Puerto de Bridgetown (Barbados, Federación de las Indias Occidentales)

[Me dijeron que esperase encontrarme con un «barco alto», aunque las «velas» del IS Imfingo son las cuatro turbinas eólicas de eje vertical que se elevan de su lustroso casco de trimarán. Si a eso le añadimos los bancos de MIP (membranas de intercambio de protones), que son unas células de combustible, una tecnología que convierte el agua de mar en electricidad, es fácil comprender por qué se utiliza el prefijo IS para denominarlo Infinity Ship, el barco del infinito. Considerado el futuro incontestable del transporte marítimo, todavía resulta poco frecuente ver a uno navegar con una bandera que no sea gubernamental. El Imfingo es de propiedad y funcionamiento privado. Jacob Nyathi es su capitán.]

Nací más o menos a la vez que la nueva Sudáfrica postapartheid. En aquellos días de euforia el nuevo gobierno no sólo prometió una democracia de «un hombre, un voto», sino empleos y viviendas para todo el país. Mi padre creyó que se referían a algo inmediato y no comprendió que eran objetivos a largo plazo que se lograrían con años de duro esfuerzo, después de varias generaciones. Pensaba que, si abandonaba nuestro hogar tribal y se reubicaba en una ciudad, allí le esperarían una casa nueva y un trabajo bien pagado. Mi padre era un hombre sencillo, un obrero. No puedo culparlo por su falta de educación formal, ni por su sueño de una vida mejor para su familia. Así que nos mudamos a Khayelitsha, uno de los cuatro municipios negros principales a las afueras de Ciudad del Cabo. Era una vida de rutina, desesperanza y pobreza humillante; así fue mi infancia.

La noche que pasó todo, yo iba de camino a casa desde la parada del autobús. Eran sobre las cinco de la mañana y salía de mi turno de camarero en el restaurante T.G.I. Friday’s del centro comercial Victoria Wharf. Había sido una buena noche; las propinas eran buenas, y las noticias que llegaban del campeonato Tri Nations hacían que cualquier sudafricano se sintiese orgulloso: los Sprinboks machaban a los All Blacks… ¡otra vez!

[Sonríe al recordarlo.]

Quizá fueron aquellos pensamientos los que me distrajeron al principio, o quizá fuese porque estaba hecho polvo, pero sentí que mi cuerpo reaccionaba antes de que oyese conscientemente los disparos. Oír tiros no resultaba extraño en mi barrio en aquellos tiempos. «Un hombre, una pistola», aquél era el lema de mi vida en Khayelitsha. Como un veterano de guerra, desarrollas unas habilidades casi genéticas para la supervivencia. Las mías estaban bien entrenadas. Me agaché, intenté triangular el sonido y, a la vez, busqué la superficie más dura para esconderme detrás de ella. La mayoría de las casas no eran más que chabolas improvisadas, trozos de madera y hojalata ondulada, o simples láminas de plástico atadas a vigas que apenas se mantenían en pie. El fuego destrozaba aquellas chozas al menos una vez al año, y las balas podían atravesarlas como si fuesen de aire.

Corrí y me agaché detrás de una barbería construida a partir de un contenedor de mercancías tan grande como un coche. No era perfecto, pero me serviría durante unos segundos, lo bastante para esconderme y esperar a que acabasen los disparos. Pero no acabaron. Pistolas, escopetas y ese repiqueteo que nunca se olvida, el que te dice que alguien está usando una Kalashnikov. Aquello duraba demasiado para ser una bronca normal entre bandas. Empecé a oir gritos y chillidos, y a oler a humo. Oí una multitud que se agitaba, así que me asomé y vi a docenas de personas, la mayoría en pijama, gritando: «¡Corred! ¡Salid de aquí! ¡Ya vienen!». Las luces de las casas se encendían a mi alrededor, y la gente se asomaba para ver qué pasaba. «¿Qué está pasando?», preguntaban. «¿Quién viene?»; esa pregunta la hacían las caras más jóvenes, porque los otros, los mayores, se limitaron a empezar a correr. Tenían un instinto de supervivencia muy distinto, uno nacido de un tiempo en el que eran esclavos en su propio país. En aquellos días, todos sabían quién venía y, si «ellos» venían, sólo podías correr y rezar.

¿Corrió usted?

No podía, porque mi familia, es decir, mi madre y mis dos hermanas pequeñas, vivían a pocas puertas de la estación de Radio Zibonele, justo de donde huía la muchedumbre. No pensé, fui un estúpido. Tendría que haberme dado media vuelta y buscar un callejón o una calle tranquila.

Intenté abrirme paso entre la gente, empujando en dirección contraria. Pensé que podría pegarme a los laterales de las chabolas, pero me empujaron contra una, y me quedé atrapado en una pared de plástico que me rodeó mientras toda la estructura se derrumbaba. No podía moverme, no podía respirar. Alguien pasó por encima de mí y me aplastó la cabeza contra el suelo. Conseguí liberarme, retorciéndome y rodando hasta la calle. Seguía sobre mi estómago cuando las vi: diez o quince siluetas recortadas contra las llamas de las chabolas que ardían. Aunque no les veía la cara, podía oír los gemidos. Avanzaban lentamente hacia mí con los brazos levantados.

Me puse en pie, con la cabeza dándome vueltas y el cuerpo dolorido. Retrocedí por instinto hacia la «entrada» de la chabola más cercana, y entonces algo me cogió por detrás, tiró del cuello de mi camisa y desgarró la tela. Me giré, me agaché y le di una buena patada. Era grande, mucho más grande y pesado que yo, y un fluido negro le caía por la parte delantera de la camisa blanca. Le sobresalía un cuchillo del pecho, clavado entre las costillas y metido hasta el puño; un trozo del cuello de mi camisa, atrapado entre sus dientes, cayó al suelo cuando dejó colgando la mandíbula inferior. Gruñó y se lanzó sobre mí. Intenté esquivarlo, pero me cogió por la muñeca; noté que algo se rompía, y el dolor me recorrió el cuerpo; caí de rodillas, intenté rodar y derribarlo, y entonces mi mano dio con una pesada olla. La cogí y golpeé con fuerza, dándole en plena cara. Lo golpeé una y otra vez, aplastándole el cráneo hasta que el hueso se abrió y los sesos se derramaron por el suelo. Se derrumbó, y yo me liberé justo cuando otro de ellos entraba por la puerta. Aquella vez, la frágil naturaleza de la construcción jugó en mi favor: abrí un agujero en la pared de atrás con una patada, salí, y toda la cabaña cayó en el proceso.

Corrí sin saber adonde iba. Era una pesadilla de chabolas, fuego y manos que intentaban cogerme. Atravesé una choza en la que había una mujer escondida con dos niños llorando junto a su pecho. «¡Venid conmigo! —le dije—. ¡Por favor, tenemos que irnos!» Extendí las manos y me acerqué a ella, pero la mujer apartó a sus niños, blandiendo un destornillador afilado. Tenía ojos de loca, asustados. Oí ruidos detrás de mí… Avanzaban entre las chabolas, echándolas abajo a su paso. Cambié de idioma, por si acaso: «Por favor —le dije—, ¡tienes que correr!». Intenté cogerla, pero me atacó con el destornillador, así que me fui, porque no sabía qué más hacer. Todavía la recuerdo, cuando duermo o, en ocasiones, cuando cierro los ojos. A veces es mi madre, y los niños que lloran son mis hermanas.

Vi una luz fuerte delante, entre las grietas de las chabolas, y corrí todo lo que pude. Como estaba sin aliento no pude llamarlos. Atravesé la pared de una casa y, de repente, estaba en campo abierto. Los focos me cegaban y noté que algo me daba en el hombro. Creo que ya estaba inconsciente cuando llegué al suelo.

Recuperé el conocimiento en el Hospital Groote Schuur. Nunca antes había visto así el interior de una sala de recuperación, tan limpia y blanca. Creí que me había muerto, y seguro que las medicinas contribuían a la sensación. No había probado nunca ningún tipo de droga, ni siquiera el alcohol, porque no quería acabar como muchos habitantes de mi barrio, como mi padre. Toda la vida había luchado por permanecer limpio y, entonces…

La morfina, o lo que fuera que me metían en las venas, era deliciosa. No me importaba nada, ni siquiera me inmuté cuando me dijeron que la policía me había disparado en el hombro. Vi al hombre que había en la cama de al lado y cómo se lo llevaban a toda prisa en cuanto se le paró la respiración. Ni siquiera me importó cuando los oí hablar del brote de «rabia».

¿Quién hablaba de eso?

No lo sé. Como he dicho, estaba completamente colgado. Sólo recuerdo voces en el pasillo al que daba mi sala, voces fuertes que discutían. «¡Eso no era rabia! —gritaba una—. ¡La rabia no le hace eso a la gente! —Después algo más. y—: ¡Bueno, qué coño sugieres, tenemos a quince aquí mismo! ¡Quién sabe cuántos más hay ahí afuera!» Es gracioso, repaso la conversación una y otra vez en mi cabeza, lo que tendría que haber pensado, sentido y hecho. Pasó mucho tiempo hasta que volví a estar sobrio, hasta que me desperté y me encontré con la pesadilla.