Kyoto (Japón)

[La vieja foto de Kondo Tatsumi muestra a un adolescente delgaducho de ojos rojos y apagados, con acné y unas mechas rubias que le surcan el pelo sucio. El hombre con el que hablo no tiene pelo. Está afeitado, bronceado y musculoso, y su mirada clara y penetrante no se aparta en ningún momento de mis ojos. Aunque sus modales son cordiales y está de buen humor, este monje guerrero conserva la compostura de un depredador en reposo.]

Yo era un otaku. Sé que el término ha llegado a significar muchas cosas distintas para mucha gente, pero para mí simplemente significaba forastero. Muchos estadounidenses, sobre todo los jóvenes, debían de sentirse atrapados por la presión social, como le pasa a todos los humanos. Sin embargo, si he entendido bien su cultura, ustedes alientan el individualismo; veneran al «rebelde», al «pícaro», a los que se mantienen a una distancia orgullosa de las masas. Para ustedes, el individualismo es motivo de honor; para nosotros, es la marca de la vergüenza. Vivíamos, sobre todo antes de la guerra, en un laberinto complejo de juicios externos que nos parecía infinito. Tu apariencia, tu forma de hablar, todo desde tu profesión a la forma en que estornudabas, tenía que planificarse y orquestarse para seguir la rígida doctrina de Confucio. Algunos tenían la fuerza, o la falta de fuerza, suficiente para aceptar esa doctrina. Otros, como yo, decidíamos exiliarnos a un mundo mejor; ese mundo era el ciberespacio, y estaba diseñado para el otaku japonés.

No puedo opinar sobre el sistema educativo estadounidense, ni sobre ningún otro sistema educativo del mundo, pero el nuestro se basaba casi por completo en la memorización de datos. Desde el primer día que entraban en un aula, los niños japoneses recibían toneladas de datos y cifras que no tenían aplicación práctica en la vida diaria. Esos datos carecían de componente moral, contexto social o vínculo humano con el mundo exterior; cuando los dominabas, ascendías, y ésa era su única razón de ser. A los niños japoneses del periodo anterior a la guerra no se les enseñaba a pensar, sino a memorizar.

Seguro que entiende por qué esta educación se prestaba fácilmente a la existencia en el ciberespacio. En un mundo de información sin contexto, donde la posición social se determinaba en función de quién lograba y poseía los datos, los de mi generación podíamos gobernar como dioses. Yo era sensei, dominaba cualquier búsqueda, ya fuese descubrir el grupo sanguíneo del gabinete del primer ministro, los recibos fiscales de Matsumoto y Hamada[51], o la ubicación y condiciones de todas las espadas shin-gunto de la Guerra del Pacífico. No tenía que preocuparme por mi aspecto, ni por la etiqueta social, ni por mis notas, ni por mis perspectivas de futuro. Nadie podía juzgarme, nadie podía hacerme daño. En aquel mundo yo era poderoso y, lo que es más importante, ¡estaba a salvo!

Cuando la crisis llegó a Japón, mi camarilla, como todas las demás, se olvidó de sus obsesiones anteriores y dedicó todas sus energías a los muertos vivientes; estudiamos su fisiología, su comportamiento, sus debilidades y la respuesta global a su ataque contra la humanidad. Este último tema era la especialidad de mi camarilla: la posibilidad de contención dentro de las islas japonesas. Recogí estadísticas sobre población, redes de transporte y doctrina policial, y lo memoricé todo, desde el tamaño de la flota mercante japonesa a cuántas balas podía llevar el fusil de asalto tipo 89 del ejército; ningún dato era lo bastante insignificante o secreto. Teníamos una misión y apenas dormíamos. Cuando por fin suspendieron las clases, tuvimos la oportunidad de estar conectados prácticamente las veinticuatro horas del día. Yo fui el primero en entrar en el disco duro personal del doctor Komatsu y leer los datos sin editar, una semana antes de que presentase sus descubrimientos a La Dieta. Fue un éxito; sirvió para elevar mi estatus entre unas personas que ya de por sí me adoraban.

¿Fue el doctor Komatsu el primero que recomendó la evacuación?

Sí. Había estado compilando los mismos datos que nosotros. Sin embargo, mientras nosotros los memorizábamos, él los analizaba. Japón era una nación superpoblada: ciento veintiocho millones de personas metidas en menos de trescientos setenta mil kilómetros cuadrados de islas montañosas o urbanizadas en exceso. El bajo índice de criminalidad japonés hacía que tuviésemos una de las fuerzas policiales relativamente más pequeñas y menos armadas del mundo industrializado. Japón era, además, un estado casi desmilitarizado. A causa del «protectorado» estadounidense, nuestras fuerzas militares defensivas no habían entrado en combate desde 1945. Ni siquiera las tropas simbólicas que se desplegaron en el Golfo llegaron a ver acción de verdad y se pasaron casi toda la ocupación detrás de los muros de su recinto aislado. Teníamos acceso a toda aquella información, pero no los medios para ver hacia dónde señalaba, así que nos cogió por sorpresa que el doctor Komatsu declarase públicamente que la situación no tenía remedio y que teníamos que evacuar Japón de inmediato.

Debió de ser aterrador.

¡En absoluto! Disparó un estallido de actividad frenética, una carrera para descubrir dónde se reasentaría la población. ¿Sería en el sur, en los atolones de coral del centro y el sur del Pacífico, o iríamos al norte para colonizar las Kuriles, Sajalín o incluso a algún lugar de Siberia? El que averiguase la respuesta sería el otaku más importante de la historia.

¿Y no le preocupaba su seguridad personal?

Claro que no. Japón estaba condenado, pero yo no vivía en Japón, sino en un mundo de información libre. Los siafu[52], porque así es como llamábamos a los infectados, no eran algo que temer, eran algo que estudiar. Ni se imagina lo desconectado que estaba. Todo se combinaba para aislarme por completo: mi cultura, mi educación y, después, el estilo de vida otaku. Aunque evacuasen Japón, aunque destruyesen Japón, yo estaría a salvo contemplándolo todo desde la cima de mi montaña digital.

¿Y sus padres?

¿Y mis padres? Aunque vivíamos en el mismo piso, nunca había charlado de verdad con ellos. Seguro que creían que estaba estudiando; incluso después de cancelar las clases, les decía que tenía que preparar exámenes, y ellos nunca lo pusieron en duda. Mi padre y yo rara vez hablábamos. Mi madre me dejaba todas las mañanas una bandeja con el desayuno delante de la puerta y, por las noches, me dejaba la cena. La primera vez que no me dejó la bandeja, no me preocupé. Me desperté esa mañana, como siempre; me masturbé, como siempre; me conecté a Internet, como siempre. No empecé a tener hambre hasta mediodía. Odiaba tener aquellas sensaciones, hambre, fatiga o, lo que es peor, deseo sexual, porque no eran más que distracciones físicas que me molestaban. Me aparté a regañadientes del ordenador y abrí la puerta del dormitorio, pero no había comida. Llamé a mi madre; no hubo respuesta. Fui hacia la zona de la cocina, cogí un poco de ramen crudo y volví corriendo a mi escritorio. Por la noche hice lo mismo, y también a la mañana siguiente.

¿Nunca se preguntó dónde estarían sus padres?

Sólo me importaba por los preciados minutos que perdía alimentándome solo. En mi mundo estaban pasando demasiadas cosas emocionantes.

¿Y los otros otaku? ¿No hablaban sobre sus miedos?

Compartíamos datos, no sentimientos, ni siquiera cuando empezaron a desaparecer. Me daba cuenta de que alguien había dejado de responder a los correos o que otro no había publicado ninguna entrada desde hacía tiempo. Veía que no se habían conectado en todo el día o que sus servidores ya no estaban activos.

¿Y eso no lo asustaba?

Me fastidiaba: no sólo estaba perdiendo una fuente de información, estaba perdiendo a alguien que, más adelante, podría elogiar la mía. Publicar una nueva trivialidad sobre los puertos de evacuación japoneses y tener cincuenta respuestas en vez de sesenta me resultaba ofensivo; después, esas cincuenta respuestas se convirtieron en cuarenta y cinco, después en treinta…

¿Cuánto tiempo duró eso?

Unos tres días. La última entrada, de otro otaku de Sendai, decía que los muertos salían del Hospital Universitario de Tokohu, en el mismo cho que su apartamento.

¿Y eso no le preocupó?

¿Por qué? Yo estaba demasiado ocupado intentando averiguarlo todo sobre el proceso de evacuación. ¿Cómo lo iban a llevar a cabo? ¿Qué organizaciones del gobierno participaban? ¿Estarían los campamentos en Kamchatka, en Sajalín o en ambos sitios? ¿Y qué era aquello de la ola de suicidios que barría el país?[53] Tantas preguntas y tantos datos que recoger… Me maldije por tener que dormir aquella noche.

Cuando me desperté, la pantalla estaba en blanco. Intenté conectarme; nada. Intenté reiniciar; nada. Me di cuenta de que estaba con la batería de reserva. No me suponía un problema, porque tenía energía suficiente para diez horas de uso continuado. También vi que mi señal estaba a cero, y eso ya no me lo podía creer. Kokura, como el resto de Japón, tenía una red inalámbrica de última generación que, en teoría, era a prueba de fallos. Podía caerse un servidor, quizá incluso unos cuantos, pero ¿toda la red? Pensé que tenía que ser mi ordenador, no quedaba más remedio. Saqué mi portátil e intenté conectarme, pero no había señal. Solté una imprecación y me levanté para decirles a mis padres que tenía que usar su ordenador; entonces vi que no estaban en casa. Frustrado, intenté llamar por teléfono al móvil de mi madre; como era un teléfono inalámbrico, dependía de la red eléctrica. Probé con mi móvil; no daba señal.

¿Sabe qué les pasó?

No, ni siquiera ahora; no tengo ni idea. Sé que no me abandonaron, de eso estoy seguro. Quizá cogieran a mi padre en el trabajo, y mi madre quedase atrapada cuando iba a comprar comida. Puede que los perdiera juntos, cuando iban o venían de la oficina de reubicación. Les pudo pasar cualquier cosa. No había ninguna nota, nada. He estado intentando averiguar qué les sucedió desde entonces.

Regresé al dormitorio de mis padres, sólo para asegurarme de que no estaban allí, y probé de nuevo los teléfonos. Todavía no me había asustado, lo tenía todo bajo control. Intenté conectarme a Internet otra vez. ¿No es curioso? Sólo podía pensar en volver a escaparme, en regresar a mi mundo y sentirme a salvo. Nada. Ahí comenzó el pánico. «Ahora —grité, con la esperanza de hacer funcionar el ordenador por pura fuerza de voluntad—. ¡Ahora, ahora, ahora! ¡Ahora! ¡Ahora!»

Aporreé el monitor, me desgarré los nudillos, y la visión de mi sangre me aterró. Nunca había hecho deporte de pequeño, nunca me había herido; aquello me superaba, así que cogí el monitor y lo tiré contra la pared. Estaba llorando como un bebé, gritando, hiperventilándome. Empecé a volverme loco y a vomitar por el suelo; después me levanté y caminé tambaleándome hasta la puerta principal. No sé qué buscaba, sólo que tenía que salir; abrí la puerta y contemplé la oscuridad.

¿Intentó llamar a la puerta de algún vecino?

No, ¿no es extraño? Mi ansiedad social era tan enorme que, incluso en el momento cumbre de mi crisis nerviosa, arriesgarme al contacto personal seguía pareciéndome tabú. Di unos pasos, resbalé y caí en algo blando. Estaba frío y resbaladizo, y lo tenía por las manos y la ropa; apestaba, todo el pasillo apestaba. De repente oí un ruido bajo y regular, como arañazos, como si algo se arrastrase por el pasillo hacia mí.

Grité preguntando si había alguien, y oí un gruñido débil y gorgoteante. Mis ojos por fin se adaptaban a la oscuridad; empecé a distinguir una forma grande y humanoide que se arrastraba sobre la barriga. Me quedé paralizado; quería correr, pero, a la vez, quería…, no estoy seguro. Mi puerta proyectaba un estrecho rectángulo de tenue luz gris en la pared, y, cuando la cosa se acercó lo suficiente a la luz, conseguí verle la cara, completamente intacta, completamente humana salvo por el ojo derecho, que le colgaba del nervio. El izquierdo estaba clavado en los míos, y su gemido gorgoteante se convirtió en un jadeo ahogado. Salí corriendo de vuelta al piso y cerré la puerta de golpe.

Quizá por primera vez en muchos años mi mente estaba clara y, de repente, me di cuenta de que olía a humo y oía gritos a lo lejos. Me acerqué a la ventana y abrí las cortinas.

Kokura era un infierno: incendios, escombros…, los siafu estaban por todas partes. Vi cómo entraban rompiendo puertas, cómo invadían los apartamentos y devoraban a la gente que se escondía en los rincones o en las terrazas. Vi a algunas personas saltar por las ventanas y matarse, o romperse las piernas y la columna. Se quedaban tiradas en la acera, incapaces de moverse, y gemían de dolor hasta que los muertos las cercaban. Un hombre que estaba en un apartamento justo delante del mío intentó luchar contra ellos con un palo de golf, pero el instrumento se dobló sobre la cabeza de un zombi sin hacerle nada, y los otros cinco lo derribaron.

Entonces…, un golpe en la puerta. En mi puerta. Así… [agita el puño], pum, pumpum, pum…, en la parte de abajo de la puerta, cerca del suelo. Estaba oyendo a la cosa gruñir en el pasillo; también me llegaban ruidos de otros pisos. Eran mis vecinos, las personas a las que siempre intentaba evitar, cuyos nombres y caras apenas recordaba. Estaban gritando, suplicando, luchando y sollozando. Escuché una voz, una mujer joven o una niña, que estaba en el suelo, sobre mi piso, llamando a alguien por su nombre, suplicándole que parase; la voz quedó ahogada en un coro de gemidos. Los golpes de la puerta se hicieron más violentos, porque habían aparecido más siafu. Perdí tiempo y fuerzas intentando apilar los muebles del salón junto a la entrada, ya que, en términos estadounidenses, nuestro piso estaba bastante vacío. La puerta empezó a crujir; podía ver cómo sufrían las bisagras y calculé que apenas me quedaban unos cuantos minutos para escapar.

¿Escapar? Pero si la puerta estaba atrancada…

Por la ventana, al balcón del piso inferior. Pensé que podía atar las sábanas para hacer una cuerda… [sonríe, avergonzado]… Se lo había oído a un otaku que estudiaba fugas de las prisiones estadounidenses. Era la primera vez que le daba una aplicación práctica a mis conocimientos teóricos.

Por suerte, la tela resistió. Bajé por ella hacia el piso que tenía debajo. De inmediato, empecé a notar calambres en los músculos, ya que, como nunca les había prestado atención, se estaban vengando de mí. Hice lo que pude por controlar mis movimientos y no pensar en que estaba a diecinueve plantas del suelo. El viento era terrible, caliente y seco por culpa de los incendios; una ráfaga me cogió y me golpeó contra el lateral del edificio, de modo que reboté en el hormigón y solté la tela. Mis pies se dieron contra la barandilla del balcón de abajo, y tuve que reunir todo mi valor para relajarme y bajar los pocos centímetros que me quedaban. Aterricé de culo, jadeando y tosiendo por el humo. Oía ruidos arriba, en mi piso, porque los muertos habían derribado la puerta principal. Miré hacia mi balcón y vi una cabeza, la del siafu de un solo ojo, que se metía por la abertura entre la barandilla y el suelo. Se quedó allí colgado un instante, medio fuera, medio dentro, intentó lanzarse a por mí y cayó al vacío. Nunca olvidaré que seguía intentando agarrarme mientras caía, ni la imagen de pesadilla de aquella criatura suspendida en el aire, con los brazos extendidos y el ojo suelto volando sobre la frente.

Oí los gemidos de los otros siafu en el balcón y me volví para ver si había alguno en el apartamento en el que me encontraba. Por suerte, comprobé que alguien había montado una barricada en la puerta principal, como había hecho yo. Sin embargo, no me llegaban gemidos desde el otro lado, y también me tranquilizó ver la capa de cenizas sobre la alfombra. Era una capa gruesa y sin marcas, lo que me decía que nadie pisaba aquel suelo desde hacía un par de días. Durante un instante creí estar solo, y entonces noté el olor.

Abrí la puerta del baño y me echó para atrás una nube invisible y putrefacta. La mujer estaba en la bañera, se había cortado las venas haciéndose unos trazos largos y verticales, para asegurarse de terminar el trabajo. Se llamaba Reiko, era la única vecina que me había esforzado por conocer, ya que trabajaba en un club muy caro para hombres de negocio extranjeros, y siempre me había preguntado qué aspecto tendría desnuda. Acababa de averiguarlo.

Curiosamente, lo que más me preocupaba era no saber ninguna oración que dedicar a los muertos. Se me había olvidado lo que mis abuelos intentaron enseñarme de pequeño, lo había rechazado, considerándolo un dato obsoleto. Resultaba vergonzoso lo desapegado que me encontraba de mi herencia cultural. Sólo pude quedarme allí de pie como un idiota y susurrar una incómoda disculpa por llevarme parte de sus sábanas.

¿Sus sábanas?

Para hacer más cuerda. Sabía que no podía quedarme mucho tiempo; aparte del riesgo para la salud que suponía el cadáver, no había forma de saber cuándo notarían mi presencia los siafu de aquella planta y procederían a atacar la barricada. Tenía que salir del edificio, de la ciudad y, con suerte, encontrar la forma de salir de Japón. Todavía no tenía un plan bien pensado, sólo sabía que tenía que seguir adelante, planta por planta, hasta llegar a la calle. Supuse que detenerme en algunos de los pisos me daría la oportunidad de recoger suministros, y, aunque mi método de bajar por la cuerda de sábanas resultase peligroso, no podía ser peor que los siafu que, sin duda, acechaban en los pasillos y escaleras del edificio.

¿No sería aún más peligroso cuando llegase a la calle?

No, era más seguro. [Nota mi extrañeza.] No, de verdad. Era una de las cosas que había aprendido en Internet: los muertos son lentos y resulta fácil correr o incluso caminar más deprisa que ellos. En el interior corría el riesgo de quedar atrapado en algún cuello de botella, pero, al aire libre, tenía infinitas opciones. Lo que es mejor, gracias a los informes que los supervivientes habían colgado en la red, había aprendido que el caos de un brote a gran escala podía jugar en mi beneficio. Con tantos humanos asustados y desorganizados para distraer a los siafu, ¿por qué se iban a fijar en mí? Mientras mirase por dónde iba, avanzase a paso ligero y no tuviese la mala suerte de acabar atropellado por un motorista desquiciado o alcanzado por una bala perdida, tenía una buena probabilidad de abrirme paso entre el desastre de la ciudad. El verdadero problema era llegar hasta allí.

Tardé tres días en bajar hasta la planta baja. En parte, se debía a mi lamentable estado físico; para un atleta bien entrenado, mi numerito con la cuerda improvisada habría sido todo un reto, así que imagínese lo que significaba para mí. En retrospectiva, fue un milagro que no cayese al vacío ni sucumbiese a una infección, teniendo en cuenta todos los arañazos y roces que me hice. Mi cuerpo se mantenía a base de adrenalina y analgésicos; estaba exhausto, nervioso y terriblemente falto de sueño, porque no podía descansar en el sentido convencional. Cuando oscurecía, apoyaba todo lo que podía contra la puerta, me sentaba en un rincón, lloraba, me curaba las heridas y maldecía mi fragilidad, hasta que el cielo se iluminaba de nuevo. Una noche conseguí cerrar los ojos e incluso adormecerme unos minutos, pero, entonces, los golpes de un siafu en la puerta hicieron que saliese corriendo hacia la ventana. Me pasé el resto de aquella noche acurrucado en el balcón del piso de al lado; las puertas correderas estaban cerradas con llave, y a mí no me quedaban fuerzas para romperlas de una patada.

Mi segundo retraso fue psicológico, no físico; en concreto, al ser otaku, se trataba de mi necesidad obsesivo compulsiva de encontrar el equipo de supervivencia perfecto, tardara lo que tardara en lograrlo. Gracias a mis búsquedas en la red, sabía cuáles eran las armas, la ropa, la comida y las medicinas ideales. El problema era encontrarlas en un edificio de pisos de oficinistas urbanos.

[Se ríe.]

Era para verme, arrastrándome por aquella cuerda hecha de sábanas, con un impermeable de hombre de negocios y la mochila vintage de Hello Kitty, de color rosa chillón, que le había cogido a Reiko. Me había llevado mi tiempo, pero, al tercer día, ya tenía casi todo lo que necesitaba, salvo un arma fiable.

¿No había encontrado nada?

[Sonríe.] No estaba en los Estados Unidos, donde había más armas de fuego que habitantes. Es un dato verídico: un otaku de Kobe robó esa información directamente de la Asociación Nacional del Rifle de su país.

Me refería a una herramienta de mano, un martillo o una palanca…

¿Qué oficinista se encarga de sus propias reparaciones? Pensé en un palo de golf, porque de esos sí había muchos, hasta que me acordé de lo que había intentado hacer el hombre del edificio de enfrente. Sí que encontré un bate de béisbol de aluminio, pero lo habían usado tanto que estaba demasiado doblado para resultar útil. Miré por todas partes, de verdad, sin encontrar nada lo bastante fuerte o afilado para defenderme. También razoné que, una vez llegase a la calle, podría tener más suerte: una porra de un policía muerto o, incluso, el arma de fuego de un soldado.

Ese tipo de pensamientos fue lo que estuvo a punto de matarme. Estaba a cuatro plantas del suelo, casi, literalmente, al final de mi cuerda. Cada tramo que fabricaba me daba para varias plantas, la suficiente longitud para poder recoger más sábanas. Sabía que aquella parada sería la última, y ya tenía preparado todo mi plan de huida: aterrizaría en el balcón de la cuarta planta, entraría en el piso para coger las sábanas (había perdido la esperanza de encontrar un arma), me deslizaría hasta la acera, robaría la moto más adecuada (aunque no tenía ni idea de cómo conducirla), saldría a toda pastilla como un antiguo bosozoku[54] y, quizá, podría recoger a un par de chicas por el camino. [Se ríe.] En aquellos momentos, mi mente era apenas funcional. Si la primera parte de mi plan hubiese funcionado y hubiese conseguido llegar al suelo en esas condiciones… Bueno, lo que importa es que no lo hice.

Aterricé en el balcón de la cuarta planta, fui a abrir la puerta corredera y me di de bruces contra un siafu. Era un joven de veintitantos con un traje desgarrado. Le habían arrancado la nariz a mordiscos y arrastraba su rostro ensangrentado por la superficie del cristal. Di un salto hacia atrás, me agarré a la cuerda e intenté subir de nuevo, pero no me respondían los brazos; no me dolían ni me ardían, simplemente habían llegado a su límite. El siafu empezó a aullar y a aporrear el cristal, mientras yo, desesperado, intentaba balancearme, con la esperanza de hacer rápel por la fachada del edificio y aterrizar en el balcón de al lado. El cristal se rompió y el siafu se abalanzó sobre mis piernas. Yo me impulsé para apartarme del edificio, solté la cuerda, me lancé con todas mis fuerzas… y fallé.

La única razón por la que estoy hablando con usted en estos momentos fue que mi caída en diagonal me llevó hasta el balcón que estaba debajo del que yo había elegido para aterrizar. Caí de pie, me tambaleé hacia delante y estuve a punto de caer por el otro lado de la barandilla. Entré en el piso a trompicones y miré rápidamente a mi alrededor en busca de siafu. El salón estaba vacío, y el único mueble, una mesita tradicional, estaba apoyada contra la puerta. El ocupante debía de haberse suicidado, como los otros. No olí nada raro, así que supuse que se habría tirado por la ventana. Razoné que estaba solo y me permití el grado de alivio justo para dejar que mis piernas cediesen. Me apoyé en la pared del salón, con el cansancio a punto de hacerme delirar, y contemplé la colección de fotografías que decoraban la pared que tenía delante. El propietario del piso era un anciano, y las fotografías mostraban una vida muy plena: había tenido una gran familia, muchos amigos, y, al parecer, había viajado a todos los lugares emocionantes y exóticos del mundo. Yo nunca me había imaginado saliendo de mi dormitorio, por no hablar de llevar un tipo de vida semejante, pero me prometí que, si salía de aquella pesadilla, no me limitaría a sobrevivir, ¡viviría!

Mis ojos repararon en el otro mueble que quedaba en la habitación, una Kami Dana o altar sintoísta tradicional. Debajo de él, en el suelo, había algo, supuse que una nota de suicidio que el viento habría llevado hasta allí cuando entré. Como no me pareció bien dejarla tirada, atravesé el cuarto cojeando y me agaché para recogerla. Muchos Kami Dana tienen un espejito en el centro y reflejado en ese espejo, vi algo que salía del dormitorio arrastrando los pies.

La adrenalina entró en acción justo cuando me volví. El anciano seguía allí, y la venda que llevaba en la cara me decía que no hacía mucho que se había reanimado. Se lanzó sobre mí; yo lo esquivé. Todavía notaba las piernas temblorosas, y él consiguió cogerme por el pelo, pero me retorcí, intentando soltarme. El siafu me pegó un tirón para acercarme a él. Estaba en una forma física sorprendente para alguien de su edad, con una musculatura igual, si no superior, a la mía; sin embargo, tenía los huesos frágiles y oí cómo se le rompían cuando le agarré el brazo con el que me tenía sujeto. Le di una patada en el pecho, él salió volando hacia atrás y su brazo roto se me quedó enganchado al pelo. Se dio contra la pared y las fotografías cayeron, bañándolo en una lluvia de cristales. Gruñó y se lanzó de nuevo contra mí. Retrocedí, me tensé y lo agarré por el brazo que le quedaba, retorciéndoselo para ponérselo a la espalda, mientras, con la otra mano, le rodeaba el cuello y, con un rugido que no me sabía capaz de producir, lo empujé hacia el balcón y lo tiré al vacío. Aterrizó boca arriba en el pavimento, y su cabeza siguió gruñéndome desde aquel cuerpo roto.

De repente empezaron los golpes en la puerta principal, más siafu que habían oído nuestra refriega. Yo me dejaba llevar por el instinto; corrí al dormitorio del anciano y empecé a rajar las sábanas de la cama. Me imaginé que no me harían falta muchas, sólo tres más y, entonces… entonces me detuve, helado, tan inmóvil como una foto. Eso era lo que me había llamado la atención, otra fotografía que estaba colgada en la pared desnuda del dormitorio, en blanco y negro, granulosa, en la que se veía a una familia tradicional: una madre, un padre, un niño y un adolescente, seguramente el anciano, vestido de uniforme. Tenía algo en la mano, algo que hizo que el corazón estuviese a punto de parárseme. Me incliné ante la fotografía y dije, casi entre lágrimas: «Arigato».

¿Qué tenía en la mano?

La encontré en el fondo de una cómoda del dormitorio, bajo un fajo de papeles y los restos del uniforme de la foto. La vaina era de aluminio verde desconchado, típico del ejército, y un mango de cuero improvisado había sustituido la zapa original, pero el acero… era brillante como la plata y doblado, no estampado a máquina… con una suave curvatura tori de punta larga y recta. Unas crestas planas y anchas decoradas con el kiku-sui, el crisantemo imperial, y un río auténtico, no coloreado al ácido, bordeando el filo templado. Una artesanía exquisita, sin duda forjada para la batalla.

[Me acerco a la espada que tiene a su lado. Tatsumi sonríe.]