Taos (Nuevo México)

[Arthur Sinclair, hijo, es la viva imagen de un patricio del viejo mundo: alto, delgado, con el cabello blanco muy corto y un afectado acento de Harvard. Habla con el éter, sin hacer apenas contacto visual ni detenerse a preguntar. Durante la guerra, el señor Sinclair era el director del recién formado Departamento de Recursos Estratégicos del gobierno estadounidense, o DeStRes, por su nombre en inglés.]

No sé a quién se le ocurrió por primera vez el acrónimo DeStRes, ni si era consciente de lo mucho que sonaba como distress[30], pero, sin duda, no podía haber sido más apropiado. Establecer una línea de defensa en las Montañas Rocosas había creado una zona segura teórica, aunque, en realidad, la zona consistía, principalmente, en escombros y refugiados. Había hambre, enfermedades y millones de personas sin hogar. La industria estaba en un estado desastroso, el transporte y el comercio habían desaparecido, y a todo esto se sumaba el ataque de los muertos vivientes contra la línea de las Rocosas y su aparición en nuestra zona segura. Teníamos que conseguir que aquella gente se recuperase: darles ropa, alimentarlos, alojarlos, ponerlos a trabajar… Si no, la supuesta zona segura no haría más que anticiparse a lo inevitable. Por eso se creó el DeStRes, y, como puede imaginarse, tuve que informarme mucho sobre la tarea.

Ni se imagina la cantidad de datos que reuní en esta vieja corteza cerebral durante los primeros meses: informes, visitas de inspección… Cuando conseguía dormir, lo hacía con un libro bajo la almohada, cada noche uno diferente, desde Henry J. Kaiser a Vo Nguyen Giap. Necesitaba todas las ideas, todas las palabras, cada gramo de conocimiento y sabiduría que me ayudase a unificar un paisaje fracturado y convertirlo en una moderna máquina de guerra americana. De haber estado vivo mi padre, seguramente se habría reído ante mi frustración. Él siempre había sido un defensor del New Deal, trabajaba en colaboración con la FDR como interventor del estado de Nueva York; utilizaba métodos de naturaleza casi marxista, la clase de colectivización que haría que Ayn Rand se levantase de su tumba y se uniese a las filas de los muertos vivientes. Siempre rechacé las lecciones que intentaba impartirme y me alejé todo lo que pude, hasta llegar a Wall Street, para poder evitarlas. Y entonces, de repente, me encontré devanándome los sesos para recordarlas. Una cosa que la generación del New Deal hizo mejor que ninguna otra de la historia de los Estados Unidos fue encontrar y recoger las herramientas y el talento que necesitaban.

¿Herramientas y talento?

Un término que oyó mi hijo en una película. Creo que describe bastante bien nuestros trabajos de reconstrucción. Talento se refiere a la mano de obra potencial, su nivel de trabajo cualificado y cómo ese trabajo podía utilizarse de forma eficaz. Si le soy completamente sincero, nuestro suministro de talento estaba en números rojos. Teníamos una economía posindustrial basada en los servicios, tan compleja y altamente especializada que cada individuo sólo podía funcionar dentro de los confines de su estrecha estructura compartimentalizada. Debería haber visto alguna de las «profesiones» que aparecían en nuestro primer censo de empleo: todas eran alguna versión de ejecutivo, representante, analista o asesor. Eran trabajos perfectamente adecuados para el mundo anterior a la guerra, pero completamente fuera de lugar en la crisis a la que nos enfrentábamos. Necesitábamos carpinteros, albañiles, maquinistas, herreros… Aunque contábamos con esas personas, no teníamos todos los que necesitábamos. La primera encuesta de empleo reveló que más del sesenta y cinco por ciento de la población civil estaba clasificado como F-6, sin vocación valiosa. Necesitábamos un enorme programa de reciclaje profesional; en resumidas cuentas, teníamos que hacer que los oficinistas se ensuciaran las manos.

Fue un proceso lento, porque no había tráfico aéreo, las carreteras y las líneas férreas estaban destrozadas y el combustible, santo cielo, no se podía encontrar ni un depósito de gasolina entre Blaine (Washington) e Imperial Beach (California). A esto había que añadir que los Estados Unidos, antes de la guerra, no sólo tenían una infraestructura basada en ciudades dormitorio, sino que dicho método también había permitido diferentes niveles de segregación económica. Teníamos barrios enteros de las afueras con profesionales de clase media alta sin el más elemental conocimiento de cómo sustituir una ventana rota. Los que tenían esos conocimientos vivían en sus propios guetos de obreros, a una hora de distancia en coche, lo que significaba un día entero a pie. No se engañe, al principio, las piernas eran el medio de locomoción más extendido.

Si se resolvía ese problema (no, perdón, reto; los problemas no existen), nos quedaba el de los campos de refugiados. Había cientos de ellos, algunos pequeños como aparcamientos, y otros que se extendían varios kilómetros, repartidos entre las montañas y la costa, todos necesitados de ayuda gubernamental, todos un sumidero continuo para nuestros reducidos recursos. En el primer lugar de mi lista, antes de los demás retos, se encontraba la necesidad de vaciar los campos. Cualquier persona de nivel F-6 pero físicamente apta se convertía en mano de obra sin cualificar: para quitar escombros, recoger cosechas, cavar tumbas. Había que cavar muchas tumbas. Los de nivel A-1, es decir, los que habían adquirido las habilidades apropiadas antes de la guerra, se convirtieron en parte de nuestro Programa de autosuficiencia de la comunidad. Se trataba de un grupo variopinto de instructores cuya misión consistía en impartir a aquellos ratones de oficina sedentarios y demasiado cualificados los conocimientos necesarios para que pudieran valerse por sí mismos.

Fue un éxito instantáneo. En tres meses se redujeron drásticamente las solicitudes de ayuda gubernamental. No sabe lo vital que resultó esto para la victoria, porque nos permitió pasar de tener una economía de supervivencia estancada a lograr una producción bélica máxima. Fue el nuevo Decreto de reeducación nacional, la expresión orgánica del Programa de autosuficiencia. Diría que se trató del mayor programa de formación laboral desde la Segunda Guerra Mundial, y, probablemente, el más radical de nuestra historia.

En algunas ocasiones ha mencionado los problemas a los que se enfrentó el Decreto de reeducación nacional…

Iba a llegar a eso. El presidente me dio el poder que necesitaba para enfrentarme a cualquier problema logístico o físico, pero, por desgracia, lo que ni él ni nadie en la faz de la Tierra podía darme era el poder para cambiar la forma de pensar de la gente. Como le he explicado, Estados Unidos se componía de una mano de obra segregada, y, en muchos casos, esa segregación contenía un elemento cultural. Muchos de nuestros instructores eran inmigrantes de primera generación, gente que sabía cómo cuidar de sí misma, cómo sobrevivir con muy poco y trabajar con lo que tenía. Se trataba de personas que cultivaban pequeños huertos en el patio de atrás, hacían reparaciones en sus hogares y conseguían que sus electrodomésticos funcionasen durante todo el tiempo que fuese mecánicamente posible. Resultaba crucial que estas personas nos enseñaran a romper con nuestros cómodos estilos de vida, donde todo era de usar y tirar, aunque, antes, su trabajo era precisamente lo que nos había permitido mantener aquel estilo de vida.

Sí, había racismo, pero también clasismo. Imagine que es usted un abogado de empresa de alto nivel; se ha pasado la vida revisando contratos, cerrando negocios y hablando por teléfono, porque eso es lo que se le da bien, lo que lo ha hecho rico y lo que le permite emplear a un fontanero para que le arregle el inodoro, y así poder seguir hablando por teléfono. Cuanto más trabaja, más gana y más peones contrata para tener el tiempo necesario para ganar más dinero. Así funciona el mundo. Sin embargo, un día, deja de funcionar así; nadie necesita que le revisen un contrato o le cierren un negocio, sino que le arreglen el inodoro. Y, de repente, ese peón es su profesor, quizá incluso su jefe; para algunos, eso era más aterrador que los muertos vivientes.

Una vez, durante una visita de recogida de datos por Los Ángeles, me senté en la parte de atrás de una clase de reeducación. Los alumnos eran personas que habían tenido puestos importantes en la industria del entretenimiento, una mezcla de agentes, representantes y «directores creativos», que a saber lo que era en realidad. Puedo entender su resistencia, su arrogancia, porque, antes de la guerra, el entretenimiento era la exportación más valiosa de los Estados Unidos, y, de repente, los estaban formando para convertirse en vigilantes de una fábrica de municiones de Bakersfield, en California. Una mujer, una directora de casting, estalló: ¿cómo se atrevían a degradarla de aquella manera? ¡Ella, que tenía un máster en Teatro Conceptual, que había elegido el reparto de las tres telecomedias más vistas de las últimas cinco temporadas y que ganaba más en una semana de lo que su instructora podía soñar ganar en varias vidas! No paraba de llamar a la instructora por su nombre de pila. «Magda —decía una y otra vez—, Magda, ya basta. Magda, por favor.» Al principio creí que aquella mujer estaba siendo maleducada, que degradaba a su instructora negándose a llamarla de usted, pero después supe que la señora Magda Antonova había sido la mujer de la limpieza de la ejecutiva. Sí, fue muy duro para algunos, aunque muchos después reconocieron que obtenían más satisfacción personal en sus nuevos trabajos que en cualquier cosa que se asemejara a los antiguos.

Conocí a un caballero en un transbordador que iba de Portland a Seattle. Había trabajado en el departamento de derechos de autor de una agencia de publicidad, en concreto, se encargaba de conseguir los derechos de canciones de rock clásicas para los anuncios de televisión. En aquel momento trabajaba de deshollinador. Como casi todas las casas de Seattle se habían quedado sin calefacción central y los inviernos eran más fríos y largos, siempre estaba ocupado. «Ayudo a que mis vecinos no pasen frío», me dijo con orgullo. Sé que suena demasiado a las imágenes perfectas del pintor Norman Rockwell, pero escuchaba historias como aquélla continuamente: «¿Ve esos zapatos? Los he hecho yo», «Ese jersey está hecho con la lana de mis ovejas», «¿Le gusta el maíz? Es de mi huerto». Era el resultado de un sistema más localizado, que le permitía a la gente ver los frutos de su labor y sentir el orgullo de saber que estaban contribuyendo de manera clara y concreta a la victoria. Logró que me sintiera estupendamente por ser parte de aquello, y necesitaba sentirme así, porque hacía que no me volviese loco con la otra parte de mi trabajo.

Hasta ahí llega el talento. Las herramientas son las armas de la guerra, y los medios industriales y logísticos con los que se construyen esas armas.

[Hace girar su silla y me señala un cuadro que tiene encima del escritorio. Me inclino hacia delante y veo que no es un cuadro, sino una etiqueta enmarcada.]

Ingredientes:

melaza de los Estados Unidos

anís de España

regaliz de Francia

vainilla (Bourbon) de Madagascar

canela de Sri Lanka

clavo de Indonesia

gaulteria de China

aceite de pimienta de Jamaica

aceite balsámico de Perú

Y eso sólo para conseguir una botella de la popular cerveza de hierbas sin alcohol[31] que tomábamos antes de la guerra. No estamos hablando de algo como un ordenador de sobremesa o un portaaviones nuclear.

Pregúntele a cualquiera cómo ganaron los Aliados la Segunda Guerra Mundial. Puede que los que tengan pocos conocimientos sobre el tema respondan que porque éramos más o porque nuestros generales eran mejores. Los que no tengan conocimiento alguno quizá mencionen las maravillas tecnológicas, como el radar o la bomba atómica. [Frunce el ceño.] Cualquiera que entienda rudimentariamente ese conflicto le dará las tres razones reales: primero, la capacidad para fabricar más material, más balas, más comida y más vendas que el enemigo; segundo, los recursos naturales disponibles para fabricar el material; y tercero, los medios logísticos no sólo para transportar los recursos hasta las fábricas, sino para transportar los bienes terminados al frente. Los Aliados tenían los recursos, la industria y la logística de un planeta entero, mientras que el Eje, por otro lado, dependía de los escasos bienes que sacaban del interior de sus fronteras. En esta guerra, nosotros éramos el Eje: los muertos vivientes controlaban casi todo el territorio del planeta, mientras que la producción bélica estadounidense dependía de lo que pudiéramos recoger dentro de los límites de los estados occidentales. Olvídese de las materias primas de las zonas seguras extranjeras; nuestra flota mercante estaba hasta arriba de refugiados y la escasez de combustible había dejado en tierra a casi toda nuestra armada.

Sí contábamos con algunas ventajas: la base agrícola de California podía, al menos, librarnos de morir de hambre si conseguíamos reconstruirla. Los productores de cítricos no se dejaron apartar en silencio, ni tampoco los rancheros. Los peores fueron los magnates de las vacas, que controlaban muchas tierras que podían convertirse en cultivos. ¿Ha oído hablar alguna vez de Don Hill? ¿Ha visto la película sobre él que hizo Roy Elliot? Fue cuando la plaga llegó a San Joaquín Valley, y los muertos subían por sus vallas, atacaban su ganado y lo hacían pedazos, como si fuesen hormigas africanas. Y allí en medio estaba él, disparando y dando voces, como Gregory Peck en Duelo al sol. Traté con él abiertamente, con honestidad; igual que con los demás, le di a elegir. Le recordé que el invierno se acercaba y que todavía quedaba mucha gente hambrienta por ahí; lo avisé de que no tendría protección gubernamental de ningún tipo cuando las hordas de refugiados muertos de hambre terminasen lo que habían empezado los muertos a secas. Hill era un cabrón valiente y cabezota, pero no un imbécil, así que aceptó entregar sus tierras y ganado, a condición de que no se tocase el ganado para cría de nadie. Nos dimos la mano para cerrar el trato.

Filetes tiernos y jugosos… ¿Se le ocurre un símbolo mejor de nuestro artificial nivel de vida de antes de la guerra? En cualquier caso, al final, ese nivel de vida se convirtió en nuestra segunda mejor baza. La única forma de suplir nuestra base de recursos era el reciclaje. No se trataba de nada nuevo, porque los israelíes habían empezado a hacerlo después de sellar sus fronteras, y, desde entonces, todos los países habían adoptado la medida en diferentes grados. Sin embargo, nadie tenía unas reservas comparables a las nuestras. Piense en cómo era la vida en los Estados Unidos antes de la guerra: hasta la clase media disfrutaba o daba por sentado una comodidad material que no tenía precedentes en ninguna otra nación o época de la historia humana. Sólo en Los Ángeles, la cantidad de ropa, utensilios de cocina, aparatos electrónicos y automóviles era superior a la población de antes de la guerra en una proporción de tres a uno. Había millones de coches en todas las casas y barrios. Montamos una industria entera de más de cien mil empleados trabajando tres turnos, siete días a la semana: recogiendo, catalogando, desmontando, almacenando y enviando partes y piezas a fábricas a lo largo de la costa. Hubo algunos problemas, porque, como ocurría con los ganaderos, la gente no quería entregar sus Hummers o sus deportivos italianos de época comprados para superar la crisis de los cuarenta. Es curioso, no había combustible para hacerlos funcionar, pero se aferraban a ellos igualmente. No me preocupaba mucho porque, comparados con el estamento militar, eran un encanto.

De todos mis adversarios, sin duda los más tenaces eran los que llevaban uniforme. Nunca tuve control directo sobre sus recursos de I+D, y ellos tenían luz verde para hacer lo que quisieran; sin embargo, como casi todos sus programas se entregaban a contratistas civiles, y esos contratistas dependían de los recursos que controlaba el DeStRes, yo ejercía un control de facto. «No puede meter en un armario nuestros bombarderos Stealth», me gritaban, o: «¿Quién (omito el insulto) se cree que es para cancelar nuestra producción de tanques?». Al principio intenté razonar con ellos: «El M-1 Abrams tiene un motor a reacción. ¿Dónde va a encontrar combustible para eso? ¿Para qué necesita un avión Stealth si su enemigo no tiene radar?». Intenté hacerles ver que, teniendo en cuenta el material que teníamos para trabajar y el enemigo al que nos enfrentábamos, simplemente debíamos conseguir los máximos beneficios con nuestras inversiones o, en sus propias palabras, aprovechar bien la pasta. Eran insufribles, llamaban por teléfono a cualquier hora o aparecían en mi oficina sin previo aviso. Supongo que no se les puede culpar; todos los tratamos muy mal después de la última guerra menor, y, además, los hicieron pedazos en Yonkers. Estaban al borde del fracaso absoluto y muchos necesitaban desahogarse de alguna forma.

[Sonríe con complicidad.]

Empecé mi carrera negociando en la Bolsa de Nueva York, así que sé gritar tan alto y durante tanto tiempo como cualquier sargento instructor profesional. Después de cada «reunión» esperaba a que llegase la llamada que temía y deseaba a partes iguales: «Señor Sinclair, al habla el presidente; sólo quiero agradecerle sus servicios, pero me temo que ya no serán necesarios…». [Se ríe.] Nunca llegó. Supongo que nadie más quería el puesto.

[Pierde la sonrisa.]

No digo que no cometiese errores. Sé que fui demasiado estricto con el Cuerpo D de las fuerzas aéreas. No entendía sus protocolos de seguridad, ni lo que podían conseguir los dirigibles en la guerra contra los muertos. Sólo sabía que contábamos con un suministro muy reducido de helio y que no tenía ninguna intención de derrochar vidas y recursos en una flota de Hindenburgs modernos. También tuvo que intervenir el presidente, nada menos, para convencerme de que reabriese el proyecto de fusión fría experimental de Livermore. Sostuvo que, aunque todavía quedaban, como mínimo, décadas para conseguir avances, «pensar en el futuro hace que la gente sepa que tendremos uno». Yo era demasiado conservador con algunos proyectos y, con otros, era demasiado liberal.

El Proyecto chaqueta amarilla… Todavía me doy de tortas cuando pienso en él. Aquellos intelectualuchos de Silicon Valley, todos ellos genios en sus campos, me convencieron de que tenían un arma increíble con la que ganaríamos la guerra, en teoría, a las cuarenta y ocho horas de su despliegue. Podían construir micromisiles, millones de ellos, del tamaño de balas de percusión anular de calibre .22, que podían lanzarse desde aviones y guiarse por satélite hasta los cerebros de todos los zombis de Norteamérica. Suena asombroso, ¿verdad? A mí me lo parecía.

[Refunfuña para sí.]

Cuando pienso en lo que tiramos a ese agujero, lo que podríamos haber producido… Aaah…, no tiene sentido darle más vueltas.

Podía haber estado dándome cabezazos contra los militares durante toda la guerra, pero, por suerte, al final, no tuve que hacerlo. Cuando Travis D’Ambrosia se convirtió en presidente de la Junta de Jefes de Estado no sólo se inventó la relación recursos-muertes sino que desarrolló una estrategia exhaustiva para ponerla en funcionamiento. Siempre le hacía caso cuando me decía que cierto sistema armamentístico era vital. Confiaba en su opinión en temas como en el nuevo uniforme de combate o el fusil de infantería estándar.

Lo que resultó sorprendente fue ver cómo la cultura de la relación recursos-muertes empezaba a calar en las tropas. Oía a los soldados hablando en las calles, en los bares y en los trenes: «¿Por qué tener X cuando, por el mismo precio, podemos tener diez Y, que matan cien veces más zombis?». Los soldados empezaron incluso a tener sus propias ideas, a inventar herramientas más rentables de las que nosotros podríamos haber imaginado. Creo que lo disfrutaron: improvisar, adaptarse y ser más listos que nosotros, los burócratas. Los marines fueron los que más me sorprendieron; siempre había creído en el mito de que eran unos neandertales estúpidos con mandíbulas cuadradas y exceso de testosterona. Nunca supe que una de sus virtudes más apreciadas era la improvisación, porque los marines siempre tienen que obtener sus recursos a través de la armada y a los almirantes no les hace mucha gracia combatir en tierra.

[Sinclair señala un punto en la pared, sobre mi cabeza. Tiene colgada una pesada barra de acero que termina en algo que parece una mezcla entre una pala y un hacha de combate de dos hojas. Su nombre oficial es herramienta de afianzamiento de infantería estándar, aunque, para la mayoría, es el lobotomizador o, simplemente, «el lobo».]

Los cabezabuque se inventaron eso utilizando tan sólo el acero de los coches reciclados. Fabricamos veintitrés millones durante la guerra.

[Sonríe con orgullo.]

Y todavía siguen fabricándolos.