Armagh (Irlanda)

[Aunque no sea católico, Philip Adler se ha unido a la muchedumbre de visitantes del refugio de guerra del papa. «Mi mujer es bávara —me explica, en el bar de nuestro hotel—. Tenía que hacer el peregrinaje a la catedral de San Patricio.» Es la primera vez que sale de Alemania desde el final de la guerra. Nuestro encuentro es accidental, pero él no le pone pegas a que utilice la grabadora.]

Hamburgo estaba infestado. Había zombis por las calles, en los edificios, saliendo del Neuer Elbtunnel. Habíamos intentado bloquearlos con vehículos civiles, pero se metían por cualquier espacio abierto, como si fuesen gusanos hinchados y sanguinolentos. Los refugiados también estaban por todas partes; venían incluso de Sajonia, pensando que podrían escapar por mar. Hacía ya tiempo que los barcos se habían ido y el puerto era una locura. Teníamos a más de mil atrapados en el Reynolds Aluminiumwerk, y al menos tres veces más en la terminal de Eurokai; sin comida, ni agua potable, esperando ser rescatados, mientras los muertos se agolpaban en el exterior, aparte de los infectados que ya pudiera haber dentro.

El puerto estaba hasta arriba de cadáveres, aunque eran cadáveres que todavía se movían. Los habíamos empujado hacia el puerto con cañones de agua antidisturbios; así ahorrábamos munición y ayudábamos a mantener las calles vacías. Era una buena idea, hasta que cayó la presión de las bocas de incendios. Habíamos perdido a nuestro comandante dos días antes en un accidente absurdo. Uno de nuestros hombres le había dado a un zombi en la cabeza de un disparo, pero unos fragmentos de tejido cerebral muerto habían salido por el otro lado y se habían clavado en el hombro del coronel. Una locura, ¿verdad? Me pasó el mando del sector antes de morir; mi primera labor como oficial fue matarlo.

Había establecido nuestro puesto de mando en el Renaissance Hotel. Era un lugar decente, buenos campos de tiro con el suficiente espacio para alojar a nuestra unidad y a varios cientos de refugiados. Mis hombres, los que no estaban ocupados manteniendo las barricadas, intentaban realizar las mismas reformas en edificios similares. Con las carreteras bloqueadas y los trenes fuera de servicio, creí que lo mejor sería aislar a todos los civiles que pudiera. La ayuda llegaría, era sólo cuestión de tiempo.

Estaba a punto de organizar un destacamento para conseguir algunas armas cuerpo a cuerpo, porque estábamos escasos de munición, cuando llegó la orden de retirada. No era algo extraño, porque nuestra unidad había estado retirándose continuamente desde los primeros días del Pánico; lo que sí resultaba extraño era el punto de reunión. La división estaba usando coordenadas cartográficas por primera vez desde que empezaron los problemas, ya que, hasta entonces, habíamos empleado designaciones civiles en un canal abierto; así, los refugiados sabían dónde reunirse. Sin embargo, aquello era una transmisión en código de un mapa que no habíamos utilizado desde el final de la guerra fría. Tuve que comprobar las coordenadas tres veces para confirmarlas: nos llevaban a Shafstedt, justo al norte del Nord-Ostee Kanal. ¡Como si nos hubiesen mandado a la puta Dinamarca!

También recibimos órdenes estrictas de no mover a los civiles. Aún peor, ¡nos ordenaron no informarlos de nuestra partida! No tenía sentido, ¿querían que retrocediéramos hasta Schleswig-Holstein, pero dejando a los refugiados atrás? ¿Querían que los abandonásemos y saliésemos corriendo? Tenía que haber un error.

Pedí confirmación y la conseguí. La pedí otra vez; puede que tuvieran el mapa mal o que hubiesen cambiado de códigos sin decírnoslo (no habría sido su primer error).

De repente, me encontré hablando con el general Lang, el comandante de todo el Frente Norte. Le temblaba la voz, podía notarlo incluso con el ruido de fondo de los disparos. Me dijo que las órdenes no eran un error, que tenía que reunir lo que quedase de la guarnición de Hamburgo y dirigirme de inmediato al norte. «Esto no está pasando», me dije. Curioso, ¿no? Podía aceptar todo lo demás, el hecho de que hubiese gente muerta levantándose de la tumba para comerse el mundo; sin embargo, aquello…, seguir unas órdenes que indirectamente supondrían un asesinato en masa…

En fin, aunque soy un buen soldado, también soy alemán occidental. ¿Entiende la diferencia? A los orientales les dijeron que no eran responsables de las atrocidades de la Segunda Guerra Mundial, que, como buenos comunistas, eran tan víctimas de Hitler como todos los demás. ¿Entiende por qué los cabezas rapadas y los protofascistas estaban principalmente en el este? No sentían la responsabilidad por el pasado, no como los que estábamos en el oeste; a nosotros nos habían enseñado desde pequeños que, aunque llevásemos uniforme, nuestro primer deber era para con nuestra conciencia, daba igual a qué coste. Así es como me criaron, así es como respondía. Le dije a Lang que mi conciencia no me permitía obedecer aquella orden, que no podía dejar a aquellas personas sin protección. Al oírlo, el comandante estalló, me dijo que iba a obedecerlo si no quería que yo y, lo que era más importante, mis hombres, fuésemos acusados de traición y procesados con «eficiencia rusa». «A esto hemos llegado», pensé. Todos habíamos oído lo ocurrido en Rusia: los motines, las crisis, los diezmos. Miré a mi alrededor para contemplar a aquellos chicos de dieciocho y diecinueve años, todos cansados, asustados y luchando por sobrevivir. No pude hacerlo; di la orden de retirada.

¿Cómo se lo tomaron?

No hubo quejas, o, al menos, no se quejaron delante de mí. Se pelearon un poco entre ellos, pero fingí no darme cuenta. Cumplieron su deber.

¿Y los civiles?

[Pausa.] Tuvimos lo que nos merecíamos. «¿Adonde vais?», nos gritaban desde los edificios. «¡Volved, cobardes!» Intenté responder, les dije que volveríamos a por ellos. «Volveremos mañana con más hombres, quedaos donde estáis, volveremos mañana.» No me creyeron. «¡Puto mentiroso! —oí gritar a una mujer—. ¡Vas a dejar que mi bebé se muera!»

La mayoría no intentó seguirnos porque les preocupaban demasiado los zombis de las calles. Unos cuantos valientes se agarraron a nuestros vehículos acorazados para el transporte de tropas e intentaron entrar por las escotillas, pero nos los sacudimos de encima. Tuvimos que taparnos bien, porque los que estaban atrapados en los edificios empezaron a tirarnos cosas: lámparas, muebles, de todo. A uno de mis hombres le dio un cubo lleno de excrementos humanos. Oí que una bala rebotaba en la escotilla de mi Marder.

Cuando salíamos de la ciudad, pasamos por delante de la última de nuestras Unidades de Estabilización de Reacción Rápida. Los habían vapuleado bien a principios de aquella semana. Aunque entonces no lo sabía, eran una de las unidades clasificadas como prescindibles; les habían ordenado cubrir nuestra retirada para evitar que nos siguieran demasiados zombis o refugiados, y sus instrucciones decían que tenían que resistir hasta el final.

Su comandante estaba de pie en la cúpula de su Leopard. Yo lo conocía, habíamos servido juntos como parte de la fuerza multinacional de la OTAN en Bosnia. Puede que resulte melodramático decir que me salvó la vida, pero sí que recibió una bala serbia que, sin duda, iba dirigida a mí. Lo había visto por última vez en un hospital de Sarajevo, bromeando sobre lo bueno que era salir de aquella casa de locos que los nativos llamaban país. Y allí estábamos, pasando por aquella autobahn destrozada en el corazón de nuestra patria. Nos miramos a los ojos, intercambiamos saludos, y yo me volví a meter en el vehículo de transporte y fingí examinar el mapa para que el conductor no viese mis lágrimas. «Cuando regresemos —me dije—, voy a matar a ese hijo de puta.»

¿Al general Lang?

Lo tenía todo pensado: intentaría no parecer enfadado para que no sospechase nada; entregaría mi informe y me disculparía por mi comportamiento; puede que quisiera darme una charlita para darme ánimos e intentar explicar o justificar nuestra retirada, así que sería paciente y escucharía para que se relajase; entonces, cuando se levantase para darme la mano, sacaría mi arma y desparramaría sus sesos orientales por el mapa de lo que solía ser nuestro país. Quizá estuviese allí todo su personal, todos los demás hombrecillos de paja que no hacían más que «seguir órdenes». ¡Acabaría con todos antes de que me derribasen! Iba a ser perfecto, no pensaba ir como un borrego al infierno, no era uno de los soldaditos de las Hitler Jugend. Les demostraría a él y a todos lo que significaba ser un verdadero Deutsche Soldat.

Pero eso no es lo que pasó, ¿verdad?

No. Conseguí entrar en el despacho del general Lang. Fuimos la última unidad en cruzar el canal, y él se había esperado hasta ese momento. En cuanto llegó el informe, se sentó en su escritorio, firmó unas cuantas órdenes finales, dejó preparada y sellada una carta para su familia y se metió una bala en el cerebro.

Cabrón. Lo odio más ahora que cuando estaba en la carretera saliendo de Hamburgo.

¿Por qué?

Porque ahora entiendo por qué hicimos lo que hicimos, los detalles del Plan Prochnow[28].

¿Y saberlo no hizo que lo comprendiera mejor?

¿Me toma el pelo? Justamente por eso lo odio! Sabía que aquello no era más que el primer paso de una larga guerra y que íbamos a necesitar a hombres como él para ganarla. Puto cobarde. ¿Recuerda lo que le dije sobre tener un deber para con nuestra conciencia? No puedes culpar a los demás, ni al diseñador del plan, ni a tu comandante, a nadie salvo a ti mismo. Tienes que tomar tus propias decisiones y vivir cada doloroso día con las consecuencias de las mismas. Él lo sabía, por eso nos abandonó, igual que abandonó a aquellos civiles: vio el camino que le quedaba por delante, un sendero de montaña escarpado y traicionero, y supo que tendríamos que subir a pie toda la pendiente arrastrando el peso de lo que habíamos hecho más abajo. No pudo hacerlo; simplemente, no pudo aguantar el peso.