[Mi tren llega tarde, porque están probando el puente levadizo occidental. A Todd Wainio no parece importarle la espera en el andén. Nos damos la mano bajo el mural Victoria de la estación, probablemente la imagen más conocida de la experiencia estadounidense en la Guerra Mundial Z. Tomado originalmente de una fotografía, muestra a un pelotón de soldados de pie en Nueva Jersey, a orillas del río Hudson, de espaldas a nosotros, observando el amanecer sobre Manhattan. Mi anfitrión parece pequeño y frágil junto a esos enormes iconos en dos dimensiones. Como la mayor parte de los hombres de su generación, Todd Wainio ha envejecido antes de tiempo. Si se observa el vientre amplio, el escaso pelo grisáceo y las tres profundas cicatrices paralelas que le bajan por la mejilla derecha, resulta difícil imaginarse que este antiguo soldado de infantería del ejército estadounidense está, al menos cronológicamente, en la flor de la vida.]
Aquel día, el cielo era rojo. Todo el humo, la mierda que había llenado el aire durante el verano, bañaba las cosas de una luz roja ambarina, como si se mirase el mundo a través de unos cristales de color infernal. Así vi Yonkers por primera vez, un pequeño barrio deprimido y rodeado de herrumbre al norte de la ciudad de Nueva York. Creo que nadie había oído hablar de él; yo no lo había hecho, y ahora está a la par de Pearl Harbor… No, no Pearl…, eso fue un ataque por sorpresa. Esto fue más como Little Bighorn, donde nosotros…, bueno, al menos la gente al mando, sabían lo que pasaba, o deberían haberlo sabido. El caso es que no fue una sorpresa; la guerra, la emergencia…, como quiera llamarlo…, ya había empezado. Habían pasado unos tres meses desde que todos saltaran al tren del pánico.
¿Recuerda cómo era? La gente perdiendo los estribos, fortificando sus casas con tablones, robando comida, pistolas, todo lo que se moviera. Es probable que los Rambos, los fuegos descontrolados, los accidentes de tráfico y toda la… la mierda que ahora llamamos el Gran Pánico matase a más gente al principio que los mismos zombis.
Supongo que entiendo por qué los poderes fácticos pensaron que una gran batalla era buena idea. Querían demostrar a la gente que seguían al mando, calmarlos un poco para poder tratar con el problema real. Lo pillo; y, como necesitaban una victoria propagandística, yo acabé en Yonkers.
En realidad no era un mal lugar para resistir; parte de él estaba en un vallecito y justo al otro lado de las colinas occidentales estaba el río Hudson. La alameda de Saw Mill River pasaba justo a través del centro de nuestra línea principal de defensa y los refugiados que bajaban en masa por la autopista conducían a los muertos directamente hacia nosotros. Era un cuello de botella natural, y la idea era buena… La única buena idea del día.
[Todd coge otro Q, el cigarrillo estadounidense casero llamado así porque tiene un cuarto (quarter) de contenido de tabaco.]
¿Por qué no nos pusieron en los tejados? Tenían un centro comercial, un par de garajes, edificios grandes con unos bonitos tejados planos. Podían haber puesto una compañía entera encima del supermercado. Desde allí se veía todo el valle y habríamos estado completamente a salvo ante un ataque. Había un edificio de pisos de unas veinte plantas, creo… Cada planta tenía una vista perfecta de la autopista. ¿Por qué no había un fusil en cada ventana?
¿Sabe dónde nos pusieron? Justo en el suelo, escondidos detrás de sacos de arena o en trincheras. Perdimos un montón de tiempo y energía preparando aquellas elaboradas posiciones de disparo. Para tener una buena cobertura y ocultación, según nos dijeron. ¿Cobertura y ocultación? Cobertura significa protección física, protección convencional de armas de pequeño calibre y artillería, o de artillería aérea. ¿Suena eso como el enemigo al que nos enfrentábamos? ¿Es que los zetas habían decidido lanzar ataques aéreos y terrestres armados? ¿Y por qué coño nos preocupaba la ocultación, cuando la idea central de la batalla era hacer que los zombis viniesen directos a nosotros? ¡Qué gilipollez! ¡Todo el planteamiento!
Estoy seguro de que estaba al mando uno de los últimos Fulda Capullos, ya sabe, los generales que se pasaron los años de novato entrenándose para defender Alemania Occidental de Iván el malvado. Tipos duros y estrechos de miras… seguramente cabreados después de muchos años de guerras menores. Tenía que ser uno de ellos, porque todo lo que hicimos apestaba a defensa estática de la Guerra Fría. ¿Sabe que incluso intentaron excavar trincheras para los tanques? Los ingenieros las abrieron con explosivos en el aparcamiento del supermercado.
¿Tenían tanques?
Tío, teníamos de todo: Bradleys, Humvees armados con todo, desde calibres cincuenta a los nuevos morteros pesados Vasilek. Al menos esos podrían haber servido de algo. Teníamos misiles tierra-aire Stinger montados en Humvees Avenger; teníamos un sistema de colocación de puente portátil AVLB perfecto para el arroyo de siete centímetros de profundidad que corría junto a la autopista; teníamos un puñado de vehículos bélicos electrónicos XM5, todos a reventar de equipos de radar e interferencias; y… y…, oh, sí, incluso teníamos un grupo de letrinas completo, allí puesto, en medio de todo. ¿Por qué, si la presión del agua seguía fuerte y las cisternas de los inodoros todavía funcionaban en todos los edificios y casas del barrio? ¡Tantas cosas que no necesitábamos! Un montón de mierda que sólo servía para bloquear el tráfico y que quedase bonito, y creo que precisamente por eso estaban allí, para que quedase bonito.
Para la prensa.
Joder, sí, ¡tenía que haber al menos un periodista por cada dos o tres uniformes![21] A pie y en furgonetas, no sé cuántos helicópteros de la tele estarían volando por allí… Lo lógico sería pensar que, con tantos vehículos de transporte, habrían utilizado algunos para intentar rescatar a la gente de Manhattan… Sí, claro, creo que todo se hizo para la prensa, para demostrarles la gran potencia bélica de nuestra marea verde… o marrón, porque algunos de los carros acababan de llegar del desierto y todavía no les habían cambiado la pintura. Mucho era sólo para aparentar, no sólo los vehículos, sino también nosotros. Nos tenían con MOPP 4, tío, «postura protectora aplicada a la misión», unos trajes y máscaras voluminosos que, en teoría, te protegían en entornos radiactivos o bioquímicos.
¿Es posible que sus superiores pensaran que el virus de los muertos vivientes se transmitía por el aire?
Si es así, ¿por qué no protegieron a los periodistas? ¿Por qué nuestros «superiores» no los llevaban, ni nadie más justo detrás de las líneas? Estaban bien fresquitos y cómodos con sus uniformes de batalla, mientras nosotros sudábamos bajo varias capas de goma, carbón vegetal, y gruesos trajes blindados. ¿Y a qué genio se le ocurriría ponernos trajes blindados? ¿Porque la prensa los crucificó por no tener suficientes en la última guerra? ¿Para qué coño necesitas un casco cuando te enfrentas a un muerto viviente? Ellos eran los que los necesitaban, ¡no nosotros! Y después estaban los circuitos en red… el sistema de integración Land Warrior. Era un equipo electrónico personal completo que nos permitía estar conectados entre nosotros y con los jefes. En el visor podían descargarse mapas, datos de GPS y reconocimientos por satélite en tiempo real. Podías saber tu posición exacta en un campo de batalla, las posiciones de tus compañeros, las de los malos… Incluso podías mirar por la cámara de vídeo de tu arma, o la de cualquiera, para averiguar qué había detrás de un seto o a la vuelta de la esquina. Land Warrior permitía que cada soldado tuviese la información de todo un puesto de mando, y que el puesto de mando controlase a los soldados como a una sola unidad. Red conectada es lo que repetían una y otra vez los oficiales delante de las cámaras. Red conectada e hiperguerra. Unos términos muy chulos, pero que no significaban una mierda cuando intentabas excavar una trinchera con un MOPP y un traje blindado, más la carga del Land Warrior y el equipo de combate estándar, y, encima, en el día más caluroso del verano más caluroso del que se tenía noticia. No sé cómo seguía todavía en pie cuando los zetas empezaron a aparecer.
Al principio fue un goteo, grupos de uno y dos tambaleándose entre los coches abandonados que atascaban la autopista vacía. Al menos habían evacuado a los refugiados. Vale, eso también lo hicieron bien; escogieron un cuello de botella y se llevaron a los civiles, gran trabajo. Por lo demás…
Los zombis entraron en la primera zona de batalla, la designada para el sistema de lanzacohetes. No oí cómo salían los cohetes porque mi casco amortiguaba el ruido, pero los vi salir volando hacia el objetivo, trazar un arco en la bajada y deshacerse de su carcasa para dejar al descubierto todas aquellas bombitas en serpentinas de plástico. Son más o menos del tamaño de una granada de mano, bombas antipersona con una capacidad limitada para atravesar trajes blindados. Se repartieron entre los monstruos y detonaron cuando dieron con el suelo o un coche abandonado. Los depósitos de los coches estallaron como pequeños volcanes, géiseres de fuego y escombros que se sumaron a la «lluvia de acero». Para ser sincero, fue un subidón; la gente vitoreaba en los micros, y yo también, viendo que todos los zombis empezaban a tambalearse. Habría unos treinta, quizá cuarenta o cincuenta, repartidos por aquel tramo de unos ochocientos metros de autopista. El bombardeo inicial eliminó al menos a las tres cuartas partes.
Sólo tres cuartas partes.
[Todd apura su cigarrillo de una calada larga y furiosa, e, inmediatamente, saca otro.]
Pues sí, y tendríamos que haber empezado a preocuparnos en aquel mismo instante. La lluvia de acero los golpeó a todos, los hizo trizas por dentro; había órganos y carne desparramados por todas partes…, joder, se les caían del cuerpo mientras avanzaban hacia nosotros… Pero disparos a la cabeza… Había que destruir el cerebro, no el cuerpo, y mientras les quedara una neurona funcionando y alguna movilidad… Algunos seguían andando, los que estaban demasiado destrozados para ponerse de pie, se arrastraban. Sí, nos habríamos preocupado, de haber tenido tiempo.
El goteo se convirtió en una oleada. Más criaturas, docenas, avanzando en masa entre los coches en llamas. Los zetas tienen una cosa curiosa: siempre crees que van a ir vestidos con el traje de los domingos, porque así aparecían en los medios, sobre todo al principio; monstruos con trajes y vestidos, como si fuesen una muestra representativa de la América cotidiana, sólo que muertos. En realidad, no eran así, en absoluto. La mayoría de los infectados, los primeros, los que llegaron en aquella primera ola, murieron estando en trátamiento o en casa, en la cama. Muchos llevaban batas de hospital, o pijamas y camisones. Algunos iban con sudaderas o en ropa interior… o, simplemente, desnudos; un montón iban con el culo al aire. Les veías las heridas, las marcas secas en los cuerpos, las rajas que te hacían estremecer aunque sudaras dentro de aquellos uniformes sofocantes.
La segunda lluvia de acero no tuvo ni la mitad de impacto que la primera, porque ya no quedaban depósitos que pudieran estallar y porque, al haber tantos emes y tan apretados, se protegían los unos a los otros de recibir una herida en la cabeza. Yo no tenía miedo, todavía no; ya no la tenía tan dura pero estaba seguro de que volvería a calentarme cuando los monstruos entrasen en la zona de combate del ejército.
Tampoco pude oír los Paladins, porque estaban demasiado lejos, en la colina, aunque vi y oí cómo aterrizaban sus proyectiles. Eran HE 155 estándar, un núcleo de alta carga explosiva con una carcasa de fragmentación. ¡Causaron menos daños que los cohetes!
¿Y por qué?
En primer lugar, porque no había efecto globo. Cuando una bomba explota cerca de ti, hace que el líquido de tu cuerpo estalle, literalmente, como si fuese un puto globo. Eso no les pasa a los zetas, puede que porque tienen menos fluidos corporales que nosotros, o porque ese fluido es más como un gel. No lo sé. El caso es que no sirvió para una mierda, ni tampoco hubo efecto SNT.
¿Qué es SNT?
Sudden Nerve Trauma[22], creo que lo llaman así. Es otro efecto de los proyectiles de alta potencia explosiva a corta distancia; el trauma es tan grande que, a veces, los órganos, el cerebro, todo lo de dentro se apaga como si Dios le hubiese dado a tu interruptor. Tiene algo que ver con impulsos eléctricos o algo así. ¿Qué se yo? No soy un puto médico.
Pero no pasó.
¡Ni una vez! Es decir…, no me entienda mal, no es que los zetas saliesen ilesos de la cortina de fuego; vimos cuerpos en pedazos, volando por los aires, destrozados, incluso cabezas enteras y vivas, con ojos y mandíbulas moviéndose, que salían disparadas como corchos de champán. Sí, funcionaba, ¡pero no estaban cayendo tantos ni tan deprisa como necesitábamos!
La ola se convirtió en marea, una inundación de cuerpos que se arrastraban y gemían, pasando por encima de sus hermanos mutilados, acercándose a nosotros a un ritmo lento y constante, como si fuese una ola a cámara lenta.
La siguiente zona de combate consistía en fuego directo del armamento pesado, los 120 del tanque y los Bradleys, con sus metralletas y misiles FOTT. Los Humvees también empezaron a abrirse: morteros, misiles y los Mark-19, que son como metralletas que disparan granadas. Los Comanches bajaron hasta darnos la impresión de estar a pocos centímetros de nuestras cabezas, disparando con metralletas, Hellfires y cohetes Hydra.
Fue una puta carnicería, como una trituradora de madera: la materia orgánica formaba nubes, como si fuese serrín, por encima de la horda.
«Nadie puede sobrevivir a eso», pensé, y durante un momento parecía que estaba en lo cierto…, pero entonces empezaron a parar los tiros.
¿A parar?
A agotarse, a silenciarse…
[Se queda callado un segundo y después fija de nuevo la vista, enfadado.]
Nadie pensó en eso, ¡nadie! Que no me tomen el pelo con historias sobre recortes presupuestarios y problemas de suministro. ¡Lo que de verdad les faltó fue el sentido común, joder! Ninguno de aquellos sacos de mierda de cuatro estrellas, esos a los que parecía que les habían metido las medallas por el culo, los que venían de West Point y el War College, se dijo: «Oye, tenemos un montón de armas estupendas, pero ¿¡tenemos suficiente mierda para disparar!?». Nadie pensó en cuántas veces tendría que disparar la artillería para mantener la operación, ni en cuántos cohetes harían falta para los lanzacohetes, cuántos botes de metralla… básicamente, un proyectil de escopeta gigante. Disparaban unas bolitas de tungsteno; no es que fueran perfectas, ya sabe, porque se gastaban unas cien bolas para acabar con un zeta, pero, coño, tío, ¡al menos era algo! Cada Abrams tenía sólo tres, ¡tres! ¡Tres de una carga total de cuarenta! ¡El resto eran HEAT o SABOT estándar! ¿Sabe lo que una «Silver Bullet», un dardo perforante de uranio empobrecido le hace a un grupo de muertos vivientes? ¡Nada! ¿Sabe qué se siente al ver cómo un tanque de más de sesenta toneladas dispara a una multitud sin conseguir una puta mierda? ¡Tres botes de metralla! ¿Y qué me dice de los proyectiles flechette? Estos días todos hablan de ellos, las flechitas de acero que convierten cualquier arma en una escopeta de dispersión. Hablamos de ellas como si fuesen un invento nuevo, aunque ya las teníamos hasta en, no sé, Corea. Las teníamos para los cohetes Hydra y los Mark-19. Imagíneselo, un sólo 19 disparando trescientos cincuenta proyectiles por minuto, ¡cada uno de ellos con unas cien flechas![23] Puede que no hubiese vuelto la tortilla a nuestro favor, pero ¡joder!
La munición se acababa, los zetas seguían acercándose y el miedo… Todos lo sentían, en las órdenes de los jefes del pelotón, en las acciones de los hombres que me rodeaban… Era una voz dentro de tu cabeza que no dejaba de chillar: «Mierda, mierda, mierda».
Éramos la última línea de defensa, una cosa de poca importancia en lo que respecta a la capacidad militar. Se suponía que íbamos a derribar a los pocos emes lo bastante afortunados para haber resistido la hostia gigante del armamento más pesado. Se esperaba que uno de cada de tres de nosotros tuviese que disparar su arma y uno de cada diez mataría a alguno.
Llegaron a miles, subían por los guardarraíles, se acercaban por las calles laterales, rodeaban las casas, las atravesaban… Había tantos y sus gemidos eran tan fuertes que nos retumbaban dentro de los cascos.
Quitamos el seguro, apuntamos a nuestros objetivos, y entonces llegó la orden de disparar… Yo era un artillero de SAW[24], una máquina ligera que debería dispararse en ráfagas cortas y controladas, en lo que tardas en decir: «Muere, hijoputa, muere». La ráfaga inicial fue demasiado baja y le di a uno de pleno en el pecho. Lo vi salir despedido hacia atrás, golpearse contra el asfalto y levantarse de nuevo, como si no hubiese pasado nada. Tío…, cuando se levantaban de nuevo…
[Ha apurado el cigarrillo hasta casi quemarse los dedos. Lo tira y lo pisa sin darse cuenta.]
Hice lo que pude por controlar mis disparos y mi esfínter. «Apunta a la cabeza —me repetía—. Manten la calma y apunta a la cabeza.» Y todo el tiempo mi SAW escupía: «Muere, hijoputa, muere».
Podríamos haberlos detenido, deberíamos haberlo hecho; lo único que hacía falta era un tío con un fusil, ¿no? Soldados profesionales, tiradores entrenados…, ¿cómo consiguieron pasar? Los críticos y los Patton de sillón que no estuvieron allí todavía se lo preguntan. ¿Cree que es tan sencillo? ¿Cree que después de pasarnos toda la vida militar aprendiendo a disparar al centro de gravedad podemos, de repente, conseguir tiros perfectos a la cabeza una y otra vez? ¿Cree que es fácil meter un cargador o desatascar un arma llevando una camisa de fuerza y un casco asfixiante? ¿Cree que se puede mantener la cabeza fría y disparar un puto gatillo con precisión después de ver cómo todas las maravillas del armamento moderno se caen sobre su hiperculo de alta tecnología, después de vivir tres meses de Gran Pánico y de contemplar cómo un enemigo que no debía existir se comía viva tu realidad?
[Me apunta con el dedo.]
¡Bueno, pues lo hicimos! Conseguimos hacer nuestro trabajo y hacer que los zetas pagasen por cada puto centímetro de terreno! Quizá si hubiésemos tenido más hombres y más munición, quizá si nos hubiesen permitido centrarnos en nuestro trabajo…
[Vuelve a cerrar la mano hasta convertirla en un puño.]
Land Warrior, la puta red conectada del ultramoderno, ultracaro y ultrafamoso Land Warrior. Aunque ya era bastante malo ver lo que tenías delante, además, los enlaces ascendentes de los aviones espía también nos mostraban lo grande que, en realidad, era la horda. Puede que tuviéramos que enfrentarnos a miles, ¡pero detrás venían millones! ¡Recuerde que estamos hablando del grueso de la plaga de Nueva York! Aquello no era más que la cabeza de una larguísima serpiente de zombis que llegaba hasta el puto Times Square. No necesitábamos saberlo. ¡Yo no necesitaba saberlo! La vocecita asustada de mi cabeza ya no era tan discreta; gritaba: «¡¡Mierda, mierda, mierda!!». Y, de repente, ya no estaba dentro de mi cabeza, sino en mi auricular. Cada vez que un capullo era incapaz de controlar su bocaza, Land Warrior se aseguraba de que todos lo oyéramos. «¡Hay demasiados!» «¡Tenemos que salir de aquí, joder!» Uno de otro pelotón, no me sabía su nombre, empezó a gritar: «¡Le he dado en la cabeza y no se muere! ¡No se mueren cuando les das en la cabeza!». Seguro que no le había acertado en el cerebro, eso pasa, un proyectil puede rozar el cráneo… Quizá si hubiese estado tranquilo y hubiese usado su propio cerebro se habría dado cuenta, pero el pánico es más infeccioso que el Germen Zeta y las maravillas de Land Warrior permitieron que ese germen se propagase por el aire. «¿Qué?» «¿Que no se mueren?» «¿Quién ha dicho eso?» «¿Le has disparado a la cabeza?» «¡Hostia puta!» «¡Son indestructibles!» Por toda la red se oía aquello, tíos cagados de miedo por toda la superautopista de la información.
«¡Que todo el mundo cierre la boca! —gritó alguien—. ¡Quedaos donde estáis! ¡Salid de la red!» Se notaba que era la voz de alguien mayor; de repente, quedó ahogada por un grito y nuestros visores captaron un chorro de sangre que salía de una boca llena de dientes rotos. La imagen era de un tío que estaba en el patio de una casa, al otro lado de la línea defensiva. Los propietarios dejarían a unos cuantos familiares reanimados encerrados cuando salieron corriendo. Quizá la conmoción de las explosiones había debilitado las puertas o algo, porque salieron en tropel de la casa y se dieron de bruces con aquel pobre cabrón. La cámara de su arma lo grabó todo, cayó con el ángulo perfecto. Había cinco zombis, un hombre, una mujer y tres niños, y todos lo tenían inmovilizado de espaldas en el suelo; el hombre se había colocado sobre el pecho, mientras que los niños le sujetaban los brazos, intentando romperle el traje a mordiscos. La mujer le arrancó la máscara y pudimos ver claramente el terror que reflejaba la cara del soldado. Nunca olvidaré su chillido cuando ella le arrancó de un mordisco la barbilla y el labio inferior. «¡Están detrás de nosotros! —gritaba alguien—. ¡Están saliendo de las casas! ¡Se ha roto la línea de defensa! ¡Están por todas partes!» De repente, la imagen se oscureció, cortada desde el exterior y la voz, la voz mayor, regresó, ordenando: «¡Salid de la red!». Se notaba que intentaba con todas sus fuerzas mantener la calma; entonces, perdimos la conexión.
Seguro que tardaron más de unos segundos, no podía ser de otra manera, aunque ya hubiesen estado flotando sobre nosotros, pero dio la impresión de que, justo cuando se cortaron las comunicaciones, el cielo se llenó de ruidosos JSF[25]. No los vi soltar su carga porque estaba en el fondo de mi trinchera, maldiciendo al ejército, a Dios y a mis propias manos por no cavar más deprisa. El suelo tembló y el cielo se puso muy oscuro; había escombros por todas partes, tierra, ceniza y cosas ardiendo que volaban por encima de mi cabeza. Sentí que algo me golpeaba entre los omóplatos, algo blando y pesado. Rodé para volverme, y descubrí que eran una cabeza y un torso achicharrados, echando humo ¡y todavía intentando morder! Le di una patada y salí como pude del agujero unos segundos antes de que cayese la última JSOW[26].
Me encontré contemplando una nube de humo negro que ocupaba el lugar en el que había estado la horda. La autopista, las casas…, todo quedaba cubierto por aquella nube de medianoche. Recuerdo vagamente a otros tíos que salían de sus trincheras, las escotillas de los tanques y Bradleys abriéndose, y todos mirando a la oscuridad. Se produjo un silencio, una calma que, en mi cerebro, duró varias horas.
Entonces llegaron, salieron de la niebla como en la maldita pesadilla de un crío. Algunos echaban humo, otros seguían ardiendo…, unos caminaban, otros se arrastraban, otros se impulsaban por el suelo apoyándose en los vientres reventados…, aproximadamente uno de cada veinte podía moverse, lo que nos dejaba…, mierda, ¿un par de miles? Y, detrás, uniéndose a sus filas y empujando hacia nosotros, ¡el millón restante que el ataque aéreo no había ni tocado!
Fue cuando nuestras filas se rompieron. No lo recuerdo todo seguido, sino como en ráfagas: gente corriendo, gruñidos, periodistas. Recuerdo a un reportero con un enorme mostacho a lo Sam Bigotes intentando sacar una Beretta del chaleco antes de que tres emes ardiendo lo derribaran… Recuerdo a un tipo forzando la puerta de una furgoneta de las noticias, saltando al interior, sacando a una bonita periodista rubia e intentando alejarse conduciendo hasta que un tanque los aplastó a los dos. Dos helicópteros de las noticias se chocaron y nos bañaron con su propia lluvia de acero. El piloto de un Comanche…, un valiente de puta madre…, intentó utilizar su rotor para destrozar a los monstruos que se acercaban. La hoja abrió un camino en la masa de criaturas antes de topar con un coche y salir lanzado hacia el súper. Disparos…, disparos al azar, a lo loco… Uno me dio en el esternón, en la placa central de mi traje blindado, y sentí como si me hubiese estrellado contra una pared, aunque no me estaba moviendo. Me caí de culo, no podía respirar, y, entonces, algún capullo lanzó una granada lumínica de aturdimiento justo delante de mí.
El mundo se volvió blanco, me pitaban los oídos. Me quedé paralizado…, unas manos me cogían, me agarraban por los brazos; pataleé y golpeé, sentí humedad y calor en la entrepierna. Grité, pero no podía oír mi voz; más manos, unas manos fuertes, intentaban llevarme a alguna parte. Yo seguí pataleando, retorciéndome, maldiciendo y llorando… hasta que, de repente, alguien me dio un puñetazo en la mandíbula. Aunque no me dejó sin conocimiento, me relajé, porque sabía que aquellos eran mis compañeros: los zetas no dan puñetazos. Me arrastraron hasta el Bradley más cercano y la visión se me aclaró lo suficiente para ver que la línea de luz se desvanecía al cerrarse la escotilla.
[Va a coger otro Q, pero se arrepiente.]
Sé que a los historiadores «profesionales» les gusta hablar de que Yonkers supuso un «fallo catastrófico del aparato militar moderno», que demostró el viejo refrán de que los ejércitos perfeccionan el arte de luchar en la última guerra justo a tiempo para la siguiente. Personalmente, creo que todo eso es pura mierda. Sí, no estábamos lo bastante preparados; nuestras herramientas, nuestra formación, todo lo que le he contado, era puro oro macizo de primera clase; pero las armas que realmente fallaron no fueron las que salieron de las cadenas de montaje. Es algo tan viejo como…, no sé, supongo que tan viejo como la guerra. Es el miedo, tío, sólo el miedo, y no tienes que ser el puto Sun Tzu para saber que la verdadera batalla no consiste en matar, ni siquiera en herir al otro, sino en asustarlo lo suficiente para que lo deje. Acabar con la moral del contrario, eso es lo que intenta cualquier ejército que quiera triunfar, desde las tribus que se pintan la cara y las guerras relámpago a… ¿cómo llamamos a nuestro primer asalto en la Segunda Guerra del Golfo, «Shock and Awe»?[27]¡Es un nombre perfecto! ¿Y qué pasa si el enemigo no se deja impresionar? No es que no lo haga conscientemente, ¡es que es un impedimento biológico! Eso pasó aquel día a las afueras de la ciudad de Nueva York, ése es el fallo que casi nos costó toda la maldita guerra: el hecho de que no pudiéramos asustar a los zetas estuvo a punto de volverse contra nosotros y de hecho, ¡permitió que los zetas nos asustaran a nosotros! ¡No tienen miedo! Da igual lo que hagamos, da igual a cuántos matemos: ¡nunca, nunca se asustarán!
Se suponía que la batalla de Yonkers devolvería la confianza a los estadounidenses y sin embargo, prácticamente enviamos el mensaje de que se despidieran del mundo. De no ser por el plan sudafricano, estoy seguro de que ahora mismo estaríamos todos arrastrando los pies y gimiendo.
Lo último que recuerdo es que el Bradley salía volando como un coche de Hot Wheels. No sé dónde fue la explosión, pero supongo que tuvo que ser cerca. Si hubiese seguido en la calle, expuesto, no lo estaría contando.
¿Alguna vez ha visto los efectos de un arma termobárica? ¿Alguna vez le ha preguntado por ellas a alguien con estrellas en los hombros? Me apuesto los huevos a que nunca le contarán toda la historia. Oirá hablar de calor y presión, de la bola de fuego que sigue expandiéndose, estallando y, literalmente, aplastando y quemando todo lo que se encuentre a su paso. Calor y presión, eso significa termobárico. Suena bastante desagradable, ¿verdad? Lo que no le contarán son las secuelas inmediatas, el vacío creado cuando esa bola de fuego se contrae de repente. Cualquier persona que haya quedado viva notará cómo le succionan el aire de los pulmones, o (y esto sí que no lo reconocerán ante nadie), verá que se le salen los pulmones por la boca. Obviamente, nadie va a vivir lo suficiente para contar esa historia de terror, y quizá por eso el Pentágono lo ha logrado tapar tan bien. De todos modos, si alguna vez se encuentra con una foto de un eme, o incluso con un espécimen activo, y ve que tiene tanto los pulmones como la tráquea colgándole de los labios, asegúrese de darle mi número de teléfono. Siempre estoy dispuesto a conocer a otro veterano de Yonkers.