Base de la Guardia Nacional Aérea de Parnell (Tennessee)

[Gavin Blaire me acompaña hasta la oficina de su comandante de escuadrón, la coronel Christina Eliopolis. A pesar de ser una leyenda tanto por su carácter como por su excepcional historial bélico, resulta difícil entender cómo tanta intensidad puede contenerse en una figura tan diminuta, casi infantil. Sus largos rizos negros y delicados rasgos faciales no hacen más que reforzar una imagen de eterna juventud. Entonces se quita las gafas de sol y veo el fuego que le arde en los ojos.]

Yo era piloto de Raptor, el FA-22. Se trataba, sin duda, de la mejor plataforma de superioridad aérea que se ha construido. Podía volar más deprisa y mejor que Dios y todos sus ángeles. Era un monumento a la destreza técnica de los Estados Unidos… y, en esta guerra, esa destreza no valía una mierda.

Tuvo que resultarle frustrante.

¿Frustrante? ¿Sabe qué se siente cuando, de repente, te dicen que el único objetivo que has tenido en tu vida, por el que has sufrido y lo has sacrificado todo, por el que te has esforzado hasta límites que ni siquiera conocías, se considera «estratégicamente inválido»?

¿Diría usted que se trataba de un sentimiento común?

Se lo diré de otra forma: el ejército ruso no fue el único servicio diezmado por su propio gobierno. El Decreto de reconstrucción de las fuerzas armadas básicamente neutralizó las fuerzas aéreas. Algunos «expertos» del DeStRes determinaron que nuestra relación recursos-muertes era la más desequilibrada de todas las ramas militares.

¿Podría darme algunos ejemplos?

¿Qué me dice de la JSOW, la Joint Standoff Weapon[37]? Era una bomba de gravedad, guiada por GPS y navegación inercial, que podía lanzarse desde una distancia máxima de sesenta y cinco kilómetros. La versión básica llevaba ciento cuarenta submuniciones BLU-97B, y cada bombita contaba con una carga hueca contra objetivos blindados, una carcasa de fragmentación contra infantería y un anillo de circonio para abrasar una zona de combate entera. Lo habían considerado un triunfo, hasta que llegó Yonkers.[38] Después de eso, nos dijeron que el precio de un equipo de JSOW (los materiales, la mano de obra, el tiempo y la energía, por no mencionar el combustible y el mantenimiento en tierra necesario para el avión que los liberaba) servía para pagar un pelotón de mierdecillas de infantería que podían cargarse a mil veces más zombis. No se aprovechaba bien la pasta, como les gustaba decir a nuestras antiguas joyas de la corona. Nos atravesaron como si fueran un láser industrial: los B-2 Spirits, fuera; los B-1 Lancers, fuera; incluso los viejos y gordos B-52, todos fuera. Si añadimos los Eagles, los Falcons, los Tomcats, los Hornets, los JSF y los Raptors, se perdieron más aviones de combate de un plumazo que luchando contra todos los SAM, Flak y cazas enemigos de la historia.[39] Al menos no desguazaron los recursos, gracias a Dios, sino que los guardaron en almacenes o en ese enorme cementerio del desierto, en el AMARC.[40] Lo llamaron «inversión a largo plazo»; es algo en lo que siempre se puede confiar: mientras luchamos en una guerra nos preparamos para la siguiente. Nuestra capacidad aérea, al menos la organización, quedó casi intacta.

¿Casi?

Los Globemasters tuvieron que desaparecer, al igual que todo lo demás que funcionase con un reactor que consumiese montones de combustible. Eso nos dejaba con los aviones propulsados por hélices. Pasé de pilotar lo más parecido a un caza X-Wing a pilotar lo más parecido a un camión de mudanzas.

¿Era ésa la tarea principal de las fuerzas aéreas?

Nuestro primer objetivo era el reabastecimiento aéreo, el único que realmente importaba.

[Señala un mapa amarillento que está en la pared.]

El comandante de la base dejó que me lo quedara después de lo que me pasó.

[Es un mapa de los Estados Unidos continentales durante la guerra. Todo el terreno al oeste de las Rocosas aparece sombreado en gris claro. En la zona gris se ven diferentes círculos de colores.]

Islas en el Mar de Zeta. Las verdes indican instalaciones militares activas; algunas se habían convertido en centros de refugiados, otras seguían contribuyendo a los esfuerzos bélicos, y otras estaban bien defendidas, pero no tenían importancia estratégica.

Las zonas rojas estaban etiquetadas como «ofensivas viables»: fábricas, minas, centrales eléctricas. El ejército había dejado equipos de vigilancia allí durante la gran retirada, con la misión de proteger y mantener las instalaciones para cuando llegase el momento, si llegaba, de sumarlas a los recursos bélicos globales. Las zonas azules eran áreas civiles en las que la gente había conseguido resistir, hacerse con parte del terreno y arreglárselas para vivir dentro de sus fronteras. Todas aquellas zonas necesitaban suministros, y de eso iba el «Puente Aéreo Continental».

Era una operación a gran escala, no sólo por la cantidad de aviones y combustible, sino también por la organización; en términos estadísticos, se trataba de la empresa de mayor envergadura de la historia de las fuerzas aéreas, porque había que seguir en contacto con todas las islas, procesar sus necesidades, coordinarse con el DeStRes e intentar suministrar y priorizar todo el material para cada lanzamiento.

Intentamos no utilizar productos consumibles que requerían lanzamientos regulares, como comida y medicinas. Se clasificaban como lanzamientos de dependencia y eran menos importantes que los lanzamientos de autonomía, como las herramientas, las piezas de repuesto y las herramientas para fabricar esos repuestos. «No necesitan pescado —decía Sinclair—, necesitan cañas de pescar.»

Sin embargo, todos los otoños lanzábamos un montón de pescado, trigo, sal, vegetales desecados, leche en polvo para bebés… Los inviernos eran duros, ¿lo recuerda? Ayudar a la gente a que se valga por sí misma es una gran teoría, pero, para eso, tienen que seguir vivos.

A veces teníamos que soltar a personas, a especialistas como médicos o ingenieros, profesionales con una formación que no se puede obtener de un manual. Las zonas azules recibieron muchos instructores de las fuerzas especiales, no sólo para enseñarlos a defenderse mejor, sino también para prepararlos para el día en que tuviesen que pasar a la ofensiva. Respeto mucho a esos tíos; la mayoría sabían que se quedarían allí hasta que todo acabase, porque muchas de las zonas azules no tenían puentes aéreos, así que tenían que lanzarse en paracaídas sin ninguna esperanza de que volviesen a recogerlos. Algunos de aquellos lugares acabaron cayendo y la gente que se lanzaba sabía los riesgos que corría. Unos valientes, todos ellos.

Eso también vale para los pilotos.

Oiga, no estoy minimizando los riesgos que corríamos nosotros. Todos los días teníamos que sobrevolar cientos, a veces miles, de kilómetros de territorio infestado. Por eso teníamos las zonas moradas. [Se refiere al último color del mapa. Hay pocos círculos morados, y están a bastante distancia unos de otros.] Los establecimos como instalaciones para reparaciones y repostar combustible. Muchos aviones no tenían la capacidad necesaria para llegar hasta zonas remotas de la Costa Este si no podían repostar en vuelo. Las zonas moradas ayudaron a reducir el número de aviones y tripulación perdidos en ruta y aumentaron hasta el noventa y dos por ciento la supervivencia de nuestra flota. Por desgracia, yo formaba parte del otro ocho por ciento.

Nunca sabré con certeza qué fue exactamente lo que nos derribó: una avería mecánica o la fatiga mental unida al mal tiempo. Puede que fuese un problema de etiquetado o manipulación de nuestra carga; aunque preferíamos no pensar en ello, pasaba a menudo. A veces, si no se empaquetaba bien un material peligroso o, Dios no lo quisiera, algún descerebrado inspector de calidad dejaba que su gente montase los detonadores antes de embalarlos para el viaje… Eso le pasó a un amigo mío en un viaje rutinario entre Palmdale y Vandenberg; ni siquiera estaba cruzando una zona infestada, pero llevaba doscientos detonadores de tipo 38 y, por accidente, todos tenían las baterías activadas y programadas para estallar con la misma frecuencia de nuestra radio.

[Chasquea los dedos.]

Puede que eso nos pasase a nosotros. Estábamos en un vuelo entre Phoenix y la zona azul de las afueras de Tallahassee, en Florida. Era finales de octubre, lo que entonces prácticamente equivalía a pleno invierno. Honolulú intentaba aprovechar todos los lanzamientos posibles antes de que el tiempo nos obligase a refugiarnos hasta marzo. Era nuestro noveno vuelo de la semana y estábamos tomando tweeks[41], esos pequeños estimulantes azules que te permitían seguir adelante sin fastidiarte los reflejos ni el juicio. Supongo que funcionaban, aunque me daban ganas de orinar como una loca cada veinte minutos. Mi tripulación, los chicos, solían meterse conmigo, ya sabe, diciendo que las chicas están todo el día meando. Sé que no lo hacían con mala intención, pero, aún así, intentaba aguantarme todo lo posible.

Después de dos horas dando tumbos por una turbulencia de las malas, no pude aguantarlo más y le pasé el mando al copiloto. Acababa de bajarme la cremallera cuando noté una gran sacudida, como si Dios acabase de darle una patada a nuestra cola… y, de repente, empezamos a caer en picado. Nuestro C-130 ni siquiera tenía un baño de verdad, sino tan sólo un váter químico portátil con una cortina de ducha de plástico grueso. Puede que eso me salvara la vida, porque, de haber estado atrapada en un compartimento de verdad, quizá inconsciente o sin poder llegar al pomo de la puerta… De repente oí un chirrido, noté una impresionante ráfaga de aire a alta presión y salí volando por la parte de atrás del avión, pasando justo por donde tendría que haber estado la cola.

Empecé a bajar en espiral, sin control. Podía distinguir el avión, una masa gris que se encogía y humeaba en su descenso hacia el suelo. Me enderecé y tiré del paracaídas; todavía estaba mareada, intentando recuperar el aliento, y la cabeza me daba vueltas. Conseguí coger la radio y empecé a gritarle a mi tripulación que respondiera, sin obtener respuesta. Sólo podía ver otro paracaídas, la única persona que logró salir, aparte de mí.

Ése fue el peor momento, allí colgada, indefensa. Podía ver el otro paracaídas, por encima de mí, al norte, a unos tres kilómetros y medio. Busqué a los demás; probé de nuevo con la radio, pero no tenía señal, así que supuse que se habría estropeado durante mi «salida»; intenté orientarme: estaba en algún lugar del sudeste de Lousiana, en un desierto pantanoso que parecía no tener fin. En cualquier caso, no estaba segura, porque mi cerebro seguía dando palos de ciego. Al menos me quedaba el sentido común suficiente para comprobar lo esencial: podía mover las piernas y los brazos, no me dolía nada, ni tampoco sangraba; me aseguré de que mi equipo de supervivencia siguiera intacto, todavía atado con correas a mi muslo, y que mi arma, mi Meg[42], siguiera clavándoseme en las costillas.

¿La habían preparado las fuerzas aéreas para situaciones como aquélla?

Todos teníamos que pasar por el «Programa de fuga y evasión» de Willow Creek, en las montañas Klamath de California. Incluso nos metían a unos cuantos zombis de verdad, marcados y controlados, y los colocaban en lugares específicos para que pareciese real. Es similar a lo que te enseñan en el manual para civiles: movimiento, sigilo, cómo acabar con los zetas antes de que puedan aullar y dar a conocer tu posición. Todos lo hicimos, es decir, todos sobrevivimos, aunque un par de pilotos acabaron licenciados por problemas mentales. Supongo que no pudieron aguantar tanto realismo. A mí nunca me preocupó estar sola en territorio enemigo, era lo mismo de siempre.

¿Siempre?

¿Quiere hablar sobre encontrarse solo en territorio hostil? Pues le hablo sobre mis cuatro años en Colorado Springs.

Pero había más mujeres…

Había más cadetes, más competidoras que, por pura casualidad, tenían los mismos genitales que yo. Créame, cuando empieza la presión, la hermandad femenina sale volando. No, estaba yo sola: independiente, autosuficiente y siempre, siempre segura de mí misma, sin vacilación. Fue la única manera de sobrevivir a aquellos cuatro años de infierno académico, y fue lo único con lo que contaba cuando caí en el barro, en pleno corazón del país de los emes.

Desenganché el paracaídas (nos enseñan a no perder tiempo en esconderlo) y fui en busca del otro. Me pasé un par de horas chapoteando por aquel cieno frío que me entumecía de rodilla para abajo. No pensaba con claridad y la cabeza todavía me daba vueltas; sé que no es excusa, sí, pero por eso no me di cuenta de que los pájaros, de repente, huían a toda prisa en dirección contraria. Aunque sí oí el grito, débil y lejano, y vi el paracaídas enganchado en los árboles. Empecé a correr, otro error imperdonable, haciendo un montón de ruido sin detenerme a comprobar si se oían zetas. No vi nada salvo ramas grises y peladas hasta que los tuve encima; de no ser por Rollins, mi copiloto, seguro que la habría palmado.

Lo encontré colgado de su arnés, muerto, retorciéndose. Le habían desgarrado el uniforme de vuelo[43] y tenía las tripas colgando… sobre cinco criaturas que se las comían bajo aquella lluvia de color marrón rojizo. Uno de ellos había conseguido enredarse el cuello en un trozo de intestino delgado. Cada vez que se movía, tiraba de Rollins, como si tocase una puta campana. No notaron mi presencia; estaban tan cerca que podía tocarlos y ni siquiera me miraron.

Al menos tuve la sensatez de colocar el silenciador. No tenía por qué haber gastado todo el cargador, fue otra cagada, pero estaba tan enfadada que me lie a patadas con los cadáveres. Sentía tanta vergüenza, tanto odio por mí misma…

¿Por usted?

¡La había cagado del todo! Mi avión, mi tripulación…

Pero había sido un accidente. No era culpa suya.

¿Cómo lo sabe? Usted no estaba allí. Mierda, ni siquiera yo estaba allí, así que no sé cómo pasó. No estaba haciendo mi trabajo, estaba en cuclillas sobre un cubo, ¡como si fuese una puta chica!

Tenía la cabeza a punto de estallar, me decía que era una enclenque de mierda, una perdedora de mierda. Empecé a caer en picado, no sólo odiándome, sino odiándome por odiarme. ¿Tiene sentido? Seguro que me habría quedado allí mismo, temblorosa, indefensa, hasta que llegaran los zetas, pero, entonces, mi radio empezó a graznar: «¿Hola? ¿Hola? ¿Hay alguien ahí? ¿Ha saltado alguien de ese accidente?». Era una voz de mujer, sin duda una civil, por el lenguaje y el tono.

Respondí de inmediato, me identifiqué y le pedí que hiciese lo mismo. Ella me dijo que era una observadora aérea y que su apodo era Fan de los Mets o sólo Mets, para abreviar. El sistema de observación aérea era una red ad hoc de operadores de radio aislados; se suponía que debían informar sobre los tripulantes de los vuelos accidentados y hacer todo lo posible para ayudar en su rescate. Aunque no era un sistema muy eficaz, sobre todo porque había pocos operadores, parecía mi día de suerte. Me dijo que había visto el humo y cómo caían los restos de mi Herc, y que, a pesar de que probablemente estuviese a menos de un día a pie de mi posición, su cabaña estaba rodeada de enemigos. Antes de poder contestar nada, añadió que no me preocupase, que ya había informado de mi posición al equipo de rescate y que lo mejor que podía hacer era salir a campo abierto para poder reunirme con ellos.

Fui a coger el GPS, pero se me había caído del uniforme al salir volando del avión; aunque tenía un mapa de supervivencia, era grande y poco específico: mi viaje me llevaba sobre tantos estados que era casi un mapa de los EE.UU. Todavía tenía la mente nublada por culpa de la rabia y la duda, y le dije a la mujer que no sabía cuál era mi posición, que no sabía adonde ir…

Ella se rio: «¿Quieres decir que nunca has hecho este viaje? ¿Que no te sabes de memoria cada centímetro? ¿Que no viste dónde estabas mientras colgabas del paracaídas?». Aquella mujer tenía tanta confianza en mí que intentaba hacerme pensar en vez de darme las respuestas masticadas. Me di cuenta de que sí conocía bien la zona, que, efectivamente, había sobrevolado aquel territorio al menos veinte veces en los últimos tres meses y que tenía que estar en algún lugar de la cuenca del río Atchafalaya. «Piensa —me dijo—, ¿qué viste desde tu paracaídas? ¿Había algún río, alguna carretera?»

Al principio sólo recordaba los árboles, el interminable paisaje gris sin características distintivas, pero después, poco a poco, conforme se me aclaraba la mente, empecé a recordar ríos y una carretera. Miré en el mapa y me di cuenta de que, justo al norte de mi posición, estaba la autopista I-10. Mets me dijo que era el mejor lugar para una recogida del equipo de rescate y que no tardaría más de un día o dos en llegar, si empezaba a moverme y dejaba de malgastar lo que quedaba de día.

Cuando estaba a punto de marcharme, me detuvo para preguntarme si se me había olvidado hacer algo. Recuerdo ese momento con claridad; me volví hacia Rollins, que empezaba abrir de nuevo los ojos. Sentí que debía decir algo, quizá disculparme, y después le disparé a la cabeza.

Mets me aconsejó que no me culpara, que, pasara lo que pasara, no me distrajese del trabajo que tenía entre manos. Me dijo: «Sigue viva, sigue viva y haz tu trabajo. —Después añadió—: Y deja de gastar potencia».

Se refería a la radio, no se le escapaba una, así que corté y empecé a avanzar por el pantano hacia el norte. Ya tenía la mente puesta en el objetivo y recordé todo lo que había aprendido en Creek. Daba un paso, me detenía, escuchaba. Permanecía en tierra seca siempre que podía y me aseguraba de caminar con mucha precaución. Tuve que nadar un par de veces, y eso me ponía muy nerviosa; juro que en dos ocasiones sentí una mano que me rozaba la pierna. En cierto momento encontré una carretera pequeña, de apenas dos carriles y muy deteriorada, pero me pareció mejor que chapotear por el barro. Informé a Mets de lo que había encontrado y le pregunté si me llevaría directamente a la autopista. Ella me advirtió que me alejara de allí y de cualquier otra carretera que cruzase la cuenca: «En las carreteras hay coches —me dijo—, y en los coches hay emes». Se refería a los conductores humanos mordidos que habían muerto de sus heridas antes de salir del coche y, como aquellos monstruos no tenían la inteligencia suficiente para abrir una puerta o desabrochar un cinturón de seguridad, estaban condenados a pasarse el resto de su existencia atrapados en los coches.

Le pregunté qué tenía de malo: si no podían salir, mientras yo no dejase que me alcanzasen por la ventana, ¿qué más daba cuántos coches «abandonados» hubiese en la carretera? Mets me recordó que un eme atrapado todavía era capaz de gemir y llamar a los demás. Eso me dejó muy desconcertada: si iba a perder tanto tiempo esquivando unas cuantas carreteras secundarias con un par de coches llenos de zetas, ¿por qué me dirigía a una autopista que iba a estar abarrotada de ellos?

«Estarás por encima del pantano, ¿cómo van a llegar a ti los zombis?», me dijo ella. Como estaba construida varios niveles por encima del pantano, aquel tramo de la I-10 era el lugar más seguro de toda la cuenca. Confesé que no había pensado en eso, pero ella se rió y respondió: «No te preocupes, cielo, yo sí. Quédate conmigo y te llevaré a casa».

Eso hice: me alejé de cualquier cosa parecida a una carretera y avancé por los senderos más silvestres que encontré. Digo que lo intenté, porque resultaba imposible evitar todo rastro de humanidad o de lo que había sido humanidad hacía mucho tiempo. Había zapatos, ropa, basura, maletas destrozadas y equipos de excursionismo. Vi muchos huesos en los montículos de lodo, aunque no sabía decir si eran humanos o animales. En una de esas ocasiones, encontré un costillar, supongo que de un caimán, uno bien grande. No quise pararme a pensar en cuántos emes habrían hecho falta para derribar a aquella bestia.

El primer monstruo que vi era pequeño, probablemente una niña, no estoy segura. Tenía la cara comida: la piel, la nariz, los ojos, los labios, e incluso el pelo y las orejas… No del todo, le colgaban por algunas partes y otras se le habían quedado pegadas al cráneo, que estaba al aire. Quizá tuviese más heridas, no lo sé, porque estaba metida dentro de uno de esos macutos de excursionista, allí atrapada, con el cordón que cerraba la bolsa apretado en torno al cuello. Las correas se habían enredado en las raíces de un árbol y la cosa estaba chapoteando, medio sumergida. Debía de tener el cerebro intacto y también algunas de las fibras musculares que le sujetaban la mandíbula; empezó a lanzar dentelladas en cuanto me acerqué. No sé cómo sabía que yo estaba allí, quizá le siguiesen funcionando parte de las fosas nasales o quizá el conducto auditivo.

No podía gemir, tenía la garganta demasiado destrozada, pero el chapoteo podía llamar la atención, así que la libré de su desdicha, si es que la sentía, e intenté no pensar más en ello. Ésa es otra cosa importante que nos enseñaron en Willow Creek: no les escribas un panegírico, no intentes imaginarte cómo eran antes, ni cómo llegaron hasta donde están, ni cómo se convirtieron en lo que son. Lo sé, ¿quién no se lo pregunta, verdad? ¿Quién es capaz de mirar a una de esas cosas y no empezar a preguntarse, sin quererlo? Es como leer la última página de un libro…, tu imaginación empieza a dar vueltas, sin más. Y es entonces cuando te distraes, cuando te vuelves torpe, cuando bajas la guardia y acabas dejando que otro se pregunte qué te pasó a ti. Intenté quitarme a la niña, al zombi, de la cabeza, y entonces empecé a pensar en por qué era el único que había visto.

Era una pregunta de supervivencia práctica, no darle vueltas a la cabeza tontamente, y por eso cogí la radio y le pregunté a Mets si se me escapaba algo, si quizá había alguna zona que debiera esquivar. Me recordó que aquella área estaba, en su mayor parte, despoblada, porque las zonas azules de Baton Rouge y Lafayette atraían a los emes hacia ellas. Era un consuelo agridulce, porque estaba justo en medio de dos de los grupos más concurridos en varios kilómetros a la redonda. Se rio de nuevo: «No te preocupes por eso, no pasará nada».

Vi algo delante de mí, un bulto que era casi un arbusto, pero demasiado cuadrado y reluciente en algunas zonas. Se lo comenté a Mets y ella me advirtió que no me acercase, que siguiese avanzando y no apartase la vista del premio. Yo ya empezaba a sentirme bastante bien, un poco con mi personalidad de siempre.

Cuando me acerqué, comprobé que se trataba de un vehículo, de un Lexus híbrido todoterreno; estaba cubierto de barro y musgo, y sumergido en el agua hasta las puertas. Vi que las ventanas traseras estaban hasta arriba de equipo de supervivencia: tienda, saco de dormir, utensilios de cocina, fusil de caza con montones de cajas de munición, todo nuevo, algunas cosas todavía envueltas en plástico. Me acerqué a la ventana del conductor y vi el reflejo de una .357 que seguía en la mano marrón y arrugada del conductor. Estaba sentado muy recto, miraba hacia delante, y la luz le atravesaba el lateral del cráneo; no vi más heridas, ni mordiscos, nada. Eso me impactó mucho más que la niñita sin cara: aquel tío lo tenía todo para sobrevivir, todo salvo la voluntad de hacerlo. Sé que es una suposición; quizá tuviera alguna herida que no se veía, oculta bajo la ropa o disimulada por el avanzado estado de descomposición, pero yo lo sabía: estaba inclinada sobre el coche, con la cara pegada al cristal, contemplando un monumento a lo fácil que era rendirse.

Me quedé allí un instante, lo bastante para que Mets me preguntase qué pasaba. Le conté lo que veía y, sin pararse a respirar, me ordenó que siguiera avanzando.

Empecé a discutir, pensando que, al menos, tendría que registrar el vehículo y ver si había algo que necesitara. Ella me preguntó, severa, si veía algo que necesitara, no sólo algo que quisiera, y yo, tras meditarlo, reconocí que no. Aquel hombre tenía un equipo abundante, aunque de civil, por lo que era grande y voluminoso; la comida había que cocinarla y las armas no llevaban silenciador. Mi equipo de supervivencia era bastante completo y, si por alguna razón no me esperaba nadie en la I-10, siempre podía utilizar todo aquello como un almacén de suministros de emergencia.

Se me ocurrió la idea de utilizar el coche; Mets me preguntó si tenía un remolque y algunos cables para la batería. Como si fuese una niña, tuve que responderle que no, y, entonces, ella quiso saber qué me retenía, o algo así, empujándome a seguir avanzando. Le pedí que esperase un minuto, apoyé la cabeza en la ventana del conductor, suspiré y me sentí derrotada de nuevo, agotada. Mets se me echó encima y siguió presionando, así que yo le grité que cerrase la boca, que sólo necesitaba un minuto, un par de segundos para…, no sé para qué.

Tuve que dejar el pulgar en el botón de «transmisión» más segundos de la cuenta, porque Mets, de repente, me preguntó: «¿Qué ha sido eso?». «¿El qué?», respondí. Ella había oído algo, algo donde yo estaba.

¿Lo había oído antes que usted?

Supongo que sí, porque, un segundo después, cuando se me despejaron las ideas y abrí bien las orejas, empecé a oírlo también: el gemido… fuerte y claro, seguido de un chapoteo.

Levanté la cabeza, miré a través de la ventanilla del coche, a través del agujero del cráneo y de la ventanilla del otro lado, y entonces vi al primero. Me volví y vi que venían cinco más, cada uno desde una dirección; y, detrás de ellos, había otros diez, quince. Disparé al primero y fallé.

Mets empezó a chillarme, a exigir un informe visual, y yo le dije cuántos eran; me pidió que me calmase, que no intentase huir, que me quedase donde estaba e hiciese lo que me habían enseñado en Willow Creek. Empecé a preguntarle cómo sabía lo de Willow Creek, justo cuando ella me gritó que me callase y luchara de una vez.

Me subí a lo alto del todoterreno (se supone que tienes que buscar la defensa física más cercana) y empecé a calcular mi alcance. Apunté a mi primer objetivo, respiré hondo y lo derribé. Ser un as de la guerra significa poder tomar decisiones tan deprisa como te lo permitan tus impulsos electroquímicos. Yo había perdido esa sincronización de nanosegundos al entrar en el barro, pero acababa de recuperarla: estaba tranquila, centrada, sin dudas ni debilidades. El combate me pareció durar diez horas, aunque supongo que no serían más de diez minutos; sesenta y uno en total, un círculo bien gordo de cadáveres sumergidos. Me tomé mi tiempo, comprobé la munición que me quedaba y esperé al siguiente grupo; no apareció ninguno.

Pasaron otros veinte minutos antes de que Mets me pidiera un informe. Le di el recuento de cadáveres y ella me dijo: «Recuérdame que no te cabree nunca». Yo me reí por primera vez desde el aterrizaje en el barro; volvía a sentirme bien, fuerte y segura. Mets me advirtió que todas aquellas distracciones habían hecho que perdiese la oportunidad de llegar a la I-10 antes del anochecer y que quizá debía empezar a pensar en dónde echar una cabezadita.

Me alejé todo lo posible del todoterreno antes de que el cielo empezase a oscurecerse y encontré un asiento bastante cómodo en las ramas de un árbol alto. Mi equipo tenía una hamaca de micro fibras normal y corriente; un gran invento, ligero, fuerte y con correas para evitar que cayeses rodando. Se suponía que las correas también servían para calmarte, para que te durmieras más deprisa… ¡Sí, claro! Daba igual que llevase casi cuarenta y ocho horas despierta, que hubiese probado todos los ejercicios de respiración que nos enseñaron en Creek, y que incluso me hubiese tragado dos de mis Baby-L[44]. Se supone que sólo hay que tomar uno, pero me imaginé que eso era para los enclenques; recuerde que volvía a ser yo misma, así que pensé que podía aguantarlo y, bueno, necesitaba dormir.

Como no tenía nada que hacer ni en qué pensar, le pregunté a Mets si le parecía bien que hablásemos. ¿Quién era ella? ¿Cómo había acabado en aquella cabaña aislada en medio de territorio criollo? No tenía el acento de la zona, ni siquiera acento sureño. ¿Y por qué sabía tanto sobre el entrenamiento de los pilotos sin haber pasado por él? Yo empezaba a tener mis sospechas, empezaba a hacerme una idea general de quién era.

Mets me dijo de nuevo que más adelante tendríamos tiempo de sobra para una entrevista, pero que, en aquel momento, necesitaba dormir, que la llamase al amanecer. Noté que los L me hacían efecto entre «dormir» y «llamar»; cuando dijo «amanecer», yo ya estaba frita.

Dormí como una piedra, el cielo ya estaba iluminado cuando abrí los ojos. Había estado soñando con zetas, cómo no. Sus gemidos todavía me resonaban en el cerebro cuando me desperté y, al mirar abajo, me di cuenta de que no era un sueño: debía de haber al menos cien monstruos rodeando el árbol, levantando los brazos como locos e intentando subirse unos encima de otros para llegar hasta mí. Al menos no podían hacer eso, porque el suelo no era lo bastante sólido. No tenía munición para cargármelos a todos y, como un tiroteo habría durado lo suficiente para que apareciesen más, decidí que lo mejor era recoger mi equipo y llevar a cabo mi plan de huida.

¿Lo tenía planeado?

No del todo, pero nos habían entrenado para enfrentarnos a situaciones como aquélla. Es un poco como saltar desde un avión: escoges una zona de aterrizaje aproximada, te encoges y ruedas, te mantienes relajada y te levantas lo más deprisa que puedas. El objetivo es poner mucha distancia entre tus atacantes y tú. Sales corriendo, a mayor o menor velocidad, o incluso caminando deprisa; sí, nos llegaron a decir que lo considerásemos como una alternativa de bajo impacto. La idea es alejarse lo suficiente para poder pensar tu siguiente movimiento. Según el mapa, podía llegar corriendo hasta la I-10, que me localizase un helicóptero de rescate y salir de allí antes de que aquellos sacos de mierda me alcanzasen. Encendí la radio, informé de mi situación a Mets y le dije que le diese la orden a los de rescate para una recogida inmediata. Ella me pidió que tuviese cuidado; yo me agaché, salté y me rompí un tobillo con una roca sumergida.

Caí boca abajo al agua, y el frío fue lo único que evitó que me desmayase de dolor. Me levanté escupiendo y medio ahogada, y lo primero que vi fue a todo el enjambre, que iba a por mí. Mets tuvo que darse cuenta de que algo iba mal al no avisarla de que había tocado tierra a salvo; quizá me preguntara si todo iba bien, aunque no me acuerdo. Sólo recuerdo que empezó a gritar que me levantase y corriese. Intenté apoyar el tobillo roto y noté un latigazo que me recorrió la pierna y la columna. A pesar de todo, podía soportar mi peso… Grité tan fuerte que seguro que Mets me oyó por la ventana de su cabaña. «¡Sal de ahí! —me chillaba—. ¡Vamos!»

Empecé a cojear, chapoteando en dirección a la autopista con más de cien emes pegados a mi culo. Debíamos de tener una pinta graciosa, como una carrera frenética de lisiados.

Mets me gritó: «¡Si puedes apoyarte en él, puedes correr con él! ¡Ese hueso no es tan necesario! ¡Puedes hacerlo!».

«¡Pero me duele!» De verdad que lo dije, con la cara surcada de lágrimas, con los zetas detrás, corriendo detrás de su almuerzo. Llegué a la autopista, que se cernía sobre el cieno como las ruinas de un acueducto romano. Mets tenía razón al decir que era relativamente seguro; el problema era que ninguna de las dos habíamos contado ni con la herida, ni con el ejército de muertos que me perseguía. No había ninguna entrada cercana, así que tuve que avanzar cojeando hasta una de las pequeñas carreteras contiguas que Mets me había advertido que evitara. Cuando empecé a acercarme, comprendí el porqué de su aviso: había cientos de coches amontonados, destrozados y oxidados, y uno de cada diez tenía, al menos, un eme encerrado dentro. Me vieron y empezaron a gemir, de modo que el sonido se propagó por todas partes, en kilómetros a la redonda.

Mets me gritó: «¡No te preocupes por eso ahora! ¡Sube a la vía de acceso y ten cuidado con los putos pulpos!».

¿Pulpos?

Los que sacan los brazos por las ventanas rotas. En la carretera abierta al menos podía esquivarlos pero en la vía de acceso los tenía a ambos lados. Aquélla fue la peor parte, sin comparación: los minutos que pasé intentando subir a la autopista. Tenía que pasar entre los coches, mi tobillo no me permitía subirme encima. Las manos podridas de los zombis salían disparadas a cogerme, me agarraban del uniforme o de la muñeca, y cada bala a la cabeza me hacía perder unos segundos de los que no disponía. La pendiente de la rampa ya me estaba frenando; el tobillo me palpitaba, los pulmones me dolían y el enjambre empezaba a ganar terreno. De no haber sido por Mets…

Ella me estuvo gritando todo el tiempo: «¡Mueve el culo, puta zorra! —Empezaba a ponerse más bestia—. ¡Ni se te ocurra rendirte, ni se te ocurra joderme viva! —No se callaba, no me dejaba relajarme ni un segundo—. ¿Qué eres? ¿Una pobrecita víctima? —En aquel momento creía serlo, sabía que no podría lograrlo por culpa del cansancio, el dolor y, sobre todo, la rabia de haberla cagado de mala manera. Consideré seriamente la idea de apuntarme con la pistola, de castigarme por…, ya sabe. Y, entonces, Mets dio en el clavo; rugió—: ¿¡Acaso eres como tu madre, joder!?».

Eso lo consiguió: tiré de mi cuerpo hasta llegar a la interestatal.

Informé a Mets de que lo había conseguido y le pregunté: «¿Qué coño hago ahora?».

De repente su voz se volvió muy dulce y me dijo que mirase al cielo: un punto negro se acercaba desde el sol de la mañana, directo hacia mí, siguiendo la autopista; enseguida pude comprobar que se trataba de un UH-60. Dejé escapar un grito de alegría y solté mi bengala de emergencia.

Lo primero que vi cuando me subieron a bordo fue que era un helicóptero civil, no uno de los de rescate del gobierno. El jefe de la tripulación era un criollo grandote con una perilla tupida y gafas envolventes. Me preguntó: «¿De dónde coño has salido?». Perdón si no sé imitar bien el acento. Estuve a punto de llorar y le di un puñetazo amistoso en los bíceps, que tenían el tamaño de un muslo. Después me reí y le dije que trabajaban muy deprisa, a lo que él respondió con una mirada que dejaba muy claro que no sabía de qué le estaba hablando. Más tarde averigüé que no se trataba del equipo de rescate, sino de un puente aéreo rutinario entre Baton Rouge y Lafayette. En aquel momento no lo sabía, pero tampoco me importaba. Informé a Mets de que me habían recogido y estaba a salvo, le di las gracias por todo lo que había hecho por mí y… y para no empezar a sollozar de verdad, intenté disimular con una broma sobre que por fin íbamos a poder hacer aquella entrevista. Nunca llegó a responderme.

Parece que era una observadora aérea excepcional.

Era una mujer excepcional.

Antes ha dicho que empezaba a tener sus «sospechas».

Ningún civil, ni siquiera un observador aéreo veterano, podía saber tanto sobre lo que significa tener estas alas. Aquella mujer tenía demasiados conocimientos, estaba demasiado informada, sabía el tipo de cosas a las que sólo tenía acceso alguien que hubiese pasado por lo mismo.

Entonces, ¿cree que era piloto?

Sin duda; no de las fuerzas aéreas, porque la habría conocido, pero quizá de los marines o la armada. Ellos habían perdido tantos pilotos como las fuerzas aéreas en misiones de reabastecimiento, como la mía, y ocho de cada diez no habían aparecido. Seguro que ella se había enfrentado a una situación similar, había tenido que saltar de su avión, había perdido a su tripulación y puede que incluso se culpase por ello, como yo. De algún modo, había encontrado aquella cabaña y se había pasado el resto de la guerra convertida en una observadora de puta madre.

Eso tiene sentido.

¿A que sí?

[Se produce una pausa incómoda. La miro a la cara, esperando a que siga.]

¿Qué?

Nunca la encontraron.

No.

Ni la cabaña.

No.

Y en Honolulú no consta ningún observador aéreo con el apodo de Fan de los Mets.

Ha hecho los deberes.

Pues…

Seguramente también habrá leído mi informe de seguimiento, ¿verdad?

.

Y la evaluación psíquica que añadieron después de mi parte oficial.

Bueno…

Bueno, pues es una mierda, ¿vale? ¿Qué más da que todo lo que me dijera fuera información que yo ya sabía? ¿Qué más da que el equipo psiquiátrico «afirme» que mi radio estaba rota antes de caer al barro? ¿Y qué coño importa que Mets sea diminutivo de Metis, la madre de Atenea, la diosa griega de los tempestuosos ojos grises? Sí, los loqueros se lo pasaron bomba con eso, sobre todo cuando «descubrieron» que mi madre creció en el Bronx.

¿Y ese comentario que hizo Mets sobre su madre?

¿Quién coño no tiene problemas con su madre? Si Mets era piloto, le gustaría arriesgar por naturaleza. Sabía que había muchas probabilidades de acertar si mencionaba a «mamá»; conocía el riesgo y probó suerte… Mire, si pensaban que había sufrido una crisis nerviosa, ¿por qué me permitieron seguir volando? ¿Por qué me dejaron conservar este trabajo? Puede que Mets no fuese piloto, quizá hubiese estado casada con uno, quizá había querido serlo pero nunca llegó tan lejos como yo. Quizá no fuese más que una voz asustada y solitaria que hizo todo lo que pudo por ayudar a otra voz asustada y solitaria, para evitar que acabase como ella. ¿A quién le importa quién era o quién es? Estaba allí cuando la necesitaba y seguirá estando conmigo durante el resto de mi vida.