Bridgetown (Barbados, Federación de las Indias Occidentales)

[Trevor’s Bar personifica lo que son las «Indias del Salvaje Oeste», o, en concreto, la «Zona Económica Especial» de cada isla. No es un lugar que la mayoría de la gente asocie con el orden y la tranquilidad de la vida caribeña anterior a la guerra, ni tampoco pretende serlo.

Apartadas del resto de la isla mediante vallas para abastecer a una cultura de violencia caótica y vicio, las Zonas Económicas Especiales están diseñadas para que los «no isleños» puedan perder su dinero. Mi incomodidad parece agradar a T. Sean Collins; el tejano gigantesco me pasa un chupito de ron asesino y coloca sus enormes botas sobre la mesa.]

Todavía no se les ha ocurrido un nombre para lo que yo solía hacer, no uno de verdad. «Contratista independiente» suena como si echara tabiques y yeso. «Seguridad privada» suena como el guardia de seguridad medio tonto de un centro comercial. Supongo que mercenario es lo más aproximado, pero, a la vez, está muy lejos de la realidad. La palabra mercenario recuerda a un veterano del Vietnam enloquecido, lleno de tatuajes y grandes bigotes, escondido en una letrina del Tercer Mundo porque no es capaz de volver al mundo real. Yo no era así. Sí, era un veterano, y sí, utilicé mi entrenamiento para ganar pasta… Lo más curioso del ejército es que siempre prometen enseñarte «habilidades con futuro»; sin embargo, nunca mencionan que, sin duda, no hay nada con más futuro que saber cómo matar gente mientras evitas que maten a otros.

Quizá fuera un mercenario, aunque nunca lo habrías adivinado a simple vista; tenía buena pinta, buen coche, buena casa, incluso una asistenta que iba a limpiar una vez a la semana. Tenía un montón de amigos, planes de matrimonio, y mi hándicap en el club de golf era casi tan bueno como el de los profesionales. Y, lo más importante, trabajaba para una compañía igual que todas las demás de antes de la guerra. No había disfraces, ni habitaciones traseras, ni sobres a medianoche. Tenía mis días de vacaciones y mis bajas por enfermedad, asistencia sanitaria completa y una buena cobertura dental. También pagaba impuestos, demasiados; pagaba para mi jubilación. Podría haber trabajado en el extranjero, bien sabe Dios que había mucha demanda, pero, después de ver lo que habían pasado mis colegas en la última guerra, me dije: «A la mierda, mejor me quedo protegiendo a algún directivo gordo o a algún famoso inútil». Y eso estaba haciendo cuando llegó el Pánico.

¿Le parece bien que no mencione nombres? Algunas de esas personas siguen vivas, o sus bienes siguen activos, y… ¿se puede creer que siguen amenazando con demandarnos? ¿Después de todo lo que ha pasado? Vale, pues no puedo dar nombres ni decir lugares; imagínese una isla… una isla muy grande… una isla larga, al lado de Manhattan. No me pueden demandar por eso, ¿verdad?

No sé bien a qué se dedicaba mi cliente, algo en entretenimiento o altas finanzas, ni idea. Creo que incluso podría haber sido uno de los accionistas de mi empresa. Da igual, tenía pelas, vivía en una chabola alucinante junto a la playa.

A nuestro cliente le gustaba conocer a la gente que todos conocían. Su plan era proporcionar seguridad a los que pudieran mejorar su imagen durante y después de la guerra, jugando a ser el Moisés de los asustados y famosos. Y, ¿sabe qué? Se lo tragaron: actores, cantantes, raperos y atletas de élite, además de los rostros profesionales, como los que ve en los programas de testimonios o en los realities, o incluso aquella zorrita mimada, rica y con aspecto de cansancio que era famosa sólo por ser una zorrita mimada, rica y con aspecto de cansancio.

También estaba aquel magnate de la industria discográfica, el de los grandes pendientes de diamantes. Tenía un AK trucado con un lanzagranadas. Le encantaba contar que era una réplica exacta de uno de los de El precio del poder.

No quise hundirlo explicándole que el señor Montana llevaba una A-1.

Estaba ese humorista, ya sabe, el del programa de la tele. Estaba esnifando coca de los airbags de una diminuta stripper tailandesa, diciendo sin parar que lo que pasaba no era sólo cosa de los vivos contra los muertos, sino que tendría repercusiones en todas las facetas de nuestra sociedad: la social, la económica, la política e incluso la medioambiental. Decía que todos sabían la verdad, a nivel subconsciente, durante el Gran Engaño, y que por eso perdieron tanto los nervios cuando por fin salió a la luz la historia. En realidad, todo tenía sentido, hasta que empezaba a parlotear sobre el jarabe de maíz con alto contenido en fructosa y la feminización de Estados Unidos.

Es una locura, lo sé, pero casi parecía normal que aquellos tipos estuviesen allí, al menos, a mí me lo parecía. Lo que no esperaba era toda la gente que iba con ellos. Todos, daba igual quiénes fueran o a qué se dedicaran, debían tener, al menos, no sé cuántos estilistas, publicistas y ayudantes. Creo que algunos eran bastante sensatos y sólo lo hacían por el dinero o porque suponían que allí estarían más seguros; no eran más que jóvenes intentando salir adelante, no se les puede culpar por eso. Pero algunos de los otros… eran verdaderos capullos, encantados con el olor de su propia mierda; maleducados, agresivos y lanzando órdenes a cualquiera que tuvieran delante. Un tipo me viene a la cabeza, sólo porque llevaba una gorra de béisbol que ponía: «¡Hazlo ya!». Creo que era ayudante jefe del gordo cabrón que había ganado aquel concurso de talentos. ¡El tío tenía a catorce personas alrededor! Al principio, recuerdo haber pensado que sería imposible cuidar de tanta gente, aunque, después de mi visita inicial a las instalaciones, me di cuenta de que nuestro jefe lo había previsto todo.

Había transformado su hogar en el sueño húmedo de un paranoico. Tenía la suficiente comida deshidratada para mantener a un ejército entero durante varios años, además de un suministro interminable de agua de una planta desalinizadora que se alimentaba del océano. Tenía turbinas eólicas, paneles solares y unos generadores de refuerzo con unos gigantescos depósitos de combustible enterrados justo debajo del patio. Había montado las medidas de seguridad suficientes para que los muertos vivientes no pudieran entrar nunca: muros altos, detectores de movimiento y armas…, oh, las armas. Sí, nuestro jefe había hecho bien los deberes, pero de lo que más orgulloso se sentía era de que cada habitación de la casa estaba conectada para hacer una retransmisión vía web simultánea que llegaba a todos los puntos del planeta veinticuatro horas al día, siete días a la semana. Aquélla era la verdadera razón de tener allí a sus amigos más «queridos». No sólo quería capear el temporal cómoda y lujosamente, sino que todos supieran que lo había hecho. Era la perspectiva del famoseo, su forma de asegurarse de que todo el mundo lo conociera.

No sólo había una cámara web en cada habitación, sino que también tenía a toda la prensa que solía encontrarse en la alfombra roja de los Oscars. De verdad, hasta aquel momento no tenía ni idea de lo grande que era la industria del periodismo de entretenimiento. Tenía que haber docenas de ellos, de todas las revistas y programas de televisión. «¿Cómo te sientes?», se oía mucho. «¿Cómo lo llevas?» «¿Qué crees que va a suceder?» Y le juro que oí a alguien preguntar: «¿Qué llevas puesto?».

Para mí, el momento más surrealista fue cuando estaba en la cocina con parte del personal y los demás guardaespaldas, todos viendo las noticias. ¿Y quién salía en las noticias? ¡Nosotros! Las cámaras estaban, literalmente, en la habitación de al lado, enfocando a algunas de las «estrellas», sentadas en el sofá viendo otro canal de noticias. La señal era en directo desde el Upper East Side de Nueva York, donde los muertos vivientes subían por la Tercera Avenida, y la gente se enfrentaba a ellos con martillos, tuberías y las manos desnudas; el gerente de una tienda Model’s Sporting Goods estaba repartiendo todos sus bates de béisbol y gritando: «¡Dadles en la cabeza!». Había un tío con patines y un palo de hockey en la mano, con un enorme cuchillo de carnicero atornillado a la hoja. Iba, por lo menos, a cincuenta por hora, y, a esa velocidad, podría haber cortado un par de cabezas. La cámara lo filmó todo: el brazo podrido que salió de la alcantarilla delante de él, el pobre tipo volando hacia atrás en el aire y cayendo de cara, para después ser arrastrado por la coleta, entre gritos, hacia la alcantarilla. En aquel momento la cámara de nuestro salón se movió para captar las reacciones de los famosos que veían la tele. Hubo unos cuantos jadeos, algunos sinceros y otros fingidos. Recuerdo haber pensado que sentía menos respeto por los que intentaban fingir las lágrimas que por la zorrita mimada, que llamó gilipollas al patinador. Oye, al menos la chica era sincera. Recuerdo que yo estaba junto a este tío, Sergei, un hijo de puta enorme y desgraciado, de cara triste. Lo que nos contaba sobre su infancia en Rusia me convenció de que no todos los estercoleros del Tercer Mundo tenían que ser tropicales. Entonces, cuando la cámara captaba las reacciones de la gente guapa, musitó entre dientes algo en ruso. La única palabra que pude entender fue Romanov, y estaba a punto de preguntarle qué quería decir, cuando todos oímos que saltaba la alarma.

Algo había disparado los detectores de movimiento que habíamos colocado a varios kilómetros alrededor del muro. Eran lo bastante sensibles para detectar un solo zombi, pero zumbaban como locos. Nuestras radios chillaban: «Contacto, contacto, esquina sudoeste… Mierda, ¡hay cientos!». Era una casa muy grande, así que tardé varios minutos en llegar a mi posición de tiro. No entendía por qué el vigía estaba tan nervioso, ¿qué más daba si eran un par de cientos? Nunca subirían el muro. Entonces lo oí gritar: «¡Están corriendo! ¡Me cago en la puta, son rápidos!». Zombis rápidos, aquello hizo que se me revolvieran las tripas. Si podían correr, podían trepar; y si podían trepar quizá pudieran pensar; y si podían pensar… Ahí fue cuando me asusté. Recuerdo que los amigos de nuestro jefe estaban asaltando la armería; para cuando llegué a la ventana de la habitación para invitados de la tercera planta, corrían por todas partes como los extras de una peli de acción de los ochenta.

Le quité el seguro al arma y descarté a los guardias de la mirilla. Era una de las Gen’s más nuevas, una fusión de amplificación de luz e imagen térmica. No necesitaba la segunda parte porque las criaturas no emitían calor corporal. Así que, cuando vi las abrasadoras firmas corporales de color verde brillante de varios cientos de corredores, se me cerró la garganta: no eran muertos vivientes.

«¡Ahí es! —los oí gritar—. ¡Ésa es la casa de las noticias!» Llevaban escaleras de mano, pistolas, bebés. Un par de ellos tenían unas mochilas pesadas a la espalda, y todos se dirigían a la puerta principal, una enorme mole de acero bruto de forja que se suponía sería capaz de detener a mil criaturas. La explosión la hizo saltar de sus bisagras y la envió directa a la casa, como si fuese una estrella ninja gigante. «¡Fuego! —gritaba el jefe en la radio—. ¡Derribadlos! ¡Matadlos! ¡Disparad-disparad-disparad!»

Los «asaltantes», por llamarlos de alguna forma, entraron en estampida. El patio estaba lleno de vehículos aparcados, coches deportivos y Hummers, e incluso un camión gigante, propiedad de una estrellita de la liga de fútbol americano. Se convirtieron todos en unas putas bolas de fuego, saltando por los aires o ardiendo en el sitio, y el espeso humo aceitoso de los neumáticos cegaba y ahogaba a todo el mundo. Sólo se oían tiros, los nuestros y los suyos, y no sólo los del equipo de seguridad privada: los famosetes que no se estaban cagando en los pantalones habían decidido hacerse los héroes o creían tener que defender su reputación delante de sus mirones. Muchos exigían a su grupo de ayudantes que los defendieran, y algunos lo hicieron, aquellos pobres ayudantes veinteañeros que no habían disparado una pistola en su vida. No duraron mucho. Pero también hubo algunos que se volvieron contra sus jefes y se unieron a los asaltantes. Vi cómo un peluquero bastante reinona apuñalaba a una actriz en la boca con un abrecartas e, irónicamente, vi que el señor «¡Hazlo ya!» intentaba quitarle una granada al tipo del programa para talentos justo antes de que les estallase entre las manos.

Era el caos, justo lo que se te viene a la cabeza cuando piensas en el fin del mundo. Parte de la casa ardía, había sangre por todas partes, cadáveres o trozos de cadáveres esparcidos por encima de aquellas cosas tan caras. Me encontré con el perro rata de la zorra cuando los dos nos dirigíamos a la puerta de atrás; él me miró y yo lo miré. De haber sido una conversación, habría sido:

—¿Qué pasa con tu jefe?

—¿Y con la tuya?

—Que les den por culo.

Era la misma actitud que se veía en muchos de los guardias, la razón por la que no había disparado ni un tiro en toda la noche. Nos habían pagado por proteger a la gente rica de los zombis, no de otra gente no tan rica que sólo buscaba un lugar seguro donde esconderse. Podía oírlos gritar mientras entraban por la puerta delantera. No decían «¡a por la birra!», ni «¡violad a esas putas!», sino «¡apagad el fuego!» y «¡llevad a las mujeres y a los niños arriba!».

Me encontré con el señor Humorista Político de camino a la playa. Él y su chica, una rubia vieja de piel curtida que se suponía era su enemiga política, estaban dándole al tema como si no hubiese un mañana, y oye, quizá para ellos no lo había. Llegué a la arena, encontré una tabla de surf, probablemente más cara que la casa en la que crecí, y empecé a remar hacia las luces del horizonte. Había un montón de barcos en el agua aquella noche, mucha gente saliendo de allí a toda leche. Mi esperanza era encontrar a uno que me llevase hasta el puerto de Nueva York. Con suerte, podría sobornarlos con un par de pendientes de diamantes.

[Termina su chupito de ron y pide otro.]

A veces me pregunto: ¿por qué no se callaron la puta boca? Ya sabe, no sólo mi jefe, sino todos aquellos parásitos mimados. Tenían los medios para mantenerse a salvo, así que, ¿por qué no lo hicieron? ¿Por qué no se fueron a la Antártida o a Groenlandia, o se quedaron donde estaban, pero bien lejos del ojo público? Pero, bueno, quizá no pudieran; como un interruptor de apagado que no se puede accionar. Para empezar, quizá eso los había convertido en lo que eran. Aunque ¿qué coño sé yo?

[El camarero llega con otra copa, y T. Sean le tira un rand de plata.]

«Si lo tienes, presume de ello.»