[Estoy en la orilla con Ajay Shah, contemplando los restos oxidados de lo que un día fueran barcos orgullosos. Como el gobierno no posee los fondos suficientes para retirarlos, y como tanto el tiempo como los elementos han dejado prácticamente inútil su acero, siguen siendo monumentos silenciosos en recuerdo de la matanza de la que la playa fue testigo.]
Me dicen que lo que pasó aquí no fue un hecho aislado, que en todas las costas del mundo la gente intentaba desesperadamente embarcar en cualquier cosa que flotase para tener una oportunidad de sobrevivir.
Yo no sabía lo que era Alang, aunque había pasado toda la vida en Bhavnagar, que está cerca. Era director de una oficina, un enérgico profesional desde el día en que salí de la universidad. La única vez que había trabajado con mis manos fue para utilizar un teclado, y eso no había vuelto a suceder desde que nuestro software pasó a funcionar mediante reconocimiento de voz. Sabía que Alang era un astillero, por eso intenté venir aquí en primer lugar, esperando encontrar una fábrica produciendo un barco detrás de otro para ponernos a salvo. No tenía ni idea de que fuese todo lo contrario: Alang no construía barcos, sino que los mataba. Antes de la guerra, era el desguace de barcos más grande del mundo; las compañías chatarreras indias compraban navíos de todos los países, para después traerlos a esta playa, desmontarlos, cortarlos y hacerlos pedazos hasta que no quedaba ni un perno. Las docenas de barcos que veía ni estaban cargados ni funcionaban, no eran más que cascarones vacíos esperando la muerte.
No había diques secos ni varaderos. Alang era más una extensión de arena que un desguace en sí. El procedimiento estándar consistía en empujar los barcos hasta la playa y dejarlos varados como si fuesen ballenas. Creí que mi única esperanza era la media docena de recién llegados que todavía estaban anclados junto a la orilla, los que tenían algo de tripulación y, esperaba, un poco de gasolina en los depósitos. Uno de aquellos barcos, el Veronique Delmas, intentaba sacar a la mar a uno de sus hermanos varados. Habían atado precariamente cuerdas y cadenas a la popa del APL Tulip, un buque portacontenedores de Singapur que ya había sido parcialmente destripado. Llegué justo cuando el Delmas encendía los motores, y pude ver el agua blanca que se agitó cuando el tirón del barco tensó las cuerdas; también oí cómo las cuerdas más débiles se rompían, sonando como tiros.
Pero las cadenas más fuertes… resistieron más que el casco. El Tulip tuvo que fracturarse la quilla al varar porque, cuando el Delmas empezó a tirar, oí un gruñido terrible, un chirrido del metal. El Tulip se partió, literalmente, por la mitad, y la proa se quedó en tierra, mientras la popa salía al mar.
Nadie pudo hacer nada, el Delmas ya iba a máxima velocidad, de modo que arrastró la popa del Tulip hasta aguas profundas, donde se volcó y hundió en cuestión de segundos. Puede que hubiera unas mil personas a bordo, cada camarote, pasarela y centímetro cuadrado de cubierta estaba abarrotado. Sus gritos quedaron ahogados por el trueno del aire al escapar.
¿Por qué no esperaron los refugiados en los barcos varados, subieron las escaleras y los hicieron inaccesibles?
Usted habla en retrospectiva, con racionalidad; no estuvo allí aquella noche. El astillero estaba lleno hasta el agua, una línea demencial de humanidad, iluminada por los incendios del interior. Cientos intentaban llegar nadando a los barcos y la espuma estaba llena de los que no lo conseguían.
Docenas de barcas iban y venían llevando a la gente de la orilla a los barcos. «Dame dinero —decían algunos—, todo lo que tengas, y te llevamos.»
¿El dinero todavía tenía valor?
Dinero, comida, cualquier cosa que considerasen valiosa. Vi que la tripulación de un barco sólo quería mujeres, mujeres jóvenes. Vi que otro sólo aceptaba refugiados de piel clara. Los cabrones acercaban las antorchas a la cara de la gente para intentar rechazar a los más oscuros, como yo. Incluso vi a un capitán de pie en la cubierta de la lancha de su barco agitando una pistola y gritando: «¡Nada de castas inferiores, no admitimos intocables!». ¿Castas? ¿Intocables? ¿Quién demonios sigue pensando en esos términos? ¡Y, lo más absurdo de todo, es que algunos ancianos se salieron de la cola! ¿Se lo puede creer?
Sólo comento los ejemplos más negativos, ya me entiende. Por cada uno que intentaba sacar provecho, por cada repulsivo psicópata, había diez personas buenas y honradas cuyo karma seguía intacto. Muchos pescadores y propietarios de barcos pequeños, pudiendo haber escapado con sus familias, decidieron ponerse en peligro y seguir volviendo a la orilla. Cuando pienso en el riesgo que corrían… Podían asesinarlos en sus barcos, quedarse abandonados en la playa, que los atacasen desde el agua los miles de criaturas submarinas…
De esas había unas cuantas. Muchos refugiados infectados habían intentado llegar nadando a los barcos y se habían reanimado después de ahogarse. La marea era baja, lo bastante profunda para que se ahogase un hombre, pero no tanto para que un muerto andante no pudiera alcanzar a su presa. Veíamos cómo muchos nadadores desaparecían de repente bajo el agua o que los botes se volcaban y algo arrastraba a los pasajeros. Sin embargo los rescatadores seguían regresando a la orilla o incluso saltaban de los barcos para rescatar a la gente del agua.
Así me salvé: fui uno de los que intentaron nadar. Los barcos parecían estar mucho más cerca de lo que en realidad estaban, y yo era un buen nadador, pero, después de haber llegado caminando desde Bhavnagar, después de haber luchado por sobrevivir casi todo el día, apenas me quedaban fuerzas para flotar de espaldas. Cuando llegué a mi supuesta salvación no me quedaba aire en los pulmones para pedir ayuda. No había pasarela; veía el liso lateral del barco erguirse sobre mí. Golpeé el acero, gritando con mi último aliento.
Justo cuando me hundía, noté un brazo fuerte que me rodeaba el pecho. «Se acabó —pensé—; en cualquier momento notaré los dientes que se me clavan en la carne.»
En vez de arrastrarme hacia abajo, el brazo me llevó de vuelta a la superficie. Acabé a bordo del Sir Wilfred Grenfell, un antiguo barco guardacostas canadiense. Intenté hablar, disculparme por no tener dinero, explicar que podía trabajar para pagar el pasaje, hacer cualquier cosa que necesitaran, pero el hombre sonrió. «Agárrate —me dijo—, estamos a punto de partir.» Noté cómo vibraba la cubierta cuando empezamos a movernos.
Aquella fue la peor parte, ver los barcos junto a los que pasábamos. Los refugiados infectados de a bordo habían empezado a reanimarse, y algunos barcos eran como mataderos flotantes, mientras que otros ardían anclados. La gente saltaba al mar. Muchos de los que se hundían, no volvían a emerger.