Provincia de Bohemia (Unión Europea)

[Se llama Kost, «el hueso», y lo que le falta de belleza lo compensa más que de sobra con su fuerza. Este hrad gótico del siglo catorce parece surgir de sus cimientos de roca sólida y proyecta una sombra intimidatoria sobre el valle Plakanek, una imagen que David Alien Forbes está deseando capturar con lápiz y papel para su segundo libro, Castillos de la Guerra Zombi: El continente. El ilustrador inglés está sentado bajo un árbol, y su ropa de retales, junto con la larga espada escocesa que porta, se suman al aire artúrico del paisaje. Cambia abruptamente de personalidad cuando llego: de artista sereno pasa a ser un narrador muy nervioso.]

Cuando digo que el nuevo mundo no tiene nuestra historia de fortificaciones fijas, sólo me refiero a Norteamérica. Naturalmente, a lo largo del Caribe tenemos las fortalezas costeras de los españoles y las que los franceses construyeron en las Antillas Menores. También están las ruinas incas en los Andes, aunque nunca sufrieron asedios directos[45]. Además, cuando digo Norteamérica, no incluyo las ruinas mayas y aztecas de México…, el tema de la batalla de Kukulcán, aunque supongo que ahora eso es Toltec, ¿no?, donde unos tíos lograron retener a un montón de zetas en los escalones de esa pirámide gigantesca. Así que, cuando digo nuevo mundo, en realidad me refiero a los Estados Unidos y Canadá.

Eso no es un insulto, entiéndame; no lo tome como tal, por favor. Tanto su país como Canadá son naciones jóvenes, no tienen la historia de anarquía institucional que sufrimos los europeos después de la caída de Roma. Siempre han tenido gobiernos nacionales estables con el poder necesario para hacer cumplir la ley y el orden.

Sé que no fue así durante su expansión hacia el Oeste o durante la Guerra Civil, y, por favor, no crea que descarto las fortalezas anteriores a esa guerra o las experiencias de quienes las defendieron. Me gustaría visitar algún día el Fuerte Jefferson; he oído que los supervivientes pasaron por toda una experiencia. Sólo digo que, en la historia de Europa, hemos tenido casi un milenio de caos en el que, a veces, el concepto de seguridad física se acababa en las almenas del castillo de tu señor. ¿Tiene sentido? Creo que no me explico bien, ¿podemos empezar de nuevo?

No, no, va bien. Continúe, por favor.

Quitará todas mis chifladuras, ¿verdad?

Eso es.

Pues vale. Castillos. Bueno… No quiero exagerar su importancia en el conjunto de la guerra ni por un segundo. De hecho, si los compara con otro tipo de fortificaciones fijas, las modernas, modificadas y demás, su contribución parece insignificante, a no ser que sea usted como yo y siga vivo gracias a dicha contribución.

Eso no quiere decir que una fortaleza poderosa fuese por naturaleza nuestra salvación. Para empezar, tiene que entender la diferencia fundamental entre un castillo y un palacio. Muchos de los llamados castillos no eran en realidad más que hogares enormes e impresionantes, o se habían convertido en eso después de que su valor defensivo quedase obsoleto. Lo que antes fueran bastiones inexpugnables, ahora tenían tantas ventanas en la planta baja que se habría tardado un siglo en tapiarlas de nuevo. Se estaba más seguro en un edificio de pisos moderno, si se le quitaban las escaleras. En cuanto a esos palacios que se construyeron como símbolos de estatus social, lugares como Chateau Ussé o el «Castillo» de Praga, no eran más que trampas mortales.

Mire Versalles: fue una pifia monumental. No es de extrañar que el gobierno francés decidiese construir el monumento conmemorativo nacional sobre sus cenizas. ¿Ha leído ese poema de Renard, el de las rosas silvestres que crecen en el jardín del recuerdo, con los pétalos manchados de rojo por la sangre de los malditos?

Tampoco es que bastase tener un muro alto para sobrevivir a largo plazo. Como cualquier defensa estática, los castillos tienen tantos peligros internos como externos; fíjese en Muiderslot, en Holanda: sólo hizo falta un caso de neumonía. Si a eso se le añade un otoño húmedo y frío, la mala alimentación y la falta de medicinas de verdad… Imagine cómo debió ser estar atrapado detrás de aquellos altos muros de piedra, rodeado de personas enfermas de muerte, sabiendo que se acerca tu hora y que tu única posibilidad es escapar… Los diarios escritos por algunos de los moribundos hablan de gente que se volvía loca de desesperación y saltaba al foso plagado de zetas.

Después estaban los incendios, como los de Braubach y Pierrefonds; cientos de personas atrapadas sin poder huir, esperando a morir achicharradas por las llamas o asfixiadas por el humo. También se produjeron explosiones accidentales; civiles que, de algún modo, lograron obtener bombas, sin tener ni idea de cómo manejarlas o almacenarlas. En Miskolc Diosgyor, en Hungría, según me han contado, alguien dio con un zulo de explosivos militares con base de sodio. No me pregunte qué era exactamente ni por qué lo tenían, pero nadie parecía saber que el agente catalizador era el agua, no el fuego. Se dice que alguien estaba fumando en el arsenal, que provocó un pequeño incendio o algo así. Los muy estúpidos creyeron que evitarían el estallido si empapaban de agua las cajas. Voló en pedazos parte del muro, lo que permitió que los muertos entraran en tropel, como cuando el agua sale disparada de una presa rota.

Al menos fue un error nacido de la ignorancia; lo que es realmente imperdonable es lo que pasó en el Chateau de Fougeres. Se quedaban sin provisiones y pensaron que podían excavar un túnel que pasase por debajo de los zombis que los asediaban. ¿Qué creían que era aquello: La gran evasión? ¿Tenían a algún profesional que los supervisara? ¿Es que dominaban los rudimentos básicos de la trigonometría? La salida del puto túnel se quedó medio kilómetro corta y salieron justo en medio de un nido de los malditos monstruos. A esos capullos idiotas ni siquiera se les había ocurrido equipar el túnel con cargas de demolición.

Sí, hubo un montón de pifias, aunque también algunos triunfos notables. Muchos sufrieron asedios cortos, gracias a la suerte de estar en el lado correcto de la línea. Algunas fortificaciones de España, Bavaria o Escocia (por encima de la Muralla de Antonino[46]) sólo tuvieron que aguantar unas semanas, a veces incluso días. En algunos sitios, como Kisimul, fue cuestión de sobrevivir a una noche muy peligrosa. Pero también hubo verdaderas victorias, como Chenonceau, en Francia, un extraño castillito estilo Disney construido en un puente sobre el río Cher: cortaron ambas vías de conexión a tierra firme y, con la cantidad correcta de previsión estratégica, consiguieron resistir durante años.

¿Tenían suficientes provisiones para varios años?

Oh, Dios, claro que no. Simplemente esperaron a que cayese la nieve y saquearon todo lo que los rodeaba. Imagino que era el procedimiento estándar para todos los que estaban asediados, fuese o no en un castillo. Seguro que las personas que estaban en las zonas azules estratégicas de los EE.UU., al menos los que estaban por encima de la cota de nieve, funcionaban de forma parecida. Tuvimos la suerte de que gran parte de Europa se helase en invierno. Muchos de los defensores con los que he hablado coinciden en que la inevitable llegada del invierno, por muy largo y brutal que fuese, era lo que les salvaba la vida: mientras no muriesen de frío, aprovechaban la oportunidad que les ofrecían los muertos congelados para registrar los lugares vecinos en busca de todo lo que necesitasen para los meses cálidos.

No es de extrañar que tantos defensores decidiesen permanecer en sus fortalezas, incluso teniendo la posibilidad de escapar, ya fuese en Bouillon (Bélgica), en Spis (Eslovaquia) o incluso en mi país, como en Beaumaris (Gales). Antes de la guerra, aquel lugar no era más que una pieza de museo, un cascarón vacío de habitaciones sin techo y altos muros concéntricos. El ayuntamiento se merece una condecoración por sus logros: recogieron provisiones, organizaron a los ciudadanos y restauraron las ruinas para devolverlas a su antigua gloria; sólo tuvieron unos cuantos meses antes de que la crisis se adueñase de su parte de Gran Bretaña. Aún más impresionante fue la historia de Conwy, un castillo y una muralla medievales que protegían a todo el pueblo. Los habitantes no sólo vivieron a salvo y relativamente cómodos durante los años en los que estuvimos en punto muerto, sino que su acceso al mar permitió que Conwy se convirtiese en un trampolín para nuestras fuerzas una vez que comenzamos la liberación del país. ¿Ha leído Mi Camelot?

[Sacudo la cabeza.]

Tiene que conseguir un ejemplar. Es una novela estupenda basada en la experiencia personal del autor, uno de los defensores de Caerphilly. Empieza con la crisis en la segunda planta de su piso de Ludlow, en Gales. Cuando se quedó sin provisiones y cayó la primera nevada, decidió salir en busca de un alojamiento más permanente. Llegó a unas ruinas abandonadas que ya habían sido testigos de una defensa poco entusiasta y, al final, inútil. El hombre enterró los cadáveres, aplastó las cabezas de los zetas congelados y se dedicó a restaurar el castillo él solo. Trabajó sin descanso durante el invierno más brutal de la historia, y, en mayo, Caerphilly estaba preparada para el asedio del verano; al invierno siguiente, se convirtió en el refugio de varios cientos de supervivientes.

[Me enseña uno de sus bocetos.]

Una obra de arte, ¿verdad? El segundo en tamaño de todo el Reino Unido.

¿Cuál es el primero?

[Vacila.]

Windsor.

Windsor fue su castillo.

Bueno, no era de mi propiedad.

Quiero decir que usted estuvo allí.

[Otra pausa.]

Desde un punto de vista defensivo era lo más parecido a la perfección. Antes de la guerra era el castillo habitado más grande de Europa, con casi cincuenta y tres mil metros cuadrados. Tenía su propio pozo de agua y el suficiente espacio de almacenaje para guardar raciones para una década. El incendio de 1992 hizo que instalaran un sistema de extinción puntero y las posteriores amenazas terroristas consiguieron que modernizasen las medidas de seguridad hasta que estuvieron entre las mejores del Reino Unido. No era de dominio público lo que se pagaba con los impuestos: cristales antibalas, paredes reforzadas, barrotes retráctiles y persianas de acero escondidas con mucha astucia en alféizares y marcos de puertas.

Sin embargo, de todos nuestros logros en Windsor, nada puede compararse con la extracción de crudo y gas natural del yacimiento que se encuentra varios kilómetros por debajo de los cimientos del castillo. El yacimiento se descubrió en los noventa, aunque no se explotó por numerosas razones políticas y medioambientales. Eso sí, le aseguro que nosotros lo aprovechamos al máximo. Nuestro contingente de ingenieros reales montó un andamiaje por encima del muro y lo llevó hasta el lugar de la perforación. Fue toda una victoria, y seguro que entiende por qué se convirtió en precursora de nuestras autopistas fortificadas. En el ámbito personal me sentía agradecido de poder disfrutar de la calefacción, la comida caliente y, en caso de necesidad…, de los Molotov y el foso en llamas. No es la forma más eficaz de detener a un zeta, lo sé, pero, mientras los tengas bloqueados y se queden en el fuego… Además, ¿qué otra cosa podíamos hacer cuando se agotaron las balas y nos quedamos con un puñado de armas de mano medievales?

De ésas teníamos bastantes: en museos, en colecciones personales…; y no eran porquerías decorativas, sino instrumentos reales, duros y probados. Se volvieron a convertir en parte de la vida británica; veías a ciudadanos de a pie arrastrando mazas, alabardas o hachas de batalla de doble hoja. Yo adquirí bastante habilidad con una enorme espada escocesa que se cogía a dos manos, aunque cualquiera lo diría, teniendo en cuenta mi aspecto.

[Hace un gesto, casi avergonzado, para señalar el arma, que es casi tan alta como él.]

En realidad, no es lo ideal, requiere mucha destreza, pero, al final, aprendes lo que eres capaz de hacer, cosas que nunca habrías imaginado, y lo que pueden hacer los que te rodean.

[David vacila antes de seguir hablando. Está claro que se encuentra incómodo, así que le ofrezco la mano.]

Muchas gracias por recibirme…

Hay… más…

Si no se siente cómodo…

No, por favor, no pasa nada.

[Respira profundamente.] Ella… ella no quería irse, ¿sabe? A pesar de las objeciones del Parlamento, insistió en quedarse en Windsor «hasta que terminase», como dijo ella. Yo creía que se trataba de un sentimiento de nobleza mal entendido o quizá de una parálisis producida por el miedo. Intenté hacerla entrar en razón, le supliqué hasta casi hincarme de rodillas. ¿Acaso no había hecho bastante con el Decreto de Balmoral, que convertía todas sus posesiones en zonas protegidas para los que pudieran llegar hasta ellas y defenderlas? ¿Por qué no se reunía con su familia en Irlanda o en la Isla de Man? O, al menos, si se empeñaba en quedarse en Gran Bretaña, ¿por qué no se desplazaba al cuartel general del alto mando, al norte de la Muralla de Antonino?

¿Qué respondió ella?

«La mayor distinción es servir a los demás.» [Se aclara la garganta y el labio superior le tiembla durante un segundo.] Lo había dicho su padre; por eso aquel hombre no había huido a Canadá durante la Segunda Guerra Mundial, por eso su esposa había pasado el bombardeo aéreo visitando a los civiles que se protegían en las estaciones de metro de Londres, y por eso, a día de hoy, seguimos siendo un reino. Su misión, su mandato, consiste en personificar toda la grandeza de nuestro espíritu nacional. Ellos deben ser siempre un ejemplo para el resto de nosotros, ser los más fuertes, los más valientes y los mejores, sin lugar a dudas. En cierto sentido son ellos los que están a nuestras órdenes, no al revés, y deben sacrificarlo todo, absolutamente todo, para cargar con ese peso divino. ¿Para qué narices están, si no? De otro modo, tendríamos que olvidarnos de la maldita tradición, sacar la puñetera guillotina y acabar con todo de una vez. Los veíamos casi como si fueran castillos, supongo: reliquias cochambrosas y obsoletas sin ninguna función moderna, salvo ejercer de reclamo turístico. Pero, cuando los cielos se oscurecieron y la nación los llamó, tanto los castillos como la reina despertaron para recuperar la razón de su existencia: los primeros protegieron nuestros cuerpos y, la segunda, nuestras almas.