Tel Aviv (Israel)

[Jurgen Warmbrunn es un apasionado de la comida etíope, razón por la cual nos reunimos en un restaurante falasha. Con su reluciente piel rosa y sus rebeldes cejas blancas, a juego con el pelo a lo Einstein, podría confundírsele con un científico loco o un profesor de universidad, pero no lo es. Aunque nunca ha reconocido a qué servicio de inteligencia israelí pertenecía y, probablemente, pertenece, admite que, en cierto momento, podría habérsele considerado un espía.]

La mayoría de la gente no cree que algo pueda suceder hasta que ya ha sucedido. No es por estupidez o debilidad, sino simple naturaleza humana. No culpo a nadie por no creer, y no pretendo ser más listo o mejor que ellos. Supongo que todo se reduce al azar del nacimiento. Dio la casualidad de que yo nací en un grupo de personas que vivían con la amenaza constante de la extinción; es parte de nuestra identidad, parte de nuestro esquema mental y, por medio del sistema de ensayo y error, eso nos ha enseñado a estar siempre en guardia.

Para mí, la primera advertencia de la plaga llegó de nuestros amigos y clientes de Taiwán. Se quejaban de nuestro nuevo programa de descodificación de software que, al parecer, no lograba descifrar algunos correos electrónicos de fuentes de la República Popular China, o, al menos, los descifraba tan mal que el texto resultaba ininteligible. Sospeché que el problema no era del software, sino de los mensajes traducidos en sí. Los comunistas del continente…, bueno, supongo que ya no eran comunistas, pero… ¿qué se le puede pedir a un viejo como yo? Los comunistas tenían la mala costumbre de utilizar demasiados ordenadores diferentes de demasiadas generaciones y países distintos.

Antes de sugerirle mi teoría a Taipéi, pensé que lo mejor sería revisar yo mismo los mensajes revueltos. Me sorprendió descubrir que los caracteres en sí estaban perfectamente descodificados, mientras que el texto… Hablaba de un nuevo brote vírico que primero eliminaba a la víctima y después reanimaba el cadáver para convertirlo en una especie de bestia asesina. Por supuesto, no creí que fuese cierto, sobre todo porque, pocas semanas después, empezó la crisis del estrecho de Taiwán, y todos los mensajes acerca de cadáveres desmadrados cesaron de forma abrupta. Supuse que se trataba de una segunda capa de cifrado, un código dentro de un código, un procedimiento estándar que se remontaba a los primeros tiempos de la comunicación humana. Por supuesto, los comunistas no se referían a cuerpos muertos de verdad, tenía que tratarse de un sistema armamentístico nuevo o un plan de guerra ultrasecreto. Dejé el tema e intenté olvidarlo, pero, como uno de los grandes héroes estadounidenses solía decir: «Mi sentido arácnido zumbaba como loco».

No mucho después, en la celebración de la boda de mi hija, me encontré hablando con uno de los profesores de mi yerno en la Universidad Hebrea. Al hombre le gustaba hablar y había bebido un poco de más; divagaba sobre el trabajo que hacía su primo en Sudáfrica y las cosas que le había contado sobre los golems. ¿Ha oído hablar del Golem, la vieja leyenda sobre un rabino que le insufla vida a una estatua inanimada? Mary Shelley robó la idea para su libro Frankenstein. Al principio no dije nada, me limité a escuchar, mientras el hombre seguía parloteando sobre cómo aquellos golems no estaban hechos de arcilla, ni tampoco eran dóciles ni obedientes. En cuanto mencionó los cadáveres que se reanimaban, pedí el teléfono de aquel hombre; resulta que había estado en Ciudad del Cabo en uno de aquellos «Viajes de Adrenalina», dándoles de comer a los tiburones, creo.

[Pone los ojos en blanco.]

Al parecer, el tiburón le dio un cariñito justo en el trasero, y por eso estaba recuperándose en el Groote Schuur cuando llegaron las primeras víctimas del barrio de Khayelitsha. No había visto ninguno de aquellos casos en persona, pero el personal le había contado tantas historias que llené con ellas mi viejo Dictaphone. Después presenté a mis superiores los relatos, junto con los correos electrónicos chinos descifrados.

Y fue entonces cuando me beneficié directamente de las circunstancias únicas de nuestra precaria seguridad. En octubre de 1973, cuando ocurrió el ataque árabe por sorpresa que casi nos expulsó al Mediterráneo, teníamos todos los datos de inteligencia delante de nuestras narices, todas las señales de advertencia, pero lo habíamos dejado correr. Nunca consideramos la posibilidad de un asalto completo, coordinado y convencional de varias naciones, y menos en nuestras fiestas más sagradas. Puede llamarlo estancamiento, rigidez o una imperdonable borreguez mental. Imagínese un grupo de gente mirando una pintada en una pared, todos felicitándose por poder leer las palabras correctamente; mientras, detrás de ese grupo de gente, hay un espejo en cuya imagen se muestra el verdadero mensaje. Nadie mira al espejo, nadie lo considera necesario. Bueno, después de estar a punto de permitir que los árabes terminasen el trabajo iniciado por Hitler, nos dimos cuenta de que no sólo era necesaria la imagen del espejo, sino que, además, debía convertirse en nuestra política nacional. A partir de 1973, si nueve analistas de inteligencia llegaban a la misma conclusión, el décimo tenía la obligación de no estar de acuerdo. Daba igual lo poco probable o inverosímil que resultara la posibilidad, siempre había que hurgar más a fondo. Si la central nuclear de un vecino podía utilizarse para hacer plutonio para armas, hurgabas; si se rumoreaba que un dictador estaba construyendo un cañón tan grande que podía disparar bombas de carbunco a distintos países, hurgabas; y si existía la más remota posibilidad de que los cadáveres se reanimasen convertidos en máquinas de matar hambrientas, hurgabas y hurgabas hasta que desenterrabas toda la verdad.

Así que eso hice, hurgar. Al principio no me resultó fácil, porque, con China fuera de la película… La crisis de Taiwán puso fin a cualquier recogida de datos, y me quedé con muy pocas fuentes de información. Casi todo eran tonterías, especialmente en Internet; zombis del espacio y el Área 51… ¿Qué pasa en los Estados Unidos con el fetiche del Área 51? Al cabo de un tiempo empecé a recuperar datos más útiles: casos de «rabia» similares a los de Ciudad del Cabo… No lo llamaron rabia africana hasta después. Descubrí las evaluaciones psicológicas de unas tropas de montaña canadienses que acababan de regresar de Kirguistán. Encontré las entradas en el blog de una enfermera brasileña que le había contado a sus amigos todo lo referente al asesinato de un cardiocirujano.

Casi toda la información provenía de la Organización Mundial de la Salud. La ONU es una obra maestra de la burocracia, así que había muchas perlas valiosas enterradas en montañas de informes sin leer. Encontré incidentes por todo el mundo, todos ellos descartados con explicaciones plausibles. Estos casos me permitieron reunir un mosaico coherente de aquella nueva amenaza. Las víctimas en cuestión estaban, de hecho, muertas, eran hostiles y se propagaban, sin lugar a dudas. Dada su naturaleza global, creí que lo más prudente sería buscar la confirmación en los círculos de inteligencia extranjeros.

Paul Knight y yo éramos amigos desde hacía mucho tiempo, allá por lo de la operación Entebbe. La idea de utilizar una réplica del Mercedes negro de Amin fue suya. Paul se había retirado del servicio al gobierno justo antes de las «reformas» de su agencia y, en aquel momento, trabajaba para una empresa de asesoría privada en Bethesda, en el estado de Maryland. Cuando lo visité en su casa, me sorprendió comprobar que no sólo estaba trabajando en el mismo proyecto que yo, en su tiempo libre, claro, sino que, además, su archivo era casi tan grueso y pesado como el mío. Nos pasamos toda la noche leyendo lo que había descubierto el otro, sin decir nada. No creo que fuésemos conscientes de que no estábamos solos, lo único que veíamos eran las palabras de los papeles. Terminamos prácticamente a la vez, justo cuando el cielo empezaba a iluminarse por el este.

Paul volvió la última hoja, me miró y dijo, en tono práctico: «Esto es muy malo, ¿verdad?». Yo asentí, él también, y después añadió: «Bueno, ¿qué hacemos al respecto?».

Y así fue como se escribió el informe Warmbrunn-Knight…

Me gustaría que la gente dejase de llamarlo así. Había otros quince nombres en el informe: virólogos, espías, analistas militares, periodistas e incluso un observador de la ONU que había estado supervisando las elecciones en Yakarta cuando surgió el primer brote en Indonesia. Todos eran expertos en sus campos, todos habían llegado a conclusiones similares antes incluso de que nos pusiéramos en contacto con ellos. Nuestro informe comprendía menos de cien páginas, era conciso, muy completo, todo lo que considerábamos necesario para aseguramos de que aquel brote nunca adquiriese proporciones epidémicas. Sé que se le ha dado mucha importancia al plan sudafricano, y se lo merece, pero, si más personas hubiesen leído nuestro informe y trabajado para convertir en realidad sus recomendaciones, el plan sudafricano no habría sido necesario.

Pero alguna gente lo leyó y lo siguió. Su propio gobierno…

Apenas, y mire a qué coste.