Juzhir (Isla de Oljon, Lago Baikal, Sagrado Imperio Ruso)

[La habitación está vacía, salvo por una mesa, dos sillas y un gran espejo en la pared, seguramente un espejo espía. Me siento frente a mi entrevistada, escribiendo en un cuaderno que me han proporcionado (me han prohibido entrar con el aparato de transcripción por «motivos de seguridad»). La cara de María Zhuganova está macilenta, tiene el pelo grisáceo y el cuerpo a punto de reventar las costuras del uniforme deshilachado que insiste en vestir para la entrevista. Técnicamente, estamos solos, pero tengo la sensación de que hay ojos que nos observan desde el otro lado del espejo.]

No sabíamos que existiera el Gran Pánico, porque estábamos completamente aislados. Más o menos un mes antes de que empezara, cuando la periodista estadounidense sacó la historia a la luz, nuestro campamento sufría un apagón de comunicaciones indefinido. Habían sacado todos los televisores de los barracones, al igual que las radios y los móviles del personal. Yo tenía uno de esos baratos y desechables, con minutos de prepago, porque era lo único que podían permitirse mis padres. Se suponía que debía usarlo para llamarlos el día de mi cumpleaños, mi primer cumpleaños fuera de casa.

Estábamos en Osetia del Norte, en Alania, una de las repúblicas salvajes del sur. Nuestra misión oficial era mantener la paz, evitar la lucha étnica entre las minorías oseta e ingush. Nuestro turno allí terminaba más o menos cuando nos aislaron del mundo, por cuestión de seguridad nacional, según decían.

¿Quiénes lo decían?

Todos: nuestros oficiales, la policía militar, incluso un hombre vestido de civil que parecía salir de la nada todos los días. Era un cabrón con mala leche, bajito, con una fina cara de rata. Así lo llamábamos: Cara de Rata.

¿Alguna vez intentó averiguar quién era?

¿Quién, yo?, ¿Personalmente? Nunca. Ninguno de nosotros lo hizo. Oh, nos quejábamos, los soldados siempre se quejan; pero no teníamos tiempo para reclamaciones serias. Justo después del inicio del apagón, nos pusieron en alerta roja de combate. Hasta entonces había sido todo fácil: un trabajo flojo y monótono, sólo roto por algún que otro paseo por la montaña. De repente estábamos en las montañas varios días seguidos, con el uniforme de combate completo y la munición. Íbamos a todos los pueblos y aldeas, preguntábamos a todos los campesinos, viajeros y…, no sé…, hasta a las cabras que se nos cruzaban en el camino.

¿Qué les preguntaban?

No lo sabía: «¿Están aquí todos los miembros de su familia?», «¿ha desaparecido alguien?», «¿le ha mordido a alguien un animal o un hombre rabioso?». Aquella era la parte que más me desconcertaba. ¿Rabioso? Entendía lo del animal, pero ¿un hombre? También había muchas evaluaciones físicas, desnudaban por completo a aquellas personas, mientras los médicos examinaban cada centímetro de sus cuerpos en busca de… algo…, no nos dijeron el qué.

No tenía sentido, nada lo tenía. Una vez encontramos un arsenal entero de armas, unos 74, unos cuantos 47 más antiguos, cantidad de munición, probablemente comprada a algún oportunista corrupto de nuestro mismo batallón. No sabíamos a quién pertenecían las armas, si se trataba de traficantes de drogas, de los mafiosos locales o, quizá, de las «patrullas de represalias» que, en teoría, eran la razón por la que nos habían enviado allí. ¿Y qué hicimos? Lo dejamos todo allí. Aquel civil bajito, Cara de Rata, había tenido una reunión en privado con algunos de los ancianos de la aldea. No sé qué discutieron, pero puedo decirle que parecían muertos de miedo: se persignaban y rezaban en silencio.

No lo entendíamos, estábamos perplejos y enfadados. No comprendíamos qué demonios hacíamos allí. Teníamos a un viejo veterano en nuestro pelotón, Baburin. Había luchado en Afganistán y dos veces en Chechenia; se rumoreaba que, durante la crisis de Yeltsin, su BMP[19] había sido el primero en disparar contra la Duma. Nos gustaba escuchar sus historias y siempre estaba de buen humor y borracho…, cuando pensaba que podía hacerlo sin que lo pillaran. Cambió después del incidente con las armas: dejó de sonreír, no hubo más historias. No creo que volviese a probar ni gota de alcohol después de aquello y, cuando te hablaba, cosa que no ocurría mucho, lo único que decía era: «Esto no es bueno. Va a pasar algo». Siempre que intentaba preguntarle por lo que iba a pasar, se encogía de hombros y se alejaba. Los ánimos decayeron después de eso; la gente estaba tensa, suspicaz. Cara de Rata andaba siempre por allí, en las sombras, escuchando, observando, susurrando en los oídos de los oficiales.

Estaba con nosotros el día que barrimos un pueblecito sin nombre, una aldea primitiva que parecía estar en el fin del mundo. Habíamos realizado las búsquedas e interrogaciones normales, y estábamos a punto de irnos. De repente, un crío, una niñita, llegó corriendo por el único camino del pueblo. Estaba llorando, claramente aterrada, y parloteaba con sus padres… Ojalá hubiera aprovechado el tiempo para aprender su idioma… Señalaba al campo. Allí había una figura diminuta, otra niñita, que se tambaleaba por el barro hacia nosotros. El teniente Tijonov levantó sus prismáticos y yo vi cómo se quedaba pálido. Cara de Rata se acercó a él, miró por sus propios gemelos y le susurró algo al oído. Le ordenaron a Petrenko, el tirador más certero del pelotón, que levantara el arma y apuntase con ella a la niña. Lo hizo. «¿La tiene?» «La tengo.» «Dispare.» Creo que pasó así. Recuerdo que hubo una pausa. Petrenko miró al teniente y le pidió que repitiese la orden. «Ya me has oído —respondió, enfadado. Yo estaba más lejos que Petrenko, e incluso yo lo había oído—. He dicho que elimine el objetivo, ¡ahora!» Vi que la punta del fusil temblaba; aquel tipo era un enano enclenque, ni el más valiente ni el más fuerte, pero, de repente, bajó el arma y dijo que no lo haría. Así de claro. «No, señor.» Fue como si el sol se helase en el cielo. Nadie sabía qué hacer, sobre todo el teniente Tijonov. Nos mirábamos los unos a los otros, y después todos miramos al campo.

Cara de Rata estaba caminando por él, lentamente, como si no pasara nada. La niña estaba tan cerca que ya podíamos verle la cara; tenía los ojos muy abiertos, fijos en Cara de Rata. Tenía los brazos extendidos, y pude oír un gemido agudo y ronco. Llegó hasta ella cuando estaba en mitad del campo y todo acabó antes de que nos diésemos cuenta de qué había sucedido. De un movimiento rápido, Cara de Rata sacó una pistola del abrigo y disparó a la niña entre los ojos; después se volvió y caminó lentamente hacia nosotros. Una mujer, seguramente la madre de la niña, rompió a llorar; cayó de rodillas, escupiendo y maldiciéndonos. Cara de Rata no pareció verlo, ni tampoco que le importase, se limitó a susurrarle algo al teniente Tijonov y entrar de nuevo en el BMP, como si se subiese a un taxi de Moscú.

Aquella noche… tumbada en mi litera, intenté no pensar en lo que había sucedido. Intenté no pensar en el hecho de que la policía militar se hubiese llevado a Petrenko, ni en que habían guardado bajo llave nuestras armas en la armería. Sabía que tendría que haberme sentido mal por la niña, enfadada, incluso con ganas de vengarme de Cara de Rata, y quizá un poco culpable, porque no había levantado ni un dedo para impedirlo. Sabía que aquéllas eran las emociones normales, pero, en aquel momento, lo único que podía sentir era miedo. No dejaba de pensar en lo que había dicho Baburin, que algo malo iba a suceder. Sólo quería irme a casa y ver a mis padres. ¿Y si se había producido un horrible atentado terrorista? ¿Y si era una guerra? Mi familia vivía en Bikin, casi al lado de la frontera china. Necesitaba hablar con ellos, asegurarme de que estaban bien. Estaba tan preocupada que empecé a vomitar, tanto que me llevaron a la enfermería. Por eso me perdí la patrulla de aquel día, por eso seguía acostada cuando regresaron a la tarde siguiente.

Estaba en la cama, volviendo a leer un número antiguo de Semnadstat[20]. Oí un alboroto, motores de vehículos, voces. Una multitud estaba ya reunida en el patio de desfiles, así que me abrí paso y vi a Arkady en el centro de la muchedumbre. Arkady era el que disparaba la ametralladora pesada en mi pelotón, un tío grande como un oso. Éramos amigos, porque él apartaba a los demás hombres de mí, si entiende lo que le digo. Me decía que le recordaba a su hermana. [Sonríe con tristeza.] Me gustaba.

Había alguien arrastrándose a sus pies, parecía una anciana, aunque llevaba un saco de arpillera en la cabeza y una cadena alrededor del cuello. Su vestido estaba desgarrado y le habían arrancado a tiras la piel de las piernas. No había sangre, sólo un pus negro. Arkady estaba en medio de un airado discurso a voces: «¡Basta de mentiras! ¡Basta de órdenes de matar a civiles! ¡Por eso acabé con el pequeño zhopoliz… —Busqué al teniente Tijonov, y no lo vi por ninguna parte. Noté una bola de hielo en el estómago— …porque quería que lo vierais todos!».

Arkady levantó la cadena, tirando del cuello de la vieja babushka; cogió la capucha y se la quitó. La cara de la anciana estaba gris, como el resto de su cuerpo, y tenía los ojos muy abiertos, con expresión feroz. Gruñía como un lobo e intentó agarrar a Arkady, pero él le puso una de sus enormes manos alrededor del cuello, manteniéndola a distancia.

«¡Quiero que todos veáis por qué estamos aquí!» Sacó el cuchillo de su cinturón y lo clavó en el corazón de la mujer. Yo contuve el aliento, todos lo hicimos. Estaba clavado hasta el mango, pero ella seguía retorciéndose y gruñendo. «¡Veis! —gritó, apuñalándola varias veces más—. ¡Veis! ¡Esto es lo que no nos dicen! ¡Esto es lo que nos dejamos la vida para buscar! —Se empezaban a ver cabezas asintiendo, unos cuantos gruñidos de asentimiento. Arkady siguió—. ¿Y si estas cosas están por todas partes? ¿Y si están en casa, con nuestras familias, en estos momentos?» Intentaba mirar a los ojos a toda la gente que podía, y no le prestaba atención a la anciana. Aflojó un poco, ella se soltó y le mordió en la mano. Arkady rugió y su puño le hundió la cara a la vieja, que cayó a sus pies, retorciéndose y dejando escapar aquella sustancia negra. El soldado terminó el trabajo con la bota y todos oímos cómo se rompía el cráneo de la anciana.

El puño de Arkady chorreaba sangre, así que lo agitó hacia el cielo, gritando hasta que las venas del cuello empezaron a hinchársele. «¡Queremos volver a casa! —rugió—. ¡Queremos proteger a nuestras familias!» En la multitud, otros se unieron a sus gritos. «¡Sí! ¡Queremos proteger a nuestras familias! ¡Estamos en un país libre! ¡Esto es una democracia! ¡No nos podéis encerrar en una prisión!» Yo también gritaba, como el resto. Aquella anciana, la criatura que podía recibir una puñalada en el corazón sin morirse… ¿Y si estaban en casa? ¿Y si amenazaban a nuestros seres queridos, a mis padres? Todo el miedo, toda la duda, todas las emociones confusas y negativas se convirtieron en rabia. «¡Queremos ir a casa! ¡Queremos ir a casa!» Gritos, gritos, y entonces… Una bala me pasó junto a la oreja y el ojo izquierdo de Arkady estalló hacia dentro. No recuerdo correr, ni inhalar el gas lacrimógeno; no recuerdo cuándo aparecieron los comandos de la Spetsnaz, pero, de repente, estaban rodeándonos, golpeándonos, encadenándonos uno de ellos me dio un pisotón tan fuerte en el pecho que creí morirme en aquel mismo momento.

¿Fue eso el Diezmo?

No, tan sólo el principio. No fuimos la primera unidad del ejército que se rebeló. En realidad, todo había empezado más o menos cuando la policía militar cerró la base por primera vez. Cuando tuvo lugar nuestra pequeña «manifestación», el gobierno ya había decidido cómo restaurar el orden.

[Se alisa el uniforme y se tranquiliza antes de hablar.]

Diezmar… Antes pensaba que sólo significaba aniquilar, provocar un daño enorme, destrozar… En realidad, significa matar al diez por ciento, uno de cada diez debe morir…, y eso es justo lo que nos hicieron.

La Spetznaz nos había reunido en el patio de desfiles, todos vestidos con el uniforme de gala completo, sin concesiones. Nuestro nuevo comandante dio un discurso sobre el deber y la responsabilidad, sobre nuestro juramento de proteger a la madre patria, y sobre cómo habíamos traicionado ese juramento con nuestra traición egoísta y nuestra cobardía individual. Yo no había oído antes nada parecido. ¿Deber? ¿Responsabilidad? Rusia, mi Rusia no era más que un revoltijo político. Vivíamos en el caos y la corrupción, sólo intentábamos sobrevivir día tras día. Ni siquiera el ejército era un bastión del patriotismo, sino un lugar donde aprender un oficio, conseguir comida y cama, y, quizá, incluso un poco de dinero que enviar a casa cuando el gobierno decidió que resultaba conveniente pagar a sus soldados. ¿Nuestro juramento de proteger a la madre patria? Aquellas no eran palabras de mi generación, sino lo que se les oía a los veteranos de la Gran Guerra Patriótica, los tipos deshechos y dementes que solían plagar la Plaza Roja con sus pancartas soviéticas hechas jirones y las filas de medallas prendidas a sus uniformes desvaídos y apolillados. El deber con la madre patria era un chiste, pero yo no me reía, porque sabía que se avecinaban las ejecuciones. Los hombres armados que nos rodeaban, los hombres de las torres de vigilancia… Yo estaba preparada, con todos los músculos tensos para recibir el disparo, y, entonces, oí aquellas palabras…

«Vosotros, niños mimados, creéis que la democracia es un derecho divino. ¡La esperáis, la exigís! Bueno, pues ahora vais a tener la oportunidad de ejercerla.»

Fueron sus palabras exactas, y las tendré grabadas en mi memoria para el resto de mi vida.

¿Qué quería decir?

Nosotros teníamos que decidir a quién se castigaba. Nos dividieron en grupos de diez para que votásemos quién iba a morir ejecutado. Y entonces, nosotros…, los soldados, nosotros tendríamos que asesinar a nuestros amigos. Pusieron unas carretillas pequeñas junto a nosotros, todavía puedo oír cómo crujían las ruedas. Estaban llenas de piedras, más o menos del tamaño de su mano, afiladas y pesadas. Algunos gritaron, rogaron, suplicaron como niños. Otros, como Baburin, simplemente se arrodillaron en silencio y me miraron a la cara mientras yo aplastaba la suya con una roca.

[Suspira suavemente, volviendo la vista hacia el espejo espía.]

Fue brillante, una puta genialidad. Las ejecuciones convencionales podrían haber reforzado la disciplina, podrían haber restaurado el orden desde los niveles más altos a los más bajos; sin embargo, al convertirnos a todos en cómplices, nos consiguieron tener cogidos no sólo por el miedo, sino también por la culpa. Podríamos haber dicho que no, podríamos habernos negado y morir en el paredón, pero no lo hicimos, les seguimos la corriente. Todos tomamos una decisión consciente y, como esa decisión tenía un precio tan alto, no creo que nadie quisiera volver a tomar otra nunca más. Entregamos nuestra libertad aquel día y estuvimos encantados de hacerlo. Desde aquel momento hemos vivido con verdadera libertad, con la libertad de señalar a alguien y decir: «¡Ellos me dijeron que lo hiciese! ¡Es culpa suya, no mía!». La libertad, que Dios nos ayude, de decir: «Sólo seguía órdenes».