[La habitación no tiene ventanas, sino unas tenues bombillas fluorescentes que iluminan las paredes de hormigón y los camastros sin lavar. Los pacientes de este lugar sufren, principalmente, enfermedades respiratorias, muchas empeoradas por la falta de las medicinas necesarias. Aquí no hay médicos, y los enfermeros y auxiliares están tan saturados que no pueden hacer mucho por aliviar su sufrimiento. Al menos, la habitación está seca y caliente, y eso, teniendo en cuenta que estamos en el crudo invierno de este país, es un lujo incomparable. Bohdan Taras Kondratiuk se sienta en su cama, al final de la habitación. Como es un héroe de guerra, se ha ganado una sábana colgada del techo para darle privacidad. Tose en un pañuelo antes de hablar.]
Caos. No sé describirlo de otra forma; era una crisis total de organización, orden y control. Acabábamos de luchar en cuatro combates brutales: Luck, Rovno, Novograd y Zhitomir, la maldita Zhitomir. Mis hombres estaban exhaustos, ¿entiende? Lo que habían visto, lo que habían tenido que hacer, y sin dejar de retirarse, de realizar acciones de retaguardia, de correr… Todos los días oíamos que había caído otra ciudad, que se había cerrado otra carretera, que habían aplastado a otra unidad.
Se suponía que Kiev era segura, al otro lado de las líneas; se suponía que era el centro de nuestra nueva zona de seguridad, bien guardada, bien abastecida, tranquila. Pero ¿qué pasó cuando llegamos? ¿Tenía órdenes de descansar y recuperarnos? ¿De reparar los vehículos, reponer mi equipo, atender a los heridos? No, claro que no, ¿por qué iban a ser las cosas como debían ser? Nunca lo habían sido antes.
La zona de seguridad cambiaba de nuevo, esta vez se trasladaba a Crimea. El gobierno ya se había ido…, ya había huido…, a Sebastopol. El orden civil se había derrumbado; estaban evacuando Kiev, y ésa era la labor del ejército, o de lo que quedaba de él.
Nuestra compañía recibió órdenes de supervisar la ruta de escape en el puente Patona. Era el primer puente del mundo realizado por completo mediante soldadura eléctrica y muchos extranjeros solían comparar tal logro con el de la Torre Eiffel. La ciudad había planeado un importante proyecto de restauración, con el sueño de renovar su gloria perdida pero, como todo lo demás en nuestro país, el sueño nunca se hizo realidad. Incluso antes de la crisis, el puente era una pesadilla de atascos de tráfico y, en aquel momento, estaba hasta arriba de evacuados. Aunque se suponía que estaba cerrado al tráfico rodado, ¿dónde estaban las barricadas prometidas, el hormigón y el acero que habría hecho que entrar a la fuerza resultara imposible? Había coches por todas partes, pequeños Lags y viejos Zhigs, unos cuantos Mercedes y un camión GAZ gigantesco colocado justo en el medio, ¡volcado de lado! Intentamos moverlo, rodear el eje con una cadena y tirar de él con uno de los tanques, pero no hubo manera. ¿Qué podíamos hacer?
Éramos un pelotón blindado, ¿entiende? Tanques, no policía militar; nunca vimos a la policía militar. A pesar de que nos aseguraron que estarían allí, nunca los vimos ni oímos hablar de ellos, ni tampoco el resto de las unidades que estaban en los otros puentes. Llamarlos unidades es un chiste, porque no eran más que grupos de hombres en uniforme, oficinistas y cocineros; cualquiera que tuviese relación con el ejército se encontró de repente a cargo del control del tráfico. Ninguno de nosotros estaba preparado para aquello, no estábamos entrenados para eso, ni equipados… ¿Dónde estaba el equipo de contención de disturbios que nos habían prometido? Los escudos, los trajes blindados… ¿Dónde estaba el cañón de agua? Nuestras órdenes eran «procesar» a todos los evacuados. Ya sabe, comprobar si alguno de ellos estaba infectado, pero ¿dónde estaban los malditos perros? ¿Cómo íbamos a buscar infectados si no teníamos perros? ¿Qué se suponía que debíamos hacer, examinar visualmente a cada refugiado? ¡Sí! Y eso es lo que nos ordenaron hacer. [Sacude la cabeza.] ¿De verdad pensaban que aquellos pobres miserables aterrados y frenéticos formarían una fila ordenada para que los desnudásemos y examinásemos cada centímetro de su piel, sabiendo que la muerte se acercaba por detrás y creyendo que la seguridad, una seguridad aparente, se encontraba a pocos metros de distancia? ¿Pensaban que los hombres se harían a un lado mientras examinábamos a sus esposas, a sus madres y a sus hijas pequeñas? ¿Se lo imagina? Y lo cierto es que lo intentamos, porque, ¿qué alternativa nos quedaba? Teníamos que separarlos si queríamos sobrevivir. ¿Qué sentido tiene intentar evacuar a la gente si sólo va a servir para que lleven la infección con ellos?
[Sacude la cabeza y se ríe sin ganas.] ¡Fue un desastre! Algunos se limitaron a negarse, otros intentaron salir corriendo o saltar al río. Se produjeron peleas. Muchos de mis hombres recibieron palizas, a tres los apuñalaron, a uno le disparó un abuelo asustado con un viejo Tokarev oxidado. Estoy seguro de que estaba muerto antes de llegar al agua.
Yo no estaba allí, ¿entiende? ¡Estaba en la radio, intentando pedir refuerzos! No dejaban de decirme que los refuerzos estaban de camino, que no decayésemos, que no nos desesperáramos, que estaban de camino.
Al otro lado del Dniper, Kiev ardía. Unas columnas de humo negro se elevaban sobre el centro de la ciudad. El viento venía hacia nosotros, y el hedor era horrible, a madera, goma y la peste de la carne quemada. No sabíamos lo lejos que estaban de nosotros, quizá a un kilómetro, quizá a menos. En la parte de arriba de la colina, el fuego había rodeado el monasterio; una maldita tragedia, porque allí, con sus altos muros y su ubicación estratégica, podríamos haber resistido, cualquier cadete de primer año podría haberlo convertido en una fortaleza inexpugnable: abastecer los sótanos, sellar las puertas y colocar francotiradores en las torres. Podrían haber protegido el puente… ¡joder, una eternidad!
Me pareció oír algo, un sonido que venía de la otra orilla… Ese sonido, ya sabe, cuando están todos juntos, cuando están cerca, ese… Incluso por encima de los gritos, las imprecaciones, las bocinas y los disparos lejanos de los francotiradores, reconocí el sonido.
[Intenta imitar su gemido, pero lo interrumpe una tos descontrolada. Se lleva el pañuelo a la cara y, cuando lo aparta, está lleno de sangre.]
Ese sonido fue lo que me apartó de la radio. Miré hacia la ciudad y algo me llamó la atención, algo que volaba sobre los tejados y se acercaba deprisa.
Los aviones a reacción pasaron como un rayo a la altura de las copas de los árboles. Eran cuatro, unos Sujoi 25, los llamábamos «grajos»; estaban cerca y volaban lo bastante bajo para identificarlos a simple vista. «¿Qué demonios? —pensé—. ¿Van a intentar cubrir la entrada del puente? ¿Quizá bombardear el área que tenemos detrás?» Había funcionado en Rovno, al menos durante unos minutos. Los grajos siguieron volando en círculos, como si confirmasen sus blancos, después bajaron mucho ¡y se dirigieron directos a nosotros! «¡Por todos los santos —pensé—, van a bombardear el puente!» ¡Daban por perdida la evacuación y pensaban matar a todo el mundo!
«¡Salid del puente! —empecé a gritar—. ¡Que todo el mundo salga del puente!» El pánico cundió entre la multitud, se veía como una ola, como una corriente eléctrica. La gente empezó a gritar, a intentar empujar hacia delante, hacia atrás, unos contra otros; docenas de personas se tiraban al agua con ropas y zapatos pesados que no les permitían nadar.
Yo estaba tirando de la gente, diciéndoles que corriesen. Vi cómo soltaban las bombas y pensé que quizá pudiera apartarme en el último momento, protegerme de algún modo del estallido. Entonces se abrieron los paracaídas, y lo supe; en una fracción de segundo me levanté y salí corriendo como un conejo asustado: «¡Dentro de los tanques! —gritaba—. ¡Dentro de los tanques!». Salté sobre el que tenía más cerca, cerré la escotilla y ordené a mis hombres que comprobasen los cierres herméticos. El tanque era un T-72 obsoleto. No podíamos saber si el sistema de sobrepresión todavía funcionaba porque no lo habían probado desde hacía años. Sólo podíamos esperar y rezar, encogidos en nuestro ataúd de acero. El artillero lloraba; el conductor estaba paralizado; el comandante, un sargento novato de sólo veinte años, estaba hecho una bola en el suelo, agarrado a la crucecita que llevaba al cuello. Le puse una mano en la cabeza y le aseguré que todo iría bien, mientras mantenía los ojos pegados al periscopio.
El RVX no empieza siendo un gas, ¿sabe? Cae en forma de lluvia: diminutas gotitas aceitosas que se pegan a todo lo que tocan. Entra por los poros, los ojos, los pulmones, y, según la dosis, los efectos pueden ser instantáneos. Veía cómo las extremidades de los evacuados empezaban a temblar, cómo dejaban caer los brazos conforme el agente químico se abría paso por su sistema nervioso central. Se restregaban los ojos, intentaban hablar, moverse o respirar; me alegraba no poder oler el contenido de su ropa interior, la súbita descarga de la vejiga y los intestinos.
¿Por qué lo hacían? No podía entenderlo. ¿Es que el alto mando no sabía que las armas químicas no tenían efecto en los muertos vivientes? ¿Es que no habían aprendido nada de Zhitomir?
El primer cadáver que se movió fue el de una mujer, sólo un segundo o así antes que el resto, una mano que se sacudía y agarraba la espalda de un hombre que parecía haber intentado protegerla con su cuerpo. Él cayó al suelo mientras ella se erguía sobre unas piernas vacilantes; tenía la cara llena de manchas y cubierta de venas ennegrecidas. Creo que ella me vio, o que vio nuestro tanque, porque abrió la boca y levantó los brazos. Vi que los demás también cobraban vida, una cada cuarenta o cincuenta personas, todos los que habían sido mordidos y habían intentado esconderlo.
Y entonces lo comprendí: sí, habían aprendido de Zhitomir y habían encontrado un uso mejor para sus viejos arsenales de la guerra fría. ¿Cómo separar de forma eficaz a los infectados de los demás? ¿Cómo evitar que los refugiados propagasen la infección más allá de las líneas de defensa? Aquélla era una de las formas.
Empezaban a reanimarse del todo, lograban volver a levantarse y arrastraban los pies lentamente por el puente hacia nosotros. Llamé al artillero, que apenas pudo tartamudear una respuesta, así que le di una patada en la espalda y le ladré la orden de apuntar a los objetivos. Aunque tardó unos segundos, utilizó el retículo para apuntar a la primera mujer y apretó el gatillo. Me tapé los oídos mientras el Coax tronaba. Los otros tanques nos imitaron.
Veinte minutos después, todo había terminado. Sé que debería haber esperado órdenes, o, al menos, informar sobre nuestro estado o los efectos del ataque. Veía otros seis grajos más en el aire, cinco en dirección a los otros puentes y el último en dirección al centro de la ciudad. Ordené a nuestra compañía que se retirase, que se dirigiese al sudoeste y siguiese avanzando. Había muchos cadáveres a nuestro alrededor, los que acababan de subir al puente antes de que llegase el gas. Reventaban al pasar por encima de ellos.
¿Ha estado en el Complejo del Museo de la Gran Guerra Patriótica? Era uno de los edificios más impresionantes de Kiev. El patio estaba lleno de máquinas: tanques y pistolas de todos los tamaños y clases, desde la Revolución hasta la actualidad. Había dos tanques enfrentados en la entrada del museo; ahora están decorados con dibujos coloridos, y los niños pueden subirse a ellos y jugar. Allí tenían una Cruz de Hierro de un metro por cada lado, hecha con los cientos de Cruces de Hierro reales recogidas de los cadáveres de los soldados alemanes muertos. También había un mural que iba del suelo al techo en el que se mostraba una gran batalla: nuestros soldados estaban todos conectados por una hirviente ola de fuerza y valor que caía sobre los alemanes y los expulsaba de nuestro país. Tantos símbolos de nuestra defensa nacional y ninguno era tan espectacular como la estatua de Rodina Mat, la madre patria; se trataba del edificio más alto de la ciudad, una obra maestra de más de sesenta metros de puro acero inoxidable. Fue lo último que vi de Kiev: su escudo y su espada sostenidos en alto para demostrar su eterno triunfo, aquellos ojos fríos y brillantes observándonos en nuestra huida.