Vaalajarvi (Finlandia)

[Es primavera, temporada de caza. Cuando la temperatura sube y los cuerpos de los zombis congelados empiezan a reanimarse, algunos miembros de la F-N (Fuerza Norte) de la ONU llegan para su operación anual de «Barrido y limpieza». Cada año se reduce el número de muertos vivientes. Si la tendencia sigue así, se espera que esta zona sea completamente segura dentro de una década. Travis D’Ambrosia, comandante supremo aliado en Europa, está aquí para supervisar en persona las operaciones. En la voz del general se percibe algo triste y débil; le cuesta mirarme a los ojos durante la entrevista.]

No negaré que se cometieron errores, ni que podríamos haber estado mejor preparados. Seré el primero en reconocer que defraudamos al pueblo estadounidense, aunque me gustaría que supieran por qué.

«¿Y si los israelíes tienen razón?», ésas fueron las primeras palabras que salieron de la boca del presidente la mañana después de la declaración israelí en la ONU. «No digo que la tengan —enfatizó—; pero ¿y si la tienen?»

Quería opiniones abiertas, no cerradas; así era el presidente de la Junta de Jefes de Estado. Siempre mantenía la conversación en términos hipotéticos, permitiendo la fantasía de que se trataba de una especie de ejercicio intelectual. Al fin y al cabo, el resto del mundo no estaba preparado para creerse algo tan extravagante, ¿por qué iban a hacerlo las personas de aquella habitación?

Mantuvimos la farsa todo lo que pudimos, hablando con una sonrisa o salpicando los comentarios con alguna que otra broma… No estoy seguro de cuándo empezó la transición, porque fue tan sutil que no creo que nadie se diera cuenta, pero, de repente, tenías una habitación llena de militares profesionales, todos ellos con décadas de experiencia en combate y más formación académica que un neurocirujano medio, y todos hablaban abierta y sinceramente de la posible amenaza de los muertos vivientes. Era como… una presa que se rompía; el tabú se resquebrajó, y la verdad empezó a salir a chorros. Resultaba… liberador.

Entonces, ¿usted tenía sus propias sospechas?

Meses antes de la declaración israelí, igual que el presidente. Todas las personas de aquella habitación habían oído algo o sospechaban algo.

¿Alguno había leído el informe Warmbrunn-Knight?

No, ninguno. Había oído el nombre, pero no tenía ni idea de su contenido. Al final di con una copia unos dos años después del Gran Pánico. La mayoría de las medidas militares que aconsejaba aparecían en la nuestra, casi punto por punto.

¿Su qué?

Nuestra propuesta a la Casa Blanca. Desarrollamos un programa exhaustivo, no sólo para eliminar la amenaza dentro de los Estados Unidos, sino también para seguir adelante y contenerla en el resto del mundo.

¿Qué ocurrió?

A la Casa Blanca le encantó nuestra Fase Uno, porque era rápida, barata y, si se ejecutaba bien, cien por cien secreta. La Fase Uno consistía en la inserción de unidades de las Fuerzas Especiales en zonas infestadas. Sus órdenes eran investigar, aislar y eliminar.

¿Eliminar?

A fondo.

¿Esos eran los equipos Alfa?

Sí, señor, y tuvieron mucho éxito. Aunque sus archivos permanecerán sellados durante los próximos ciento cuarenta años, puedo decir que se trata de uno de los momentos más destacados de la historia de los soldados de élite estadounidenses.

Entonces, ¿qué salió mal?

Nada, al menos con la Fase Uno, pero se suponía que los equipos Alfa eran sólo una medida provisional. Su misión no era extinguir la amenaza, sino retrasarla lo suficiente para dar tiempo a la Fase Dos.

La Fase Dos no llegó a completarse, ¿verdad?

Ni siquiera empezó, y ésa es la razón de la vergonzosa falta de preparación del ejército estadounidense.

La Fase Dos requería una enorme colaboración nacional, algo nunca visto desde los días más oscuros de la Segunda Guerra Mundial. Ese tipo de esfuerzo exige cantidades hercúleas de dinero y apoyo del estado, pero, en aquel momento, ambos eran inexistentes. Los estadounidenses acababan de pasar por un conflicto largo y sangriento, y estaban cansados; habían tenido bastante. Como en los setenta, el péndulo había pasado del apoyo militar a un enorme resentimiento.

En los regímenes totalitarios (comunismo, fascismo, fundamentalismo religioso), el apoyo popular se da por hecho. Puedes empezar guerras, prolongarlas, poner en uniforme a cualquiera durante todo el tiempo que quieras sin tener que preocuparte por una reacción política. En una democracia, es justo lo contrario: el apoyo público debe cuidarse como un recurso finito. Debe gastarse sabiamente, con parquedad y ofreciendo mucho a cambio. Estados Unidos es especialmente sensible al cansancio bélico, y no hay nada tan perjudicial como la percepción de la derrota. Y digo percepción porque nuestro país es una sociedad de extremos, de todo o nada; nos gusta ganar a lo grande, tanto en los deportes como en la vida; nos gusta saber y que todos sepan que no sólo hemos ganado sin oposición, sino que hemos ganado de forma arrolladora. Si no…, bueno, mire cómo estábamos antes del Pánico. No perdimos el último conflicto armado, ni de lejos; en realidad, logramos realizar una tarea muy difícil con pocos recursos y en circunstancias extremadamente desfavorables. Ganamos, pero el público no lo vio así, porque no fue la paliza relámpago que nuestro espíritu nacional exigía. Había pasado demasiado tiempo, habíamos gastado demasiado dinero y se habían perdido o dañado para siempre demasiadas vidas; el apoyo de la ciudadanía no era escaso, sino que estaba en números rojos.

Piense en lo que costaría la Fase Dos sólo en dólares. ¿Sabe el precio de poner a un ciudadano estadounidense de uniforme? Y no me refiero sólo al tiempo en que está activamente de uniforme: el entrenamiento, el equipo, la comida, el alojamiento, el transporte y la atención médica. También hay que tener en cuenta el precio a largo plazo que el país, los contribuyentes estadounidenses, tienen que pagarle a esa persona durante el resto de su vida. Es una carga económica aplastante, y, en aquellos días, apenas lográbamos la suficiente financiación para mantener lo que teníamos.

Incluso si los cofres no hubiesen estado vacíos, si hubiésemos tenido todo el dinero necesario para hacer todos los uniformes que necesitábamos para poner en práctica la Fase Dos, ¿quién cree que habría querido meterse dentro de ellos? Todo era porque el corazón de los Estados Unidos estaba cansado de guerra: por si los horrores «tradicionales» no fueran suficientes (los muertos, los desfigurados, los destrozados psicológicamente), ahora teníamos una nueva hornada de dificultades: los Traicionados. Éramos un ejército de voluntarios, y mire lo que le pasó a nuestros voluntarios. ¿Cuántas historias recuerda sobre soldados a los que alargaron su tiempo de servicio, o sobre reservistas que, después de diez años de vida civil, de repente se encontraron llamados a filas? ¿Cuántos guerreros de fin de semana se quedaron sin trabajo o sin casa? ¿Cuántos regresaron para encontrarse con una vida destrozada? O peor, ¿cuántos no volvieron? Los estadounidenses son una gente honrada y esperan un trato justo. Sé que muchas otras culturas pensaban que era una actitud ingenua e incluso infantil, pero es uno de nuestros principios más sagrados. Ver que el Tío Sam se desdice de su promesa, le quita a la gente su vida privada, su libertad…

Después de Vietnam, cuando era jefe de pelotón en la Alemania del Oeste, tuvimos que establecer un programa de incentivos para evitar que nuestros soldados desertaran. La última guerra consiguió que ningún tipo de incentivo pudiese reponer nuestras reducidas filas, ni primas, ni reducciones del servicio, ni herramientas de reclutamiento en línea disfrazadas de videojuegos civiles[16]. Esta generación había tenido más que suficiente, y, por eso, cuando los muertos vivientes empezaron a devorar nuestro país, casi estábamos demasiado débiles y vulnerables para detenerlos.

No estoy echándole la culpa a los líderes civiles y no estoy sugiriendo que los de uniforme no estemos en deuda con ellos. Éste es nuestro sistema, y es el mejor del mundo, pero debemos protegerlo y defenderlo, y no debería volver a abusarse tanto de él.