[Llego con una venda en los ojos, para que no pueda desvelar la ubicación de mis «anfitriones». Los forasteros los llaman yamomani, «el pueblo feroz», y se desconoce si ha sido por esa naturaleza supuestamente guerrera o porque su nueva aldea se encuentra colgada sobre los árboles más altos, pero el caso es que han superado la crisis con un éxito equivalente o superior al de las naciones más industrializadas. Tampoco queda claro si Fernando Oliveira, el escuálido y drogadicto hombre blanco «del filo del mundo» es su huésped, su mascota o su prisionero.]
Todavía era médico, o eso me gustaba creer. Sí, era rico, y cada vez más, pero, al menos, obtenía mi dinero realizando procedimientos médicos necesarios, no rebanando y picando naricitas adolescentes o cosiendo pintos sudaneses en divas transexuales del pop[9]. Seguía siendo médico, seguía ayudando a la gente y, si al Norte hipócrita y santurrón le parecía inmoral, ¿por qué venían a verme sus ciudadanos?
El paquete había llegado del aeropuerto una hora antes que el paciente, rodeado de hielo dentro de una nevera portátil de plástico. Los corazones son difíciles de conseguir, no como los hígados y la piel, y menos como los riñones, que, después de la ley de «consentimiento supuesto», podían conseguirse en casi todos los hospitales y depósitos del país.
¿Lo analizaron?
¿Para qué? Si quieres analizar algo, tienes que saber lo que buscas. Por aquel entonces no conocíamos la existencia de la Plaga Andante, nos preocupaban las enfermedades tradicionales (hepatitis o VIH/SIDA) y ni siquiera tuvimos tiempo para buscar eso.
¿Por qué no?
Porque el vuelo había tardado mucho. Los órganos no se pueden mantener en hielo para siempre, y ya habíamos tentado mucho a la suerte con aquél.
¿De dónde había llegado?
De China, probablemente. Mi agente trabajaba desde Macao. Confiábamos en él, su historial era impecable. Cuando me aseguró que el paquete estaba «limpio», creí en su palabra, tenía que hacerlo. Él sabía los riesgos que corríamos tanto yo como el paciente. Herr Müller, además de sus achaques convencionales del corazón, tenía la desgracia de padecer un defecto genético extremadamente raro, llamado dextrocardia con situs inversus. Sus órganos estaban situados al revés: el hígado a la izquierda, las entradas del corazón a la derecha, etcétera. ¿Comprende la situación única en la que nos encontrábamos? No podíamos trasplantarle un corazón convencional y darle la vuelta, no funciona así; teníamos que encontrar otro corazón fresco y saludable de un donante con la misma condición. ¿Dónde si no en China íbamos a tener semejante suerte?
¿Fue suerte?
[Sonríe.] Y «conveniencia política». Le dije a mi agente lo que necesitaba, le di los detalles específicos y, efectivamente, tres semanas después recibí un correo electrónico con el asunto: «Tenemos donante».
Así que realizó la operación.
Yo era el ayudante, el doctor Silva se encargó del procedimiento en sí. Era un prestigioso cardiocirujano que trabajaba en los casos más importantes del Hospital Israelita Albert Einstein de Sao Paulo. Un cabrón arrogante, incluso para ser cardiólogo. Mi ego no soportaba trabajar con… para… aquel gilipollas que me trataba como si fuese un residente de primer año, pero ¿qué iba a hacer? Herr Müller necesitaba un corazón nuevo, y mi casa de la playa necesitaba un nuevo jacuzzi de hierbas.
Herr Müller no llegó a salir de la anestesia. Mientras estaba en la sala de recuperación, pocos minutos después de cerrarlo, sus síntomas empezaron a aparecer: temperatura, pulso, saturación de oxígeno… Me preocupé, y eso tuvo que picar a mi «colega más experimentado», porque me dijo que tenía que ser una reacción común a los fármacos inmunosupresores o, simplemente, las complicaciones normales en un hombre de sesenta años con sobrepeso y mala salud que acababa de pasar por una de las intervenciones más traumáticas de la medicina moderna. Me sorprende que no me diese unas palmaditas en la cabeza, el muy capullo. Me dijo que me fuese a casa, me diese una ducha, durmiese un poco o, incluso, que llamase a una chica o dos, que me relajase. Él se iba a quedar para vigilarlo y me llamaría si había algún cambio.
[Oliveira frunce los labios, airado, y mastica otro puñado de las hojas misteriosas que tiene al lado.]
¿Qué iba a pensar yo? Que quizá eran las drogas, el OKT 3, o que quizá me preocupaba innecesariamente. Era mi primer trasplante de corazón. ¿Qué iba a saber? Pero… me preocupaba tanto que lo último que quería hacer era dormir, así que hice lo que cualquier buen médico hace cuando su paciente sufre: salí de juerga. Bailé, bebí, hice que quién sabe quién o qué me practicase ciertas indecencias. Las dos primeras veces que me sonó el móvil, ni siquiera estaba seguro de que fuera eso lo que vibraba. Pasó al menos una hora hasta que al fin respondí, y era Graziela, mi recepcionista, que estaba muy alterada. Me dijo que Herr Müller había entrado en coma hacía una hora. Me metí en el coche antes de que pudiese acabar la frase. La clínica estaba a treinta minutos, y me pasé todo el camino lanzando imprecaciones dirigidas tanto a Silva como a mí mismo. ¡Había razones para preocuparse! ¡Yo tenía razón! Podría decirse que era mi ego; aunque, en aquellas circunstancias, haber tenido razón también me perjudicaba a mí, no pude evitar alegrarme de que se ensuciase la invencible reputación de Silva.
Cuando llegué, Graziela intentaba consolar a Rosi, una de mis enfermeras, que estaba histérica. No había forma de calmar a la pobre muchacha, así que le di una buena bofetada en la mejilla (eso logró tranquilizarla un poco) y le pregunté qué pasaba. ¿Por qué tenía manchas de sangre en el uniforme? ¿Dónde estaba el doctor Silva? ¿Por qué había algunos pacientes fuera de sus habitaciones? ¿Y qué demonios eran aquellos puñeteros golpes? Ella me contestó que Herr Müller había muerto, de repente y sin explicación. Me explicó que, mientras intentaban reanimarlo, el hombre había abierto los ojos y mordido al doctor Silva en la mano. Los dos habían forcejeado; Rosi había intentado ayudar, pero el paciente también había estado a punto de morderla. Dejó a Silva, huyó de la habitación y cerró la puerta detrás de ella.
Me pareció tan ridículo que casi me reí. Quizá Supermán se hubiese equivocado de diagnóstico, si es que tal cosa era posible; quizá el paciente se hubiese levantado de la cama y en su estupor, se hubiese agarrado al doctor Silva para no caerse. Tenía que haber una explicación razonable… Sin embargo, la chica tenía sangre en el uniforme, y un ruido ahogado surgía de la habitación de Herr Müller. Regresé al coche a por mi pistola, más para calmar a Grazie y a Rosi que para protegerme.
¿Llevaba una pistola?
Vivía en Río. ¿Qué creía que llevaba encima, mi pinto? Fui a la habitación de Herr Müller, llamé varias veces, pero no oí nada. Susurré su nombre y el del doctor Silva, pero no respondió nadie. Vi que salía sangre por debajo de la puerta; entré, y comprobé que todo el suelo estaba rojo. Silva yacía en el extremo opuesto, con Müller inclinado sobre él con su espalda gorda, pálida y peluda vuelta hacia mí. No recuerdo cómo le llamé la atención, si lo llamé por su nombre, exclamé una palabrota o hice algo más que quedarme allí plantado. Müller me miró, y vi que unos trozos de carne ensangrentada le caían de la boca abierta. También vi que sus suturas de acero se habían abierto parcialmente, y que un fluido espeso, negro y gelatinoso rezumaba por la incisión. Se puso en pie, tambaleante, y avanzó hacia la puerta arrastrando los pies.
Levanté la pistola y apunté hacia su corazón nuevo. Era una Desert Eagle israelí, grande y aparatosa, por eso la había elegido, pero, gracias a Dios, nunca había tenido que dispararla. No estaba preparado para el retroceso. La bala salió disparada como loca y le voló la cabeza, literalmente. Suerte, eso fue todo, un loco con suerte con una pistola humeante en la mano y un chorro de orina caliente cayéndole por la pierna. Aquella vez fue Graziela la que tuvo que darme varias bofetadas para que recuperase la cordura y llamase a la policía.
¿Lo arrestaron?
¿Está loco? Eran mis socios, ¿cómo cree que podía conseguir aquellos órganos caseros? ¿Cómo piensa que fui capaz de librarme del desastre? Son muy buenos con esas cosas: me ayudaron a explicarles a los demás pacientes que un maníaco asesino había irrumpido en la clínica y había matado a Herr Müller y al doctor Silva. También se aseguraron de que el personal no contase nada que contradijera la historia.
¿Qué pasó con los cadáveres?
Apuntaron a Silva como víctima de un probable «robo de coche con secuestro». No sé dónde metieron su cadáver, quizá en algún callejón de los guetos de la Ciudad de Dios, un ajuste de cuentas de drogas que salió mal, para darle más credibilidad. Espero que lo quemaran o que lo enterraran… muy profundo.
¿Cree que… ?
No lo sé. Su cerebro estaba intacto cuando murió. Si no lo metieron en una bolsa para cadáveres…, si el suelo estaba lo suficientemente blando… ¿Cuánto habría tardado en salir?
[Mastica otra hoja y me ofrece una, pero declino la oferta.]
¿Y el señor Müller?
Ninguna explicación, ni a su viuda, ni a la embajada austríaca. No era más que otro turista secuestrado que no había tomado precauciones en una ciudad peligrosa. No sé si Frau Müller se llegó a creer la historia, ni si intentó investigar más. Probablemente nunca supo lo afortunada que era.
¿Por qué afortunada?
¿Lo dice en serio? ¿Y si no se hubiese reanimado en mi clínica? ¿Y si hubiese logrado llegar a casa?
¿Es eso posible?
¡Claro que sí! Piénselo. Como la infección se inició en el corazón, el virus tuvo acceso directo a su sistema circulatorio, así que, probablemente, le llegó al cerebro segundos después del implante. Ahora imagine que se tratase de otro órgano, un hígado o un riñon, o incluso un trozo de piel injertada. Eso llevaría mucho más tiempo, sobre todo si el virus sólo está presente en poca cantidad.
Pero el donante…
No tenía por qué haberse reanimado ya. ¿Y si acabase de ser infectado? Quizá el órgano no estuviese saturado por completo y sólo presentase un rastro infinitesimal. Si pone ese órgano en otro cuerpo, el virus puede tardar días o semanas en llegar hasta el flujo sanguíneo. Para entonces, el paciente podría estar de camino a la recuperación, feliz, saludable y viviendo normalmente.
Pero el que extrajera el órgano…
…puede que no lo supiera, como yo. Eran las primeras etapas, cuando nadie sabía nada. Aunque lo hubiesen sabido, como algunos elementos del ejército chino… eso sí que es inmoral… Años antes del brote ya se hacían millonarios con los órganos de los prisioneros políticos ejecutados. ¿Cree que algo como un pequeño virus iba a conseguir que dejasen de ordeñar aquella teta de oro?
Pero ¿cómo… ?
Le quitas el corazón a la víctima poco después de morir… o quizá incluso cuando todavía sigue viva… Solían hacer eso, ya sabe, extraer órganos vivos para asegurar la frescura… Los metían en hielo, los subían en un avión a Río… China era el mayor exportador de órganos humanos del mundo. ¿Quién sabe cuántas córneas infectadas, cuántas glándulas pituitarias infectadas…? Madre de Dios, ¿quién sabe cuántos ríñones infectados metieron en el mercado mundial? ¡Y estamos hablando tan sólo de los órganos! ¿Quiere hablar de los óvulos «donados» de prisioneras políticas, del esperma, de la sangre? ¿Cree que la inmigración fue la única forma que tuvo la infección de propagarse por el planeta? No todos los brotes iniciales fueron de ciudadanos chinos. ¿Podría explicar todas esas historias de personas que, de repente, morían sin causa alguna y se reanimaban sin ni siquiera un mordisco? ¿Por qué tantos brotes empezaron en hospitales? Los inmigrantes chinos ilegales no entraban allí. ¿Sabe cuántos miles de personas se hicieron trasplantes ilegales de órganos en aquellos primeros años, antes del Gran Pánico?
Suponiendo que un diez por ciento estuviesen infectados o aunque sólo fuese un uno por ciento…
¿Tiene alguna prueba que respalde su teoría?
No… ¡Pero eso no quiere decir que no ocurriese! Cuando pienso en todos los trasplantes que realicé, en todos esos pacientes de Europa, el mundo árabe, incluso de los santurrones Estados Unidos… Pocos yanquis preguntaban de dónde venía un riñón o un páncreas, si era de un niño de la calle de la Ciudad de Dios o de un desdichado estudiante encarcelado en una prisión política china. Ni lo sabían, ni les importaba; se limitaban a firmar sus cheques de viaje, pasar por el bisturí y volver a Miami, Nueva York o donde fuera.
¿Intentó alguna vez localizar a esos pacientes, advertirles?
No, no lo hice. Intentaba recuperarme de un escándalo, reconstruir mi reputación, mi cartera de clientes, mi cuenta bancaria. Quería olvidar lo sucedido, no investigarlo más. Para cuando me di cuenta del peligro, ya lo tenía arañándome la puerta de casa.