al llegar, se encuentra abandonada en el muelle.

¿Aparecieron muchos familiares?

Más de los que nos imaginábamos. Los metimos a escondidas en el submarino por la noche, vestidos de uniforme.

A algunos, los niños y los ancianos, los llevábamos dentro de cajas de suministros.

¿Sabían las familias qué estaba pasando? ¿Lo que ustedes pretendían hacer?

Creo que no. Todos los miembros de nuestra tripulación tenían órdenes estrictas de guardar silencio. Si el Ministerio de Seguridad del Estado tenía la más ligera sospecha de lo que tramábamos, los muertos vivientes habrían sido el menor de nuestros problemas. Ese secretismo también nos obligó a partir siguiendo nuestro programa de patrullas rutinarias. El capitán Chen deseaba con todas sus fuerzas esperar a los rezagados, a los familiares que podían estar a tan sólo unos días o unas horas de distancia. Sin embargo, sabía que eso habría puesto en peligro todo y, de mala gana, dio la orden de partir. Intentó ocultar sus sentimientos y creo que lo consiguió delante de la mayoría, pero yo se lo veía en los ojos, en los que se reflejaban los incendios cada vez más lejanos de Qingdao.

¿Adonde se dirigían?

Primero al sector de patrulla asignado, sólo para que, al principio, todo pareciese normal. Después de eso, nadie lo sabía.

Era imposible buscar un nuevo hogar, al menos de momento. Por aquel entonces, la plaga se había extendido por todos los rincones del planeta. No quedaba ningún país neutral que pudiera garantizarnos la seguridad, daba igual lo lejos que se encontrase.

¿Y pasar a nuestro lado, a los Estados Unidos, o a otro país occidental?

[Me lanza una mirada dura y fría.]

¿Lo habría hecho usted? El Zheng llevaba dieciséis misiles balísticos JL-2; todos excepto uno estaban preparados con cuatro ojivas de reentrada múltiple, con una potencia de noventa kilotones. Eso lo ponía a la misma altura de uno de los países más fuertes del mundo, lo bastante para asesinar ciudades enteras con sólo girar una llave. ¿Entregaría usted ese poder a otro país, al único país que, hasta aquel momento, había utilizado armas nucleares en un acto de guerra? Le repetiré por última vez que no éramos traidores. No importa que nuestros líderes pudieran haber sido unos criminales dementes: nosotros seguíamos siendo marineros chinos.

Así que estaban solos.

Por completo. Sin hogar, sin amigos, sin ningún puerto seguro para refugiarnos de la tormenta. El Almirante Zheng He era nuestro universo: cielo, tierra, sol y luna.

Tuvo que ser muy difícil.

Los primeros meses se pasaron como si fuesen una patrulla normal. Los submarinos lanzamisiles están diseñados para esconderse, y eso hicimos, nos sumergimos en las profundidades y guardamos silencio. No sabíamos con certeza si nuestros otros submarinos de combate nos buscaban, aunque era bastante probable que el gobierno tuviese otras cosas en qué pensar. En cualquier caso, hacíamos simulacros normales de combate y entrenamos a los civiles en el arte de la disciplina del silencio. El jefe de la tripulación insonorizó el comedor para que pudiese funcionar tanto de colegio como de zona de juegos para los niños. Los niños, sobre todo los más pequeños, no tenían ni idea de qué pasaba. Muchos habían llegado a cruzar áreas infestadas con su familia, y algunos habían escapado con vida a duras penas. Sólo sabían que los monstruos habían desaparecido y que sólo surgían de vez en cuando en sus pesadillas. Estaban a salvo, y eso era lo único importante. Supongo que así nos sentíamos todos durante los primeros meses: estábamos vivos, estábamos juntos, estábamos a salvo. Teniendo en cuenta lo que pasaba en el resto del planeta, ¿qué más se podía pedir?

¿Tenían alguna forma de monitorizar la crisis?

Al principio, no. Nuestro objetivo era resistir, evitar las rutas marítimas comerciales y los sectores de patrulla de los submarinos…, tanto los nuestros como los occidentales. Eso sí, especulábamos mucho: ¿hasta dónde se habría propagado? ¿Qué países estaban más afectados? ¿Habría empleado alguien la solución nuclear? De ser así, era el fin para todos nosotros. En un planeta irradiado, los muertos vivientes podrían llegar a ser los únicos seres «vivos». No estábamos seguros de qué harían las altas dosis de radiación en el cerebro de un zombi: ¿Lo mataría llenando la materia gris de múltiples tumores en expansión? Eso pasaría con un cerebro humano normal, pero, como los muertos vivientes contradecían todas las demás leyes de la naturaleza, ¿por qué iba aquello a ser distinto? Algunas noches, en la sala de oficiales, hablando en susurros sobre nuestro té, nos imaginábamos a unos zombis tan rápidos como guepardos y tan ágiles como monos, unos zombis con cerebros mutados que crecían, palpitaban y estallaban dentro de los confines de sus cráneos. El capitán de corbeta Song, nuestro oficial de reactores, había subido a bordo sus acuarelas y había pintado con ellas el paisaje de una ciudad en ruinas.

Intentó decir que no era ninguna ciudad en concreto, aunque todos reconocimos los restos retorcidos del horizonte de Pudong. Song había crecido en Shanghai. El perfil roto brillaba con un tono magenta apagado sobre el cielo negro del invierno nuclear. Una lluvia de cenizas salpicaba las islas de escombros que surgían de lagos de cristal fundido, y un río cruzaba el centro de aquel fondo apocalíptico, una serpiente marrón verdoso que se erguía hasta convertirse en una cabeza de mil cuerpos entrelazados: piel agrietada, cerebros expuestos, carne que caía de unos brazos huesudos que salían de bocas abiertas y caras de relucientes ojos rojos. No sé cuándo empezó su proyecto el capitán Song, sólo que se lo enseñó en secreto a unos cuantos de nosotros después de nuestro tercer mes en el mar. Nunca pretendió que Cheng lo supiera, no era tan tonto; sin embargo, alguien debió contárselo, y el viejo lo frenó en seco.

Song recibió órdenes de pintar algo alegre encima de su cuadro, una puesta de sol veraniega sobre el lago Dian. Después pintó otros murales «positivos» en cualquier trocito vacío de mamparo. El capitán Chen también ordenó que cesaran las especulaciones fuera de las horas de servicio, porque eran «perjudiciales para la moral de la tripulación». En cualquier caso, creo que eso lo empujó a reestablecer algún tipo de contacto con el mundo exterior.

¿Se refiere a comunicación activa o a vigilancia pasiva?

A lo último. Sabía que el cuadro de Song y nuestras conversaciones apocalípticas eran producto del aislamiento a largo plazo. La única forma de sofocar los «pensamientos peligrosos» era sustituir la especulación por los hechos puros y duros. Llevábamos casi cien días con sus noches de apagón total, y necesitábamos saber qué estaba pasando, aunque fuese algo tan oscuro y desesperado como el cuadro de Song.

Hasta aquel momento, nuestro oficial de sónar y su equipo eran los únicos que sabían qué pasaba más allá del casco del submarino. Aquellos hombres escuchaban el mar: las corrientes; la «biología», como los peces y las ballenas; y el ruido distante de los propulsores más cercanos. Antes he dicho que nuestro rumbo nos había llevado hasta los huecos más remotos de los océanos del mundo. Habíamos escogido zonas en las que normalmente no se detectaría ningún barco. Sin embargo, en los meses anteriores, el equipo de Liu había estado recogiendo un número cada vez mayor de contactos aleatorios; había miles de barcos en la superficie, muchos de ellos con firmas que no encontrábamos en el archivo de nuestro ordenador.

El capitán ordenó subir a altura de periscopio. Se elevó la antena de medidas electrónicas de apoyo, y nos vimos inundados de cientos de firmas de radar; la antena de radio sufrió un diluvio similar. Finalmente, los periscopios, tanto el de exploración como el de ataque principal, salieron a la superficie. No es como se ve en las películas, un hombre que baja unas asas y mira por un ocular telescópico. Estos periscopios no penetran el casco interno, y cada uno tiene una videocámara que envía la señal a varios monitores de la embarcación. No podíamos creernos lo que veíamos: era como si la humanidad se echase al mar con todas sus posesiones. Divisamos petroleros, buques de carga, barcos de crucero, remolcadores tirando de barcazas, aerodeslizadores, gánguiles, buques de pesca con rastra…, y todo eso la primera hora.

En las siguientes semanas vimos también docenas de barcos militares, y cualquiera de ellos podría habernos detectado, pero no parecía importarles. ¿Conoce el USS Saratoga? Observamos cómo lo arrastraban por el Atlántico Sur; habían convertido su cubierta en una ciudad de tiendas de campaña. Vimos un barco que tenía que ser el HMS Victory, subiendo y bajando con las olas bajo un bosque de velas improvisadas. Divisamos el Aurora, el auténtico crucero de la Primera Guerra Mundial cuyo motín había hecho saltar la chispa de la Revolución Bolchevique. No sé cómo lo sacaron de San Petersburgo, ni cómo encontraron el carbón suficiente para mantener encendidas las calderas.

Había un montón de cascarones destartalados que tendrían que haberse retirado hacía años: esquifes, transbordadores y chalanas que se habían pasado la vida en lagos tranquilos o en ríos de interior, embarcaciones de costa que nunca deberían haber salido del puerto para el que habían sido diseñadas. Contemplamos un dique seco flotante del tamaño de un rascacielos volcado, con la cubierta llena de andamios de construcción que servían de apartamentos; iba a la deriva, sin remolque ni barco de apoyo a la vista. No sé cómo sobrevivían aquellas personas, ni siquiera si, de hecho, sobrevivían. Había muchos barcos a la deriva con los depósitos vacíos y sin forma de generar energía.

Vimos muchas embarcaciones pequeñas privadas y barcos de crucero que se habían unido para formar gigantescas balsas sin rumbo. También había bastantes balsas improvisadas hechas con troncos o neumáticos.

Incluso dimos con un barrio de chabolas náutico construido sobre cientos de bolsas de basura llenas de bolitas de poliestireno. Nos recordó a la «Armada de Ping-Pong», los refugiados que, en la Revolución Cultural, intentaron huir a Hong Kong en sacos llenos de pelotas de ping-pong.

Sentíamos lástima de aquella gente y del futuro que les esperaba; estar a la deriva en medio del océano, presa del hambre, la sed, la insolación o el mismo mar… Song lo llamó «la gran regresión de la humanidad»: «Surgimos del mar —decía— y ahora nos lanzamos a sus brazos». Lanzarse era el término correcto, porque estaba claro que aquellas personas no habían pensado en qué harían una vez llegasen a la «seguridad» de las olas. Sólo supusieron que sería mejor que acabar destrozados en tierra. Por culpa del pánico, seguramente no se habían dado cuenta de que no hacían más que prolongar lo inevitable.

¿Alguna vez intentaron ayudarlos? ¿Darles comida, agua o quizá remolcarlos?

¿Adonde? Incluso de haber sabido dónde estaban los puertos seguros, el capitán no se habría arriesgado a que nos detectasen. No sabíamos quién podía tener una radio, quién podría estar escuchando esa señal; ni siquiera sabíamos si nos buscaban. Además, existía otro peligro: la amenaza inmediata de los muertos vivientes. Vimos muchos barcos infestados; en algunos, la tripulación seguía luchando por su vida, mientras que, en otros, los muertos eran los únicos que quedaban. En una ocasión, junto a Dakar, en Senegal, nos cruzamos con un trasatlántico de lujo de cuarenta y cinco mil toneladas llamado Nordic Express. La óptica de nuestro periscopio de exploración era lo bastante potente para enseñarnos todas las huellas ensangrentadas de las ventanas del salón de baile, todas las moscas que se posaban en los huesos y la carne de la cubierta. Los zombis caían al mar, uno cada par de minutos; veían algo a lo lejos, un avión volando bajo o incluso la estela que dejaba nuestro periscopio, creo, e intentaban cogerlo. Me dio una idea: si emergíamos a unos cientos de metros y hacíamos todo lo posible por atraerlos para que cayesen por la borda, quizá fuésemos capaces de limpiar un barco sin tener que disparar ni un tiro. ¿Quién sabía lo que llevarían a bordo los refugiados? El Nordic Empress podría resultar ser un almacén de provisiones flotante. Le expliqué mi propuesta al encargado del armamento, y juntos se la presentamos al capitán.

¿Qué dijo?

«De ninguna manera.» No había forma de saber cuántos zombis había a bordo del trasatlántico muerto, y, lo que es peor, señaló a la pantalla de vídeo y, refiriéndose a los zombis que caían por la borda, dijo: «Miren, no se hunden todos». Tenía razón: algunos se habían reanimado con los chalecos salvavidas puestos, mientras que otros empezaban a hincharse por culpa de los gases de la descomposición. Era la primera vez que había visto una criatura flotante; tendría que haberme dado cuenta de que se convertirían en algo habitual. Contando con que tan sólo el diez por ciento de los barcos de refugiados estuviese infectado, estábamos hablando del diez por ciento de varios miles de barcos. Había millones de zombis cayendo al mar de forma aleatoria o entrando a cientos cuando uno de aquellos viejos cascarones se volcaba con el mal tiempo. Después de una tormenta, cubrían toda la superficie hasta donde alcanzaba la vista, olas con cabezas y brazos en movimiento. Una vez levantamos el periscopio de exploración y nos encontramos con una niebla deformada y verdosa. Al principio creímos que se trataba de un problema óptico, como si hubiésemos chocado contra algún resto flotante, pero, entonces, el periscopio de ataque confirmó que habíamos atravesado a uno de los zombis justo bajo el tórax. La criatura seguía moviéndose, y probablemente siguiera haciéndolo después de bajar el periscopio. Aquella vez sí que sentimos la amenaza cerca…

Pero ustedes estaban bajo el agua, ¿cómo podían…?

Si emergíamos y uno de ellos quedaba atrapado en cubierta o en el puente… La primera vez que abrí la escotilla, una garra fétida y empapada se lanzó sobre mí y me cogió por la manga. Perdí el equilibrio, caí en el puesto de observación que tenía debajo y aterricé en cubierta con el brazo cortado del monstruo todavía agarrado a mi uniforme. Sobre mí, recortado sobre el disco reluciente de la escotilla abierta, vi al propietario del brazo. Fui a coger el arma que llevaba al costado y disparé directamente, sin pensar. Nos cayó encima una lluvia de huesos y trozos de cerebro. Tuvimos suerte… Si uno de nosotros hubiese tenido una herida abierta… Me merecía la reprimenda que recibí, e incluso algo peor. Desde aquel momento, siempre hacíamos un barrido completo con el periscopio antes de emerger. Calculo que una de cada tres veces nos encontramos con algún que otro zombi arrastrándose por el casco.

Esos eran los días de observación, cuando lo único que hacíamos era mirar y escuchar el mundo que nos rodeaba. Además de los periscopios, podíamos vigilar las transmisiones de radio civiles y algunas retransmisiones de televisión por satélite. No dibujaban una imagen agradable: ciudades, países enteros muriendo. Escuchamos el último informe desde Buenos Aires y la evacuación de las islas japonesas. Nos llegó alguna información poco completa sobre los motines en el ejército ruso y los informes posteriores al «intercambio nuclear limitado» entre Irán y Paquistán, y nos maravillamos, comentando con interés mórbido que siempre habíamos creído que serían ustedes o los rusos los que pulsaran el botón. No había noticias de China, nada de retransmisiones, ni gubernamentales ni ilegales. Todavía detectábamos transmisiones navales, pero todos los códigos habían cambiado desde nuestra huida. Aunque aquello suponía una especie de amenaza personal, puesto que no sabíamos si nuestra flota tenía orden de perseguirnos y hundirnos, al menos probaba que no todo el país había desaparecido dentro de los estómagos de los muertos. En aquel momento, cualquier noticia era bienvenida en nuestro exilio.

La comida se empezaba a convertir en un problema, no inmediato, aunque lo bastante cercano para pensar en posibles soluciones. Las medicinas también eran un problema importante; tanto las occidentales como los distintos remedios tradicionales de hierbas se agotaban por la presencia de los civiles. Muchos de ellos tenían necesidades especiales.

La señora Pei, la madre de uno de los hombres de los torpedos, sufría problemas bronquiales crónicos, una reacción alérgica a algo del submarino, la pintura o quizá el aceite de máquinas, cosas que no podían eliminarse de su entorno. Estaba consumiendo nuestros descongestionantes a una velocidad alarmante. El teniente Chin, encargado del armamento, sugirió con aire práctico que le practicásemos una eutanasia a la anciana, a lo que el capitán respondió confinándolo en su alojamiento durante una semana, con media ración y sin recibir ningún tratamiento médico, a no ser que se tratase de una cuestión de vida o muerte. Chin era un cabrón frío, pero, al menos, su sugerencia sacó a la luz nuestras opciones: teníamos que prolongar el suministro de productos consumibles o encontrar la manera de reciclarlos.

Saquear los barcos abandonados seguía estando estrictamente prohibido. Incluso cuando divisábamos uno que parecía vacío, siempre oíamos a unos cuantos zombis dando bandazos bajo la cubierta. Pescar era una posibilidad, aunque no teníamos el material necesario para montar una red, ni estábamos dispuestos a pasar varias horas en la superficie soltando anzuelos y cuerdas por la borda.

La solución la propuso uno de los civiles, no la tripulación. Algunos habían sido granjeros o herbolarios antes de la crisis, y unos cuantos se habían traído bolsitas con semillas. Si podíamos proporcionarles el equipo necesario, ellos intentarían cultivar la comida suficiente para que las provisiones nos durasen años. Era un plan audaz, pero no le faltaba mérito. La sala de misiles tenía bastante espacio para preparar un huerto. Se podían fabricar maceteros y canales con el material que ya teníamos, y las lámparas ultravioleta que utilizábamos para los tratamientos de vitamina D de la tripulación podían servir como luz artificial.

El único problema era la tierra. Ninguno de nosotros sabía nada sobre hidroponía, aeroponía, ni ningún otro método agrícola alternativo. Necesitábamos tierra, y sólo había una forma de conseguirla. El capitán se lo pensó detenidamente; intentar enviar una partida a tierra era tan peligroso o más que subir a bordo de un barco infestado. Antes de la guerra, más de la mitad de la civilización humana vivía en o cerca de las costas del mundo. La plaga no había hecho más que aumentar aquel número, puesto que los refugiados pretendían huir por mar.

Empezamos a buscar en la costa del Atlántico Central, en Sudamérica, desde Georgetown, en Guyana, bajando por las costas de Surinam y la Guayana francesa. Encontramos algunas zonas de jungla deshabitada y, al menos a través del periscopio, la costa parecía vacía. Salimos a la superficie y realizamos un segundo barrido visual desde el puente. De nuevo, nada. Solicité permiso para llevarme a una partida a tierra, pero el capitán seguía sin estar convencido; ordenó tocar la sirena de niebla… fuerte y prolongada…, y aparecieron.

Al principio sólo eran unos cuantos muertos hechos jirones y con miradas salvajes. No parecían percatarse de que estaban en la playa, porque las olas los derribaban y los tiraban de nuevo en la arena o los metían en el mar. Uno se dio contra una roca, se le aplastó el pecho y las costillas rotas le asomaron a través de la carne; una espuma negra le salió por la boca al aullarnos y, aun así, seguía intentando caminar o arrastrarse en nuestra dirección. Llegaron más, de docena en docena; en pocos minutos teníamos más de cien tirándose al agua. Eso pasó en todos los sitios a los que nos acercábamos: todos los refugiados que no habían tenido la suerte de salir al océano, formaban una barrera letal en todos los tramos de costa que visitábamos.

¿Llegaron a intentar enviar un grupo a tierra?

[Sacude la cabeza.] Era demasiado peligroso, incluso peor que los barcos infestados. Decidimos que nuestra única posibilidad era encontrar tierra en una isla cercana a la costa.

Pero debían de saber lo que estaba pasando en las islas del mundo, ¿no?

Le sorprendería. Después de dejar el puesto de patrulla en el Pacífico, restringíamos nuestros movimientos al Atlántico o al Océano índico. Habíamos oído transmisiones o realizado observaciones visuales de muchos de aquellos trocitos de tierra, y sabíamos lo de la superpoblación, la violencia… Vimos los destellos de los disparos de las Islas de Barlovento. Aquella noche, en la superficie, se olía el humo que flotaba al este del Caribe. También oíamos lo que pasaba en las islas que no tenían tanta suerte: nos llegaron los gemidos de Cabo Verde, junto a la costa de Senegal, antes de ver las islas. Demasiados refugiados y poca disciplina: sólo hace falta una persona infectada. ¿Cuántas islas siguieron en cuarentena después de la guerra? ¿Cuántas rocas heladas del norte siguen siendo muy peligrosas?

Regresar al Pacífico era la mejor opción, aunque eso nos llevaba de vuelta a la puerta principal de nuestro país.

Como ya he dicho, no sabíamos si la armada china nos perseguía, ni siquiera si seguía existiendo una armada china. Sólo sabíamos que necesitábamos provisiones y que anhelábamos el contacto directo con otros seres humanos. Tardamos en convencer al capitán, que lo que menos deseaba era una confrontación con nuestros compatriotas.

¿Seguía leal al gobierno?

Sí, y, además, había un… tema personal.

¿Personal? ¿Por qué?

[Esquiva la pregunta.]

¿Alguna vez ha estado en Manihi?

[Sacudo la cabeza.]

No se puede imaginar una postal más idílica del paraíso tropical anterior a la guerra: islotes llanos y abarrotados de palmeras, llamados motus, que forman un círculo alrededor de una laguna poco profunda de aguas cristalinas. Era uno de los pocos lugares de la Tierra en el que se cultivaban perlas negras auténticas. Yo le había comprado un par a mi mujer cuando visitamos Tuamotus en nuestro viaje de novios, así que mi conocimiento de primera mano convirtió aquel atolón en nuestro destino más probable.

Manihi había cambiado completamente desde mis tiempos de alférez recién casado: las perlas habían desaparecido, se habían comido las ostras, y la laguna estaba llena de cientos de barquitos privados. Los motus en sí estaban cubiertos de tiendas de campaña o cabañas destartaladas. Docenas de canoas improvisadas iban y venían, con remos o con velas, entre el arrecife exterior y la docena de barcos que estaban anclados en aguas profundas. La escena era típica de lo que, supongo, los historiadores de la posguerra llaman «el Continente del Pacífico», la cultura de islas de refugiados que se extendía desde Palau hasta la Polinesia Francesa. Era una sociedad nueva, una nación nueva, en la que refugiados de todo el mundo se unían bajo la bandera común de la supervivencia.

¿Cómo se integraron en esa sociedad?

Mediante el comercio. El comercio era el pilar central del Continente del Pacífico. Si tu barco tenía una gran destilería, vendías agua dulce; si tenía un taller de máquinas, te convertías en mecánico. El Madrid Spirit, un carguero que transportaba gas natural licuado, vendía su carga como combustible para cocinar. Eso le dio al señor Song la idea de cuál podía ser nuestro «nicho de mercado»; era el padre del capitán de corbeta Song, un corredor de bolsa especializado en fondos de alto riesgo que trabajaba en Shenzhen. Se le ocurrió tender líneas eléctricas flotantes hacia la laguna y vender la electricidad de nuestro reactor.

[Sonríe.]

Nos hicimos millonarios o, al menos, el equivalente de millonarios en el sistema de trueque: comida, medicinas, todas las piezas de repuesto que necesitábamos y las materias primas para fabricarlos. Conseguimos el invernadero, además de una diminuta planta de recuperación de residuos para convertir los excrementos en un valioso fertilizante. «Compramos» equipos para montar un gimnasio, un bar completo y sistemas audiovisuales para el comedor y la sala de oficiales. Cubrimos a los niños de juguetes y caramelos, todos los que quedaban y, sobre todo, pudimos seguir educándolos en las barcazas que se habían convertido en colegios internacionales. Nos daban la bienvenida en todos los hogares y barcos. Nuestros soldados rasos, e incluso algunos de los oficiales, recibieron crédito ilimitado en cualquiera de los barcos de «ocio» anclados en la laguna. ¿Por qué no? Iluminábamos sus noches, alimentábamos sus máquinas; les habíamos devuelto lujos olvidados, como el aire acondicionado y los frigoríficos; los ordenadores volvían a estar conectados y, después de muchos meses, por fin disfrutaron de una ducha con agua caliente. Teníamos tanto éxito que el consejo de la isla nos ofreció la posibilidad de librarnos de formar parte de la vigilancia del perímetro de la isla, aunque lo rechazamos con educación.

¿Para protegerse de los zombis del agua?

Siempre eran un peligro. Todas las noches se acercaban a los motus o intentaban arrastrarse por los cables de anclaje de un bote bajo. Parte de los deberes de los ciudadanos que se quedaban en Manihi consistían en colaborar en las patrullas de playas y barcos en busca de zombis.

Ha mencionado los cables de anclaje. Creía que los zombis eran malos trepadores.

No cuando el agua contrarresta la gravedad. La mayoría sólo tenía que seguir la cadena del ancla hasta la superficie. Si la cadena daba a un barco cuya cubierta estuviese a pocos centímetros del agua… Había tantos ataques en la laguna como en la playa, y lo peor eran las noches. Ésa era otra de las razones por la que nos habían recibido tan bien: podíamos librarlos de la oscuridad, tanto por encima como por debajo de la superficie. Daba escalofríos apuntar con una linterna al agua y ver el contorno azul verdoso de un zombi subiendo por un cable de anclaje.

¿No atraía la luz a más muertos?

Sí, sin duda. Los ataques nocturnos se multiplicaron por dos cuando los marineros empezaron a dejar las luces encendidas. Sin embargo los civiles nunca se quejaron, ni tampoco el consejo de la isla, porque creo que la mayoría prefería enfrentarse a la luz de un enemigo real que a la oscuridad de sus miedos imaginarios.

¿Cuánto tiempo se quedaron en Manihi?

Varios meses. No sé si podríamos considerarlos los mejores meses de nuestras vidas, pero, en aquel momento, lo parecían. Empezamos a bajar la guardia, a dejar de considerarnos fugitivos. Incluso nos encontramos con algunas familias chinas, no de la diáspora, ni taiwanesas, sino ciudadanos de verdad de la República Popular. Nos dijeron que la situación había empeorado tanto que el gobierno apenas podía mantener el país. Con más de la mitad de la población infectada y las reservas del ejército evaporándose, no creían que a los dirigentes les quedase el tiempo ni recursos necesarios para dedicarse a buscar un submarino perdido. Durante un corto espacio de tiempo, era como si pudiéramos convertir aquella comunidad en nuestro hogar, residir allí hasta el fin de la crisis o, quizá, hasta el fin del mundo.

[Levanta la mirada hacia el monumento que tenemos al lado, construido en el lugar donde, en teoría, se destruyó el último zombi de Pekín.]

A Song y a mí nos tocaba patrullar la orilla la noche que sucedió. Nos detuvimos junto a una hoguera para oír la radio de los isleños, en la que se hablaba de un misterioso desastre natural en China. Nadie sabía de qué se trataba todavía, y había rumores más que de sobra para empezar a hacer suposiciones. Yo estaba mirando la radio, de espaldas a la laguna, cuando el mar que teníamos delante empezó a brillar. Me volví a tiempo de ver cómo estallaba el Madrid Spirit. No sé cuánto gas natural transportaba, pero la bola de fuego subió alto en el cielo nocturno, propagándose e incinerando a todos los que se encontraban en los dos motus más cercanos. Lo primero que pensé fue que se trataba de un accidente, de una válvula corroída, de un marinero de cubierta descuidado. Sin embargo, el capitán de corbeta Song lo había estado mirando de frente y había visto la estela de un misil. Medio segundo después sonó la sirena de niebla del Almirante Zheng.

Mientras corríamos de vuelta al submarino, mi fachada de calma y mi sensación de seguridad se hicieron añicos a mi alrededor. Sabía que el misil provenía de uno de nuestros submarinos y la única razón por la que había dado en el Madrid Spirit era que estaba más alto y presentaba un perfil más visible en el radar. ¿Cuántas personas había a bordo? ¿Y en los motus? De repente me di cuenta de que cada segundo que siguiésemos allí representaría un peligro mayor de ataque para los isleños civiles. El capitán Chen tuvo que haber pensado lo mismo, porque, cuando subimos a cubierta, las órdenes de partir resonaban en el puente. Cortamos los cables eléctricos, pasamos lista y cerramos escotillas. Nos dirigimos a mar abierto y nos colocamos en los puestos de combate.

A los noventa metros de profundidad desplegamos el sistema de exploración por sónar remolcado y, de inmediato, detectamos el ruido de la carga de profundidad de otro submarino. No se trataba del ruido típico del acero, sino del rápido pop-pop-pop del frágil titanio. Sólo dos países del mundo utilizaban cascos de titanio para sus barcos de ataque: la Federación Rusa y nosotros. Al contar los álabes, confirmamos que se trataba de uno de los nuestros, un nuevo Tipo 95 «Hunter-Killer». Dos estaban en servicio cuando zarpamos, pero no podíamos saber cuál era.

¿Era importante saberlo?

[De nuevo, no responde.]

Al principio, el capitán no quería luchar; decidió bajar al fondo y colocarnos sobre una meseta arenosa justo al límite de nuestra profundidad de inmersión máxima. El Tipo 95 pasó a búsqueda pasiva y utilizó su potente batería de hidrófonos para intentar oír el ruido que hacíamos. Redujimos el reactor hasta dejarlo con una potencia marginal, apagamos todas las máquinas innecesarias y detuvimos todo movimiento de la tripulación dentro del submarino. Como el sónar pasivo no envía señales al exterior, no había forma de saber dónde estaba el Tipo 95, ni siquiera si seguía por allí. Intentamos escuchar sus propulsores, pero se había quedado tan silencioso como nosotros. Esperamos media hora sin movernos, conteniendo el aliento.

Yo estaba junto al recinto del sónar, con los ojos pegados al visor, cuando el teniente Liu me dio un golpecito en el hombro: tenía algo en el sistema montado en el casco, aunque no se trataba del otro submarino, sino de algo que estaba más cerca, por todas partes. Me puse unos auriculares y oí ruidos de arañazos, como ratas. Le hice un gesto silencioso al capitán para que lo escuchase. No lográbamos descifrar qué era: no era flujo submarino, porque la corriente era demasiado apacible; si era vida marina, cangrejos u otro contacto biológico, tenía que haber miles. Empecé a sospechar algo… Pedí una observación por el periscopio, sabiendo que el ruido transitorio podía alertar a nuestro perseguidor, y el capitán accedió. Apretamos los dientes mientras el tubo subía; entonces tuvimos la imagen.

Zombis, cientos de zombis subiendo por el casco. Llegaban más cada segundo que pasaba, dando bandazos por la arena del fondo y trepando unos encima de otros para arañar, raspar y hasta morder el acero del Zheng.

¿Podrían haber entrado? ¿Abrir una escotilla o…?

No, las escotillas están selladas desde el interior, y los tubos de los torpedos se protegen mediante las tapas de cierre de proa exteriores. Sin embargo, lo que nos preocupaba era el reactor, refrigerado por agua de mar en circulación. Aunque los orificios de admisión no eran lo bastante grandes para que entrase un hombre, sí que podrían quedar bloqueados, y, en efecto, una de nuestras luces de emergencia empezó a parpadear en silencio encima del orificio número cuatro. Una de las criaturas había arrancado la protección y estaba atascada en el conducto, de modo que la temperatura del reactor empezó a subir. Apagarlo nos habría dejado indefensos, así que el capitán Chen decidió que teníamos que movernos.

Nos apartamos del fondo e intentamos ir lo más lenta y silenciosamente que nos era posible. No funcionó: detectamos el sonido del propulsor del 95, que nos había descubierto y se preparaba para el ataque. Lo oímos inundar los conductos de los torpedos y abrir las compuertas exteriores. El capitán Chen ordenó activar nuestro sónar, lo que suponía desvelar nuestra posición exacta, aunque nos daba un blanco perfecto del 95.

Disparamos a la vez. Nuestros torpedos se rozaron, mientras los submarinos intentaban apartarse. El 95 era un poco más rápido y manejable, pero no tuvieron en cuenta quién era nuestro capitán. Él sabía cómo evitar el «pez» que se nos acercaba, y lo logró, justo cuando nuestro torpedo alcanzaba su objetivo.

Oímos rechinar el casco del 95, como si fuese una ballena moribunda, oímos cómo se derrumbaban los mamparos y los compartimentos hacían implosión uno a uno. Te dicen que pasa demasiado deprisa para que la tripulación se entere, que el choque del cambio de presión la deja inconsciente o que la explosión puede hacer que el aire arda; la tripulación muere rápidamente, sin sentir dolor, o, al menos, eso esperábamos nosotros. Lo que sí producía dolor era ver cómo moría el brillo de los ojos de mi capitán al oír los ruidos que provenían del submarino condenado.

[Sabe cuál va a ser mi siguiente pregunta, así que aprieta el puño y exhala lentamente por la nariz.]

El capitán Chen crio a su hijo él solo, lo educó para ser un buen marino, para amar y servir al estado, para no cuestionar nunca las órdenes, y para ser el mejor oficial de la historia de la armada china. El día más feliz de su vida fue cuando el comandante Chen Zhi Xiao recibió su primer mando, un Tipo 95 «Hunter-Killer» nuevo.

¿Como el que les había atacado?

[Asiente.] Por eso el capitán Chen habría hecho lo que fuese por evitar a nuestra flota. Por eso era tan importante saber qué submarino nos había atacado; saberlo siempre es mejor, al margen de la respuesta. Él ya había traicionado su juramento y a su patria, y, en aquel momento, pensar que esas traiciones podían haberlo empujado a matar a su propio hijo…

A la mañana siguiente, cuando el capitán Chen no apareció para la primera guardia, fui a su camarote a ver cómo estaba. Había poca luz, así que lo llamé y, con gran alivio, recibí su respuesta. Sin embargo, cuando le dio la luz… su pelo había perdido el color, estaba tan blanco como la nieve de antes de la guerra; tenía la piel cetrina y los ojos hundidos. De repente se había convertido en un anciano deshecho y marchito. Los monstruos que salían de sus tumbas no son nada comparados con los que llevamos dentro del corazón.

A partir de aquel día rompimos todo contacto con el mundo exterior. Nos dirigimos al hielo ártico, al vacío más lejano, oscuro y desierto que pudiéramos encontrar. Intentamos seguir con nuestra rutina diaria: mantener el submarino, cultivar comida, y enseñar, criar y consolar a los niños de la mejor forma posible. Al desaparecer el buen ánimo del capitán, también lo hizo el de la tripulación del Almirante Zheng. Yo era el único que lo veía aquellos días: le llevaba la comida, recogía su ropa sucia, lo informaba sobre las condiciones de la embarcación y llevaba sus órdenes al resto del personal. Era la misma historia todos los días.

Nuestra monotonía sólo se vio interrumpida el día que el sónar detectó la firma de otro submarino de clase 95 que se acercaba. Nos colocamos en nuestros puestos de combate y, por primera vez, vimos que el capitán salía de su camarote. Se colocó en su puesto del centro de ataque, ordenó preparar un plan de disparo y cargar los tubos uno y dos. El sónar nos informó de que el enemigo no había respondido y el capitán Chen consideró que eso nos daba ventaja. Aquella vez, no cabía ninguna duda en su mente: el enemigo moriría antes de poder dispararnos. Justo antes de dar la orden, detectamos una señal en el gertrude, el nombre que le daban los estadounidenses al teléfono submarino: era el comandante Chen, el hijo del capitán, proclamando que tenían intenciones pacíficas y solicitando que abandonásemos nuestras posiciones de combate. Nos contó lo de la Presa de las Tres Gargantas, el origen de los rumores sobre el desastre natural que habíamos oído en Manihi, y nos explicó que nuestra batalla con el otro 95 había formado parte de una guerra civil iniciada después de la destrucción de la presa. El submarino que nos había atacado pertenecía a las fuerzas leales, mientras que el comandante Chen se había unido a los rebeldes. Su misión era encontrarnos y acompañarnos a casa. Los vítores de nuestra tripulación eran tan fuertes que me parecieron capaces de lanzarnos a la superficie. Cuando atravesamos el hielo y las dos tripulaciones corrieron a encontrarse bajo el crepúsculo ártico, pensé: «Por fin podemos volver a casa, podemos reclamar nuestro país y echar a los muertos vivientes. Por fin se ha acabado».

Pero no fue así.

Todavía nos quedaba una misión que completar. El Politburo, esos odiosos ancianos que habían causado ya tanta desdicha, seguía agazapado en su refugio de Xilinhot, controlando al menos la mitad de las menguadas tropas terrestres del país. Nunca se rendirían, eso lo sabía todo el mundo; mantendrían sus demenciales ansias de poder y desperdiciarían lo que quedaba del ejército. Si la guerra civil se prolongaba, en China sólo quedarían los muertos vivientes.

Así que decidieron terminar la batalla.

Éramos los únicos que podíamos. Nuestros silos en tierra estaban invadidos por los muertos, la fuerza aérea no podía volar, los otros dos submarinos con misiles no habían podido salir de los muelles antes de la invasión, esperando sus órdenes como hacen los buenos soldados, mientras los muertos entraban a cientos por las escotillas. El comandante Chen nos dijo que teníamos las únicas armas nucleares que quedaban en el arsenal de la rebelión. Cada segundo que nos retrasábamos suponía perder cien vidas más, cien balas más que podríamos haber usado contra los monstruos.

Entonces, ¿dispararon a su patria para poder salvarla?

Otra carga más sobre nuestras espaldas. El capitán tuvo que darse cuenta de cómo me temblaban las manos antes de disparar. «Es mi orden y mi responsabilidad», me dijo. El misil llevaba una sola cabeza armada de varios megatones. Era un prototipo diseñado para penetrar la superficie endurecida de las instalaciones NORAD en las montañas Cheyenne, de Colorado. Irónicamente, el refugio del Politburó se había diseñado para imitar aquellas instalaciones en cada detalle. Mientras nos preparábamos para sumergirnos, el comandante Chen nos informó de que Xilinhot había recibido un impacto directo. Al entrar en el agua, oímos que las fuerzas leales se habían rendido y reunido con los rebeldes para luchar contra el verdadero enemigo.

¿Sabían ustedes que habían empezado a instituir su propia versión del Plan Sudafricano?

Lo oímos el día que salimos de la capa de hielo. Aquella mañana me tocaba guardia y me encontré al capitán Chen en el centro de ataque, en su silla de mando, con una taza de té junto a la mano. Parecía muy cansado mientras observaba en silencio a la tripulación que lo rodeaba y sonreía como un padre ante la felicidad de sus hijos. Me di cuenta de que se le había enfriado el té y le pregunté si quería otra taza. Él me miró, sin dejar de sonreír, y sacudió la cabeza lentamente. «Muy bien, señor», respondí, preparado para volver a mi puesto, pero él me cogió la mano, me miró y no me reconoció. Su susurro fue tan débil que apenas pude oírlo.

¿Qué dijo?

«Buen chico, Zhi Xiao, un chico estupendo.» Todavía sostenía mi mano cuando cerró los ojos para siempre.