[El despacho del director de la CIA es como el despacho de un ejecutivo o un médico ordinario, o como el de un director de instituto de un pueblo cualquiera. Se puede ver la típica colección de libros de referencia en las estanterías, diplomas y fotos en las paredes y, sobre la mesa, un bate de béisbol firmado por el catcher de los Cincinnati Reds, Johnny Bench. Bob Archer, mi anfitrión, me ve en la cara que esperaba algo distinto, y sospecho que por eso ha decidido realizar aquí la entrevista.]
Cuando se piensa en la CIA, lo primero que seguramente se imagina son dos de nuestros mitos más populares y perdurables. El primero es que nuestra misión es analizar el mundo entero en busca de cualquier posible amenaza a los Estados Unidos, y el segundo es que tenemos el poder suficiente para hacer lo primero. Este mito es el resultado de una organización que, por su propia naturaleza, debe existir y funcionar en secreto. El secreto es un vacío, y nada llena un vacío tan bien como la especulación paranoica. «Oye, ¿sabías quién mató a tal y cual? Me han dicho que fue la CIA. Oye, ¿qué me dices del golpe en la República Bananera? Seguro que ha sido la CIA. Oye, ten cuidado con esa página web, ¡que la CIA tiene un registro de todas las páginas que visita todo el mundo!» Ésa es la imagen que tenía casi todo el mundo de nosotros antes de la guerra, y es una imagen que no nos importaba alentar, porque queríamos que los chicos malos sospechasen de nosotros, nos temiesen y, a ser posible, se lo pensasen dos veces antes de intentar hacerles daño a nuestros ciudadanos. Era la ventaja de que la gente nos viera como un pulpo omnisciente. La única desventaja era que nuestro pueblo también creía en esa imagen, así que, siempre que algo, lo que fuera, ocurría sin previo aviso, ¿a quién apuntaban todos?: «Oye, ¿cómo consiguió ese país de locos los misiles? ¿Dónde estaba la CIA? ¿Cómo es posible que ese fanático asesinase a tanta gente? ¿Dónde estaba la CIA? ¿Por qué no supimos que los muertos volvían a la vida hasta que ya los teníamos entrando por la ventana del salón? ¿¡Dónde demonios estaba la CIA!?».
Sin embargo, ni la CIA ni ninguna de las otras organizaciones de inteligencia, tanto oficiales como oficiosas, de los EE.UU. eramos una especie de iluminados omnipotentes. Para empezar, nunca habíamos tenido los fondos suficientes. Ni siquiera en los días de la guerra fría, con sus cheques en blanco; no es físicamente posible tener ojos y oídos en todos los trasteros, cuevas, callejones, burdeles, refugios, despachos, hogares, coches y arrozales del planeta. No me malinterprete, no digo que no pudiésemos hacer cosas, y quizá nos merezcamos el crédito por algunas de las acciones que nuestros fans y nuestros críticos nos han echado en cara a lo largo de los años. Pero, si suma todas las conspiraciones demenciales, desde Pearl Harbor[15] al día antes del Gran Pánico, se encontrará con una organización que no sólo es más poderosa que los Estados Unidos, sino que todos los esfuerzos conjuntos de la raza humana.
No somos ninguna superpotencia en la sombra con secretos ancestrales y tecnología alienígena. Tenemos limitaciones muy reales y bienes extremadamente finitos, así que, ¿por qué íbamos a malgastarlos investigando todas y cada una de las posibles amenazas? Esto nos lleva al segundo mito de lo que realmente hace una organización de inteligencia. No podemos repartirnos por el mundo buscando y esperando encontrar nuevos peligros en potencia; siempre hemos tenido que identificar y centrarnos en aquéllos que ya son claros y concretos. Si tu vecino soviético intenta prenderle fuego a tu casa, no puedes estar preocupándote por el árabe del bloque de al lado. Si, de repente, es el árabe el que está en tu patio, no puedes preocuparte por la República Popular China, y si, un día, los comunistas chinos aparecen en tu puerta con una orden de desahucio en una mano y un cóctel Molotov en la otra, lo último que haces es mirar hacia atrás para ver si aparece un muerto viviente.
Pero ¿no se originó la plaga en China?
Así es, igual que se originó una de las mayores maskirovkas de la historia del espionaje moderno.
¿Cómo dice?
Era un engaño, una farsa. La RPC sabía que ya eran nuestro objetivo de vigilancia número uno; sabían que no podrían ocultar la existencia de sus redadas nacionales de «salud y seguridad». Se dieron cuenta de que la mejor forma de esconder lo que pasaba era hacerlo a plena vista. En vez de mentir sobre las redadas, mintieron sobre lo que buscaban en ellas.
¿La campaña contra los disidentes?
Peor, todo el incidente del estrecho de Taiwán: la victoria del Partido Nacional para la Independencia de Taiwán, el asesinato del ministro de defensa chino, la concentración militar, las amenazas de guerra, las manifestaciones y las campañas posteriores…, todo lo organizó el Ministerio de Seguridad del Estado, sólo para desviar la atención del mundo del peligro real que crecía dentro de China. ¡Y funcionó! Toda la información que teníamos sobre China, las desapariciones repentinas, las ejecuciones en masa, los toques de queda, la llamada a los reservistas…, todo podía explicarse fácilmente como un procedimiento estándar de los comunistas chinos. De hecho, funcionó tan bien, estábamos tan convencidos de que la Tercera Guerra Mundial estaba a punto de estallar en el estrecho de Taiwán, que desviamos otros recursos de inteligencia de países en los que empezaban a surgir brotes de la epidemia.
¿Tan bien lo hicieron los chinos?
Y tan mal lo hicimos nosotros. No fue el mejor momento de la agencia, todavía estábamos recuperándonos de las purgas…
¿Se refiere a las reformas?
No, me refiero a las purgas, porque eso fueron. Cuando Stalin asesinó o encarceló a sus mejores comandantes militares no hizo tanto daño a su seguridad nacional como cuando nuestra administración inició sus «reformas». La última guerra fue una catástrofe, y adivine quién se llevó el golpe. Se nos ordenó justificar una agenda política, pero, cuando esa agenda se convirtió en una desventaja, los que habían dado la orden se echaron atrás para unirse a la multitud y señalarnos con el dedo: «¿Quién nos dijo que fuésemos a la guerra? ¿Quién nos metió en este lío? ¡La CIA!».
No podíamos defendernos sin violar la seguridad nacional, así que tuvimos que quedarnos sentados y aguantarnos. ¿Cuál fue el resultado? Fuga de cerebros. ¿Por qué quedarse para ser la víctima de una caza de brujas política cuando podías escapar al sector privado? Más dinero, un horario decente, y, quizá, sólo quizá, un poquito de respeto y aprecio por parte de la gente para la que trabajas. Perdimos a muchos hombres y mujeres buenos, un montón de experiencia, iniciativa y valioso razonamiento analítico. Lo único que nos quedó fueron los posos, un puñado de eunucos miopes lameculos.
Pero no todos serían así.
No, claro que no. Algunos nos quedamos porque realmente creíamos en lo que hacíamos. No estábamos en esto por el dinero o por las condiciones de trabajo, ni siquiera por la ocasional palmadita en la espalda, sino porque queríamos servir a nuestro país. Queríamos que nuestra gente estuviese a salvo; pero, incluso con ideales, llega un momento en que te das cuenta de que la suma de toda tu sangre, sudor y lágrimas al final se queda en nada.
Entonces, usted sabía lo que pasaba de verdad.
No…, no…, no podía. No había manera de confirmar…
Pero tenía sospechas.
Tenía… dudas.
¿Podría ser más específico?
No, lo siento, aunque puedo decir que abordé el tema en algunas ocasiones con mis colegas.
¿Qué pasó?
La respuesta era siempre la misma: «Será tu funeral».
¿Y lo fue?
[Asiente.] Hablé con… alguien con autoridad…, sólo fue una reunión de cinco minutos en la que expresé algunas de mis preocupaciones. Él me dio las gracias por ir a verlo y me dijo que lo investigaría de inmediato. Al día siguiente recibí órdenes de traslado: Buenos Aires, con efecto inmediato.
¿Alguna vez oyó hablar del informe Warmbrunn-Knight?
Ahora sí, por supuesto, pero entonces… La copia que entregó en mano Paul Knight en persona, la que tenía la nota «Confidencial», sólo para el director… la encontramos en el fondo del cajón de un secretario en la oficina de campo de San Antonio del FBI, tres años después del Gran Pánico. Al final no sirvió de nada, porque, justo antes de que me trasladaran, Israel hizo pública su declaración de cuarentena voluntaria. De repente, el tiempo para las advertencias llegó a su fin; los hechos salían a la luz, y sólo quedaba ver quién se los creía.