Kyoto (Japón)

[Sensei Tomonaga Ijiro sabe bien quién soy unos segundos antes de que entre en la habitación. Al parecer, camino, huelo e incluso respiro como un estadounidense. El fundador de los Tatenokai de Japón, o Sociedad del Escudo, me saluda con una inclinación y un apretón de manos, y me invita a sentarme frente a él, como si fuese su alumno. Kondo Tatsumi, el segundo de Tomonaga, nos sirve el té y se sienta junto al anciano maestro. Tomonaga empieza la entrevista disculpándose por cualquier incomodidad que me pueda producir su aspecto; los ojos sin vida del sensei no ven nada desde su adolescencia.]

Soy hibakusha. Perdí la vista a las 11:02 de la mañana del nueve de agosto de 1945, según su calendario occidental. Estaba de pie en el monte Kompira, trabajando en la estación de aviso de ataques aéreos junto con otros chicos de mi clase. Aquel día estaba nublado, así que, más que verlo, oí el B-29 que volaba bajo sobre nosotros. Era un solo B-san, seguramente un vuelo de reconocimiento, y ni siquiera merecía la pena informar sobre él, así que estuve a punto de reírme cuando mis compañeros de clase se lanzaron al interior de nuestra trinchera. Yo mantuve los ojos fijos sobre el valle Urakami, con la esperanza de poder echarle un vistazo al bombardero americano. En vez de eso, vi el relámpago, lo último que vería en mi vida.

En Japón, los hibakusha, los supervivientes de la bomba, ocupaban un escalafón único en nuestra escala social: nos trataban con compasión y lástima, éramos víctimas, héroes nacionales y símbolos de todas las agendas políticas; sin embargo, como seres humanos, nos trataban como poco más que parias. Ninguna familia permitía que sus hijos se casaran con nosotros. Los hikabusha éramos sucios, una mancha en el puro onsen[55] genético de Japón. Yo notaba esa vergüenza a un nivel personal muy profundo; no sólo era hikabusha, sino que mi ceguera me convertía en una carga.

Por las ventanas del sanatorio podía oír a nuestra nación luchar por reconstruirse, y ¿qué podía hacer yo para contribuir? ¡Nada!

Pregunté muchas veces por algún tipo de trabajo que pudiera desarrollar, nada me parecía demasiado insignificante o degradante, pero nadie me quería. Seguía siendo un hikabusha, y descubrí que existían muchas formas de rechazar a alguien amablemente. Mi hermano me suplicó que fuese a vivir con él, insistía en que su mujer y él se ocuparían de mí y me encontrarían alguna «tarea» útil en la casa. Para mí, aquello era peor que el sanatorio. Él acababa de regresar del ejército, y estaban intentando tener otro bebé; abusar de su amabilidad en aquellos momentos me resultaba impensable. Aunque, por supuesto, pensé en acabar con mi vida y llegué a intentarlo en varias ocasiones, algo me lo impedía, frenaba mi mano cuando iba a coger las pastillas o el cristal roto. Creía que era debilidad, ¿qué otra cosa si no? Un hibakusha, un parásito y, encima, un cobarde deshonroso. En aquellos días, mi vergüenza no conocía límites; como había dicho el emperador en su discurso de rendición ante nuestra gente, estaba «soportando lo insoportable».

Dejé el sanatorio sin informar a mi hermano y sin saber adonde me dirigía; sólo quería alejarme todo lo posible de mi vida, de mis recuerdos y de mí mismo. Viajé, me dediqué principalmente a mendigar… No me quedaba ningún honor que proteger…, hasta que me instalé en Sapporo, en la isla de Hokkaido. Aquellas tierras frías del norte siempre habían sido la prefectura menos poblada de Japón y, con la pérdida de Sajalín y los Kuriles, se convirtió, como suele decirse, en el final del camino.

En Sapporo conocí a un jardinero ainu, Ota Hideki. Los ainus son el grupo indígena más antiguo de nuestro país y se encuentran en una posición social aún más baja que los coreanos.

Quizá por eso sintiese lástima de mí, otro paria rechazado por la tribu de Yamato; quizá fuese porque no tenía a nadie a quien pasarle sus conocimientos, ya que su hijo no regresó con vida de Manchuria. Ota-san trabajaba en el Akakaze, un antiguo hotel de lujo que se había convertido en centro de repatriación para los colonos japoneses que venían de China. Al principio, la administración se quejó de que no tenían fondos para contratar a otro jardinero. Ota-san me pagaba de su bolsillo; fue mi maestro y mi único amigo, y, cuando murió, consideré seriamente la posibilidad de irme con él. Sin embargo, como era un cobarde, no conseguí hacerlo y seguí con mi existencia, trabajando en silencio la tierra, mientras el Akakaze pasaba de ser un centro de repatriación a un hotel de lujo, y Japón dejaba atrás los escombros de la conquista para despertar como super-potencia económica.

Seguía trabajando en el Akakaze cuando oí hablar del primer brote dentro de nuestras fronteras. Estaba cortando los setos de estilo occidental que estaban cerca del restaurante, y oí a algunos de los huéspedes comentando los asesinatos de Nagumo. Por lo que decían, un hombre había matado a su esposa y después había destrozado el cadáver como si fuese un perro salvaje. Fue la primera vez que oí el término rabia africana. Intenté no hacer caso y continuar mi trabajo, pero, al día siguiente, surgieron más conversaciones, más personas que hablaban en voz baja en el patio o junto a la piscina. Nagumo no era nada comparado con el importante brote del Hospital Sumitomo, de Osaka; y al día siguiente fue Nagoya, después Sendai y Kyoto. Intenté apartar sus conversaciones de mi cabeza, porque había ido a Hokkaido a escapar del mundo, a vivir hasta el fin de mis días sumido en la vergüenza y la ignominia.

La voz que por fin me convenció del peligro fue la del director del hotel, un sensato oficinista que tenía una forma de hablar muy ceremoniosa. Después del brote de Hirosaki, convocó una reunión de personal para intentar desacreditar de una vez por todas aquellos demenciales rumores sobre cadáveres que volvían a la vida. Sólo podía confiar en su voz, y se puede saber todo sobre una persona atendiendo a lo que sucede cuando abre la boca. El señor Sugawara pronunciaba las palabras con demasiado cuidado, sobre todo sus intensas y duras consonantes. Estaba compensando en exceso un defecto del habla ya superado, una condición que sólo amenazaba con resurgir en momentos de gran ansiedad. Yo ya había notado antes el mecanismo de defensa verbal del, en apariencia, imperturbable Sugawara-san, primero en el terremoto del noventa y cinco, y después en el noventa y ocho, cuando Corea del Norte lanzó un «misil de prueba» de largo alcance con capacidad nuclear por encima de nuestro país. En aquellas dos ocasiones, el defecto de Sugawara-san había resultado casi imperceptible, mientras que, en la reunión de personal, rechinaba más que las sirenas que avisaban de los ataques aéreos en mi juventud.

De este modo, por segunda vez en mi vida, huí. Pensé en avisar a mi hermano, pero había pasado demasiado tiempo y no tenía ni idea de cómo ponerme en contacto con él; ni siquiera sabía si seguía vivo. Ése fue el último y probablemente el peor de mis actos de traición, el peso que con más dolor me llevaré a la tumba.

¿Por qué huyó? ¿Temía por su vida?

¡Claro que no! ¡Si acaso, agradecía que me librasen de ella! Poder morir finalmente y acabar con la miseria de mi vida era demasiado bueno para ser cierto… Lo que temía era, de nuevo, convertirme en una carga para los que me rodeaban, frenar a alguien, ocupar un espacio valioso, poner otras vidas en peligro si intentaban salvar a un viejo ciego que no merecía vivir… ¿Y si los rumores sobre los muertos vivientes eran ciertos? ¿Y si me infectaban y volvía a la vida para amenazar a mis compatriotas? No, aquél no sería el destino de este deshonroso hibakusha. Si iba a morir, lo haría como había vivido: olvidado, aislado y solo.

Me fui por la noche y me encaminé al sur por la autopista de la región DOO, en Hokkaido. Sólo llevaba una botella de agua, una muda de ropa y mi ikupasuy[56], una pala larga y plana parecida a una espada shaolin, pero que también me había servido de bastón durante muchos años. Por aquel entonces todavía había mucho tráfico en las carreteras (todavía nos llegaba petróleo de Indonesia y el Golfo), y algunos camioneros y motoristas tuvieron la amabilidad de llevarme durante unos kilómetros. Con todos ellos, la conversación siempre derivaba hacia la crisis: «¿Ha oído que se han movilizado las fuerzas de seguridad nacional?»; «El gobierno va a tener que declarar el estado de emergencia»; «¿Ha oído que anoche hubo un brote aquí mismo, en Sapporo?». Nadie sabía lo que nos depararía el día siguiente, ni lo lejos que llegaría aquella calamidad, ni quién sería la siguiente víctima; sin embargo, hablara con quien hablara, estuviesen más o menos asustados, todas las conversaciones acababan igual: «Seguro que las autoridades nos dirán qué hacer». Un camionero me dijo: «Ya lo verá, nos lo dirán un día de éstos, sólo hay que ser paciente y no armar un escándalo». Fue la última voz humana que oí, el día antes de dejar la civilización y subir a las montañas Hiddaka.

Estaba bastante familiarizado con aquel parque nacional, porque Ota-san me llevaba todos los años para recoger sansai, unos vegetales silvestres que atraían a botánicos, excursionistas y jefes de cocina de todas las islas japonesas. Igual que un hombre que se despierta a medianoche sabe exactamente dónde están todos los objetos de su dormitorio, yo conocía todos los ríos, rocas, árboles y zonas con musgo del lugar. Incluso conocía los onsen que salían a la superficie y, por tanto, nunca me faltó un baño mineral caliente para limpiarme. Todos los días me decía: «Éste es el lugar perfecto para morir; pronto tendré un accidente, una caída de algún tipo, o quizá enferme, contraiga una enfermedad o me coma una raíz envenenada, o quizá haga por fin lo más honorable y deje de comer». A pesar de eso, todos los días me alimentaba y me bañaba, me vestía con ropa de invierno y caminaba con precaución. Aunque deseara la muerte, seguí tomando todas las medidas necesarias para evitarla.

No tenía forma de saber qué sucedía en el resto del país. Oía sonidos distantes: helicópteros, cazas y el constante silbido de los aviones de pasajeros a gran altitud. Por lo que sabía, era posible que las autoridades hubiesen vencido y que el peligro se estuviese convirtiendo en un recuerdo. Quizá mi huida alarmista no había hecho más que crear un celebrado puesto de trabajo en el Akakaze, y, quizá, una mañana me despertasen los gritos de unos guardabosques enfadados, o las risas y los susurros de unos niños que iban de excursión al campo. Una mañana me despertó algo, pero no se trataban de las risillas de los niños, y no, tampoco era uno de ellos.

Era un oso, uno de esos higuma grandes y marrones que vagan por los bosques de Hokkaido. El higuma provenía originalmente de la Península de Kamchatka y mostraba la misma ferocidad y fuerza bruta de sus primos siberianos. El que tenía delante era enorme, lo notaba por la profundidad y resonancia de su respiración; calculé que lo tenía a unos cuatro o cinco metros. Me levanté lentamente y sin miedo; tenía el ikupasuy al lado, que era lo más parecido a un arma con lo que contaba. Supongo que, de haberlo usado como tal, podría haberme defendido con eficacia.

¿No lo usó?

No quería hacerlo. El animal era mucho más que un depredador hambriento cualquiera: era el destino, o eso creí. Aquel encuentro sólo podía ser la voluntad del kami.

¿Quién es Kami?

La pregunta correcta sería: ¿qué es kami? Los kami son los espíritus que habitan todas y cada una de las facetas de nuestra existencia. Les rezamos, los honramos, esperamos agradarlos y ganarnos su favor. Son los mismos espíritus que empujan a las empresas japonesas a bendecir los emplazamientos de las fábricas que van a construir, y a los japoneses de mi generación a venerar al emperador como si fuese un dios. Los kami son la base del sintoísmo, ya que shinto significa, literalmente, «el camino de los dioses», y la adoración de la naturaleza es uno de sus principios más antiguos y sagrados.

Por eso creía que se estaba cumpliendo su voluntad. Al exiliarme al bosque, había contaminado su pureza. Después de deshonrarme, de deshonrar a mi familia y a mi país, por fin había dado el último paso: deshonrar a los dioses. Y por eso habían decidido enviar a un asesino a hacer el trabajo que yo no había sido capaz de completar, a eliminar mi hedor. Agradecí a los dioses su piedad y lloré, preparado para el golpe definitivo.

Pero nunca llegó. El oso dejó de jadear y emitió un gemido agudo, casi infantil. «¿Qué te pasa? —le pregunté a un carnívoro de trescientos kilos—. ¡Venga, acaba conmigo!» El oso siguió gimiendo como un perro asustado y después se alejó de mí a la velocidad de una presa perseguida. Entonces oí aquel otro gemido. Me volví e intenté captar su origen. Por la altura de la boca, sabía que era más alto que yo; oí un pie que se arrastraba por la tierra blanda y húmeda, y el aire que salía a borbotones por una herida abierta en el pecho.

Sabía que avanzaba hacia mí, gruñendo y lanzando zarpazos al aire vacío. Conseguí esquivar su torpe intento de herirme y cogí el ikupasuy, concentré mi ataque en la fuente del gemido de la criatura, golpeé rápidamente y noté la vibración del crujido en los brazos. La criatura cayó de espaldas en la tierra, mientras yo lanzaba un grito triunfante: «¡Banzai!».

Me resulta difícil describir mis sentimientos en aquellos instantes. La furia había estallado en mi corazón, creando una fuerza y un valor que alejaban mi antigua vergüenza como el sol aleja a la noche del cielo. De repente, supe que los dioses me aprobaban, que no habían enviado al oso para matarme, sino para avisarme. Entonces no entendí el motivo, pero sabía que debía sobrevivir hasta el día en que por fin se me revelase.

Y eso hice durante los siguientes meses: sobreviví. Dividí mentalmente la sierra de Hiddaka en una serie de varios cientos de chi-tai[57]. Cada chi-tai tenía algún objeto que ofrecía protección (un árbol o una roca alta) y un lugar para dormir en paz sin temor a un ataque inmediato. Siempre dormía durante el día, y sólo viajaba, buscaba comida o cazaba por la noche. No sabía si las criaturas dependían de la visión tanto como los seres humanos, pero no quería darles ni siquiera esa pequeña ventaja.[58]

Perder la vista me había preparado para estar siempre alerta cuando me movía. Los que pueden ver suelen dar por sentado el acto de caminar; ¿cómo si no iban a tropezarse con algo que han visto con claridad? El fallo no está en los ojos, sino en la mente, un proceso mental perezoso consentido por toda una vida de dependencia en el nervio óptico. A mí no me ocurría; siempre había tenido que estar en guardia frente a peligros potenciales, estar centrado, alerta y vigilando cada paso, por decirlo de alguna forma. No me molestaba añadir una amenaza más. Caminaba unos cien pasos, me paraba, escuchaba y olía el viento, a veces incluso me agachaba para pegar la oreja al suelo. Ese método no me fallaba, y nunca me sorprendieron, ni me descubrieron con la guardia baja.

¿Alguna vez tuvo problemas por no ser capaz de detectarlos a larga distancia? ¿Por no ver al atacante cuando estaba a varios kilómetros?

Mi actividad nocturna evitaba el uso de una visión sana, y cualquier criatura que estuviese a varios kilómetros suponía la misma amenaza para mí que yo para ella. No hacía falta estar en guardia hasta que entraban en lo que podríamos llamar mi «perímetro de seguridad sensorial», el alcance máximo de mis oídos, nariz, dedos y pies. En el mejor de los días, cuando las condiciones eran óptimas y Haya-ji[59] estaba de buen humor, ese perímetro podía alcanzar hasta medio kilómetro. En el peor de los días, podía bajar hasta unos treinta o incluso quince pasos. Esos incidentes eran poco habituales, sólo sucedían cuando había hecho algo que enfurecía de verdad a los kami, aunque me resulta imposible saber qué era. Además, las criaturas eran de gran ayuda, porque siempre tenían la amabilidad de avisar antes de atacar.

Aquel aullido de alarma que se activa cuando descubren a una presa no sólo me avisaba de la presencia de una criatura, sino también de la dirección, alcance y posición exacta del ataque. Oía el gemido sobre las colinas y los campos, y sabía que, al cabo de una media hora, uno de los muertos vivientes me haría una visita. En momentos como ésos me detenía y me preparaba pacientemente para el ataque: soltaba la mochila, estiraba las extremidades, y a veces encontraba un sitio para sentarme en silencio a meditar. Siempre sabía cuándo se acercaban lo suficiente para golpearlos, y siempre dedicaba un momento a inclinarme y agradecerles su amabilidad al avisarme. Casi sentía pena por aquellos desgraciados autómatas, que habían recorrido tanta distancia, lenta y metódicamente, para acabar su viaje con el cráneo abierto o el cuello cortado.

¿Siempre mataba a su enemigo del primer golpe?

Siempre.

[Hace un gesto con un ikupasuy imaginario.]

Golpear hacia delante, nunca balancear. Al principio apuntaba a la base del cuello, pero después, cuando mis habilidades mejoraron con el tiempo y la experiencia, aprendí a golpear aquí…

[Coloca una mano en posición horizontal en el hueco entre la frente y la nariz.]

Aunque era un poco más duro que una simple decapitación, por la grosura del hueso, servía para destrozar el cerebro, mientras que, con la decapitación, había que darle un segundo golpe a la cabeza viviente.

¿Y si se trataba de varios atacantes? ¿Le resultaba más problemático?

Sí, al principio. Cuando aumentaron de número, también lo hicieron las ocasiones en las que me veía rodeado. Aquellas primeras batallas fueron… «sucias». Debo reconocer que dejé que mis emociones me gobernaran: era el tifón, no el rayo. Durante una melé en Tokachi-dake tardé cuarenta y un minutos en acabar con otras tantas criaturas. Estuve quince días limpiando los fluidos corporales que me manchaban la ropa. Después, cuando empecé a desarrollar mi creatividad táctica, permití que los dioses se unieran a mí en el campo de batalla; conducía a grupos de criaturas hasta la base de una roca alta, donde podía aplastarles el cráneo desde arriba. Incluso encontraba rocas que les permitían subir a por mí, pero no todas a la vez, claro, sino de una en una, de modo que podía tirarlas contra los afilados afloramientos rocosos de abajo. Me aseguraba de agradecerle su ayuda al espíritu de cada roca, acantilado o cascada que las dejaba caer más de mil metros. Lo de la cascada no fue algo que me gustase repetir, porque recuperar el cuerpo supuso un trabajo largo y difícil.

¿Fue a recoger el cadáver?

Para enterrarlo. No podía dejarlo allí, profanando el arroyo. No habría sido… «correcto».

¿Recogía todos los cadáveres?

Todos y cada uno. Aquella vez, después de lo de Tokachi-dake, estuve tres días cavando. Separé las cabezas; casi siempre las quemaba, pero, en Tokachi-dake las tiré al cráter volcánico, donde la furia de Oyamatsumi[60] pudiera purgar su hedor. No entendía del todo por qué lo hacía así; me parecía que lo más adecuado era separar el origen de la maldad.

La respuesta me llegó la víspera de mi segundo invierno en el exilio. Era mi última noche en las ramas de un árbol alto, ya que, cuando cayesen las nieves, pensaba regresar a la cueva en la que había pasado el invierno anterior. Me acababa de acomodar y estaba esperando a que el calor del alba me durmiese, cuando oí unas pisadas, demasiado rapidas y enérgicas para ser de una criatura. Haya-ji había decidido serme favorable aquella noche, porque me había traído el olor de lo que sólo podía ser un humano. Había llegado a darme cuenta de que los muertos vivientes eran bastante inodoros. Sí, tenían un sutil aroma a descomposicion, que era algo más fuerte si el cadáver llevaba despierto algún tiempo o si la carne masticada le había salido de las tripas y formaba un bulto podrido en su ropa interior. Sin embargo, aparte de eso, los muertos vivientes tenían lo que yo llamo un «hedor sin olor»; no producían sudor, ni orina, ni heces convencionales; ni siquiera llevaban las bacterias del estómago o los dientes que, en los seres humanos, generaban el mal aliento. No podía decirse lo mismo del animal de dos patas que se acercaba rápidamente a mi posición: su aliento, su cuerpo, su ropa…, todo llevaba sin lavarse bastante tiempo.

Todavía estaba oscuro, así que no se percató de mi presencia. Calculé que su camino lo llevaría directamente bajo las ramas de mi árbol, así que me agazapé poco a poco, en silencio. No sabía si era hostil, si estaba loco o si lo habrían mordido recientemente. No quería correr riesgos.

[En este punto, Kondo interviene.]

KONDO: Lo tenía encima antes de darme cuenta. Mi espada salió volando y las piernas me cedieron.

TOMONAGA: Aterricé sobre sus omóplatos con la fuerza suficíente para dejar sin aliento a aquella figura tan débil y desnutrida, pero procurando no causarle ningún daño permanente.

KONDO: Me puso boca abajo, de cara a la tierra, y me apretó el cuello con la punta de esa extraña pala que llevaba.

TOMONAGA: Le dije que se quedase quieto, que lo mataría si se movía.

KONDO: Intenté hablar, explicarle entre toses que no era hostil, que ni siquiera sabía que él estuviese allí, que sólo quería atravesar aquella zona y seguir mi camino.

TOMONAGA: Le pregunté adonde iba.

KONDO: Le dije que a Nemuro, el principal puerto de evacuación de Hokkaido, porque quizá quedase allí un último transporte, un barco de pesca o… cualquier cosa que pudiera llevarme a Kamchatka.

TOMONAGA: Yo no entendía nada, así que le ordené que se explicase.

KONDO: Y yo se lo expliqué todo sobre la plaga y la evacuación, y lloré cuando le dije que Japón había sido completamente abandonado, que Japón estaba nai.

TOMONAGA: Y, de repente, lo supe, supe por qué los dioses se habían llevado mi vista, por qué me habían enviado a Hokkaido para aprender a cuidar de la tierra y por qué habían enviado al oso para avisarme.

KONDO: Empezó a reírse mientras me soltaba y me ayudaba a limpiarme de tierra.

TOMONAGA: Le dije que Japón no estaba abandonado, que allí seguían los elegidos por los dioses para ser sus jardineros.

KONDO: Al principio no lo entendí…

TOMONAGA: Así que le expliqué que, como cualquier jardín, Japón no podía dejarse marchitar y morir, que nosotros cuidaríamos de él, que lo conservaríamos, que aniquilaríamos a la plaga andante que lo infestaba y manchaba, y que restauraríamos su belleza y pureza para el día en que sus hijos regresaran.

KONDO: Creí que estaba loco y se lo dije a la cara. ¿Nosotros dos contra millones de siafu?

TOMONAGA: Yo le devolví la espada; su peso y su equilibrio me resultaban familiares. Le dije que quizá nos enfrentáramos a cincuenta millones de monstruos, pero que esos monstruos se estarían enfrentando a los dioses.