[Gavin Blaire pilota uno de los dirigibles de combate D-17 que constituyen el corazón de la Patrulla Aérea Civil Estadounidense. Es una tarea que le va muy bien, ya que, en su vida civil, pilotaba un dirigible de Fujifilm.]
Se perdían en el horizonte: turismos, camiones, autobuses, caravanas, cualquier cosa que se pudiera conducir, incluso tractores y una hormigonera. De verdad, incluso vi una camioneta que sólo tenía encima un cartel gigante, una valla publicitaria que anunciaba un «club de caballeros». La gente estaba sentada encima; se subía encima de todo, en los tejados, entre las bacas de los coches. Me recordaba a las viejas fotografías de los trenes de la India, con los pasajeros colgados de ellos como si fuesen monos.
Había todo tipo de mierda en la carretera: maletas, cajas e incluso muebles caros. Vi un piano de cola, fuera de coñas, allí aplastado como si lo hubiesen tirado desde lo alto de un camión. También había muchos coches abandonados. Algunos los habían empujado, otros los habían vaciado y otros habían ardido. Vi a muchas personas a pie, caminando por las llanuras o siguiendo la carretera. Algunos llamaban a las ventanas, ofreciendo todo tipo de cosas. Unas cuantas mujeres se desnudaban, probablemente intentando conseguir gasolina a cambio; no creo que pidiesen que las llevaran, porque iban más deprisa que los coches. No tendría sentido, pero… [se encoge de hombros].
Más adelante, a unos cincuenta kilómetros, el tráfico avanzaba un poco mejor. Aunque lo lógico habría sido que los ánimos estuviesen más calmados, no era así; la gente encendía los faros, se chocaba con el coche que tuviera delante, salían y se echaban al suelo. Vi a unos cuantos tirados junto a la carretera, sin moverse apenas o nada. La gente pasaba corriendo entre ellos, cargando niños, cosas o simplemente corriendo, todos en la misma dirección del tráfico. Unos cuantos kilómetros más adelante, vi por qué.
Un enjambre de criaturas avanzaba entre los coches. Los conductores de los carriles exteriores intentaban salirse de la carretera y se metían en el lodo, lo que dejaba atrapados a los de los carriles interiores. La gente no podía abrir las puertas, porque los coches estaban muy pegados. Vi cómo aquellas cosas metían las manos por las ventanas abiertas y sacaban a los pasajeros, o entraban ellos mismos. Muchos conductores estaban atrapados dentro, con las puertas cerradas y, supongo, bloqueadas. Tenían las ventanas subidas, de cristal de seguridad, así que los muertos no podían entrar, pero los vivos tampoco podían salir. Vi que a algunos les entraba el pánico e intentaban huir por los parabrisas, destrozando la única protección que tenían. Estúpidos. Si se hubieran quedado dentro podrían haber tenido algunas horas más de vida, quizá incluso una oportunidad de escapar. Puede que no hubiese escapatoria, sino un final más rápido. Había un remolque en el centro del carril, sacudiéndose a un lado y a otro, con los caballos todavía dentro.
El enjambre siguió avanzando entre los coches, abriéndose camino a mordiscos por los carriles atascados, mientras aquellos pobres cabrones intentaban escapar. Y eso es lo que más me atormenta, que no iban a ninguna parte.
Estábamos en la I-80, un trozo de autopista entre Lincoln y North Platte. Los dos lugares estaban infestados, así como todos los pueblecitos entre uno y otro. ¿Qué creían que hacían? ¿Quién organizó aquel éxodo? ¿Lo hizo alguien? ¿Es que vieron una fila de coches y decidieron unirse sin preguntar? Intento imaginarme cómo debió ser, parachoques contra parachoques, con los niños llorando, los perros ladrando, sabiendo lo que se acercaba y esperando, rezando para que alguien más adelante supiera adonde iba.
¿Alguna vez ha oído hablar del experimento que un periodista estadounidense hizo en Moscú en los setenta? Se puso en la puerta de un edificio, de un edificio sin nada especial, una puerta al azar. Y, efectivamente, alguien se puso en cola detrás de él, después dos personas más, y, antes de darse cuenta, la cola le daba la vuelta al bloque. Nadie preguntó para qué era la cola, simplemente supusieron que merecía la pena. No sé si la historia será cierta, quizá no es más que una leyenda urbana o un mito de la guerra fría. ¿Quién sabe?