Parque Natural Provincial de Sand Lakes (Manitoba, Canadá)

[Jesika Hendricks abarca con un gesto la extensión de páramo subártico. En vez de belleza natural, ahora hay escombros: vehículos abandonados, deshechos y cadáveres permanecen parcialmente helados entre la nieve y el hielo de color gris. Nacida en Waukesha (Wisconsin), Jesika, ahora ciudadana canadiense, forma parte del Proyecto de Restauración de la Naturaleza de esta región. Junto con otros cientos de voluntarios, viene aquí todos los veranos desde el cierre oficial de las hostilidades. Aunque el Proyecto afirma haber realizado avances sustanciales, nadie ve un final cercano.]

No culpo al gobierno, a la gente que, en teoría, debería habernos protegido. Desde un punto de vista objetivo, supongo que lo entiendo; no podían dejar que todos siguieran al ejército al oeste, detrás de las Montañas Rocosas. ¿Cómo iban a alimentarnos a todos, cómo iban a examinarnos y cómo habrían detenido a los ejércitos de muertos vivientes que, sin duda, nos habrían seguido? Entiendo por qué querían desviar hacia el norte a todos los refugiados que pudiesen. ¿Qué otra cosa iban a hacer? ¿Detenernos en las Rocosas con tropas armadas? ¿Gasearnos, como hicieron los ucranianos? Al menos, si íbamos hacia el norte, tendríamos una oportunidad. Cuando bajasen las temperaturas y los zombis se congelasen, algunos podríamos sobrevivir. Eso es lo que estaba pasando en el resto del mundo: la gente huía hacia el norte para seguir viva hasta que llegase el invierno. No, no los culpo por querer desviarnos, eso se lo puedo perdonar, pero que lo hicieran de forma tan irresponsable, que no ofreciesen una información esencial que podría haber ayudado a muchos a salvar la vida…, eso no se lo perdonaré nunca.

Era agosto, dos semanas después de Yonkers y sólo tres días después de que el gobierno decidiera retirarse al oeste.

No habíamos tenido muchos brotes en nuestro barrio, yo sólo había visto uno, un grupo de seis alimentándose de un sin techo; los polis habían acabado con ellos rápidamente. Pasó a tres manzanas de nuestra casa, y eso fue lo que hizo que mi padre decidiese huir.

Estábamos en el salón; mi padre estaba aprendiendo cómo cargar su nuevo fusil, mientras mi madre terminaba de clavar tablas en las ventanas. No se podía encontrar un canal de televisión en el que no se dieran noticias de los zombis, ya fuesen imágenes en directo o grabaciones de Yonkers. Ahora, al mirar atrás, no acabo de creerme lo poco profesionales que fueron los medios de comunicación. Tanto dar vueltas y tan pocos hechos probados… Todas aquellas gotitas de información digerible, ofrecidas por un ejército de supuestos expertos que se contradecían entre sí, preocupados por resultar más sorprendentes y enterados que los demás. Era todo muy confuso, nadie parecía saber qué hacer; lo único en lo que estaban todos de acuerdo era en que los ciudadanos debían «ir al norte». Como los zombis se quedaban congelados, el frío extremo era nuestra única esperanza. Eso es lo único que oíamos; nada de instrucciones sobre a qué parte del «norte» ir, ni qué llevar con nosotros, ni cómo sobrevivir: sólo aquella maldita frase de moda que decían todos los presentadores y que aparecía una y otra vez en los rótulos del fondo de la pantalla de la tele: «Vayan al norte. Vayan al norte. Vayan al norte».

«Se acabó —dijo mi padre—: saldremos de aquí esta noche y nos dirigiremos al norte.» Le dio una palmadita a su fusil, intentando parecer decidido, pero no había tocado una pistola en toda su vida. Era un caballero en el sentido tradicional del término, un hombre con nobleza y generosidad: bajito, calvo, con una cara regordeta que se ponía roja cuando reía, el rey de los chistes malos y las agudezas cursis. Siempre tenía algo para ti, ya fuera un cumplido, una sonrisa o un pequeño aumento de mi paga que se suponía que mi madre no debía saber. Era el poli bueno de la familia y dejaba todas las decisiones importantes a mi madre.

En aquel momento, mi madre intentó discutir con él, hacerlo entrar en razón. Vivíamos por encima del límite de la cota de nieve, teníamos todo lo que necesitábamos. ¿Por qué enfrentarnos a lo desconocido, cuando podíamos abastecernos bien, seguir fortificando la casa y esperar a que cayese la primera helada? Pero él no la escuchaba. ¡Podíamos estar muertos para cuando llegase el otoño! ¡Podíamos estar muertos en menos de una semana! Estaba inmerso en el Gran Pánico; nos dijo que sería como una gran acampada, que nos alimentaríamos de hamburguesas de alce y bayas silvestres. Me prometió enseñarme a pescar y me preguntó el nombre que le daría a mi conejo cuando lo cazara para tenerlo de mascota. Había vivido en Waukesha toda la vida; nunca había salido de acampada.

[Me enseña algo en el hielo, una colección de DVD rotos.]

Esto es lo que la gente se llevó: secadores de pelo, Game-Cubes, docenas de ordenadores portátiles. No creo que fueran tan estúpidos como para pensar que podrían usarlos, aunque puede que algunos sí. Creo que la mayoría temía perderlos, volver a casa después de seis meses y descubrir que habían saqueado sus hogares. Nosotros creíamos estar haciendo las maletas con bastante sentido común: ropa de invierno, utensilios de cocina, cosas del armario de las medicinas y toda la comida en lata que podíamos cargar. Parecía suficiente comida para un par de años; sin embargo, acabamos con la mitad antes de llegar. Eso no me preocupó, porque era como una aventura, la expedición al norte.

Todas esas historias que se oyen sobre las carreteras bloqueadas y la violencia no nos afectaron a nosotros, ya que estábamos en la primera oleada y la única gente que teníamos delante eran los canadienses, muchos de los cuales se habían ido hacía tiempo. Había mucho tráfico en la carretera, más coches de los que había visto nunca, pero todos se movían bastante deprisa, y sólo encontramos atascos cuando llegábamos a ciudades o parques.

¿Parques?

Parques, zonas de acampada, cualquier lugar en que la gente se detenía porque creía que ya había avanzado lo suficiente. Mi padre solía mirar a aquella gente y decir que eran imprudentes e irracionales. Decía que seguían estando demasiado cerca de los centros de población y que la única forma de lograrlo era irse lo más hacia el norte que pudiéramos. Mi madre siempre le discutía que no era culpa de ellos, que la mayoría se había quedado sin gasolina. «¿Y quién tiene la culpa de eso?», contestaba mi padre. Nosotros teníamos muchas latas de gasolina de repuesto en el techo del monovolumen. Mi padre había empezado a hacer acopio de ellas en los primeros días del Pánico. Habíamos pasado junto a muchos atascos que rodeaban estaciones de servicio, la mayoría de las cuales tenían unos carteles enormes que decían que no les quedaba más combustible. Mi padre pasaba por aquellos sitios a toda velocidad; pasaba a toda velocidad junto a muchas cosas: los coches parados que necesitaban cargar la batería y los autoestopistas que necesitaban que los llevasen. De ésos había muchos, algunos caminaban en fila junto a la carretera, con el aspecto que se les supone a los refugiados. De vez en cuando, un coche se detenía y recogía a un par de ellos, y, de repente, todos querían meterse dentro. «¿Ves en el lío en que se han metido?», decía mi padre.

Nosotros recogimos a una mujer que caminaba sola y tiraba de una de esas maletas con ruedas para aeropuertos. Parecía inofensiva, sola bajo la lluvia, y quizá por eso mis padres se detuvieron para recogerla. Se llamaba Patty y era de Winnipeg. No nos contó cómo había llegado hasta allí, aunque tampoco se lo preguntamos. Se sentía muy agradecida e intentó darles a mis padres todo el dinero que tenía, pero mi madre no se lo permitió y le prometió que la llevarían hasta donde fuésemos nosotros. Ella empezó a llorar y nos dios las gracias. Yo estaba muy orgullosa de que mis padres hubiesen hecho lo correcto, hasta que ella estornudó y sacó un pañuelo para sonarse la nariz. Hasta entonces había tenido la mano izquierda en el bolsillo, así que no habíamos visto que la tenía envuelta en una tela manchada de algo oscuro que parecía sangre. Ella se dio cuenta y, de repente, se puso nerviosa. Nos dijo que no nos preocupásemos, que se la había cortado por accidente, pero mi padre miró a mi madre y los dos permanecieron en silencio. No me miraron, no dijeron nada. Aquella noche me desperté cuando oí que se cerraba la puerta del asiento de atrás, cosa que no me pareció rara, porque siempre nos parábamos para hacer nuestras necesidades. Aunque siempre me despertaban y me preguntaban si tenía que ir, aquella vez no supe qué pasaba hasta que el monovolumen ya estaba en movimiento. Miré a mi alrededor, buscando a Patty, que ya no estaba. Les pregunté a mis padres qué le había pasado y ellos me contestaron que la habían dejado. Miré hacia atrás y me pareció distinguirla, un punto diminuto que disminuía de tamaño con cada segundo que pasaba. Me pareció que corría hacia nosotros, pero estaba tan cansada y desconcertada que no podía saberlo con certeza. Seguramente tampoco quería saberlo; procuré no enterarme de muchas cosas en aquel camino hacia el norte.

¿Cómo qué?

Como de los demás «autoestopistas», los que no corrían. No había muchos, porque, recuerde, estamos hablando de la primera oleada. Nos encontramos con media docena, como mucho, que vagaban por el centro de la carretera y levantaban las manos cuando nos acercábamos. Mi padre los rodeaba, y mi madre me decía que bajase la cabeza. Nunca los vi muy de cerca, porque apretaba la cara contra el asiento y cerraba los ojos; no quería verlos. Me ponía a pensar en hamburguesas de alce y bayas silvestres. Era como dirigirse a la Tierra Prometida; sabía que, cuando estuviésemos lo bastante lejos, todo iría bien.

Durante un tiempo, así fue; estábamos en un enorme campamento a la orilla de un lago, sin mucha gente alrededor, pero la suficiente para sentirnos seguros, ya sabe, por si aparecía algún muerto. Todos eran muy amables, emitíamos unas grandes vibraciones de alivio colectivo. Al principio, era como una fiesta: había enormes comidas al aire libre por las noches y la gente aportaba lo que había cazado o pescado, sobre todo pescado. Algunos tipos echaban dinamita al lago, se oía un estallido tremendo, y los peces salían flotando a la superficie. Nunca olvidaré aquellos sonidos, las explosiones y las sierras mecánicas cuando la gente cortaba árboles, o la música de las radios de los coches y los instrumentos que habían traído las familias. Cantábamos alrededor de las hogueras por las noches, unas hogueras gigantescas de troncos apilados.

Por aquel entonces, todavía teníamos árboles, antes de que apareciesen la segunda y tercera oleadas, y tuviéramos que empezar a quemar hojas, tocones y cualquier cosa que encontrásemos. El olor a plástico y goma se hizo muy desagradable; lo notabas en la boca y en el pelo. Para entonces ya no quedaban peces, ni nada que se pudiera cazar, pero nadie parecía preocupado, porque todos contaban con que los zombis se quedasen congelados en invierno.

Pero, cuando los zombis se congelasen, ¿cómo pensaban sobrevivir al invierno?

Buena pregunta. No creo que la mayoría pensase con tanta antelación. Quizá supusieran que las «autoridades» vendrían a rescatarnos, o que podrían hacer las maletas e irse a casa. Seguro que muchos no pensaban en nada que no fuera el día que les quedaba por delante, agradecidos por sentirse finalmente a salvo, seguros de que las cosas se resolverían solas. «Estaremos en casa antes de que te des cuenta —solían decir—. Todo acabará para Navidades.»

[Llama mi atención hacia otro objeto encerrado en el hielo, un saco de dormir de Bob Esponja. Es pequeño y está manchado de marrón.]

¿Para qué cree que está preparado esto, para el dormitorio caldeado de una fiesta de pijamas? Vale, quizá no lograran hacerse con un saco de verdad, porque las tiendas de cosas de acampada siempre son las primeras que lo venden todo o sufren saqueos, pero no se imagina lo poco que sabían algunas de estas personas. Muchas venían de los estados del sur y el suroeste de los Estados Unidos, incluso del sur de México. Los veías meterse en los sacos con las botas puestas, sin darse cuenta de que, en realidad, así bajaban su temperatura al liberar más calor corporal. Iban con unos abrigos enormes, con camisetas debajo; hacían un poco de esfuerzo físico, se sobrecalentaban y se quitaban el abrigo. Tenían el cuerpo cubierto de sudor y un montón de tela de algodón que guardaba la humedad; entonces llegaba la brisa… Mucha gente se puso enferma aquel primer septiembre: resfriados y gripe. Nos los pegaron a los demás.

Al principio, todos eran amables. Cooperábamos, intercambiábamos cosas, incluso comprábamos lo que necesitábamos a las demás familias. El dinero todavía valía algo, porque todos pensaban que los bancos volverían a abrir pronto. Siempre que mis padres iban a buscar comida, me dejaban con un vecino. Yo tenía una pequeña radio de supervivencia, una de ésas que se cargaban dándole a una manivela, así que oíamos las noticias todas las noches. Eran historias sobre la retirada, sobre unidades del ejército que abandonaban a la gente. Escuchábamos con nuestro mapa de carreteras de los Estados Unidos, y señalábamos las ciudades y pueblos de los que llegaban los informes. Yo me sentaba en el regazo de mi padre. «¿Ves? —me decía—. Ellos no salieron a tiempo, no fueron tan listos como nosotros.» Intentaba forzar una sonrisa, y, durante un tiempo, creí que tenía razón.

Sin embargo, después del primer mes, cuando la comida empezó a escasear, y los días se hicieron más fríos y oscuros, la gente empezó a volverse mezquina. Se acabaron las hogueras comunales, las comidas al aire libre y las canciones. El campamento se convirtió en una porquería, porque ya nadie recogía su basura. Un par de veces pisé mierda humana; nadie se molestaba en enterrarla siquiera.

Ya no me dejaban con los vecinos, y mis padres no confiaban en nadie. Empezó a ser peligroso, se veían muchas peleas; vi a dos mujeres peleándose por un abrigo de pieles y rajándolo por la mitad, y a un tío que pilló a otro intentando robarle algo del coche y le golpeó la cabeza con una barra de hierro. Todas esas cosas pasaban por la noche, refriegas y gritos. De vez en cuando se oía un tiro y alguien lloraba. Una vez oímos que algo se movía en el exterior de la tienda improvisada que habíamos montado alrededor del monovolumen. Mi madre me dijo que bajara la cabeza y me tapara los oídos, y mi padre salió. A través de mis manos oí gritos y el disparo del arma de mi padre. Alguien gritó y él volvió con la cara muy pálida. Nunca le pregunté lo que había pasado.

Sólo nos uníamos cuando aparecía uno de los muertos. Eran los que habían seguido a la tercera oleada, y venían solos o en grupo; aparecían día sí, día no. Alguien daba la alarma y todos se reunían para acabar con ellos. Y entonces, en cuanto terminábamos, de nuevo nos volvíamos los unos contra los otros.

Cuando el frío se hizo tan fuerte que se heló el lago, cuando los muertos dejaron de aparecer, mucha gente creyó que era seguro volver a pie a casa.

¿A pie? ¿No en coche?

No quedaba combustible, lo habíamos gastado para cocinar o para mantener en funcionamiento las baterías de los coches. Todos los días salían grupos de desgraciados medio muertos de hambre y harapientos, cargados de todas aquellas cosas sin valor que se habían traído con ellos, con una expresión de esperanza desquiciada.

«¿Dónde creen que van? —decía mi padre—. ¿Es que no saben que todavía no hace suficiente frío más al sur? ¿Es que no saben lo que les espera allí?» Estaba convencido de que, si aguantábamos lo suficiente, tarde o temprano las cosas mejorarían. Eso fue en octubre, cuando yo todavía parecía un ser humano.

[Llegamos a un montón de huesos, demasiados para poder contarlos. Están en un foso, medio cubiertos de hielo.]

Yo era una niña bastante gorda, no hacía deporte y me alimentaba de comida basura y chucherías. Cuando llegamos, en agosto, estaba un poquito más delgada. Para noviembre, parecía un esqueleto. Mis padres no estaban mucho mejor: a mi padre le había desaparecido la barriga y mi madre tenía los pómulos muy marcados. Se peleaban mucho, por cualquier cosa, y eso me asustaba más que todo lo demás, porque en casa nunca levantaban la voz. Eran profesores de colegio, «progresistas», puede que alguna vez tuviésemos alguna cena tensa y silenciosa, pero nada como aquello; se lanzaban al cuello del otro a la primera oportunidad. Un día, más o menos por Acción de Gracias…, no pude salir del saco de dormir. Tenía la barriga hinchada, y llagas en la boca y la nariz. De la caravana del vecino salía un olor delicioso, como si estuviesen cocinando algo, carne. Mis padres estaban fuera, discutiendo; mi madre decía que «ésa» era la única forma, aunque yo no sabía de qué hablaba. Decía que no era tan malo, porque «eso» lo habían hecho los vecinos, no nosotros. Mi padre decía que no íbamos a rebajarnos a ese nivel y que mi madre debería avergonzarse. Ella arremetió contra él con rabia, chillando que era culpa suya que estuviésemos allí y que yo me estaba muriendo. Mi madre le dijo que un hombre de verdad sabría qué hacer; lo llamó calzonazos y dijo que él quería que muriésemos para poder huir y vivir como el maricón que siempre había sabido que era. Mi padre le dijo que cerrase la puta boca; nunca jamás decía palabrotas. Oí algo, un golpe que venía de fuera, y mi madre entró con un puñado de nieve colocado sobre el ojo derecho. Él no dijo nada, tenía una expresión que no le había visto antes, como si fuese otra persona. Cogió mi radio de supervivencia, la que la gente llevaba tanto tiempo intentando comprar… o robar, y salió en dirección a la caravana. Regresó diez minutos después, sin la radio, cargando con un gran cubo lleno de un estofado humeante. ¡Estaba buenísimo! Mi madre me dijo que no comiera demasiado deprisa y me lo fue dando en cucharaditas. Parecía aliviada y lloraba un poco, pero mi padre seguía teniendo aquella expresión; era la misma expresión que tendría yo al cabo de unos meses, cuando mis padres enfermaron y tuve que alimentarlos.

[Me arrodillé para examinar el montón de huesos. Todos estaban rotos y les habían extraído la médula.]

El invierno nos golpeó con fuerza en diciembre. Estábamos hasta arriba de nieve, literalmente, montañas de nieve gruesas y grises por la contaminación. El campamento se quedó en silencio. No hubo más peleas ni más disparos. Cuando llegó el día de Navidad había comida de sobra.

[Levanta algo que parece un fémur en miniatura. Lo han limpiado de carne con un cuchillo.]

Dicen que aquel invierno murieron once millones de personas, y eso sólo en Norteamérica, porque no se incluyen los demás lugares: Groenlandia, Islandia, Escandinavia. No quiero ni pensar en Siberia, en todos aquellos refugiados del sur de China, los japoneses que nunca habían salido de una ciudad y los pobres indios. Fue el primer Invierno Gris, cuando la suciedad del cielo empezó a cambiar el tiempo. Dicen que una parte de esa suciedad, no sé cuánta, eran las cenizas de los restos humanos.

[Pone una marca en el foso.]

Tardó mucho tiempo, pero, al final, el sol salió, el tiempo empezó a caldearse de nuevo y la nieve por fin se derritió. A mediados de julio, la primavera estaba allí, y, con ella, llegaron los muertos vivientes.

[Uno de los otros miembros del equipo nos llama: hay un zombi medio enterrado, helado de cintura para abajo. La cabeza, los brazos y la parte superior del torso están muy vivos, se agitan, mientras la criatura gime e intenta cogernos.]

¿Por qué vuelven después de congelarse? Todas las células humanas contienen agua, ¿no? Y, cuando el agua se congela, se expande y hace que revienten las paredes de las células, por eso no se puede dejar congelada a la gente en animación suspendida. Entonces ¿por qué los zombis sí pueden hacerlo?

[El zombi se lanza en plancha hacia nosotros; la parte inferior congelada de su torso empieza a partirse. Jesika levanta su arma, una larga palanca de hierro, y le aplasta la cabeza a la criatura como si nada.]