Atolón de Ulithi (Estados Federales de Micronesia)

[Durante la Segunda Guerra Mundial, este enorme atolón de coral sirvió de principal base avanzada de la flota del Pacífico de los Estados Unidos. Durante la Guerra Mundial Z no sólo protegió los barcos de la armada estadounidense sino también cientos de barcos civiles. Uno de ellos era el UNS Ural, el primer centro de emisiones de Radio Free Earth. Ahora se ha convertido en un museo que recoge los logros del proyecto, y es el protagonista del documental británico Palabras en tiempo de guerra. Una de las personas entrevistadas en el documental es Barati Palshigar.]

El enemigo era la ignorancia; las mentiras, las supersticiones, la mala información y la desinformación. A veces no había información alguna. La ignorancia mató a miles de millones de personas y provocó la Guerra Zombi. Imagínese qué habría pasado de haber sabido entonces lo que sabemos ahora, si se hubiese comprendido el virus de los muertos como, por ejemplo, el de la tuberculosis. Imagínese qué habría pasado si los ciudadanos del mundo o, al menos, los encargados de protegerlos, hubiesen sabido exactamente a qué se enfrentaban. La ignorancia era el verdadero enemigo, y los hechos puros y duros eran nuestra arma.

Cuando me uní a Radio Free Earth, todavía lo llamaban Programa Internacional sobre Salud y Seguridad. El nombre de Radio Free Earth, la radio de la Tierra libre, fue idea de las personas y comunidades que supervisaban nuestras emisiones.

Era la primera organización internacional de verdad, apenas unos meses después del Plan Sudafricano y años antes de la conferencia de Honolulú. Igual que el resto del mundo basó sus estrategias de supervivencia en Redeker, nuestra génesis se gestó en Radio Ubunye[47].

¿Qué era Radio Ubunye?

Las emisiones de Sudáfrica para sus ciudadanos aislados. Como no tenían recursos para ofrecer ayuda material, la única asistencia que podía proporcionar el gobierno era la información. Fueron los primeros, al menos que yo sepa, en comenzar estas emisiones multilingües regulares. No sólo daban consejos prácticos de supervivencia, sino que llegaban a recoger y tratar todas y cada una de las falsedades que circulaban entre sus ciudadanos. Lo que hicimos nosotros fue coger la plantilla de Radio Ubunye y adaptarla a la comunidad internacional.

Yo subí a bordo, literalmente, al principio, cuando los reactores del Ural acababan de ponerse de nuevo en funcionamiento. El Ural había sido un barco soviético y después de la Armada Federal Rusa. Por aquel entonces, el SSV-33 se había utilizado para muchas cosas: como barco de mando y control, como plataforma de seguimiento de misiles y como barco de vigilancia electrónica. Por desgracia, también era un elefante blanco, porque sus sistemas, según me dicen, eran demasiado complicados para su propia tripulación. Se había pasado la mayor parte de su carrera atado a un muelle de la base naval de Vladivostok, proporcionando electricidad adicional a las instalaciones. No soy ingeniero, así que no sé cómo sustituyeron las barras de combustible gastado, ni cómo convirtieron sus enormes instalaciones de comunicaciones para que pudieran interactuar con la red global de satélites. Mi especialidad son los idiomas, en concreto los del subcontinente indio; el señor Verma y yo, nosotros dos solos, para atender a mil millones de personas…, bueno, en aquel momento seguían siendo mil millones.

El señor Verma me había encontrado en un campo de refugiados de Sri Lanka. Él era traductor y yo intérprete, y habíamos trabajado juntos hacía algunos años en la embajada de nuestro país en Londres. Entonces pensábamos que hacíamos un trabajo duro; no teníamos ni idea. La radio era una rutina enloquecedora, dieciocho o a veces veinte horas de trabajo al día; no sé cuándo dormíamos, porque había muchísima información en bruto, muchísimos partes que llegaban cada hora. Casi todo tenía que ver con técnicas básicas de supervivencia: cómo purificar agua, crear un invernadero de interior, cultivar y procesar esporas de moho para conseguir penicilina… Aquellos informes abrumadores a menudo estaban salpicados de datos y términos de los que no había oído hablar antes; nunca había escuchado el término quisling o niño salvaje; no sabía qué era un lobo, ni la falsa cura milagrosa del Phalanx. Sólo sabía que, de repente, tenía a un hombre uniformado poniéndome un montón de palabras delante de los ojos y diciéndome: «Necesitamos esto en marathi y listo para grabar en quince minutos».

¿Qué clase de mala información pretendían combatir?

¿Por dónde quiere que empiece? ¿Por la médica? ¿La científica? ¿La militar? ¿La espiritual? ¿La psicológica? El aspecto psicológico era el que me ponía más furioso. La gente estaba desesperada por dotar de cualidades humanas a la plaga andante. En la guerra, es decir, en una guerra convencional, nos pasamos mucho tiempo intentando deshumanizar al enemigo para crear una distancia emocional; podíamos inventarnos historias o nombres despectivos… Cuando pienso en lo que mi padre solía llamar a los musulmanes… Sin embargo, en esta guerra, todo el mundo parecía estar deseando encontrar cualquier vínculo con el enemigo, por diminuto que fuese; querían ponerle cara humana a algo que era, sin lugar a dudas, inhumano.

¿Me puede dar algunos ejemplos?

Había multitud de conceptos erróneos: que los zombis, de algún modo, eran inteligentes; que podían sentir y adaptarse, utilizar herramientas e incluso armas humanas; que conservaban recuerdos de su anterior existencia; o que era posible comunicarse con ellos y adiestrarlos, como si fuesen mascotas. Era descorazonador tener que desacreditar un mito falso tras otro. La guía de supervivencia para civiles ayudaba, pero tenía muchas limitaciones.

¿Ah, sí?

Claro que sí. Estaba claro que la había redactado un estadounidense, por las referencias a los todoterrenos y las armas de fuego. No se tenían en cuenta las diferencias culturales…, las distintas soluciones indígenas en las que algunos confiaban para salvarse de los muertos vivientes.

¿Por ejemplo?

Preferiría no dar muchos detalles, porque con eso condenaría de forma tácita a todo el grupo de gente del que surgió la solución. Como indio tengo que tratar con muchos aspectos de mi propia cultura que se han vuelto autodestructivos. Estaba Varanasi, una de las ciudades más antiguas de la Tierra, cerca del lugar donde se supone que Buda dio su primer sermón y a donde miles de hindúes van de peregrinación todos los años para morir allí. En condiciones normales, antes de la guerra, la carretera estaba atestada de cadáveres. Durante la plaga, los cadáveres empezaron a levantarse para atacar. Varanasi era una de las zonas blancas más activas, un nudo de muerte viviente. Este nudo abarcaba casi todo el largo del Ganges, cuyos poderes curativos se habían evaluado por métodos científicos décadas antes de la guerra; tenía algo que ver con el alto índice de oxigenación de sus aguas[48]. Trágico. Millones de personas acudieron a sus orillas, lo que sólo sirvió para alimentar el fuego. Incluso después de que el gobierno se retirase al Himalaya, cuando más del noventa por ciento de la población estaba oficialmente invadida, continuaron las peregrinaciones al Ganges. Todos los países tienen una historia similar. Todos los miembros de nuestra tripulación internacional se habían enfrentado, como mínimo, a un ejemplo de ignorancia suicida. Un estadounidense nos contó que una secta religiosa conocida como «Corderos de Dios» creía que por fin había llegado el juicio final y que, cuanto antes se infectaran, antes subirían al Cielo. Otra mujer, no diré de qué país, hizo todo lo que pudo por acabar con la idea de que mantener relaciones sexuales con una virgen podía «limpiar» la «maldición». No sé a cuántas mujeres y niñas violaron por culpa de esa limpieza. Mis compañeros estaban furiosos con su propia gente y se sentían avergonzados; un belga lo comparó con el oscurecimiento del cielo, decía que era «la maldad de nuestra alma colectiva».

Supongo que yo no tenía derecho a quejarme; mi vida nunca había corrido peligro, siempre tenía la barriga llena; puede que no durmiese a menudo, pero, al menos, podía dormir sin miedo; y, lo más importante, nunca tuve que trabajar en el departamento de RI del Ural.

¿RI?

Recepción de información. Los datos que emitíamos no se originaban a bordo del Ural, sino que llegaban de todo el mundo, de especialistas y grupos de expertos de varias zonas seguras gubernamentales. Transmitían sus descubrimientos a nuestros operadores de RI, quienes, a su vez, nos los pasaban a nosotros. Muchos de aquellos datos nos llegaban a través de bandas civiles abiertas convencionales, y muchas de esas bandas estaban atestadas de los gritos de ayuda de personas normales. Había millones de desgraciados repartidos por el planeta, todos gritando en sus aparatos de radio privados, mientras sus hijos morían de hambre, sus fortalezas temporales ardían o los muertos vivientes atravesaban sus defensas. Aunque no entendiesen su idioma, como les pasaba a muchos de los operadores, la voz humana de la angustia era inconfundible. Además, no se les permitía responder, no había tiempo, porque las transmisiones tenían que dedicarse a cosas oficiales. Prefiero no saber cómo lo pasaban los operadores de Rl.

Cuando llegó la última emisión desde Buenos Aires, cuando aquel famoso cantante latino interpretó una canción de cuna española, uno de nuestros operadores no pudo aguantarlo más. No era de Buenos Aires, ni siquiera era de Sudamérica; no era más que un marinero ruso de dieciocho años que se voló la tapa de los sesos encima de sus instrumentos. Fue el primero, y, desde el final de la guerra, el resto de los operadores de RI han seguido su ejemplo; no queda ni uno vivo. El último fue mi amigo belga. «Llevas esas voces contigo —me dijo una mañana que estábamos en cubierta, observando la niebla marrón, esperando un amanecer que sabíamos que nunca veríamos—. Esos gritos me acompañarán durante el resto de mi vida, nunca pararán, nunca dejarán de llamarme para que me una a ellos.»