Cienfuegos (Cuba)

[Seryosha García Álvarez me sugiere que nos reunamos en su despacho. «La vista es impresionante —promete—. No se arrepentirá.» En la planta sesenta y nueve del edificio Malpica Savings and Loans, el segundo edificio más alto de Cuba después de las Torres José Martí de La Habana, el despacho en esquina del señor Álvarez da a la reluciente metrópolis y al bullicioso puerto de abajo. Es la «hora mágica» para los edificios que generan la energía que consumen, como el Malpica, el momento del día en que sus ventanas fotovoltaicas, con su casi imperceptible tono magenta, capturan la luz de la puesta de sol. El señor Álvarez tiene razón: no me arrepentí de estar allí para verlo.]

Cuba ganó la Guerra Zombi; quizá no sea una afirmación muy humilde teniendo en cuenta lo que sucedió en tantos otros países, pero mire dónde estábamos hace veinte años y compárelo con lo que tenemos en la actualidad.

Antes de la guerra vivíamos en un estado de aislamiento casi total, peor que durante el apogeo de la guerra fría. Durante la época de mi padre, al menos contábamos con lo que la Unión Soviética y sus marionetas del COMECON consideraban «asistencia económica». Sin embargo, después de la caída del bloque comunista, nuestra existencia era una continua privación: comida racionada, combustible racionado… La única comparación que se me ocurre es la de Gran Bretaña durante el bombardeo aéreo; como cualquier otra isla asediada, nosotros también vivíamos bajo la oscura nube de un enemigo siempre presente.

Aunque el bloqueo estadounidense no era tan opresivo como durante la guerra fría, su objetivo era ahogar nuestra vida económica castigando a cualquier nación que intentase comerciar libremente con nosotros. A pesar de que la estrategia de los EE.UU. tenía éxito, su triunfo más notable fue permitir que Fidel utilizase a nuestro opresor del norte como excusa para mantenerse en el poder. «¿Ven lo dura que es nuestra vida —decía—, pues es culpa del bloqueo, culpa de los yanquis. ¡Sin mí los tendríamos invadiendo nuestras playas!» Era un genio, el pupilo más aplicado de Maquiavelo. Sabía que nunca lo apartaríamos del poder mientras tuviésemos al enemigo a las puertas, así que soportamos las dificultades y la opresión, las largas colas y los susurros ahogados. Ésa era la Cuba en la que crecí, la única Cuba que me imaginaba… hasta que los muertos empezaron a levantarse.

Hubo pocos casos y se contuvieron de inmediato; sobre todo se trataba de refugiados chinos y unos cuantos hombres de negocios europeos. Casi todos los viajes desde los Estados Unidos seguían estando prohibidos, así que nos libramos del golpe inicial de la primera oleada en masa de inmigrantes. La naturaleza represiva de nuestra sociedad amurallada permitió que el gobierno tomase medidas para asegurarse de que la infección no se extendiera. Se suspendieron los viajes por el interior del país y se movilizaron tanto el ejército regular como las milicias territoriales.

Como Cuba tenía un alto porcentaje de médicos per cápita, nuestro líder supo de la verdadera naturaleza de la infección semanas antes de la aparición del primer brote.

Para cuando empezó el Gran Pánico, cuando el mundo por fin reaccionó ante la pesadilla que derribaba las puertas de sus ciudadanos, Cuba ya se había preparado para la guerra.

El simple hecho de la geografía nos libró del peligro de los enjambres por tierra a gran escala. Nuestros invasores venían del mar, sobre todo de una armada de pateras; no sólo nos traían el contagio, como habíamos visto en todo el mundo, sino que había algunos que pretendían erigir sus nuevos hogares cual conquistadores modernos.

Mire lo que pasó en Islandia, un paraíso antes de la guerra, tan seguro y a salvo que nunca sintieron la necesidad de mantener un ejército permanente. ¿Qué opciones les quedaban cuando se retiró el ejército estadounidense? ¿Cómo iban a frenar la avalancha de refugiados de Europa y el oeste de Rusia? No es ningún misterio que el antes idílico ártico acabó siendo un caldero de sangre helada. Además, ¿por qué hoy en día sigue tan infestada la zona blanca del planeta? Podríamos haber sido nosotros, de no ser por el ejemplo que nos dieron nuestros hermanos de las islas de Barlovento y Sotavento.

Aquellos hombres y mujeres, desde Anguilla a Trinidad, pueden ocupar con orgullo su lugar entre los héroes más importantes de la guerra. Primero erradicaron múltiples brotes en su archipiélago, y después, sin apenas pararse a descansar, repelieron no sólo a los zombis del agua, sino también al inagotable flujo de invasores humanos. Derramaron su sangre para que nosotros no tuviésemos que hacerlo. Los que pretendían convertirse en nuestros latifundistas se vieron obligados a reconsiderar sus planes de conquista, ya que, si unos cuantos civiles con pequeñas armas y machetes podían defender sus hogares de forma tan tenaz, ¿qué se encontrarían en las orillas de un país con todo tipo de armamento, desde tanques a misiles antibuque guiados por radar?

Naturalmente, los habitantes de las Antillas Menores no luchaban por los intereses de los cubanos, pero su sacrificio nos permitió el lujo de establecer nuestros términos. Todo el que buscaba asilo era recibido con un dicho muy común entre los padres norteamericanos: «Mientras vivas bajo mi techo, obedecerás mis normas».

Los refugiados no eran sólo yanquis; también tuvimos nuestro cupo de latinoamericanos del interior, africanos y europeos occidentales, sobre todo españoles… Muchos españoles y canadienses habían visitado ya Cuba por vacaciones o negocios. Yo llegué a conocer a algunos antes de la guerra, gente agradable, educada, muy distintos de los alemanes orientales de mi juventud, que tiraban puñados de caramelos al aire y se reían cuando los niños nos arrastrábamos como ratas para cogerlos.

Sin embargo, la mayoría de nuestros espaldas mojadas eran de los Estados Unidos. Cada día llegaban más, ya fuera en barcos grandes, en embarcaciones privadas o incluso en balsas caseras que hacían que esbozásemos sonrisas irónicas. Muchos de ellos, un total de cinco millones, casi la mitad de nuestra población indígena, junto con las demás nacionalidades, entraron dentro de la jurisdicción del «Programa de reasentamiento de cuarentena» del gobierno.

No diré que los centros de reasentamiento fuesen campos de prisioneros, porque no podían compararse con lo que sufrían nuestros disidentes políticos, los escritores y profesores… Tenía un «amigo» al que acusaron de homosexual; sus historias de la prisión eran mucho peores que el centro de reasentamiento más duro.

Sin embargo, tampoco era una vida fácil. Aquella gente, independientemente de su profesión o posición social anterior, empezó trabajando en el campo de doce a catorce horas diarias, cultivando verduras en lo que antes fueran nuestras plantaciones estatales de azúcar. Al menos, el clima estaba de su parte; las temperaturas bajaban y los cielos se oscurecían: la madre naturaleza les era propicia…, aunque no ocurría lo mismo con los guardias. «Alegraos de estar vivos —gritaban después de cada bofetada o patada—. ¡Si seguís protestando, os tiramos a los zombis!»

En todos los campamentos existía el rumor de los temidos «pozos de zombis», un agujero en el que tiraban a los alborotadores. La DGI [la Dirección General de Inteligencia] había llegado a introducir prisioneros falsos entre la población para propagar historias en las que eran testigos de cómo metían a la gente, con la cabeza por delante, en el hirviente lago de monstruos. Era para mantenerlos a todos controlados, ¿entiende? No había nada cierto…, aunque…, se oían cosas sobre los «blancos de Miami». La mayor parte de los cubanos estadounidenses eran recibidos con los brazos abiertos. Yo mismo tenía algunos parientes en Daytona que escaparon vivos a duras penas. Las lágrimas de todos los reencuentros de aquellos frenéticos primeros días podrían haber llenado el Mar del Caribe. Sin embargo, la primera oleada de inmigrantes posrevolucionarios, la élite rica que había florecido en el antiguo régimen y se había pasado el resto de su vida intentando destruir lo que tanto trabajo nos había costado construir…, en cuanto a esos aristos… No digo que haya pruebas de que cogiesen sus gordos culos reaccionarios empapados en Bacardi y los tirasen a los monstruos…, pero, si lo hicieron, por mí pueden dedicarse a chuparle las pelotas a Batista en el infierno.

[Esboza una ligera sonrisa de satisfacción.]

Por supuesto, no podríamos haber intentado semejante castigo con los estadounidenses. Los rumores y las amenazas no tienen nada que ver con la acción física; si presionas demasiado a un pueblo, te arriesgas a una revuelta. ¿Cinco millones de yanquis alzándose en una revolución? Impensable. Ya necesitábamos demasiadas tropas para mantener los campos, y ése fue el éxito inicial de la invasión yanqui de Cuba.

Sencillamente, no teníamos suficiente personal para vigilar a cinco millones de detenidos y casi cuatro mil kilómetros de costa; no podíamos luchar en una guerra con dos frentes, así que se tomó la decisión de disolver los centros y permitir que el diez por ciento de los detenidos yanquis trabajase fuera en un programa de libertad provisional especializado. Aquellos detenidos harían los trabajos que los cubanos ya no querían (cuidadores de día, lavaplatos y basureros) y, aunque sus sueldos eran casi insignificantes, sus horas de trabajo iban a un sistema de puntos que les permitía comprar la libertad de otros detenidos.

Era una idea ingeniosa que se le ocurrió a un cubano de Florida, y los campos se vaciaron en seis meses. Al principio, el gobierno intentó realizar un seguimiento de todos ellos, pero pronto se vio que era imposible. Al cabo de un año, los nortecubanos se habían integrado por completo, introduciéndose en todos los aspectos de nuestra sociedad.

Oficialmente, los campos se habían creado para evitar que se propagase la «infección», aunque no se trataba de la infección que transmitían los muertos.

Al principio era algo invisible, porque estábamos todavía sitiados. Se escondía tras las puertas cerradas y se hablaba en susurros. Con el paso de los años, lo que ocurrió no fue tanto una revolución como una evolución, una reforma económica por aquí, un periódico legalizado y privado por allá. La gente empezó a pensar con más audacia, a hablar con más audacia, y, poco a poco, en silencio, la semillas echaron raíces. Estoy seguro de que Fidel habría estado encantado de aplastar con su puño de hierro nuestras incipientes libertades, y quizá lo habría hecho si los acontecimientos mundiales no hubiesen jugado a nuestro favor. Todo cambió para siempre cuando los gobiernos del planeta decidieron pasar al ataque.

De repente, nos convertimos en el «Arsenal de la Victoria». Éramos la despensa, la fábrica, el campo de entrenamiento y el trampolín. Nos convertimos en el centro aéreo de América del Norte y del Sur, el gran dique seco de diez mil barcos.[61] Teníamos dinero, montones de dinero, un dinero que creó una clase media de la noche a la mañana, y una próspera economía capitalista a la que le hacían falta la especialización y la experiencia práctica de los nortecubanos.

Compartimos un vínculo, y dudo que pueda romperse; los ayudamos a reclamar su país, y ellos nos ayudaron a reclamar el nuestro. Nos enseñaron el significado de la democracia…, de la libertad, no sólo en términos abstractos y vagos, sino a un nivel humano individual y muy real. La libertad no es algo que tengas por tener: primero debes desear algo y después querer la libertad para luchar por ello. Esa lección la aprendimos de los nortecubanos. Todos tenían grandes sueños y habrían dado la vida por conseguir la libertad necesaria para hacerlos realidad. Si no, ¿por qué iba a tenerles tanto miedo El Jefe?

No me sorprende que Fidel supiera que los aires de libertad se acercaban para barrerlo del poder; lo que me sorprende es lo bien que mantuvo el equilibrio.

[Se ríe y hace un gesto hacia la foto que tiene en la pared, en la que aparece un Castro anciano hablando en el Parque Central.]

¿Se imagina los cojones que tenía el muy hijo de puta? No sólo abrazó la nueva democracia del país, si no que consiguió adjudicarse el mérito. Era un genio; presidir personalmente las primeras elecciones libres de Cuba, en las que su último acto oficial fue votar a favor de apartarse a sí mismo del poder… Por eso su legado es una estatua y no una mancha de sangre en un muro. Obviamente, nuestra nueva superpotencia latina no es nada idílica: tenemos cientos de partidos políticos y más grupos de interés especial que arena en las playas; tenemos huelgas, revueltas y protestas casi todos los días. Ahora podrá entender por qué el Che se largó justo después de la revolución: es mucho más fácil reventar trenes que conseguir que lleguen a tiempo. ¿Qué era lo que decía el señor Churchill?: «La democracia es la peor forma de gobierno, a excepción de todas las demás». [Se ríe.]