Queridos padres [escribió Zanahoria, mientras cumplía con su deber de vigilar la niebla]: la ciudad está haciendo la coronación, que es más complicado que como lo hacemos nosotros, y yo estoy de servicio. Es una pena, porque iba a ir a la coronación con Reet, pero no sirve de nada quejarse. Ahora tengo que dejaros porque estamos esperando que aparezca un dragón de un momento a otro aunque la verdad es que no existe. Vuestro hijo que os quiere, Zanahoria.

P.D.: ¿Habéis visto a Minty últimamente?

—¡Imbécil!

—Lo siento —dijo Vimes—. Lo siento.

La gente volvía a subir a sus asientos, y muchos le lanzaban miradas airadas. Wonse estaba lívido de furia.

—¿Cómo has podido ser tan idiota? —aulló.

Vimes se miró fijamente las uñas.

—Me pareció ver… —empezó.

—¡Era un cuervo! ¿Sabes cómo son los cuervos? ¡Porque en esta ciudad los hay a cientos!

—Ha sido por la niebla, oye, no era tan fácil ver el tamaño… —murmuró Vimes.

—¡Y el pobre Maestro Saludo, tendrías que haber sabido cómo le afectan los ruidos!

Al jefe del Gremio de Profesores se lo habían tenido que llevar unos amables espectadores.

—¡Mira que gritar así…! —siguió Wonse.

—¡Oye, ya he dicho que lo siento! ¡Fue un error!

—¡Hasta he tenido que detener la comitiva!

Vimes no dijo nada. Notaba perfectamente los cientos de miradas divertidas y nada compasivas.

—Bueno —murmuró—, será mejor que vuelva al Yard…

Wonse entrecerró los ojos.

—¡No! —rugió—. Pero puedes marcharte a casa, si quieres. O a donde te dé la gana. ¡Dame tu placa!

—¿Eh?

Wonse extendió la mano.

—Tu placa —repitió.

—¿Mi placa?

—Eso es lo que he dicho. No quiero que te vuelvas a meter en apuros.

Vimes lo miró atónito.

—¡Pero si es mi placa!

—Y me la vas a dar —replicó Wonse con gesto torvo—. Por orden del rey.

Vimes oyó cómo su propia voz se convertía en un gemido.

—¿Cómo que por orden del rey? ¡Si ni siquiera lo sabe!

—Pero lo sabrá —bufó Wonse, burlón—. Y supongo que ni siquiera se molestará en nombrar a un sucesor.

Lentamente, Vimes se quitó el disco de cobre verde grisáceo, lo sopesó en la mano y se lo tendió a Wonse sin decir palabra.

Por un momento, pensó en suplicar, pero algo dentro de él se rebeló. Dio media vuelta y echó a andar, alejándose de la multitud.

Así que eso era todo.

Tan sencillo. Después de media vida de servicio. Se acabó la Guardia de la Ciudad. Ja. Vimes dio una patada a una piedra. Seguro que ahora habría una Guardia Real, o algo por el estilo.

Con plumas en los malditos cascos.

Bien, pues él ya estaba harto. Al fin y al cabo, trabajar en la Guardia…, eso no era vida. No conocías a la gente en su mejor momento. Debía de haber cientos de otras cosas que podía hacer, y si meditaba el tiempo suficiente, seguro que se le ocurriría alguna de ellas.

Pseudópolis Yard no entraba en la ruta de la comitiva y, cuando entró tambaleante en la Casa de la Guardia, alcanzó a oír las aclamaciones lejanas, más allá de los tejados. Por toda la ciudad resonaban los gongs de los templos.

Ahora hacen sonar los gongs, pensó Vimes, pero pronto…, pronto…, pronto no harán sonar los gongs. No era lo que se dice un gran aforismo, pero podía mejorarlo. Ahora tenía tiempo de sobras.

Vimes se fijó en el caos.

Errol había vuelto a comer. Se había comido la mayor parte de la mesa, la rejilla de la chimenea, el cubo del carbón, varias lámparas y el hipopótamo de goma. Ahora volvía a estar tumbado en su caja, temblando y gimoteando en sueños.

—Menuda la has armado —dijo Vimes, enigmáticamente.

Al menos, él no tendría que limpiarlo.

Abrió el cajón de su escritorio.

Alguien se había comido también eso. Todo lo que quedaba era un puñado de cristales rotos.

El sargento Colon saltó la baranda que rodeaba el tejado del Templo de los Dioses Menores. Era demasiado viejo para aquel tipo de cosas. Se había apuntado en la Guardia para tocar la campana, no para sentarse en los tejados esperando a que lo encontrara un dragón. Recuperó el aliento, y escudriñó entre la niebla.

—¿Hay alguien humano todavía aquí arriba? —susurró.

La voz de Zanahoria resonó átona e irreconocible en el aire espeso.

—Estoy aquí, sargento —dijo.

—Sólo quería comprobar si estabais todavía aquí —respondió Colon.

—Estoy todavía aquí, sargento —repitió Zanahoria, obediente.

Colon se reunió con él.

—Sólo quería comprobar que no te había devorado —insistió, tratando de sonreír.

—No me ha devorado —le aseguró Zanahoria.

—Oh —dijo Colon—. Muy bien.

Tamborileó los dedos sobre la piedra húmeda e intentó dejar bien claras sus intenciones.

—Asegurarme, nada más —repitió—. Es parte de mi deber. Ir por ahí y asegurarme de las cosas. No es que me dé miedo estar en los tejados solo, ya me entiendes. Oye, qué niebla hay aquí arriba, ¿verdad?

—Sí, sargento.

—¿Va todo bien?

La voz amortiguada de Nobby se coló a través de la niebla, seguida rápidamente por su propietario.

—Sí, cabo —asintió Zanahoria.

—¿Qué haces tú aquí arriba? —preguntó Colon.

—Sólo quería asegurarme de que el agente Zanahoria se encontraba bien —replicó Nobby con inocencia—. ¿Y qué haces tú, sargento?

—Todos estamos perfectamente —sonrió Zanahoria—. Qué bien, ¿no?

Los dos guardias se removieron incómodos, y evitaron mirarse el uno al otro. Había un largo trayecto de vuelta hasta sus puestos, por tejados húmedos, cubiertos de niebla y, sobre todo, expuestos.

Colon tomó una decisión ejecutiva.

—A la mierda —dijo.

Se sentó sobre una estatua gigantesca. Nobby se sacó una húmeda colilla del cenicero indescriptible que era la parte trasera de su oreja.

—He oído pasar a la comitiva —señaló.

Colon cargó la pipa y encendió una cerilla contra la piedra sobre la que se sentaba.

—Si ese dragón está vivo —dijo, contribuyendo a enturbiar el ambiente con el humo—, habrá puesto pies en polvorosa, os lo digo yo. Una ciudad no es lugar para un dragón —añadió como a quien le cuesta lo suyo convencerse de lo que está diciendo—. Se habrá largado a algún sitio donde haya lugares elevados y comida en abundancia, seguro.

—¿Algo así como esta ciudad? —preguntó Zanahoria.

—¡Cállate! —le ordenaron los dos al unísono.

—Pásame las cerillas, sargento —pidió Nobby.

Colon le lanzó la cajetilla por encima de las tejas. Nobby la atrapó y encendió una, que se apagó al instante. La niebla lo rodeaba.

—Cada vez hay más viento —observó.

—Estupendo. Ya no soporto esta niebla —replicó el sargento—. ¿Qué iba diciendo?

—Ibas diciendo que el dragón estará ya a muchos kilómetros —le recordó Nobby.

—Ah. Claro. A mí me parece lógico, ¿no? O sea, si yo pudiera volar, no me quedaría aquí ni un minuto. Si pudiera volar, no estaría sentado en un tejado, sobre una estúpida estatua. Si pudiera volar…

—¿Qué estatua? —preguntó Nobby, con el cigarrillo a medio camino de la boca.

—Ésta —dijo Colon, dando unas palmaditas a la piedra—. Y no intentes meterme miedo, Nobby. Sabes de sobra que hay cientos de estatuas viejas en el tejado de los Dioses Menores.

—Pues no —replicó el cabo—. Lo que sé de sobra es que las derribaron todas el mes pasado, cuando pusieron las tejas nuevas. Ahora sólo queda el tejado y la cúpula, nada más. Hay que fijarse en este tipo de cosas cuando uno va por ahí detectando —añadió.

En el húmedo silencio que siguió, el sargento Colon bajó la vista hacia la piedra sobre la que estaba sentado. Tenía forma afilada, un relieve de escamas y una indefinible sensación de cola. La siguió en toda su extensión, que se perdía entre la niebla cada vez más escasa.

Sobre la cúpula de los Dioses Menores, el dragón alzó la cabeza, bostezó y desplegó las alas.

El despliegue no era una operación sencilla. Pareció durar algún tiempo, mientras la compleja maquinaria biológica de costillas y membranas se extendía. Luego, con las alas ya abiertas, el dragón bostezó de nuevo, dio unos cuantos pasos hasta el borde del tejado y saltó al aire.

Tras unos momentos, una mano apareció por el borde de la baranda. Se agitó con desesperación hasta encontrar un asidero aceptable.

Se oyó un gruñido. Zanahoria consiguió volver a subir al tejado, tirando de los otros dos. Todos se quedaron tendidos sobre las tejas, jadeando. El muchacho se fijó en que las zarpas del dragón habían perforado profundos surcos en el metal del borde. Era de ese tipo de cosas en las que uno no puede dejar de fijarse.

—¿No será…, no será mejor que avisemos a la gente? —jadeó.

Colon se incorporó lo justo como para divisar la ciudad en toda su extensión.

—No creo que haga falta —dijo—. Me parece que pronto se darán cuenta.

El Sumo Sacerdote de Io el Ciego recitaba las frases titubeante. Nunca había habido una ceremonia de coronación oficial en Ankh-Morpork, que él supiera. Los reyes de la antigüedad se las habían arreglado de sobra con frases como «Nos tenemos la corona, y mataremos a cualquiera que intente quitárnosla, por mil diablos». Aparte de todo lo demás, era bastante breve. Se había pasado mucho tiempo buscando algo más largo, más adecuado al espíritu de los tiempos, y ahora le costaba trabajo recordarlo.

Además, le ponía nervioso la cabra, que no dejaba de mirarlo con leal interés.

—¡Sigue de una vez! —siseó Wonse desde su lugar tras el trono.

—Todo a su debido tiempo —replicó el sumo sacerdote, también en un susurro—. Esto es una coronación, por si no te has dado cuenta. A ver si mostramos un poco más de respeto.

—¡Ya estoy mostrando respeto! Ahora, sigue con…

Se oyó un grito a su derecha. Wonse miró hacia la multitud.

—Es esa tal Ramkin —dijo—. ¿Qué pretende?

La gente que rodeaba a la dama estaba gritando. Todos los dedos señalaban en la misma dirección, como un pequeño bosque. Se oyeron uno o dos alaridos, y luego la multitud se movió como una marea.

Wonse miró hacia el otro lado de la ancha calle de los Dioses Menores.

Allí no había un cuervo. Esta vez no.

El dragón voló lentamente, a tan sólo unos metros por encima del suelo, con las amplias alas extendidas.

Las cadenetas de banderines que cruzaban la calle estaban en su camino. Las arrancó al pasar, y adornaron su lomo y su cola durante el vuelo.

Volaba con la cabeza y el cuello completamente extendidos, como si una barcaza tirase del enorme cuerpo. La gente de la calle gritaba y se empujaba, peleando por el refugio que ofrecían los portales. El dragón no les prestó atención.

Debería haber llegado rugiendo, pero los únicos sonidos que emitía eran el batir de sus alas y el siseo de los banderines.

Debería haber llegado rugiendo. No así, no de una manera tan lenta y deliberada, midiendo el tiempo para que el terror madurase. Debería haber llegado amenazando. No prometiendo.

Debería haber llegado rugiendo, no volando con gracilidad, con una ristra de banderitas en la cola.

Vimes abrió el otro cajón de su escritorio, y miró todo el papeleo acumulado en su interior. Allí no había gran cosa que pudiera considerar realmente suya. Un sobrecito de azúcar a medias le recordó que ahora debía seis peniques por diferentes tés.

Qué extraño. Aún no estaba furioso. Más tarde lo estaría, por supuesto. Antes de que anocheciera, estaría enfadado. Borracho y enfadado. Pero todavía no. Todavía no. Todavía no lo había asimilado, y sabía que estaba haciendo todo aquello sólo para evitar pensar.

Errol se desperezó en su cajón, alzó la cabeza y gimoteó.

—¿Qué te pasa, muchacho? —preguntó Vimes, acuclillándose junto a él—. ¿Tienes el estómago revuelto?

La piel del dragoncito se movía como si dentro de él hubiera una fábrica de maquinaria pesada. En Enfermedades del dragón no se hablaba de nada semejante a aquello. Del estómago del animal surgían ruidos como los de una complicada guerra en una zona de terremotos.

Sin duda, aquello no estaba bien. Sybil Ramkin decía que había que prestar atención a la dieta de los dragones, ya que cualquier molestia estomacal podía decorar las paredes y el techo con patéticos trocitos de piel escamosa. Pero, en los últimos días…, bueno, Errol había engullido pizzas frías, y la ceniza de las espantosas colillas de Nobby, y, en términos generales, lo que le había apetecido. Todo le apetecía, a juzgar por el aspecto de la habitación. Por no mencionar el contenido del último cajón.

—La verdad es que no te hemos cuidado muy bien, ¿eh? —suspiró Vimes—. Te hemos tratado como a un perro.

Se preguntó qué efectos tendrían sobre la digestión de los dragones los hipopótamos de goma.

Poco a poco, Vimes se dio cuenta de que las aclamaciones y aplausos que se oían a lo lejos se habían transformado en gritos.

Miró a Errol. Luego, esbozó una sonrisa increíblemente malévola, y se levantó.

Se oían sonidos de pánico, y de gente huyendo a toda velocidad.

Se puso el abollado casco en la cabeza, y le dio un golpecito travieso. Después, silbando una melodía enloquecida, salió del edificio.

Errol se quedó quieto un buen rato. Al final, con muchas dificultades, salió de su caja, mitad arrastrándose mitad rodando. Le llegaban extraños mensajes de la enorme parte de su cerebro que controlaba el aparato digestivo. Le exigía ciertas cosas de las que no sabía ni el nombre. Por suerte, las podía describir con todo lujo de detalles a los complejos receptores de sus fosas nasales. Sometió el aire de la habitación a un examen minucioso. Giró la cabeza en un movimiento de triangulación.

Se arrastró por el suelo y, con una expresión de disfrute absoluto, empezó a devorar la lata de abrillantador para armaduras de Zanahoria.

La gente pasó corriendo junto a Vimes cuando éste recorrió la calle de los Dioses Menores. En la plaza de Lunas Rotas, el humo se elevaba hacia el cielo.

El dragón estaba posado en el estrado de la coronación, o lo que quedaba de él. Tenía una expresión de satisfacción absoluta.

No había rastro del trono, ni de su ocupante, aunque quizá un complicado examen forense del montón de cenizas que había sobre la madera humeante pudiera aportar alguna pista definitiva.

Vimes se agarró a una fuente ornamental para que la multitud no lo arrastrara en su estampida. Todas las calles que salían de la plaza estaban abarrotadas de gente que huía. Pero sin hacer demasiado ruido, según advirtió Vimes. Nadie quería volver a desperdiciar el aliento chillando. Era, sencillamente, una sólida determinación de encontrarse en cualquier otra parte.

El dragón extendió las alas y las sacudió sin prisas. Los ciudadanos que se encontraban más rezagados en la huida tomaron esto como una indicación para subirse a las espaldas de los que tenían delante, y escapar saltando de cabeza en cabeza.

A los pocos segundos, en la plaza no quedaba más que algún que otro imbécil y los que padecían un caso terminal de sorpresa aguda. Incluso los que habían resultado semiaplastados por la multitud se arrastraban valientemente hacia la salida más cercana.

Vimes miró a su alrededor. Parecía haber montones de banderas caídas, y una cabra vieja se dedicaba a devorar algunas sin dar crédito a su suerte. A lo lejos pudo ver a Y-Voy-A-La-Ruina, a cuatro patas, tratando de recoger el contenido de su bandeja.

Al lado de Vimes, un niño pequeño agitaba una banderita titubeante y gritaba «Hurra».

Luego, todo quedó en silencio.

Vimes se inclinó hacia el crío.

—Me parece que será mejor que te vayas a tu casa —dijo.

El niño lo miró.

—¿Eres un guardia?

—No. Y sí.

—¿Qué le ha pasado al rey, guardia?

—Eh…, creo que se ha ido a descansar.

—Mi tía me ha dicho que no hable con los guardias —siguió el mocoso.

—Entonces, lo mejor es que te vayas corriendo a tu casa a contarle lo obediente que has sido —replicó Vimes.

—Mi tía me dice que, si soy malo, me pondrá en el tejado y llamará al dragón —dijo el niño sin darle gran importancia—. Mi tía dice que te come empezando por las piernas, para que veas lo que te está pasando.

—¿Por qué no te vas a casa y le dices a tu tía que es un gran ejemplo de la tradición educadora de Ankh-Morpork? ¡Venga, vete de una vez!

—Te machaca los huesos —añadió el niño alegremente—. Y cuando llega a la cabeza, te…

—¡Mira, está ahí arriba! —gritó Vimes—. ¡Es el dragón malo que te va a comer! ¡Vete a casa, corre!

El niño alzó la vista hacia la bestia que descansaba sobre los restos del estrado.

—Aún no lo he visto comerse a nadie —se quejó.

—Lárgate de una vez o te vas a enterar de lo que es una buena azotaina —dijo Vimes al final.

Aquello parecía más adecuado. El niño comprendió y asintió.

—Vale. ¿Puedo gritar hurra otra vez?

—Si quieres…

—Hurra.

Bravo por la relación entre policía-ciudadanos, pensó Vimes. Aventuró otra mirada desde detrás de la fuente.

—Diga lo que quiera —retumbó una voz justo por encima de él—, yo sigo pensando que es un espécimen magnífico.

Vimes miró hacia arriba, hacia el cuenco que formaba la cúspide de la fuente.

—¿Se ha dado cuenta de que, cada vez que nos vemos, aparece un dragón? —dijo Sybil Ramkin, bajándose de la fuente y dejándose caer ante él con una sonrisa de oreja a oreja—. Es casi como tener nuestra propia canción, o algo por el estilo.

—Está ahí, sentado, no hace más que mirar a su alrededor. Como si esperase a que sucediera algo.

El dragón parpadeó con paciencia jurásica.

Las calles que salían de la plaza estaban abarrotadas de gente. Ése era el instinto de Ankh-Morpork, pensó Vimes. Huye, y luego te paras a ver si le está sucediendo algo interesante a otras personas.

Algo se movió entre los restos del estrado, cerca de la zarpa derecha del dragón, y el Sumo Sacerdote de Io el Ciego se puso trabajosamente en pie. De su túnica cayó una cascada de polvo y astillas. Aún tenía el sucedáneo de corona en una mano.

Vimes vio cómo el anciano alzaba la vista hacia un par de ojos rojos brillantes como brasas, a varios metros por encima de él.

—¿Los dragones pueden leer la mente? —susurró a lady Ramkin.

—Yo estoy segura de que los míos entienden cada palabra que les digo —siseó ella—. ¡Oh, no! ¡Ese viejo imbécil le está dando la corona!

—¿No le parece buena idea? A los dragones les gusta el oro. Es como tirarle un hueso a un perro, ¿no?

—Oh, dioses —suspiró Sybil Ramkin—. Puede que no. Los dragones tienen un paladar muy sensible.

El gran dragón parpadeó observando el pequeño aro de oro. Luego, con toda delicadeza, extendió una uña de un metro de largo y enganchó la cosa para cogerla de entre los dedos temblorosos del sacerdote.

—¿Qué quiere decir con eso de sensible? —dijo Vimes, observando cómo la uña viajaba lentamente hacia la cabeza alargada, equina.

—Que tienen el sentido del gusto muy desarrollado. Probablemente sea una aptitud genética.

—¿Quiere decir que puede saborear el oro? —susurró Vimes cuando la corona recibió un lametón.

—Sin duda alguna. Y olerlo.

Vimes se preguntó qué posibilidades habría de que la corona fuera de oro. Decidió que pocas. Pan de oro sobre cobre, con suerte. Lo suficiente como para engañar a los seres humanos. Y luego se preguntó cómo reaccionaría alguien si le ofrecieran azúcar y, una vez hubiera puesto tres cucharadas en el café, resultara que era sal.

El dragón se quitó la zarpa de la boca y, con un movimiento grácil, atrapó al sumo sacerdote, que trataba de escapar a hurtadillas, y lo lanzó por los aires. Cuando el hombre estuvo en la cúspide del arco, gritando, la gran boca de la bestia se abrió y…

—¡Dioses! —exclamó lady Ramkin.

Los espectadores dejaron escapar un gemido colectivo.

—¡Qué temperatura! —exclamó Vimes—. No ha quedado nada, ¡sólo un jirón de humo!

Hubo otro movimiento entre los restos del estrado. Se levantó una figura más.

Era Lupine Wonse, cubierto por una capa de cenizas.

Vimes lo vio alzar la mirada hacia un par de fosas nasales del tamaño de un paraguas.

Wonse echó a correr. Vimes se preguntó cómo se sentiría uno al huir de algo como aquello, esperando que en cualquier momento tu columna vertebral alcanzara durante unos instantes una temperatura próxima a la del punto de vaporización del hierro. Se lo imaginaba muy bien.

Wonse consiguió recorrer media plaza antes de que el dragón saltara con una agilidad sorprendente para un ser de su tamaño, y lo atrapara. La zarpa que levantó a la figura que se debatía se detuvo a pocos metros de los ojos del dragón.

Pareció examinar al hombre durante un rato, dándole vueltas para verlo mejor. Después, moviéndose con las tres patas libres y batiendo las alas de cuando en cuando para mantener el equilibrio, salió de la plaza y se alejó en dirección a…, a lo que en el pasado había sido el palacio del patricio. Y el palacio del rey, también en el pasado.

Hizo caso omiso de los espectadores que se apretaban contra las paredes. Derribó el arco de entrada con los hombros, con una deprimente facilidad. Las puertas en sí, grandes, sólidas, chapadas en hierro, aguantaron unos sorprendentes diez segundos antes de derrumbarse convertidas en un montoncito de cenizas brillantes.

El dragón entró.

Lady Ramkin se dio la vuelta, atónita. Vimes se había echado a reír.

Era una risa enloquecida, le lloraban los ojos, pero era una risa, sin lugar a dudas. Rió y rió, dejándose resbalar por el costado de la fuente hasta quedar sentado junto a ella.

—¡Hurra, hurra, hurra! —reía, casi atragantándose.

—¿Qué demonios quiere decir? —inquirió lady Ramkin.

—¡Que pongan más banderas! ¡Que suenen los cimbales, que golpeen los gongs! ¡Lo hemos coronado! ¡Al fin tenemos un rey! ¡Viva!

—¿Ha estado bebiendo? —rugió la mujer.

—¡Todavía no! —se atragantó Vimes—. ¡Todavía no! ¡Pero lo haré!

Siguió riendo. Sabía que, cuando se detuviera, una negra depresión lo iba a aplastar como a un soufflé. Pero, cuando se imaginaba el futuro que aguardaba a la ciudad…

… al fin y al cabo, era noble. Y no llevaba dinero, y no tenía que responder ante nadie. Seguro que podía hacer algo por los barrios pobres. Como achicharrarlos hasta los cimientos, por ejemplo.

Y lo haremos, pensó. Ese es el estilo de Ankh-Morpork. Si no puedes derrotarlo o corromperlo, haz como si hubiera sido idea tuya desde el principio.

Vivat Draco.

Se dio cuenta de que el niño había vuelto a la plaza. Sacudía la banderita suavemente.

—¿Puedo gritar hurra otra vez? —preguntó.

—¿Por qué no? —rió Vimes—. Tarde o temprano, todo el mundo lo hará.

Desde el palacio le llegaron los sonidos de una complicada destrucción…

Errol empujó una escoba por el suelo con la boca y, gimiendo por el esfuerzo, la puso de pie. Tras muchos más gemidos y varios intentos fallidos, consiguió poner una punta entre la pared y el gran frasco de aceite para lámparas.

Hizo una pausa, respirando como un fuelle, y luego empujó.

El frasco resistió un momento, se movió un poco, y luego cayó y se hizo añicos contra el suelo. El aceite mal refinado se extendió en un charco negro.

Las grandes fosas nasales de Errol vibraron. En algún lugar de las sinapsis más desconocidas de su cerebro se estaba transmitiendo un telegrama urgente. La información inexplicable se arremolinó en torno a sus fosas nasales, con datos sobre enlaces triples, elementos químicos e isomería geométrica. Pero la mayor parte de ellos no pasaron por la pequeña parte del cerebro de Errol que se usaba para ser Errol.

Lo único que sabía era que, de repente, tenía mucha, mucha sed.

Algo importante estaba sucediendo en el palacio. De cuando en cuando, caía una pared o un suelo.

En su mazmorra llena de ratas, con más cerrojos que una ferretería, el patricio de Ankh-Morpork se tumbó en su catre y sonrió en la oscuridad.

En el exterior, las hogueras brillaban en el anochecer.

Ankh-Morpork estaba de fiesta. Nadie sabía muy bien qué se celebraba, pero la gente se había preparado para tener una fiesta aquella noche, habían abierto barriles, habían ensartado animales para asarlos, cada niño tenía un gorrito de papel y una jarra conmemorativa, y parecía una pena desperdiciar tantos esfuerzos. Además, había sido un día muy interesante, y los ciudadanos de Ankh-Morpork eran aficionados a la diversión.

—Tal como yo lo veo —dijo uno de los festejantes por encima de un grasiento pedazo de carne a medio asar—, tener a un dragón como rey no es tan mala idea. Si lo piensas bien, quiero decir.

—Desde luego, parecía muy regio —asintió una mujer a su derecha, como si saborease la idea—. Como muy…, como muy esbelto. Y nada chabacano, muy digno, orgulloso de sí mismo, sí señor. —Miró a algunos jóvenes, al otro extremo de la mesa—. Lo malo de la gente de hoy en día es que no tiene dignidad —añadió.

—Y también está el asunto de la política exterior, hay que pensar en eso —aportó un tercero, al tiempo que cogía una costilla.

—¿A qué te refieres?

—A la diplomacia —señaló el comedor de costillas.

Meditaron sobre la idea. La analizaron de arriba abajo, y luego de abajo arriba, en un educado esfuerzo por sacar algo en limpio.

—No sé —dijo el experto monárquico con voz pausada—. Es que el dragón, lo que se dice el dragón en sí, tiene dos maneras de negociar, ¿no? O sea, o te achicharra o no te achicharra. Corregidme si me equivoco —añadió.

—A eso me refiero. O sea, pongamos que viene el embajador de Klatch, que ya sabéis lo arrogantes que son, y pongamos que dice: queremos esto, queremos aquello y queremos lo otro. Bueno —terminó con una sonrisa—, ahora nosotros vamos y le respondemos, o te callas o te devolvemos a tu casa en un frasquito.

Analizaron la idea un rato más. Desde luego, parecía atractiva.

—Esos tipos de Klatch tienen una flota muy grande —señaló el monárquico, inseguro—. Pero podría ser arriesgado freír vivo a un diplomático. A la gente le envías a su embajador convertido en un montoncito de cenizas, y se lo toma muy mal.

—¿Y a nosotros qué? O se callan, o les echamos al dragón para que se enteren.

—¿Y de verdad podríamos hacerlo?

—¿Por qué no? Además, que nos envíen tributos, que ya va siendo hora.

—Nunca me han gustado los klatchianos —dijo la mujer con firmeza—. ¡Esas porquerías que comen…! Es un asco. Además, hablan un idioma incomprensible.

Entre las sombras, se encendió una cerilla.

Vimes protegió la llama con las manos, dio una calada al cigarrillo, tiró la cerilla a un charco y se alejó por el callejón.

Si había algo que le deprimía más que su propio cinismo, era que a menudo no era ni la mitad de cínico que la vida real.

Siempre hemos llegado a un acuerdo con otros pueblos, desde hace siglos, pensó. Llegar a un acuerdo ha sido la base de nuestra política exterior. Ahora creo que acabo de oír que vamos a declarar la guerra a una antigua civilización con la que siempre habíamos llegado a acuerdos, aunque hablaran idiomas tan raros. Después de eso, el mundo. Y lo peor es que, seguramente, ganaremos.

Aproximadamente las mismas ideas, pero vistas con una perspectiva diferente, cruzaban por las mentes de los líderes civiles de Ankh-Morpork cuando, a la mañana siguiente, cada uno de ellos recibió una nota invitándolos al palacio para un almuerzo de negocios. Por orden.

No decía por orden de quién. Ni para quién era el almuerzo, según advirtieron.

Ahora estaban todos reunidos en la antecámara.

Allí había habido cambios. El edificio nunca fue lo que se dice un palacio muy selecto. El patricio siempre había sido de la opinión de que, si la gente se encontraba cómoda allí, querría quedarse. El mobiliario consistía en unas cuantas sillas viejas y, en las paredes, retratos de antiguos gobernantes de la ciudad, con pergaminos y otras cosas en las manos.

Las sillas seguían allí. Los retratos, no. Mejor dicho, los lienzos agrietados y sucios estaban amontonados en un rincón, pero los marcos dorados habían desaparecido.

Los convocados trataron de no mirarse unos a otros, y se sentaron, tamborileando los dedos sobre las rodillas.

Por último, un par de criados con aspecto de preocupación abrieron las puertas que daban a la sala principal. Lupine Wonse salió a recibirlos.

La mayor parte de ellos se habían pasado la noche en vela, tratando de imaginar cuáles serían las ideas políticas de un dragón, pero Wonse tenía aspecto de no haber dormido en años. Tenía la cara del color de una bayeta fermentada. Nunca había tenido una constitución muy aparente, pero ahora parecía que acabara de salir de una pirámide hecha a medida.

—Ah —dijo—. Bien. ¿Estáis todos? Entonces, pasad ya, por favor…

—Eh… —titubeó el ladrón jefe—, la nota mencionaba un almuerzo.

—¿Sí? —lo animó Wonse.

—¿Con un dragón?

—Dioses, no pensaríais que os iba a devorar, ¿verdad? —exclamó Wonse—. ¡Vaya idea!

—Ni siquiera se me había pasado por la cabeza —replicó el ladrón jefe, mientras el alivio le salía por las orejas como vapor a presión—. ¡Qué idea! Ja ja.

—Ja ja —asintió el mercader jefe.

—Jo jo —asintió el presidente de los asesinos—. ¡Qué idea!

—No, creo que estáis todos demasiado correosos —añadió Wonse—. Ja ja.

—Ja ja.

—Ja ja.

—Jo jo.

La temperatura descendió varios grados.

—Así que, si tenéis la bondad de venir por aquí…

La gran sala había cambiado. Para empezar, era mucho más grande. Se habían derribado las paredes de las habitaciones adyacentes y los suelos de las de encima. El suelo estaba lleno de cascotes, excepto el centro, donde había un montón de oro…

Bueno, de algo dorado. Parecía como si alguien hubiera registrado todo el palacio en busca de cualquier cosa que brillara. Allí estaban los marcos de los cuadros, y el hilo de oro de los tapices, la cubertería de plata y alguna que otra piedra preciosa. También se veían soperas de la cocina, candelabros, calientacamas, trozos de espejo…, todo cosas brillantes.

Pero los invitados no estaban en condiciones de prestar mucha atención a esto, por culpa de lo que colgaba sobre sus cabezas.

Parecía el cigarro mal liado más grande del universo, siempre y cuando el cigarro mal liado más grande del universo tuviera la costumbre de colgarse cabeza abajo. Se divisaban dos garras aferradas a las oscuras vigas.

A medio camino entre el brillante montón y la puerta habían puesto una pequeña mesa. Los invitados no se sorprendieron demasiado al ver que faltaba el servicio de plata habitual que habían llegado a conocer. Había platos de cerámica, y parecía que un carpintero hubiera tallado apresuradamente los cubiertos en madera. Wonse tomó asiento a la cabeza de la mesa, e hizo una señal a los criados.

—Por favor, amigos, sentaos —dijo—. Siento que las cosas sean un poco… diferentes, pero el rey espera que lo toleréis hasta que todo se pueda organizar de una manera más adecuada.

—El…, eh… —dijo el mercader jefe.

—El rey —repitió Wonse.

Su voz parecía a un milímetro de la locura.

—Ah. El rey. Claro —asintió el mercader.

Desde donde estaba sentado se veía perfectamente la cosa que colgaba del techo. Le pareció advertir algún movimiento, un temblor en los grandes pliegues que la envolvían.

—Larga vida al rey —añadió rápidamente.

El primer plato era sopa con tropezones. Wonse no la probó. Los demás comieron en un silencio aterrorizado, quebrado sólo por el sordo ruido de la madera contra la cerámica.

—Hay ciertos decretos para los que el rey querría vuestra aprobación —dijo Wonse al final—. Son simples formalismos, por supuesto, y lamento tener que molestaros por esos detalles sin importancia.

El gran fardo pareció mecerse a la brisa.

—No es ninguna molestia —gimió el ladrón jefe.

—El rey desea que se sepa —siguió Wonse—, que le complacería en grado sumo recibir regalos por la coronación del pueblo en general. Nada complicado, por supuesto. Sencillamente, todos los metales preciosos o gemas que tengan y de las que puedan prescindir. Me gustaría indicar que, por supuesto, esto no es en modo alguno obligatorio. La generosidad que espera es un acto completamente voluntario.

El presidente de los asesinos miró con tristeza los anillos que llevaba en los dedos, y suspiró. El mercader jefe ya se estaba quitando con resignación la cadena dorada que llevaba al cuello, símbolo de su cargo.

—¡Amigos, amigos! —dijo—. ¡Esto es de lo más inesperado!

—Ehhh… —empezó el archicanciller de la Universidad Invisible—. Supongo que estarás al corriente…, es decir, supongo que el rey sabrá que la Universidad está exenta de todos los impuestos de la ciudad…

Trató de disimular un bostezo. Los magos se habían pasado la noche dirigiendo sus mejores hechizos contra el dragón. Era como pegar puñetazos a la niebla.

—Mi querido amigo, esto no es ningún impuesto —protestó Wonse—. Espero no haber dicho nada que os haya hecho pensar semejante cosa. ¡Oh, no, en absoluto! Los tributos que se le hagan deben ser, como he dicho, completamente voluntarios. Espero que haya quedado claro.

—Como el agua —asintió el presidente de los asesinos, mirando al viejo mago—. Y estos tributos completamente voluntarios irán a parar a…

—Al montón —señaló Wonse.

—Ah.

—Aunque estoy completamente seguro de que los ciudadanos serán muy generosos en cuanto comprendan la situación —intervino el mercader jefe—, estoy seguro de que el rey es consciente de que hay muy poco oro en Ankh-Morpork.

—Me alegra que lo menciones —asintió Wonse—. El rey piensa que nuestros legítimos intereses en Quirm, Sto Lat, Pseudópolis y Camis-Et han sido gravemente comprometidos durante los últimos siglos. Quiere solucionar esto lo antes posible, amigos, y os aseguro que los tesoros llegarán a la ciudad, enviados por todos aquellos deseosos de disfrutar de la protección del rey.

El presidente de los asesinos contempló el montón. Tenía una idea bastante concreta de adónde irían a parar todos esos tesoros. Era admirable el talento de los dragones para salirse con la suya. Casi parecían humanos.

—Oh —dijo.

—Por supuesto, también se nos hará donación de otras cosas en forma de tierras, por ejemplo, y el rey desea comunicar que sus Consejeros Privados serán debidamente recompensados.

—Y…, eh… —dijo el presidente de los asesinos, que empezaba a sentir que entendía perfectamente los procesos mentales del rey—. No hay duda de que estos…, eh…

—Consejeros Privados —le recordó Wonse.

—No hay duda de que le responderán con más generosidad todavía. En forma de tesoros, por ejemplo.

—Estoy seguro de que tales consideraciones no han pasado por la mente del rey —le aseguró Wonse—. Pero tomo nota de tu sugerencia.

—Eso me parecía a mí.

El segundo plato consistía en carne de cerdo, alubias y patatas. Todo, como no pudieron dejar de advertir, comida que engordaba.

Lo único que tomó Wonse fue un vaso de agua.

—Lo que nos lleva a otro asunto bastante delicado, que estoy seguro de que unos caballeros de mente abierta y amplia cultura como vosotros podréis aceptar sin dificultad —dijo.

La mano con la que sostenía el vaso empezaba a temblar.

—Espero que también lo comprenda la población en general, sobre todo dado que el rey podrá contribuir en gran medida al bienestar y protección de la ciudad. Por ejemplo, estoy seguro de que la gente descansará más tranquila por las noches sabiendo que el dr…, que el rey los protege incansablemente de todo mal. Pero puede que haya algunos… prejuicios ridículos y anticuados… que sólo se podrán erradicar gracias al trabajo esforzado… por parte de todos los ciudadanos de buena voluntad.

Hizo una pausa y los miró. El presidente de los asesinos diría más tarde que había visto los ojos de muchos hombres que, obviamente, estaban llamando a las puertas de la muerte, pero que nunca había visto unos ojos que le estuvieran mirando ya desde el otro lado.

Deseaba no tener que volver a ver algo como aquello nunca, nunca más.

—Me refiero —siguió Wonse, con cada palabra aflorando como burbujas en unas arenas movedizas—, al asunto… de la…, de la dieta del rey.

Se hizo un silencio espantoso. Oyeron el tenue crujido de las alas sobre ellos, y las sombras en los rincones de la sala se hicieron más oscuras, parecieron acercarse más.

—La dieta —dijo el jefe de los ladrones con voz átona.

—Sí —asintió Wonse.

Su voz era casi un gemido. El sudor le resbalaba por el rostro. El presidente de los asesinos había oído una vez la palabra «rictus», preguntándose cuándo se podría utilizar correctamente para describir la expresión de una persona. Ahora lo sabía. En eso se había convertido la cara de Wonse: era el rictus aterrado de alguien que intenta no oír lo que está diciendo su boca.

—Nosotros…, eh…, pensábamos —empezó el presidente de los asesinos, eligiendo las palabras con toda cautela—, pensábamos que el dr…, que el rey…, bueno, ya se las había estado arreglando estas semanas…

—Ah, pero de mala manera. De mala manera. Animales perdidos y todo eso —replicó Wonse, con la vista clavada en la mesa—. Obviamente, como rey, esa situación se ha vuelto inaceptable.

El silencio creció hasta adquirir una textura. Los consejeros pensaron con todas sus fuerzas, sobre todo acerca de lo que acababan de comer. La llegada de un gran budín con montones de nata no hizo más que ayudarlos a concentrarse.

—Eh… —dijo al final el mercader jefe—, ¿cada cuánto tiempo tiene hambre el rey?

—Constantemente —respondió Wonse—. Pero sólo come una vez al mes. En realidad, es una ocasión ceremonial.

—Por supuesto, por supuesto —asintió el mercader.

—Y… esto… —intervino el asesino jefe—, ¿cuándo…, cuándo comió el rey por última vez?

—Lamento decir que no ha comido apropiadamente desde que llegó —dijo Wonse.

—Oh.

—Debéis comprenderlo —siguió Wonse, jugueteando a la desesperada con los cubiertos de madera—. Ir por ahí matando a la gente como un vulgar asesino…

—¡Por favor! —protestó el asesino jefe.

—Como un vulgar criminal, quiero decir… No es… satisfactorio. La esencia misma de la alimentación del rey es que debe ser un…, bueno, un acto de unión entre el rey y sus súbditos. Es…, es una alegoría viva. Refuerza los estrechos lazos que unen a la corona con la comunidad —añadió.

—La naturaleza exacta de la comida… —empezó el ladrón jefe, casi atragantándose con las palabras—. ¿Estamos hablando de jóvenes doncellas?

—Prejuicios, simples prejuicios —replicó Wonse—. La edad carece de importancia. Pero claro, el estado civil sí es vital. Y la clase social. Creo que tiene algo que ver con el sabor.

Se inclinó hacia adelante. Ahora su voz estaba llena de dolor, era apremiante. Todos pensaron que, por primera vez, era la suya propia.

—¡Por favor, pensadlo bien! —siseó—. ¡Al fin y al cabo, sólo será una al mes! ¡A cambio de tanto…! Las familias de las personas cercanas al rey, como los Consejeros Privados como vosotros, no entrarán en este tema, por supuesto. E imaginad las alternativas.

No imaginaron todas las alternativas. Les bastaba y les sobraba con imaginar una sola.

Guardaron silencio mientras Wonse hablaba. Trataron de no mirarse unos a otros, por miedo a ver un reflejo de sus propios rostros. Cada uno pensaba: alguno de los otros dirá algo pronto, protestará, y entonces yo murmuraré un asentimiento, sin decir nada, claro, que no estoy loco, pero murmuraré con toda firmeza, para que a los demás no les quede duda de que estoy en contra, porque en momentos como éste todos los hombres decentes tienen que casi levantarse y casi hacerse oír…

Pero nadie dijo nada. Qué cobardes, pensaron todos.

Y nadie tocó el budín, ni las chocolatinas grandes como ladrillos que les sirvieron después. Se limitaron a escuchar la voz átona de Wonse sin decir palabra, y luego trataron de marcharse lo más separados posible para no tener que hablar unos con otros.

Excepto el mercader jefe, por cierto. Salió del palacio con el presidente de los asesinos. Caminaron juntos un buen tramo, tratando de pensar a toda velocidad. El mercader jefe intentaba mirar el asunto por el lado bueno; era una de esas personas que siempre salen ganando incluso en la peor de las situaciones.

—Vaya, vaya —dijo—. Así que ahora somos consejeros privados. Qué honor.

—Mmm —replicó el asesino.

—¿Cuál será la diferencia entre ser consejeros normales como antes y ser consejeros privados? —se preguntó el otro en voz alta.

El asesino le lanzó una mirada despectiva.

—Creo —dijo— que ahora esperan que comamos mierda.

Volvió a concentrar la vista en sus pies. No podía dejar de pensar en la última palabra de Wonse, mientras estrechaba la mano casi inerte del secretario. Se preguntó si alguien más la habría oído. No era probable…, había sido más una forma que un sonido. Wonse se había limitado a formularla con los labios mientras miraba fijamente el rostro bronceado por la luna del asesino.

Ayúdame.

El asesino se estremeció. ¿Por qué él? Que él supiera, sólo estaba cualificado para proporcionar un tipo de ayuda, y eran muy pocas las personas que la solicitaban para ellas mismas. De hecho, solían pagar grandes cantidades para que les fuera obsequiada como regalo sorpresa a ciertos conocidos suyos. Se preguntó qué le estaría pasando a Wonse para hacer que cualquier alternativa le pareciera mejor…

Wonse se sentó a solas en el oscuro salón semiderruido. Esperando.

Podía intentar huir. Pero lo encontraría de nuevo. Siempre había sido capaz de encontrarle. Podía seguir el olor de su mente.

O lo achicharraría. Eso era peor. Igual que a los Hermanos. Quizá fue una muerte instantánea, parecía una muerte instantánea, pero Wonse se quedaba despierto por las noches preguntándose si esos últimos microsegundos se extendían hasta convertirse en una eternidad subjetiva al rojo blanco, mientras cada parte de tu cuerpo se convertía en una simple mancha de plasma, y tú seguías vivo en el centro de todo…

A ti no. A ti no te quemaré.

No era telepatía. Por lo que Wonse sabía, la telepatía era como oír una voz dentro de la cabeza.

Aquello era como oír una voz dentro del cuerpo. Todo su sistema nervioso vibraba ante su sonido, como la cuerda de un arco.

Levántate.

Wonse se puso en pie como pudo, volcando la silla y golpeándose las rodillas contra la mesa. Cuando aquella voz le hablaba, él tenía tanto control sobre su cuerpo como el agua sobre la gravedad.

Ven.

Wonse se tambaleó en la dirección indicada.

Las alas se desplegaron lentamente, con algún que otro crujido, hasta que llenaron la sala de un extremo al otro. La punta de una de ellas destrozó una ventana y salió al aire del atardecer.

Lenta, sensualmente, el dragón estiró el cuello y bostezó. Cuando terminó, adelantó la cabeza hasta quedar a meros centímetros del rostro de Wonse.

¿Qué significa «voluntario»?

—Eh…, quiere decir algo que haces por tu propia voluntad —explicó Wonse.

¡Pero ellos no tienen voluntad propia! ¡Contribuirán con su oro, o los quemaré vivos!

Wonse tragó saliva.

—Sí —reconoció—, pero no debes…

El silencioso rugido de furia lo envolvió.

¡No hay nada que yo no «deba»!

—¡No, no, no! —gimió Wonse, apretándose las sienes—. ¡No quería decir eso! ¡Créeme! ¡Pero así es mejor, de verdad! ¡Es mejor, más seguro!

¡Nada puede hacerme daño!

—Desde luego, desde luego…

¡Nada puede controlarme!

Wonse alzó las manos extendidas, en un gesto vagamente conciliador.

—Por supuesto —dijo—. Pero hay sistemas y sistemas, ya me entiendes. Sistemas y sistemas. Todo eso de los rugidos y las llamaradas… no lo necesitas, de verdad.

¡Simio ignorante! ¿Cómo si no puedo conseguir que hagan mi voluntad?

Wonse se puso las manos a la espalda.

—Lo harán por su propia voluntad —dijo—. Y, con el tiempo, llegarán a pensar que a ellos fue a quienes se les ocurrió la idea. Será una tradición. Te lo digo yo. Los humanos somos criaturas muy adaptables.

El dragón le dirigió una larga mirada.

—De hecho —siguió Wonse, tratando de que no le temblara la voz—, antes de que pase mucho tiempo, si viene alguien y les dice que tener un rey dragón no es buena idea, lo matarán ellos mismos.

El dragón parpadeó.

Que Wonse supiera, era la primera vez que parecía inseguro.

—Conozco a la gente —añadió.

El dragón siguió taladrándolo con su mirada.

Si estás mintiendo…, pensó al final.

—Sabes que a ti no te puedo mentir.

¿Y de verdad se comportan así?

—Oh, sí. Constantemente. Es una característica típica de los humanos.

Wonse sabía que el dragón podía leer su mente, al menos los niveles superiores. Estaban en una horrible armonía. Él también podía ver los poderosos pensamientos tras los ojos que tenía ante los suyos.

El dragón estaba espantado.

—Lo siento —dijo el secretario débilmente—. Así es como somos. Creo que es una simple cuestión de supervivencia.

¿Nadie enviará a poderosos guerreros para matarme?, pensó, casi quejumbroso.

—No, creo que no.

¿Ni a héroes?

—Ya no. Salen muy caros.

¡Pero voy a comer gente!

A Wonse se le escapó un gemido.

Tenía la sensación de que el dragón rebuscaba por su mente, tratando de dar con algo que le permitiera comprender. Notaba, más bien intuía el paso de las imágenes al azar, de dragones, de la era mítica de los reptiles y (aquí sintió el genuino asombro del dragón) de los aspectos menos halagadores de la historia del hombre, que era de los que se componía casi en su totalidad. Después del asombro, llegó la ira. No había nada que el dragón pudiera hacer a los hombres que no hubieran probado ya unos con otros, tarde o temprano, y a menudo con entusiasmo.

¿Cómo tenéis la desfachatez de criticar lo que hago?, le pensó. Se supone que nosotros somos crueles, astutos, desalmados, terribles. Pero te diré una cosa, simio… La gran cabeza se acercó aún más, de manera que Wonse se encontró mirando las profundidades insondables de sus ojos. Nunca quemamos, torturamos o matamos a uno de los nuestros, y luego lo llamamos moralidad.

El dragón estiró las alas de nuevo, una o dos veces, y luego se dejó caer pesadamente sobre el variado surtido de cosas semivaliosas. Sus zarpas removieron el montón. Bufó, despectivo.

Ni un lagarto de tres patas se tumbaría en esta basura, pensó.

—Habrá cosas mejores —susurró Wonse, temporalmente aliviado por el cambio de dirección.

Más vale.

—¿Puedo…, puedo hacerte una pregunta? —tartamudeó Wonse.

Hazla.

—Estoy seguro de que no necesitas comer gente. Porque, desde el punto de vista de los ciudadanos, va a ser el único problema —dijo a toda velocidad, antes de que le abandonara el valor—. El tesoro y lo demás será sencillo, pero si se trata de un asunto de…, bueno, de proteínas, entonces sin duda a un cerebro privilegiado como el tuyo se le puede ocurrir alguna alternativa menos controvertida, como una vaca, o quizá…

El dragón expelió una llamarada horizontal que calcinó la pared que tenía enfrente.

¿Necesitar? ¿Necesitar?, rugió cuando el sonido se hubo apagado. ¿A mí me hablas de necesidades? ¿No dice la tradición que las mujeres más bellas sean entregadas al dragón para asegurar la paz y la prosperidad?

—Pero es que… siempre hemos tenido una cierta paz, y una razonable prosperidad…

¿deseas que las cosas sigan así?

La fuerza del pensamiento hizo caer de rodillas a Wonse.

—Por supuesto —consiguió decir.

El dragón estiró las zarpas como si se desperezara.

En ese caso, no soy yo quien necesita nada, sois vosotros, pensó. Ahora, fuera de mi vista.

Wonse se tambaleó cuando el dragón abandonó su mente.

El dragón se levantó sobre el montón de baratijas, saltó al alféizar de una de las grandes ventanas de la sala, y destrozó el vidrio multicolor con la cabeza. La imagen de un padre de la ciudad fue a reunirse en añicos con los otros restos que poblaban el suelo.

El largo cuello se extendió en el fresco aire del anochecer, y giró como la aguja de un compás. Las luces brillaban por toda la ciudad. El sonido de las vidas de un millón de personas era como un sordo palpitar.

El dragón tomó aliento, regocijado. Luego destrozó el resto del ventanal con los hombros, y saltó al cielo.

—¿Qué es eso? —preguntó Nobby.

Tenía una forma vagamente redonda, textura como de madera, y cuando lo golpeaban emitía un ruido como el de un ladrillo al caer desde una mesa.

El sargento Colon lo tocó de nuevo.

—Me rindo —dijo.

Zanahoria lo alzó con orgullo sobre los restos del paquete.

—Es un bizcocho —dijo, alzando la cosa con ambas manos para soportar el enorme peso—. Me lo envía mi madre.

Consiguió depositarlo de nuevo sobre la mesa sin pillarse los dedos.

—¿Y puedes comértelo? —preguntó Nobby—. Ha tardado meses en llegar aquí. Seguro que se ha puesto rancio.

—Oh, es una receta especial de los enanos —replicó Zanahoria—. Los bizcochos de los enanos nunca se ponen rancios.

El sargento Colon le dio otro golpecito seco.

—No, supongo que no —concedió.

—Es increíblemente nutritivo —siguió el muchacho—. Tiene ingredientes mágicos. El secreto se ha ido transmitiendo de generación en generación de enanos durante siglos. Con sólo comer un trocito de esto, no necesitarás nada más en todo el día.

—Comida para llevar —dijo Colon.

—Un enano puede caminar cientos de kilómetros con un bizcocho como éste en la mochila —añadió Zanahoria.

—Estoy seguro —asintió Colon—. Y me apuesto lo que sea a que a cada paso estará pensando, «Demonios, más vale que encuentre pronto cualquier cosa para comer, si no seguiré con la dieta de bizcocho».

Zanahoria, que no había oído en su vida la palabra «ironía», cogió el hacha y, tras un par de golpes impresionantes que rebotaron, consiguió cortar el bizcocho en aproximadamente cuatro partes.

—Ya está —dijo alegremente—. Un trozo para cada uno de nosotros, y otro para el capitán. —Entonces, se dio cuenta de lo que había dicho—. Oh. Lo siento.

—Sí —replicó Colon con voz átona.

Se quedaron en silencio un momento.

—Me caía bien —suspiró Zanahoria—. Siento que se haya marchado.

Hubo otro silencio, muy similar al anterior, pero aún más profundo, y teñido de depresión.

—Supongo que ahora tú serás capitán —dijo Zanahoria.

Colon se sobresaltó.

—¿Yo? ¡Yo no quiero ser capitán! No sé cómo piensa un capitán. Además, no creo que valga la pena, sólo por nueve dólares más al mes.

Tamborileó los dedos sobre la mesa.

—¿Sólo cobraba eso? —se asombró Nobby—. Yo pensé que los oficiales se forraban.

—Nueve dólares más al mes —repitió Colon—. Una vez vi las tarifas de salarios. Nueve dólares al mes, y dos dólares extra para plumas. Sólo que nunca quiso cobrar esos dos dólares. Qué cosa más rara, ¿no?

—No le iban las plumas —suspiró Nobby.

—Es verdad —asintió Colon—. Lo que le pasa al capitán es que…, bueno, una vez leí un libro, ¿sabéis que todos tenemos alcohol en el cuerpo, una especie de alcohol natural? Aunque no hayas bebido ni una gota en toda tu vida, el cuerpo lo produce. Pero el capitán Vimes, no sé, debe de ser una de esas personas cuyo cuerpo no lo produce de manera natural. Es como si hubiera nacido con dos copas de menos.

—Caray —se sorprendió Zanahoria.

—Sí…, así que, cuando está sobrio, está demasiado sobrio. Es una resaca permanente. ¿Te acuerdas de cómo te sentías cuando te despertaste el otro día después de beber tanto, Nobby? Bueno, pues el capitán se encuentra así constantemente.

—Pobre hombre —asintió el cabo—. Nunca me di cuenta. No me extraña que estuviera siempre tan sombrío.

—Así que siempre está intentando recuperar el nivel de alcohol. Lo que pasa es que nunca da con la dosis exacta. Y claro… —Colon miró a Zanahoria—. También fue traído a nado por una mujer. Creo que eso lo remató.

—Bueno, sargento, ¿y qué hacemos ahora? —quiso saber Nobby.

—¿Crees que le importará si nos comemos su parte del bizcocho? —preguntó Zanahoria, pensativo—. Sería una lástima que se pusiera rancio.

Colon se encogió de hombros.

Los guardias mayores se sentaron, en un deprimido silencio, mientras Zanahoria trituraba el bizcocho con dientes como apisonadoras. Aunque se hubiera tratado del más ligero de los soufflés, ellos no habrían tenido apetito.

Estaban imaginando cómo sería la vida sin el capitán. Deplorable, incluso aunque no hubiera dragones. La verdad es que habían apreciado al capitán Vimes, era un hombre con clase. Una clase cínica, agria, pero clase al fin y al cabo, algo de lo que ellos carecían. Sabía leer palabras largas y sumar. Hasta se emborrachaba con clase.

Habían intentado alargar los minutos, hacer que el tiempo se prolongara. Pero la noche había llegado.

No les quedaba la menor esperanza.

Tenían que salir a las calles.

Eran las seis en punto. Y nada sereno.

—También echo de menos a Errol —suspiró Zanahoria.

—En realidad, era del capitán —dijo Nobby—. Además, lady Ramkin sabrá cuidarlo.

—Y no podíamos dejar nada a su alcance —intentó consolarse Colon—. Ni siquiera el aceite de las lámparas. Se bebía hasta el aceite de las lámparas.

—Y las bolas antipolillas —asintió Nobby—. Una bolsa entera. ¿Cómo podía querer comerse una porquería semejante? Y la tetera. Y el azúcar. El azúcar lo volvía loco.

—Pero era encantador —dijo Zanahoria—. Y nos quería.

—Eso es cierto, eso es cierto —asintió Colon—. Aunque no me parece muy bien tener una mascota que te obliga a subirte a la mesa cada vez que tiene hipo.

—Echaré de menos su carita —suspiró el muchacho.

Nobby se sonó la nariz.

El sonido tuvo como eco unos golpes en la puerta. Colon se incorporó de un salto. Zanahoria se levantó y fue a abrir.

Un par de miembros de la Guardia de Palacio esperaban con arrogante impaciencia. Retrocedieron un paso al ver a Zanahoria, que había tenido que agacharse para ver por debajo del dintel. Las malas noticias como Zanahoria viajaban muy deprisa.

—Os hemos traído un edicto —dijo uno de ellos—. Tenéis que…

—¿Qué es esa pintura fresca que llevas en la armadura? —preguntó Zanahoria con educación.

Nobby y el sargento aventuraron una mirada desde detrás de él.

—Es un dragón —respondió el más joven de los guardias.

El dragón —le corrigió su superior.

—Oye, yo te conozco —intervino Nobby—. Eres Cráneo Maltoon. Antes vivías en la calle Picadillo. Tu madre preparaba caramelos para la tos, ¿verdad?, pero se cayó en el puchero y murió. Yo nunca probé los caramelos, pero me acuerdo de tu madre.

—Hola, Nobby —saludó el guardia sin entusiasmo.

—Apuesto a que tu madre se sentiría orgullosa de verte con un dragón en el pecho —añadió el cabo con voz alegre.

El guardia le dirigió una mirada de odio y vergüenza.

—Y además, plumas nuevas en el casco —añadió Nobby con dulzura.

Se os ha ordenado que leáis este edicto por las calles — dijo el guardia en voz demasiado alta—. Y que lo peguéis en las esquinas de las calles. Por orden.

—¿De quién? —quiso saber el cabo.

El sargento Colon agarró el pergamino con el puño apretado.

—Por orden —leyó lentamente, siguiendo cada letra con un dedo titubeante—, por orden del De-Erre-A-Ge… del dragón, Erre-E… rey de reyes y Ge-O-Be-E-Erre… y gobernante A-Be-Ese-O-Ele… gobernante absoluto, eso es, de…

Se detuvo en el atormentado silencio de la ignorancia, con el dedo temblando sobre el pergamino.

—No —dijo al final—. Esto no puede ser, ¿verdad? No se va a comer a nadie.

—Consumir —le corrigió el guardia mayor.

—Es parte del…, del contrato social —asintió su ayudante con voz tensa—. Seguro que estaréis de acuerdo en que es un pequeño precio a cambio de la seguridad y protección que recibirá la ciudad.

—¿Protección? ¿De qué? —preguntó Nobby—. Nunca hemos tenido un enemigo al que no pudiéramos sobornar o corromper.

—Hasta ahora —señaló el sargento Colon.

—Lo habéis entendido muy bien —replicó el guardia—. Así que leedlo por las calles.

Zanahoria miró por encima del hombro de Colon.

—¿Qué es una virgen? —quiso saber.

—Una chica que no está casada —explicó Colon rápidamente.

—¿Qué? ¿Como mi amiga Reet? —preguntó Zanahoria, horrorizado.

—Bueno, no exactamente.

—Pues no está casada. Ninguna de las chicas de la señora Palma está casada.

—Más o menos —dijo Colon.

—Ni hablar —replicó Zanahoria con aire de decisión—. No vamos a tolerar ese tipo de cosas, ¿verdad?

—La gente se rebelará —asintió Colon—. Os lo digo yo.

Los guardias retrocedieron un paso para alejarse de la creciente ira de Zanahoria.

—Que hagan lo que quieran —dijo el mayor de los guardias—. Pero, si no leéis el edicto, tendréis que dar explicaciones a Su Majestad.

Se alejaron a toda velocidad.

Nobby salió a la calle, agitando un puño en alto.

—¡Un dragón en tu armadura! —gritó—. ¡Si tu anciana madre lo viera, se volvería a caer en el puchero! ¡Mira que llevar un dragón en la armadura…!

Colon volvió hacia la mesa con paso inseguro, y extendió el pergamino.

—Mal asunto —murmuró.

—Ya ha matado a mucha gente —dijo Zanahoria—. Ha violado dieciséis leyes de la ciudad.

—Bueno, sí. Pero eso era… en el calor de la situación, no sé si me explico —dijo Colon—. No es que no estuviera mal, ya me entiendes, pero eso de que la gente participe, que le entreguen a una pobre chica y luego digan que es lo legal…, eso es mucho peor.

—Supongo que todo depende del punto de vista —dijo Nobby, pensativo.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, desde el punto de vista de alguien achicharrado vivo, supongo que no tiene demasiada importancia —señaló el cabo, filosóficamente.

—La gente no lo tolerará, os lo digo yo —replicó Colon, haciendo caso omiso de la afirmación de Nobby—. Ya veréis. Se manifestarán ante el palacio, y a ver qué hace entonces el dragón.

—Quemarlos vivos —respondió Nobby.

Colon lo miró, asombrado.

—No hará semejante cosa, ¿verdad? —dijo.

—No sé quién se lo va a impedir —replicó Nobby. Miró hacia el exterior—. No era mal muchacho. Le hacía recados a mi abuelo. ¿Quién habría imaginado que algún día iría por ahí con un dragón en el pecho?

—¿Qué vamos a hacer nosotros, sargento? —quiso saber Zanahoria.

—Yo no quiero que me quemen vivo —replicó Colon—. Menuda se pondría mi esposa. Así que tendremos que leer este comosellame, este edicto. Pero no te preocupes, muchacho —dijo dando unas palmaditas en el musculoso brazo de Zanahoria, y repitiendo lo que había dicho antes, como si no se lo hubiera acabado de creer la primera vez—. No llegaremos a ese punto. La gente no lo consentirá.

Lady Ramkin pasó las manos por el cuerpecito de Errol.

—No tengo ni la menor idea de lo que está pasando aquí dentro —dijo. El dragoncito trató de darle un lametón en la cara—. ¿Qué ha comido últimamente?

—Lo último, que yo sepa, una tetera.

—¿Una tetera de qué?

—No. Una tetera. Un cacharro negro con un asa y un pitorro. La olfateó durante un buen rato, y luego se la comió.

Errol le dirigió una débil mirada cariñosa, y luego eructó. Ambos se tiraron de bruces al suelo.

—Ah, y también nos lo encontramos una vez comiéndose la carbonilla de la chimenea —siguió Vimes mientras volvían a incorporarse.

Se inclinaron sobre el bunker blindado donde lady Ramkin cobijaba a los dragoncitos enfermos. El blindaje era imprescindible. Por lo general, una de las primeras cosas que perdían las pobres bestias al enfermar era el control sobre su proceso digestivo.

—La verdad es que no parece enfermo —dijo la dama—. Sólo gordo.

—Se pasa el día gimiendo. Y se ve como si se le movieran cosas bajo la piel. ¿Sabe lo que pienso? ¿Recuerda que me dijo que pueden redistribuir su aparato digestivo?

—Ah, sí. Son capaces de distribuir sus estómagos y páncreas de diferentes maneras. Para aprovechar…

—Todo lo que encuentren y puedan utilizar como combustible —asintió Vimes—. Sí, creo que se está preparando para lanzar una llama muy caliente. Quiere desafiar al dragón grande. Cada vez que pasa volando, se pone a gimotear como un desesperado.

—¿Y no explota?

—Que yo sepa, no. Es decir, estoy seguro de que nos habríamos dado cuenta.

—¿Simplemente, come de manera indiscriminada?

—Es difícil saberlo con seguridad. Lo olfatea todo y se come la mayor parte de las cosas. Dos litros de aceite para lámparas, por ejemplo. De cualquier manera, no puedo dejarlo allí. No podríamos cuidarlo bien. Además, ya no nos hace falta para saber dónde está el dragón grande —añadió con amargura.

—Creo que se está comportando usted como un niño —replicó la dama, acompañándolo de vuelta a la casa.

—¿Como un niño? ¡Me despidieron delante de un montón de gente!

—Sí, pero estoy segura de que no fue más que un malentendido.

—¡Yo lo entendí perfectamente!

—La verdad, creo que está enfadado porque es usted impotente.

A Vimes se le saltaron los ojos de las órbitas.

—¿Queeeeé?

—Contra el dragón —siguió lady Ramkin, sin preocuparse lo más mínimo—. No puede hacer nada.

—Empiezo a pensar que esta maldita ciudad y el dragón se merecen mutuamente.

—La gente tiene miedo. No puede esperar gran cosa de unas personas tan asustadas.

Lo cogió amablemente por el brazo. Era como ver un robot industrial manipulado expertamente para coger un huevo con suavidad.

—No todo el mundo es tan valiente como usted —añadió con timidez.

—¿Como yo?

—La semana pasada. Cuando les impidió que mataran a mis dragones.

—Oh, aquello. Aquello no fue valentía. Además, no eran más que personas. Las personas son más fáciles. Le voy a decir la verdad, no pienso volver a acercarme a ese dragón ni de lejos. A veces tengo pesadillas pensando en aquello.

—Oh. —La dama pareció decepcionada—. Bueno, si está seguro… Tengo muchos amigos, ¿sabe? Si necesita cualquier tipo de ayuda, sólo tiene que decirlo. Sé que el duque de Sto Helit busca a un capitán para su guardia. Le escribiré una carta. Son una pareja joven muy amable, le caerán muy bien, estoy segura.

—Aún no sé muy bien qué voy a hacer —replicó Vimes, con más brusquedad de la que pretendía—. Estoy considerando un par de ofertas.

—Claro, claro. Usted sabrá lo que es mejor.

Vimes asintió.

Lady Ramkin se dedicó a retorcer su pañuelito entre las manos.

—Bueno —dijo.

—Bueno —dijo Vimes.

—Eh…, entonces, supongo que querrá marcharse.

—Sí, supongo que debo marcharme.

Hubo una pausa. Luego, los dos hablaron a la vez.

—Ha sido muy…

—Me gustaría decirle que…

—Lo siento.

—Lo siento.

—No, usted estaba hablando.

—No, lo siento, ¿qué iba a decirme?

—Oh —titubeó Vimes—. Bien, me voy.

—Ah. Sí. —Lady Ramkin le dedicó una sonrisa desganada—. No puede dejar esperando a todas esas ofertas, ¿verdad? —añadió.

Le tendió una mano. Vimes la estrechó con cautela.

—Bien, en ese caso, me voy —dijo.

—Venga a verme alguna vez —replicó lady Ramkin, con voz más fría—. Si pasa por aquí. Estoy segura de que a Errol le gustará verle.

—Sí. Bien. Bueno, adiós.

—Adiós, capitán Vimes.

Salió por la puerta, y caminó apresuradamente por el oscuro sendero, cubierto de hierbajos descuidados. Podía sentir la mirada de la mujer en la nuca, o al menos le parecía poder sentirla. Seguro que estaba de pie ante la puerta, bloqueando casi toda la luz. Mirándome. Pero no voy a mirar hacia atrás, pensó. Eso sería una auténtica tontería. Es una persona encantadora, tiene sentido común a montones y una gran personalidad, pero la verdad…

No voy a mirar hacia atrás, aunque se quede ahí hasta que yo llegue a la calle. A veces, para hacer lo mejor por alguien, hay que ser cruel.

Así que, cuando oyó cerrarse la puerta cuando sólo estaba a medio camino hasta la calle, se sintió de repente muy, muy furioso, como si le acabaran de robar algo.

Se quedó quieto, abriendo y cerrando los puños en la oscuridad. Ya no era el capitán Vimes, era el ciudadano Vimes, lo que significaba que podía hacer cosas con las que jamás había soñado. Quizá romper a pedradas unas cuantas ventanas, por ejemplo.

No, eso no le serviría de nada. Quería algo más. Quería librarse del maldito dragón, recuperar su empleo, echarle las manos al cuello al causante de todo el caos, olvidarse de todas las ordenanzas por una vez y golpear a alguien hasta cansarse…

Miró hacia la nada. Allí abajo, la ciudad era una masa de humo y vapor. Pero tampoco estaba pensando en eso.

Estaba pensando en la manera de correr de un hombre. Y, entre las neblinas de los recuerdos, extrajo la imagen de un muchacho que corría para no quedarse atrás.

—¿Ha sobrevivido alguno? —murmuró entre dientes.

El sargento Colon terminó de leer la proclama y miró a la multitud hostil que lo rodeaba.

—A mí no me echéis la culpa —advirtió—. Yo me limito a leer las cosas, no las escribo.

—Eso son sacrificios humanos —replicó alguien.

—Eh, que los sacrificios humanos no tienen nada de malo —le advirtió un sacerdote.

—Ah, persé — se apresuró a añadir el primero—. Por razones religiosas, claro. Y con criminales condenados a muerte[20]. Pero eso es diferente, aquí se habla de echarle a alguien al dragón cada vez que tenga hambre.

—¡Muy bien dicho! —exclamó el sargento Colon.

—Los impuestos son una cosa, pero comerse a la gente es otra muy diferente.

—¡Así se habla!

—Si todos nos unimos y nos negamos, ¿qué puede hacer el dragón?

Nobby abrió la boca. Colon se la tapó con una mano y alzó un puño en gesto triunfal.

—¡Es lo que digo yo! —exclamó—. ¡El pueblo unido jamás será consumido!

Le aplaudieron.

—Espera un momento —dijo un hombrecillo lentamente—. Que sepamos, el dragón sólo hace una cosa: volar por toda la ciudad incinerando a la gente. Nada indica que lo que se está sugiriendo aquí vaya a impedírselo.

—Sí, pero si todos protestamos… —insistió el primero, con la voz moderada por la inseguridad.

—No puede achicharrar a todo el mundo —dijo Colon. Decidió jugarse de nuevo el as que acababa de descubrir—. ¡El pueblo unido jamás será consumido! —añadió con orgullo.

Esta vez no fue tan coreado. La gente reservaba la energía para preocuparse.

—No estoy seguro de comprender por qué no. ¿Por qué no puede quemarnos a todos y marcharse a otra ciudad?

—Porque…

—El tesoro —dijo Colon—. Necesita gente que le dé tesoros.

—Sí.

—Bueno, es posible, pero… ¿cuánta, exactamente?

—¿Qué?

—¿Cuánta gente necesita? De la ciudad. Quizá no quiera quemarla toda, sólo algunas zonas. ¿Sabemos nosotros qué zonas?

—Esto es una tontería —dijo el primero que había hablado—. Si vamos por ahí poniendo pegas todo el rato, no haremos nada práctico.

—Pues a mí me parece que lo mejor es pensar bien las cosas antes de actuar, es lo único que digo. Por ejemplo, ¿qué pasaría si por casualidad derrotáramos al dragón?

—¡Venga ya! —exclamó el sargento Colon.

—No, en serio. ¿Cuál es la alternativa?

—¡Un ser humano, para empezar!

—Como quieras —replicó el hombrecillo—. Pero la verdad es que una persona al mes no está nada mal Comparado con lo que hacían otros gobernantes que hemos tenido. ¿Alguien se acuerda de Nersh el Lunático? ¿O de lord Picadillo y su Mazmorra-de-un-Minuto?

Se oyeron unos cuantos murmullos del tipo «Tiene parte de razón».

—¡Pero fueron derrocados! —casi gritó Colon.

—No. Fueron asesinados.

—Tanto da. El caso es que nadie va a asesinar al dragón —señaló Colon—. Hace falta algo más que una noche oscura y un cuchillo afilado, os lo digo yo.

Ahora entiendo lo que quería decir el capitán, pensó. No me extraña que siempre se emborrachara antes de empezar a pensar sobre las cosas. Siempre nos derrotamos A nosotros mismos antes de empezar. Si le das un palo a un ciudadano de Ankh-Morpork, se matará a golpes.

—Oye, tú, sapo inmundo —dijo el primer hombre, cogiendo al segundo por el cuello con una mano y formando un puño con la otra—. Da la casualidad de que yo tengo tres hijas, y no tengo ningunas ganas de que se coma a ninguna de ellas, muchas gracias.

—Sí, y el pueblo unido… jamás… será…

Colon se quedó sin voz. Se acababa de dar cuenta de que el resto de los congregados estaban mirando hacia arriba.

El muy canalla, pensó mientras su racionalidad empezaba a hacer aguas. Ha debido de estar escuchando a hurtadillas.

El dragón se movió para cambiar de posición sobre el alero de la casa más cercana. Batió las alas un par de veces, bostezó y extendió el cuello para mirar hacia la calle.

El hombre que había sido bendecido con tres hijas se irguió con el puño alzado en el centro de un círculo de guijarros cada vez más amplio. El otro consiguió recuperar el uso de las piernas y se perdió rápidamente entre las sombras de la noche.

De repente, pareció que no había en todo el mundo un hombre más solo y falto de amigos.

—Ya veo —dijo con tranquilidad.

Miró al inquisitivo reptil. La verdad era que no parecía demasiado beligerante. Lo miraba con algo muy semejante al interés.

—¡No me importa! —gritó. Su voz resonó en el silencio, los ecos fueron su única respuesta—. ¡Te desafiamos! ¡Si me matas, tendrás que matarnos a todos!

Hubo algunos movimientos amortiguados entre los sectores de la multitud que no pensaban que aquello fuera absolutamente axiomático.

—¡Podemos presentar resistencia! —rugió el hombre—. ¿Verdad que sí, amigos? ¿Cómo era eso del pueblo unido, sargento?

—Eh… —titubeó Colon, con la columna vertebral convertida en hielo.

—Te lo advierto, dragón, el espíritu humano es…

Nunca llegaron a saber qué era el espíritu humano, o al menos qué pensaba que era, aunque probablemente, en las largas horas de las noches de insomnio, algunos recordarían los acontecimientos siguientes y se formarían una opinión bien poco halagüeña. Porque una de las cosas que se suelen olvidar del espíritu humano es que, aunque en las mejores condiciones puede ser noble, valiente y maravilloso, también es, cuando se examina a fondo el asunto, humano.

La llamarada del dragón le acertó de pleno en el pecho. Por un momento, el hombre resultó visible en forma de una silueta al rojo blanco, antes de que sus cenizas negras se depositaran sobre los guijarros fundidos de la calle.

La llama se desvaneció.

Los espectadores se quedaron quietos como estatuas, sin saber qué llamaría más la atención, si seguir allí o huir a toda velocidad.

El dragón los observó con curiosidad, queriendo saber qué harían a continuación.

Colon pensó que, como único oficial de la ley allí presente, le tocaba a él dominar la situación. Carraspeó para aclararse la garganta.

—Muy bien —dijo, tratando de que su voz no se convirtiera en un gemido—. Despejen la zona, señoras y señores. Aquí no hay nada que ver.

Movió los brazos en un vago gesto de autoridad, mientras todo el mundo se removía, nervioso. Por el rabillo del ojo vio las llamas rojas que brillaban por encima de los tejados, las chispas que subían en espiral y destacaban contra la negrura del cielo.

—¿Es que no tienen casa, o qué? —gimió.

El bibliotecario arrastró los nudillos por la biblioteca del aquí y el ahora. Cada pelo de su cuerpo estaba erizado de rabia.

Abrió de golpe la puerta y salió a la ciudad asolada.

Alguien iba a descubrir que su peor pesadilla era un bibliotecario furioso.

Con una placa.

El dragón planeó perezosamente sobre la ciudad nocturna, sin apenas aletear. No le hacía falta. La energía térmica le proporcionaba todo el impulso que necesitaba.

Había incendios por todo Ankh-Morpork. Se habían formado tantas cadenas de cubos entre el río y los diferentes edificios en llamas, que más de un cubo cambiaba de dirección por el camino. Aunque en realidad, no hacía falta un cubo para sacar las turbias aguas del río Ankh, con una red habría bastado.

Corriente abajo, las hileras de gente manchada de humo trabajaban febrilmente para cerrar las enormes esclusas oxidadas bajo el Puente de Latón. Eran la última defensa de Ankh-Morpork contra el fuego, ya que el Ankh se desbordaría y la inundaría hasta los muros. Bajo sus aguas uno no podía ahogarse, sólo asfixiarse.

Los trabajadores del puente eran aquellos que no podían o no querían huir. Muchos otros escapaban por las puertas de la ciudad, dirigiéndose hacia las gélidas llanuras amortajadas por la niebla.

Pero no por mucho tiempo. El dragón, sobrevolando grácilmente la devastación, planeó por encima de la muralla. Unos segundos más tarde, los guardias vieron cómo la llamarada blancoazulada perforaba las nieblas. La marea de humanidad fluyó de vuelta a la ciudad, con el dragón vigilándolos como un perro pastor. Los edificios incendiados de la ciudad hacían que la parte baja de sus alas brillara con los rojos reflejos.

—¿Alguna sugerencia sobre lo que debemos hacer ahora, sargento? —preguntó Nobby.

Colon no respondió. Ojalá estuviera aquí el capitán Vimes, pensó. Él tampoco habría sabido qué hacer, pero tiene mucho más vocabulario para expresar su desconcierto.

Algunos de los incendios se apagaron cuando las aguas crecientes y las confusas cadenas de cubos empezaron a resultar eficaces. El dragón no parecía tener intención de ir a provocar ninguno más. Ya había dejado bien claro cuáles eran sus intenciones.

—¿Quién creéis que será? —preguntó Nobby.

—¿Quién qué? —preguntó Zanahoria.

—La elegida para el sacrificio.

—El sargento dijo que la gente no lo toleraría —replicó Zanahoria, estoico.

—Sí, bueno. Pero míralo de esta manera: si le dices a la gente que qué prefiere, que te quemen la casa o que se coman a una chica a la que seguramente ni conoces, bueno, pues se lo piensan. Es la naturaleza humana, ya sabes.

—Seguro que aparecerá algún héroe —dijo Zanahoria—. Con un arma nueva o algo por el estilo. Y le sacudirá en su punto volublerable.

Se hizo el silencio que suele hacerse cuando alguien escucha con atención.

—¿Qué es eso? —preguntó Nobby.

—Un punto. Donde es volublerable. Mi abuelo me contaba historias. Si le aciertas a un dragón en los volublerables, lo matas.

—¿Es como pegarle una patada justo ahí? —preguntó Nobby, interesado.

—No sé. Supongo que sí. Aunque ya te lo he dicho, Nobby, va contra la ley…

—Oye, ¿y dónde está ese punto?

—Oh, supongo que en un lugar diferente en cada dragón. Esperas hasta que pase volando por encima de ti y dices, ahí está el punto volublerable, y lo matas —explicó Zanahoria—. Así de fácil.

El sargento Colon miró al espacio con gesto inexpresivo.

—Mmm —murmuró Nobby.

Observaron el panorama de pánico durante un rato.

—¿Estás seguro de eso del punto volublerable? —preguntó al final el sargento Colon.

—Sí, y tanto.

—Ojalá no lo estuvieras, hijo.

Volvieron a contemplar la ciudad aterrorizada.

—¿Sabes? —empezó Nobby—. Me acuerdo de que siempre dices que ganabas premios de tiro con arco cuando estabas en la academia, sargento. Me contaste que tenías una flecha de la suerte, y que la llevabas siempre…

—¡De acuerdo! ¡De acuerdo! Pero no es lo mismo, ¿sabes? Además, yo no soy un héroe. ¿Por qué voy a hacerlo?

—El capitán Vimes nos paga treinta dólares al mes —dijo Zanahoria.

—Sí —asintió Nobby, sonriente—, y tú además tienes un extra de cinco dólares por rango.

—Pero el capitán Vimes ya no está —dijo Colon, no sin razón.

Zanahoria lo miró con tozudez.

—Estoy seguro de que, si estuviera, él sería el primero en…

Colon le hizo callar.

—Todo eso está muy bien —replicó—. Pero ¿qué pasará si fallo?

—Míralo por el lado bueno —señaló Nobby—. Lo más probable es que ni lo llegues a saber.

La expresión del sargento Colon se transformó en una sonrisa malévola, desesperada.

—Querrás decir que no lo llegaremos a saber —dijo.

—¿Qué?

—Si crees que voy a subirme solo a no sé qué tejado, estás muy equivocado. Te ordeno que me acompañes. Además —añadió—, a ti también te pagan un dólar extra por los riesgos laborales.

El rostro de Nobby era una mueca de pánico.

—¡Te equivocas! —gimió—. ¡El capitán Vimes dijo que me lo retiraba durante cinco años porque soy una vergüenza para la especie!

—Bueno, pues a lo mejor así lo recuperas. Además, tú eres el experto en puntos volublerables. Te he visto pelear más de una vez.

Zanahoria saludó marcialmente.

—Permiso para ofrecerme voluntario, señor —dijo—. Y yo sólo cobro veinte dólares al mes en concepto de paga básica, y no me importa, señor.

El sargento Colon carraspeó. Luego, se enderezó la placa pectoral. Era una de esas placas impresionantes, con el relieve de los músculos. Su pecho y su estómago encajaban dentro igual que la gelatina en un molde.

¿Qué haría en un momento así el capitán Vimes? Bueno, bebería algo, desde luego. Pero, si no pudiera beber, ¿qué haría?

—Lo que necesitamos —dijo lentamente—, es un Plan.

Aquello sonaba muy bien. Sólo la frase valía ya la paga. Si uno tiene un Plan, ya ha recorrido medio camino.

Ya le parecía oír las aclamaciones de las multitudes. La gente bordeaba las calles en hileras, y le arrojaban flores, y lo llevaban en comitiva triunfal por toda una ciudad agradecida.

Lo malo del asunto era que sospechaba que lo llevaban en una urna.

Lupine Wonse recorrió los pasillos, por los que el viento circulaba ahora libremente, hasta el dormitorio del patricio. Nunca había sido una habitación suntuosa, no había más que una cama estrecha y unos cuantos armarios destartalados. Pero ahora estaba aún peor. Faltaba una pared. Si a uno le daba por caminar en sueños, corría el riesgo de terminar en la vasta caverna que era la Sala Principal.

Aun así, cerró la puerta a su espalda, para obtener un simulacro de intimidad. Luego, cautelosamente, sin dejar de lanzar miradas nerviosas hacia el gran espacio que se abría más allá, se arrodilló en el centro de la habitación y levantó un tablón del suelo.

Sacó del hueco una larga túnica negra. Wonse siguió rebuscando en el polvoriento espacio. Buscó más. Buscó mucho más. Luego se tendió de bruces y metió ambos brazos en el agujero, a la desesperada.

El libro se deslizó por el suelo de la habitación y le golpeó en la nuca.

—¿Estabas buscando esto? —preguntó Vimes.

Salió de entre las sombras.

Wonse estaba allí de rodillas, abriendo y cerrando la boca como un pez.

¿Qué va a decir?, pensó Vimes. Quizá lo de Sé lo que estás pensando, pero no es lo que parece. O a lo mejor Escucha, puedo explicarlo todo. Ojalá tuviera un dragón cargado en las manos ahora mismo.

—Vaya. Has sido muy listo al adivinarlo —dijo Wonse.

Y siempre hay otras posibilidades, por supuesto, pensó Vimes.

—Bajo los tablones del suelo —dijo en voz alta—. Vaya tontería por tu parte, es el primer lugar en el que miraría cualquiera.

—Lo sé. Supongo que no se imaginaba que entraría alguien a buscar esto —dijo Wonse al tiempo que se ponía en pie y se sacudía el polvo.

—¿Disculpa? —sonrió Vimes con toda amabilidad.

—Vetinari. Ya sabes que se pasaba la vida con estas estratagemas. Estaba implicado en la mitad de los planes contra sí mismo, así era cómo dirigía las cosas. Le encantaba. Es evidente que invocó al dragón y luego no pudo controlarlo. Se encontró con un ser más astuto que él mismo.

—¿Y qué estabas haciendo tú? —quiso saber Vimes.

—Me preguntaba si sería posible invertir el hechizo. O quizá llamar a otro dragón. Seguramente pelearían entre ellos, ¿no crees?

—¿Una especie de equilibrio de terror, quieres decir? —preguntó Vimes.

—Vale la pena intentarlo —replicó Wonse, ansioso. Se acercó unos pasos—. Mira, con respecto a tu puesto… sé que los dos estábamos un poco nerviosos en aquel momento, y por supuesto, si quieres recuperarlo, puedo conseguirlo sin problemas…

—Debió de ser terrible —lo interrumpió Vimes—. Imagina lo que debió de pasar por su mente. Lo invocó, y luego se encontró con que no era sólo una especie de herramienta, sino un ser vivo con mente propia. Una mente igual que la suya, pero sin frenos. Seguro que al principio el pobre pensaba que lo estaba haciendo por el bien de la ciudad. Sin duda estaba loco. O acabó loco.

—Sí —replicó Wonse con voz ronca—. Debió de ser terrible para él.

—¡Sí, pero me gustaría ponerle las manos encima! Con todos los años que hace que conozco a ese hombre, nunca me di cuenta de que…

Wonse no dijo nada.

—Corre —ordenó Vimes con amabilidad.

—¿Qué?

—Que corras. Quiero verte correr.

—No compren…

—Vi correr a alguien la noche en que el dragón incineró aquella casa. Recuerdo que, en aquel momento, pensé que se movía de una manera extraña, como si rebotara, más que andar. Y el otro día te vi a ti huir del dragón. Casi habría jurado que se trataba de la misma persona. Como si fuera alguien que no quiere quedarse atrás. ¿Ha sobrevivido alguno, Wonse?

Wonse sacudió una mano, en un movimiento que debió de considerar despreocupado.

—Eso es ridículo, no tienes ninguna prueba —dijo con una risita.

—He visto que ahora duermes aquí —siguió Vimes—. Supongo que al rey le gusta tenerte cerca, ¿no?

—No tienes ninguna prueba —repitió Wonse en un susurro.

—Claro que no. La manera de correr. Un tono de voz nervioso. Nada más. Pero eso no importa, ¿verdad? Porque no importaría ni aunque tuviera pruebas. No hay nadie a quien pueda presentárselas. Y tú no me puedes devolver mi puesto de capitán.

—¡Sí que puedo! —gritó Wonse—. Sí que puedo, y no tienes por qué ser un simple capitán…

—No puedes devolverme mi puesto de capitán —repitió Vimes—. Para empezar, nunca pudiste quitármelo. Nunca fui un agente de la ciudad, ni un agente del rey, ni un agente del patricio. Era un agente de la ley. Puede que fuera una ley corrupta e inútil, pero era una ley, más o menos. Ahora no hay más ley que la de «Si no tienes cuidado, te achicharro vivo». ¿En dónde entro yo en ese esquema de cosas?

Wonse se precipitó hacia él y lo agarró por el brazo.

—¡Pero tú puedes ayudarme! —dijo, apremiante— Quizá haya una manera de destruir el dragón, de verdad, o al menos podemos ayudar a la gente, canalizar las cosas para mitigar los daños, buscar un término medio, un punto de acuerdo para que…

El golpe de Vimes acertó a Wonse en el pómulo y lo derribó.

—¡El dragón está aquí! —rugió—. No lo puedes canalizar, ni persuadirlo, ni negociar con él. Los dragones no conceden tregua a nadie. Tú lo trajiste, y ahora tenemos que cargar con él. Hijo de puta.

Wonse se apartó la mano de la brillante marca blanca que le había quedado en la mejilla.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó.

Vimes no lo sabía. Se le habían ocurrido una docena de posibles desarrollos para la situación en que se encontraba en aquel momento, pero ahora el único posible era matar a Wonse. Y, cara a cara, no se veía capaz de hacerlo.

—Eso es lo que tiene de malo la gente como tú —dijo Wonse mientras se ponía en pie—. Siempre estáis en contra de cualquier cosa que se intente para obtener mejoras para la humanidad, pero nunca tenéis un plan alternativo que ofrecer. ¡Guardias! ¡Guardias!

Dirigió a Vimes una sonrisa enloquecida.

—No te esperabas esto, ¿verdad? —dijo—. Aquí todavía tenemos guardias, ¿sabes? No son muchos, claro. No hay mucha gente que quiera venir a trabajar al palacio.

Se oyeron pisadas en el pasillo, y cuatro de los guardias del palacio abrieron la puerta y entraron con las espadas desenfundadas.

—Yo, en tu lugar, no opondría resistencia —siguió Wonse—. Son hombres desesperados y muy nerviosos. Pero están muy bien pagados.

Vimes no dijo nada. Wonse era un fanfarrón. Con los fanfarrones siempre había una posibilidad. El viejo patricio nunca había fanfarroneado, era una de sus cualidades. Si quería verte muerto, ni siquiera te enterabas antes de estarlo.

Con los fanfarrones, lo mejor es jugar según las reglas establecidas.

—Nunca te saldrás con la tuya —dijo.

—Tienes razón. Tienes toda la razón. Pero «nunca» es un plazo demasiado largo —replicó Wonse—. Ninguno de nosotros nos salimos con la nuestra durante tanto tiempo, ¿sabes? Tendrás tiempo para reflexionar sobre esto —dijo, haciendo una señal a los guardias—. Arrojadlo a la mazmorra especial. Y luego, haced ese otro encarguito que os he encomendado.

—Eh… —titubeó el jefe de los guardias.

—¿Qué pasa?

—¿Quieres…, eh…, que le ataquemos? —tartamudeó el pobre hombre.

Aunque los guardias de palacio eran cuatro en aquel momento, eran tan conscientes como cualquiera de las convenciones, y cuando a los guardias se les ordena atacar a un hombre solo en circunstancias acaloradas, no es un buen momento. Seguro que el muy cerdo es un héroe, estaban pensando. Y no les atraía nada un futuro próximo en el que se encontraran muertos.

—¡Claro que sí, idiota!

—Pero…, pero…, sólo es uno —gimoteó el capitán de la guardia.

—Y está sonriendo —señaló uno de sus hombres, que se había apresurado a colocarse tras él.

—Seguro que se colgará de la lámpara en cualquier momento —añadió otro guardia—. Y volteará la mesa de una patada, y todo eso.

—¡Ni siquiera está armado! —chilló Wonse.

—Ésos son los peores —replicó uno de los guardias con gran estoicismo—. Son los que pegan un salto y agarran una de las espadas ornamentales que hay en la panoplia sobre la chimenea.

—¡Aquí no hay ninguna chimenea! ¡Ni ninguna espada! ¡Sólo está él! ¡Cogedlo inmediatamente! —gritó Wonse.

Dos de los guardias agarraron a Vimes tentativamente por los hombros.

—No irás a hacer nada heroico, ¿verdad? —le susurró uno de ellos.

—No sabría ni por dónde empezar —lo tranquilizó, Vimes.

—Ah. Bueno.

Mientras se lo llevaba, Vimes oyó la carcajada enloquecida de Wonse. Otra de las características típicas de los fanfarrones.

Pero, en una cosa, había dado en el clavo. Vimes no tenía ningún plan. No había meditado gran cosa sobre lo que podía suceder a continuación. Qué idiota he sido, se dijo. ¡Pensar que, después del enfrentamiento, se habría acabado el asunto…!

También iba pensando en cuál sería el otro encarguito de Wonse.

Los guardias de palacio no decían nada, se limitaban a caminar con la vista fija al frente y el paso firme por los pasillos semiderruidos, hasta llegar a otro corredor, hasta una puerta ominosa. La abrieron, lo empujaron hacia el interior y se alejaron de nuevo.

Y nadie, absolutamente nadie, advirtió el pequeño objeto, ligero como una hoja, que cayó de las sombras del techo meciéndose suavemente como una semilla de sicómoro antes de posarse sobre la maraña de objetos que componían el montón del tesoro.

Era una cáscara de cacahuete.

Fue el silencio lo que despertó a lady Ramkin. Su dormitorio daba al cobertizo de los dragones, y estaba acostumbrada a dormir con el susurro de las escamas contra los tablones, el ocasional rugido de un dragón lanzando llamas en sueños, y los lamentos de las hembras en celo. La ausencia de todo sonido era como la alarma de un reloj.

Había llorado un poco antes de dormirse, pero no mucho, porque era inútil ponerse sentimental y dar vueltas a lo que no podía arreglar. Encendió la lámpara, se puso las botas de goma, cogió un bastón que podía ser todo lo que se interpusiera entre ella y una teórica pérdida de la virtud, y bajó apresuradamente hacia el cobertizo envuelto en las sombras de la noche. Al cruzar el húmedo césped, fue vagamente consciente de que en la ciudad estaba sucediendo algo, pero no le concedió importancia en aquel momento. Los dragones eran más importantes.

Abrió la puerta.

Bueno, estaban allí. El familiar olor de los dragones de pantano, mezcla de lodo empantanado y de explosiones químicas, salió como una ráfaga a la noche.

Cada uno de los dragones estaba de pie sobre las patas traseras, en el centro de su compartimiento, con el cuello arqueado y mirando con feroz intensidad hacia el techo.

—Oh —dijo—. Así que otra vez está volando por ahí, ¿eh? Exhibiéndose. No os preocupéis, mis pequeñines, mamá está con vosotros.

Puso la lámpara en una estantería alta y se dirigió hacia el compartimiento de Errol.

—Hola muchacho… —empezó.

Y se detuvo en seco.

Errol estaba tendido de costado. Una tenue nubecilla de humo gris brotaba de su boca, y su estómago se contraía y se expandía como un acordeón. Y su piel, desde la cabeza hasta la cola, era de un blanco casi puro.

—Creo que, si alguna vez hago una reedición de las Enfermedades, te dedicaré un capítulo entero a ti solito —dijo en voz baja, mientras abría el cerrojo de su compartimiento—. Veamos si te ha bajado esa temperatura tan mala, ¿eh?

Extendió la mano para acariciarle la piel, y dejó escapar una exclamación. La retiró rápidamente mientras se le formaban ampollas en las puntas de los dedos.

Errol estaba tan frío que quemaba.

Mientras miraba al dragoncito, las pequeñas marcas redondeadas que había fundido su calor volvieron a transformarse en hielo.

Lady Ramkin se puso en cuclillas.

—¿Qué clase de dragón eres? —suspiró.

Oyó, muy lejos, el sonido distante de alguien llamando a la puerta principal de la casa. Titubeó un instante, luego apagó la lámpara de un soplido, recorrió el pasillo entre los compartimientos a toda velocidad, y apartó a un lado el trozo de tela de saco que cubría la ventana.

Las primeras luces del amanecer le revelaron la silueta de un guardia en las escaleras, con las plumas del casco que se agitaban por la brisa.

Se mordió el labio inferior, cruzó la puerta a toda velocidad, cruzó el césped y se metió corriendo en la casa, subiendo las escaleras de tres en tres.

—Estúpida, estúpida —murmuró al recordar que la lámpara estaba en el piso de abajo.

Pero no había tiempo para eso. Si se entretenía en ir a cogerla, Vimes podía marcharse.

Por tacto y de memoria, en la penumbra, encontró su mejor peluca y se la encasquetó. En algún lugar entre los ungüentos y pomadas para dragones que poblaban su cómoda había algo que, si mal no recordaba, se llamaba Rocío de la noche, o alguna otra cosa igualmente inapropiada, regalo de hacía mucho tiempo de un sobrino en que no pensaba demasiado. Olisqueó varios frascos hasta dar con algo que, por el aroma, era probablemente el que buscaba. Hasta alguien con un aparato olfativo que se había cerrado hacía mucho ante la brutalidad del olor de los dragones, tuvo que ver que era más…, bueno, más potente de lo que recordaba. Pero, al parecer, a los hombres les gustaban aquellas cosas. O eso había leído. Una auténtica tontería. Se tiró un poco de la costura del escote del camisón, que de repente le parecía demasiado sensato y cómodo, hasta colocarlo en una posición que esperaba que revelase sin llegar a exponer, y corrió a toda velocidad escaleras abajo.

Se detuvo ante la puerta principal, tomó aliento, giró el picaporte y, mientras la puerta se abría, comprendió que debería haberse quitado las botas de goma…

—Vaya, capitán —dijo dulcemente—, qué sorpresa tan… ¿quién demonios es usted?

El jefe de la guardia de palacio retrocedió unos cuantos pasos y, como provenía de una familia de campesinos, hizo unos cuantos signos para espantar a los malos espíritus. Obviamente, no sirvieron de nada. Cuando volvió a abrir los ojos, el monstruo seguía allí, todavía encendido de rabia, todavía apestando a algo rancio y fermentado, todavía coronado por una masa de rizos, todavía refugiado tras unos pechos que hicieron que se le secara el paladar…

Había oído hablar de aquel tipo de fieras. Las llamaban arpías. ¿Qué habría hecho aquélla con lady Ramkin?

En cambio, la visión de las botas de goma lo desconcertaba un poco. Las leyendas sobre arpías no incluían referencias a botas de goma.

—Hable de una vez, amigo —rugió lady Ramkin, volviendo a subirse el escote hasta una altura más respetable—. ¿O piensa quedarse ahí toda la noche abriendo y cerrando la boca? ¿Qué quiere?

—¿Lady Sybil Ramkin? —dijo el guardia, no con el tono educado de alguien que busca una simple confirmación, sino con la voz incrédula de quien encuentra muy difícil creer que la respuesta pueda ser «sí».

—Abra los ojos, joven. ¿Quién cree que soy?

El guardia recuperó el control sobre sí mismo.

—Tengo una orden para lady Sybil Ramkin —dijo, todavía inseguro.

La voz de la mujer temblaba.

—¿Cómo que una orden?

—Para que acuda al palacio.

—No sé para qué se me puede requerir a estas horas de la madrugada —dijo al tiempo que intentaba cerrar la puerta de golpe.

Pero no se cerró, porque el guardia metió la punta de la espada en el último momento.

—Si no viene —dijo el guardia—, se me ha ordenado que tome medidas.

La puerta volvió a abrirse bruscamente, y lady Ramkin presionó el rostro contra el del guardia, que casi se desmayó ante la peste a pétalos de rosa podridos.

—Si se ha creído que voy a dejar que me ponga la mano encima… —empezó.

La mirada del guardia se desvió un instante, sólo un instante, hacia el cobertizo de los dragones. Lady Ramkin se puso pálida.

—¡No se atreverá! —siseó.

El guardia tragó saliva. La mujer era temible, pero humana al fin y al cabo. Sólo podía arrancarle la cabeza de un mordisco metafóricamente. Se recordó que existían cosas mucho peores que lady Ramkin, aunque también hubo de admitir que no se encontraban en aquel momento a siete centímetros de su nariz.

—Tomar medidas —repitió en un gemido.

Lady Ramkin se irguió, y vio por primera vez a los guardias que había más atrás.

—Ya entiendo —dijo con voz gélida—. Así se hacen ahora las cosas, ¿no? Venís seis a coger a una débil mujer. Muy bien. Supongo que, por lo menos, me permitiréis ponerme un abrigo. Hace frío.

Cerró la puerta de golpe.

Los guardias de palacio dieron pataditas contra el suelo para sacudirse el frío, y trataron de no mirarse unos a otros. Obviamente, aquélla no era manera de ir arrestando a la gente. Para empezar, no los solían dejar esperando en la puerta, las cosas no funcionaban así. Pero claro, la única alternativa era entrar y sacarla a rastras, y a ninguno de ellos le entusiasmaba la idea. Además, el capitán de la guardia no estaba muy seguro de que fueran suficientes como para llevarse a rastras a lady Ramkin. Harían falta muchos más guardias, y troncos de madera.

La puerta crujió al abrirse de nuevo, revelando sólo la oscuridad polvorienta del vestíbulo.

—Bien, muchachos… —empezó el capitán, inseguro.

Lady Ramkin apareció ante ellos. El capitán vio sólo un atisbo borroso de la mujer cuando saltó por la puerta, gritando, y bien habría podido ser lo último que recordara si uno de los guardias no hubiera tenido la presencia de ánimo suficiente como para ponerle la zancadilla cuando bajó por las escaleras. Lady Ramkin cayó hacia adelante con una maldición, se precipitó contra el césped descuidado, y su cabeza fue a chocar contra la decrépita estatua de un antiguo Ramkin. Se quedó inmóvil.

La enorme espada que había esgrimido aterrizó junto a ella, y se clavó vibrante en el suelo.

Tras unos largos momentos, uno de los guardias avanzó de puntillas con cautela y probó el filo con la yema de un dedo.

—Demonios —exclamó con una voz en la que se mezclaban el horror y el respeto—. ¿Y el dragón quiere comérsela?

—Reúne todos los requisitos —dijo el capitán—. Debe de ser la dama de más alta cuna de toda la ciudad. En cuanto a lo de la doncellez, ni idea —añadió—, y en este momento, no me pienso poner a hacer especulaciones. Que alguien vaya a buscar una carreta.

Se pasó un dedo por la oreja, allí donde lo había rozado la punta de la espada. Por naturaleza, no era un hombre cruel, pero en aquel momento estaba seguro de que preferiría que hubiera todo un dragón entre Sybil Ramkin y él cuando la mujer despertara.

—¿No se supone que debíamos matar a sus dragoncitos, señor? —preguntó otro guardia—. Creí que el señor Wonse nos había dicho que acabáramos con todos.

—Eso no era más que una amenaza por si se negaba a venir.

El guardia frunció el ceño.

—¿Seguro, señor? Pensé…

El capitán ya estaba harto. Arpías que gritaban, enormes espadas que hendían el aire junto a él con un sonido como el de la seda al rasgarse…, todo aquello había acabado con su capacidad para ver las cosas desde el punto de vista de un camarada.

—Ah, con que pensabas, ¿eh? —señaló con un rugido—. Ahora resulta que eres un pensador, ¿eh? ¿Piensas que haré bien en recomendarte para otro puesto? ¿Para la guardia de la ciudad, por ejemplo? Ahí hay pensadores a montones, te encantará.

Los demás guardias parecieron bastante incómodos ante la idea.

—Si hubieras pensado — añadió el capitán, sarcástico—, se te habría ocurrido que el rey no querrá que matemos a otros dragones, ¿verdad? Seguro que son parientes lejanos, o algo por el estilo. No puede desear que matemos a los de su propia especie.

—Pero señor, la gente lo hace, señor —replicó el guardia, amedrentado.

—Oh, bueno —dijo el capitán—. Eso es diferente. —Se dio unas palmaditas pensativas en el casco—. Eso es porque somos inteligentes.

Vimes aterrizó sobre la paja húmeda, en una oscuridad de boca de lobo, aunque al poco rato sus ojos se acostumbraron a la penumbra y empezó a distinguir las paredes de la mazmorra.

No la habían construido para proporcionar comodidades, no era más que un espacio donde se encontraban las columnas y arcos que soportaban el palacio. En un extremo lejano, una rejilla en lo más alto de la pared dejaba entrar la mera sospecha de una luz mortecina de segunda mano.

Había otro agujero cuadrado en el suelo. También estaba cerrado con barrotes. Pero las barras de acero estaban bastante oxidadas. A Vimes se le ocurrió que, con un poco de paciencia, podría arrancarlos, y entonces sólo le faltaría adelgazar lo suficiente como para caber por un agujero de quince centímetros.

Lo que no había en las mazmorras eran ratas, escorpiones, cucarachas o serpientes. En el pasado había habido serpientes, sí, porque las sandalias de Vimes aplastaron unos pequeños esqueletos alargados.

Se deslizó cautelosamente a lo largo de una pared húmeda, sin dejar de preguntarse de dónde provendría aquel rítmico sonido de arañazos. Rodeó una columna gruesa, y entonces lo descubrió.

El patricio se estaba afeitando, con los ojos entrecerrados, ante un trozo de espejo apoyado en una columna para que le diera la luz. No, Vimes comprendió que no estaba apoyado. Más bien sostenido. Por una rata. Era una rata grande, con ojos rojos.

El patricio le dirigió un vago gesto de saludo, sin al parecer sorprenderse de verlo allí.

—Oh —dijo—. Vimes, ¿verdad? Me enteré de que venías para acá. Vaya. Tendríamos que haber dicho al personal de las cocinas… —En este punto, Vimes se dio cuenta de que el hombre estaba hablando con la rata—, de que íbamos a ser dos para comer. ¿Quieres una cerveza, Vimes?

—¿Qué?

—Supongo que sí. Pero me temo que no tendrás suerte. Los amigos de Skrp son listos, pero no se les da muy bien leer las etiquetas de las botellas.

Lord Vetinari se dio unas palmaditas en la cara con la toalla, y la dejó caer al suelo. Una forma gris salió disparada de entre las sombras, la cogió y se la llevó por la rejilla del suelo.

—Muy bien, Skrp —dijo al final—. Ya puedes marcharte.

La rata sacudió los bigotes en gesto de saludo, apoyó el espejo contra la pared y se alejó trotando.

—¿Te sirven las ratas? —se asombró Vimes.

—Hacen lo que pueden. La verdad es que las pobres no son muy eficaces. Es por las patas.

—Pero…, pero…, pero… —dijo Vimes—. Quiero decir…, ¿cómo?

—Tengo la sospecha de que los amigos de Skrp han excavado túneles que pasan por la Universidad —le explicó lord Vetinari—. Aunque supongo que ya eran bastante listos desde el principio.

Al menos Vimes sí que entendía eso. Era bien sabido que las radiaciones taumatúrgicas afectaban a los animales que habitaban en el campus de la Universidad Invisible, convirtiéndolos a veces en réplicas casi exactas de la civilización humana, o incluso mutándolos hasta convertirlos en especies completamente nuevas y especializadas, como la rata de biblioteca con archivadores incluidos, o la cabeza de búfalo que crecía directamente de la pared. Y, como había dicho el patricio, las ratas ya eran bastante listas de por sí.

—Pero ¿te están ayudando? —preguntó Vimes.

—Es una ayuda mutua, es una ayuda mutua. Digamos que en pago por los servicios prestados —dijo el patricio, al tiempo que se sentaba en algo que, según no pudo dejar de advertir Vimes, era un pequeño cojín de terciopelo.

También notó que, en un estante bajo, muy a mano, había una libreta de notas y una hilera de libros bien ordenados.

—¿Cómo ayudas tú a las ratas, señor? —dijo con voz débil.

—Con consejos. Les doy consejos. —El patricio se recostó—. Eso es lo malo de las personas como Wonse —dijo—. Nunca saben cuándo detenerse. Ratas, serpientes y escorpiones. Cuando llegué aquí, esto era un campo de batalla. Las ratas se estaban llevando la peor parte.

Vimes tuvo la sensación de que empezaba a comprender aquella locura.

—¿Y tú las entrenaste, o algo así? —señaló.

—Las aconsejé, sólo las aconsejé. Se me da bastante bien —respondió lord Vetinari con modestia.

Vimes se preguntó qué habrían hecho. ¿Se aliaron las ratas con los escorpiones contra las serpientes, y luego, cuando hubieron derrotado a los reptiles, invitaron a los escorpiones a una cena para celebrar la victoria, y se los comieron? ¿O sobornaron a algunos escorpiones con grandes cantidades de…, oh, de lo que comieran los escorpiones, para que se filtraran de noche entre las filas de algunas serpientes escogidas y las mataran a picotazos?

Recordó que alguien le había contado la historia de un hombre que, estando encerrado en una celda durante años, entrenó a pajarillos para crearse una especie de libertad. Y sabía de viejos marineros, a los que las enfermedades y la edad habían apartado del mar, que se pasaban los días metiendo barcos en botellitas.

Luego pensó en el patricio, a quien habían arrebatado su ciudad, sentado en el suelo gris de una mazmorra sombría, y recreándola a su alrededor, alentando en miniatura todas las pequeñas rivalidades, luchas de poderes y bandos diferentes. Se lo imaginó como una sombra, una estatua viva que se erguía entre el caos. Probablemente le resultaba más sencillo que gobernar Ankh, donde había alimañas mucho más grandes, que no necesitaban ambas manos para transportar un cuchillo.

Se oyó un tintineo en la rejilla del desagüe. Aparecieron media docena de ratas que arrastraban algo envuelto en tela. La arrastraron por el suelo y, con gran esfuerzo, la depositaron a los pies del patricio. El anciano se inclinó y desató el nudo.

—Parece que tenemos queso, muslos de pollo, cereales, un trozo de pan algo duro y una excelente botella de… oh, una excelente botella de la Salsa Tradicional Para Carnes y Pescados de Merckle y Aguijón. Cerveza, Skrp, dije cerveza. —La jefa de las ratas movió la nariz—. Lo siento mucho, Vimes, ya te lo dije, no saben leer. Al parecer no pueden ni comprender el concepto. Pero se les da muy bien escuchar. Me transmiten todas las noticias.

—Veo que estás muy cómodo aquí —suspiró Vimes.

—Nunca construyas una mazmorra en la que no querrías pasar una noche —respondió el patricio, al tiempo que extendía la comida sobre la tela—. El mundo sería un lugar mucho más feliz si la gente recordara eso.

—Todos pensábamos que habías hecho construir túneles secretos, y esas cosas.

—Ni se me ocurrió, ¿para qué? —replicó el patricio—. No podría dejar de huir jamás. Qué falta de eficacia. Mientras que, aquí, estoy en el centro de las cosas. Espero que comprendas esto, Vimes: nunca confíes en un gobernante que deposita su fe en túneles, refugios y rutas de escape. Lo más probable es que no esté dedicándose de pleno a su trabajo.

—Oh.

Está en una mazmorra de su propio palacio, con un loco rabioso al mando en el piso de arriba y un dragón achicharrando la ciudad, y cree que todo está saliendo como él quiere. Debe de ser cosa de los altos cargos. Tanta altura vuelve loca a la gente.

—Eh…, no te importa si echo un vistazo por aquí, ¿verdad? —preguntó.

—Estás en tu casa.

Vimes recorrió la mazmorra de punta a punta, y examinó la puerta. Los barrotes eran pesados, los cerrojos bien sólidos y la puerta parecía indestructible.

Luego, se dedicó a golpear las paredes en cualquier punto que pudiera sonar a hueco. Sin duda se trataba de una mazmorra bien construida. Era una de esas mazmorras que se alegran de que encierren en ellas a los criminales peligrosos. Y por supuesto, en esas circunstancias, es mejor que no haya trampillas, túneles escondidos ni pasadizos secretos.

Pero no eran ésas las circunstancias. Era sorprendente lo que varios metros de roca sólida pueden hacer con tu sentido de la perspectiva.

—¿Suelen venir aquí los guardias? —preguntó.

—Casi nunca —dijo el patricio mientras devoraba un muslo de pollo—. Es que no se molestan en darme de comer, ¿sabes? Creo que quieren matarme de hambre. De hecho —añadió—, hasta hace poco, de vez en cuando iba a la puerta y gimoteaba un poco para que estuvieran satisfechos.

—Pero ¿tienen órdenes de venir a comprobar cómo están las cosas? —dijo Vimes, esperanzado.

—Oh, eso sí que no lo toleraríamos —replicó el patricio.

—¿Cómo vas a impedírselo?

Lord Vetinari le dirigió una mirada ofendida.

—Mi querido Vimes —dijo—, pensaba que eras un hombre observador. ¿Has mirado bien la puerta?

—Por supuesto —dijo—. Señor —añadió rápidamente—. Es de lo más resistente.

—Quizá deberías echarle otro vistazo.

Vimes miró boquiabierto al anciano, luego dio media vuelta y observó de nuevo la puerta. Era de esas que se suelen considerar temibles, todo barrotes, cerrojos, bisagras y acero. Pero, por mucho que la mirase, no parecía menos impresionante. La cerradura era uno de esos artilugios fabricados por los enanos, el dolor de cabeza de cualquier ladrón. En definitiva, si alguien buscaba un símbolo de lo inamovible, no tenía más que mirar aquella puerta.

El patricio apareció junto a él, con un sigilo estremecedor.

—Es que, ¿sabes? —empezó—. Siempre que una ciudad es víctima de los desórdenes civiles, el gobernante acaba en sus propias mazmorras. Para cierto tipo de mentalidades, eso es mucho más satisfactorio que una simple ejecución.

—Sí, bueno, pero no entiendo… —empezó Vimes.

—Así que miras esta puerta y no ves más que una puerta muy resistente, ¿verdad?

—Por supuesto. No hay más que mirar los cerrojos, y los barrotes, y…

—La verdad, me siento muy satisfecho —asintió lord Vetinari con tranquilidad.

Vimes miró la puerta hasta que le dolieron las cejas. Y entonces, al igual que las formas abstractas de las nubes, sin cambiar en absoluto, se transforma de repente en la cabeza de un caballo o en un barco velero, vio lo que había tenido ante los ojos todo el tiempo.

Una admiración abrumadora lo invadió.

Se preguntó cómo sería la mente del patricio por dentro. Se la imaginaba fría y brillante, toda de acero azul, estalactitas y pequeñas ruedecitas girando como los engranajes de un reloj. La clase de mente que podía prever su propia caída y tomar ventaja de ella.

Era una puerta de mazmorra absolutamente normal, pero todo dependía del sentido de la perspectiva.

Tras la puerta de aquella mazmorra, el patricio podía encerrar al mundo.

En la parte exterior sólo estaba la cerradura.

Los cerrojos y barrotes estaban por dentro.

Los guardias treparon torpemente por los tejados húmedos, mientras las nieblas de la mañana se fundían ante el calor del sol. No es que fuera a ser un día claro…, los espesos jirones de humo y el rancio olor a quemado envolvían la ciudad y llenaban el ambiente con el triste aroma de las cenizas mojadas.

—¿Dónde estamos? —preguntó Zanahoria, ayudando a subir a los demás.

El sargento Colon miró a su alrededor, escudriñando el bosque de chimeneas.

—Encima de la destilería de whisky de Jimmy Abrazodeoso —dijo—. En línea recta entre el palacio y la plaza. Seguro que pasará volando por aquí.

Nobby echó un vistazo por un lado del edificio.

—Me parece que estuve aquí una vez —dijo—. Comprobé la puerta una noche, y se abrió.

—Al cabo de un rato, supongo —señaló Colon con tono amargo.

—Bueno, el caso es que tuve que entrar, para comprobar que no estuviera pasando nada malo. Es un lugar increíble. Está lleno de cañerías y aparatos. ¡Y hay un olor increíble!

—«Cada botella envejece durante siete minutos» —citó Colon—. «Una gota llenará su día», dice en la etiqueta. Y vaya si es verdad. Una vez probé una gota, y me pasé el día lleno de resaca.

Se arrodilló y desenvolvió un fardo de tela que había estado transportando, con muchas dificultades, durante toda la escalada. Extrajo de él un arco largo de diseño antiguo, y un puñado de flechas.

Levantó el arco muy despacio, con gesto reverente, y lo acarició con los pulgares regordetes.

—¿Sabéis? —dijo en voz baja—. Cuando era joven, lo manejaba de maravilla. El capitán debería haberme dejado probar la otra noche.

—Eso dices tú —replicó Nobby, nada comprensivo.

—Pues gané un montón de premios.

El sargento abrió la bolsita que contenía la cuerda nueva para el arco, la enganchó en un extremo, se puso de pie, tiró, gruñó un poco…

—Eh… ¿Zanahoria? —dijo jadeante.

—¿Sí, sargento?

—¿A ti se te da bien poner cuerdas en los arcos?

Zanahoria cogió el arco, lo curvó con facilidad y enganchó el otro extremo de la cuerda.

—Buen comienzo, sargento —señaló Nobby.

—¡No seas sarcástico conmigo, cabo! No es cuestión de fuerza, lo que importa es la agudeza de la vista y la firmeza de la mano. Venga, pásame una flecha. ¡No, ésa no!

Los dedos de Nobby se quedaron paralizados sobre el asta de una flecha.

—¡Ésa es mi flecha de la suerte! —rugió Colon—. ¡Ni se os ocurra tocarla!

—Pues a mí me parece igual que todas las demás, sargento —señaló Nobby.

—Ésa es la que utilizaré en el comosellame, en el momento de la verdad —replicó Colon—. Mi flecha de la suerte nunca me ha fallado, nunca. Si ese dragón tiene algún volublerable, esta flecha lo encontrará.

Eligió una flecha de aspecto idéntico a las demás, pero presumiblemente menos afortunada, y la colocó en el arco. Luego, escudriñó los tejados circundantes con mirada especulativa.

—Será mejor que vaya haciendo mano —murmuró—. Por supuesto, es una de esas cosas que cuando se aprenden no se olvidan nunca, como montar en…, montar en…, montar en algo de lo que no te puedes olvidar.

Tensó la cuerda del arco hasta que le llegó hasta la oreja, y gimió.

—Bien —dijo, mientras el brazo le temblaba por la tensión como un arbolillo durante un huracán—. ¿Veis el tejado del Gremio de Asesinos, allí?

Escudriñaron el aire turbio.

—Bien —añadió Colon—, ¿y esa veleta que hay en el tejado? ¿La veis?

Zanahoria miró en dirección a la flecha, que giraba sobre sí misma al compás del viento.

—Está muy lejos, sargento —señaló Nobby con tono dubitativo.

—Tú no te preocupes por mí, no apartes la vista de la veleta —gimió el sargento.

Los dos asintieron. La veleta tenía forma de hombre encorvado con una gran capa negra. La daga que empuñaba siempre apuntaba en la dirección del viento. Pero, desde tan lejos, era muy pequeña.

—De acuerdo —jadeó Colon—. Ahora, ¿veis el ojo del hombre?

—Venga ya… —se burló Nobby.

—¡Cállate, cállate, cállate! —gimió Colon—. ¡He preguntado que si lo veis!

—A mí me parece verlo, sargento —respondió Zanahoria lealmente.

—Bien. Bien —asintió el sargento, tomando puntería con mucho esfuerzo—. Así se habla. Buen muchacho. Estupendo. Ahora no lo pierdas de vista, ¿de acuerdo?

Con un último gemido, soltó la flecha.

Sucedieron varias cosas, tan deprisa que habrá que relatarlas en prosa a cámara lenta. Probablemente, la primera fue que la cuerda del arco restalló contra la sensible cara interna de la muñeca de Colon, haciendo que gritara y que soltara el arco. Esto no influenció en modo alguno en la trayectoria de la flecha, que ya volaba sin titubeos en dirección a una gárgola que adornaba el tejado de la casa de enfrente. Le dio en la oreja, rebotó contra una pared a dos metros de distancia, y volvió de nuevo hacia Colon con una velocidad que parecía incluso superior a la original. Pasó a un milímetro de su sien con un silbido estremecedor.

Se perdió rumbo a los muros de la ciudad.

Tras un rato, Nobby carraspeó y dirigió una mirada inocente a Zanahoria.

—Así, más o menos, ¿cuánto miden los volublerables de un dragón?

—Oh, pueden ser un punto diminuto —respondió Zanahoria, siempre deseoso de ayudar.

—Me imaginaba que dirías eso —suspiró Nobby. Caminó hasta el borde del tejado y señaló hacia abajo—. Estamos justo encima de un estanque —dijo—. Lo utilizan para refrigerar el agua. Tengo entendido que es bastante profundo, así que, cuando el sargento dispare contra el dragón, podemos saltar. ¿Qué os parece?

—Oh, pero si no hará falta —señaló Zanahoria—. Porque la flecha de la suerte del sargento acertará al dragón en el punto exacto, y lo matará, así que no tendremos que preocuparnos por nada.

—Por supuesto, por supuesto —asintió Nobby apresuradamente al ver el ceño fruncido de Colon—. Es sólo por si acaso, ya sabéis, hay que tener en cuenta que existe una posibilidad entre un millón de que falle… No es que vaya a fallar, claro, es que hay que considerar todas las eventualidades… Si, por un increíble golpe de mala suerte, no consigue darle en el volublerable, el dragón se va a poner hecho una furia, y lo mejor será que no estemos cerca para verlo. Es una posibilidad muy remota, ya lo sé, pero hay que tenerlo todo en cuenta.

El sargento Colon se ajustó la armadura.

—Cuando menos las necesitas —dijo—, las posibilidades de una contra un millón crecen como hongos. Es un hecho científico demostrado.

—El sargento tiene razón, Nobby —señaló Zanahoria—. Ya sabes que, cuando sólo hay una posibilidad de que algo funcione…, bueno, pues funciona. Si no, no habría… —Bajó la voz—. Quiero decir, que es obvio, si las últimas posibilidades a la desesperada no funcionan, no habrá… El caso es que los dioses no lo permitirían. Seguro.

Como un solo hombre, los tres se volvieron para mirar, a través del aire turbio, en dirección al eje del Mundodisco, a miles de kilómetros de allí. Ahora el aire estaba teñido de gris con el humo y la niebla, pero en los días despejados se podía ver el Cori Celesti, el hogar de los dioses. Al menos, el lugar donde estaba el hogar de los dioses. Vivían en Dunmanifestin, el estucado Valhalla, donde afrontaban la eternidad con la mentalidad de quien no sabe qué hacer para pasar la tarde. Se decía que jugaban con los destinos de los hombres, aunque nadie tenía la menor idea de a qué estaban jugando.

Pero, por supuesto, había reglas. Todo el mundo sabía que había reglas. Y había que cruzar los dedos para que los dioses lo supieran también.

—Tiene que funcionar —murmuró Colon—. Usaré mi flecha de la suerte y todo eso. Tienes razón. Las últimas posibilidades a la desesperada tienen que funcionar. Si no, nada tendría sentido. Tanto nos daría estar muertos.

Nobby volvió a asomarse por el borde del tejado. Tras un titubeo, Colon se reunió con él. Tenían las expresiones especulativas de los hombres que han visto muchas cosas, y sabían que aunque se podía contar con los héroes, los reyes y, en última instancia, con los dioses, lo que de verdad no fallaba nunca era la gravedad y un estanque profundo.

—No es que lo vayamos a necesitar, claro —afirmó Colon.

—Con tu flecha de la suerte, por supuesto que no —asintió Nobby.

—Exacto. Pero oye, por simple curiosidad, ¿a qué distancia crees que está el estanque de aquí?

—Yo diría que a unos diez metros. Más o menos.

—Diez metros. —Colon asintió lentamente—. Es aproximadamente lo que calculaba yo. Y es bastante profundo, ¿no?

—Bastante, según tengo entendido.

—Aceptaré tu palabra. Parece muy sucio. Detesto la idea de meterme ahí.

Zanahoria le dio una alegre palmada en la espalda, y casi lo tiró.

—¿Qué pasa, sargento? —dijo—. ¿Acaso quiere vivir para siempre?

—¿Mmm? —musitó Colon, que parecía inmerso en un deprimente mundo propio.

—Quiero decir, menos mal que tenemos una posibilidad desesperada de uno contra un millón, ¡si no estaríamos en apuros!

—Oh, sí —asintió Nobby con tristeza—. Qué suerte tenemos.

El patricio se recostó. Un par de ratas le colocaron un cojín bajo la cabeza.

—Creo que las cosas van bastante mal ahí fuera —dijo.

—Sí —asintió Vimes con amargura—. Tienes razón. Aquí estás más a salvo que nadie.

Insertó otro cuchillo en una hendidura entre las piedras, y escarbó con sumo cuidado, mientras lord Vetinari lo miraba con interés. Ya había conseguido levantar las losas que rodeaban la rejilla.

Ahora empezaba a atacar el cemento que la sujetaba.

El patricio se entretuvo mirándolo un rato, y luego cogió un libro del pequeño estante que tenía al lado. Como las ratas no podían leer los títulos de la biblioteca, los libros que habían reunido eran un tanto variados, pero no era hombre que se cerrase a los nuevos conocimientos. Encontró la señal entre las páginas de El arte del encaje a lo largo de los siglos, y leyó unas cuantas páginas.

Tras un rato, se vio obligado a sacudir del libro unos pocos trocitos de cemento, y alzó la vista.

—¿Estás haciendo progresos? —preguntó con educación.

Vimes apretó los dientes y no dijo nada. Al otro lado de la rejilla había un patio, apenas más luminoso que la celda. En un rincón había un estercolero, pero en aquellos momentos parecía muy atractivo. Al menos, más atractivo que la mazmorra. Un honrado estercolero era preferible a lo que era Ankh-Morpork en aquellos momentos. Seguro que era una alegoría, o algo por el estilo.

Excavó, excavó y excavó. La hoja del cuchillo vibraba y le hacía temblar la mano.

El bibliotecario se rascó un sobaco con gesto pensativo. Tenía muchos problemas.

Había llegado allí lleno de rabia contra los ladrones de libros, y esa rabia no se había apagado. Pero se le había ocurrido que, aunque los crímenes contra los libros eran los peores que podía perpetrar un hombre, quizá sería mejor posponer la venganza.

Se le ocurrió que, aunque lo que los humanos hicieran unos con otros le importaba un rábano, había cierto tipo de actividades que convenía cortar de raíz, no fuera que a los perpetradores, confiados por el éxito, se les ocurriera empezar a hacer las mismas cosas con los libros.

El bibliotecario contempló de nuevo su placa, y le dio un mordisquito con la optimista esperanza de que fuera comestible. No cabía duda de que tenía un deber para con el capitán.

El capitán siempre había sido amable con él. Y el capitán también tenía una placa.

Sí.

Hay momentos en que un simio tiene que comportarse como un hombre…

El orangután hizo un complejo gesto de saludo y se alejó meciéndose en la oscuridad.

El sol ascendió por el cielo, entre la niebla y el humo rancio, como si fuera un globo perdido.

Los guardias se sentaron a la sombra de una chimenea, esperando y matando el tiempo de diversas maneras. Nobby sondeaba pensativo el contenido de una de sus fosas nasales, Zanahoria estaba escribiendo una carta a sus padres, y el sargento se estaba preocupando. Tras un rato, se removió inseguro.

—Se me ocurre que puede haber un problema —dijo.

—¿Cuál, sargento? —quiso saber Zanahoria.

El sargento Colon parecía desanimado.

—Bueeeno, ¿qué pasará si no se trata de una posibilidad de uno contra un millón? —preguntó.

Nobby se lo quedó mirando.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, nada, las posibilidades desesperadas de uno contra un millón siempre funcionan, eso no es problema, pero…, bueno, eso es demasiado concreto, ¿no te parece?

—Explícate.

—¿Y si sólo es una posibilidad de uno contra mil? —preguntó Colon, angustiado.

—¿Qué?

—¿Alguien ha oído hablar de una posibilidad de uno contra mil que haya funcionado?

Zanahoria alzó la vista.

—No digas esas cosas, sargento —protestó—. Nadie ha visto jamás que funcionara una posibilidad de uno contra mil. Las posibilidades en contra son de… —Calculó, moviendo los labios en silencio—, de uno contra millones.

—Eso. Millones —asintió Nobby.

—Así que sólo funcionará si la posibilidad es verdaderamente de uno contra un millón —terminó el sargento.

—Supongo que tienes razón —asintió Nobby.

—Así que, uno contra 999.943, por ejemplo… —empezó Colon.

Zanahoria sacudió la cabeza.

—No tendríamos ni una posibilidad. Nadie ha dicho nunca «Es una posibilidad de uno contra 999.943, pero puede funcionar».

Contemplaron la ciudad en el silencio de un feroz cálculo mental.

—Puede que tengamos todo un problema —dijo Colon al final.

Zanahoria empezó a escribir a toda velocidad. Cuando le preguntaron qué hacía, les explicó con todo lujo de detalles cómo se calculaba la superficie total de un dragón, y luego intentó valorar las posibilidades de que una flecha acertara en un punto concreto.

—Apuntando, tenlo en cuenta —indicó el sargento Colon—. Yo estaré apuntando.

Nobby carraspeó.

—En ese caso, la posibilidad no será de uno contra Un millón, ni mucho menos —asintió Zanahoria—. Puede ser una posibilidad de uno contra cien. Y si el dragón vuela despacio, y el punto es muy grande, puede ser casi una certeza.

Los labios de Colon se movieron en silencio formulando la frase Es una certeza, pero puede funcionar. Sacudió la cabeza.

—Naaa —dijo.

—En ese caso, lo que tenemos que hacer —dijo Nobby con voz pausada— es ajustar las posibilidades…

Ahora había un agujero en el cemento, cerca del barrote central. No era gran cosa, Vimes lo sabía, pero al menos se trataba de un comienzo.

—No necesitas ayuda, ¿verdad? —sugirió el patricio.

—No.

—Como gustes.

El cemento estaba medio podrido, pero los barrotes habían sido clavados profundamente en la roca. Bajo la gruesa capa de óxido había aún mucho hierro. Era un trabajo largo, pero al menos le proporcionaba algo que hacer, y requería una agradable falta de ejercicio intelectual. Nadie se lo podía arrebatar. Era un buen desafío, claro y limpio. Sabía que, si seguía excavando, eventualmente conseguiría lo que se proponía.

El problema estaba en lo de «eventualmente». Eventualmente, Gran A'Tuin llegaría al final del universo. Eventualmente, las estrellas se apagarían. Eventualmente, Nobby se bañaría, aunque para eso quizá haría falta un replanteamiento radical de la naturaleza del Tiempo.

Pero siguió atacando el cemento. Sólo se detuvo cuando algo pequeño, de color claro, cayó por el exterior como una hoja seca.

—¿Una cáscara de cacahuete? —se sorprendió.

El rostro del bibliotecario, rodeado por el vello y las orejas del bibliotecario, apareció cabeza abajo ante la rejilla de barrotes, y le dirigió una sonrisa que no resultaba menos terrible por el hecho de estar al revés.

—¿Oook?

El orangután descendió, agarró dos de los barrotes, y tiró. Los músculos de sus brazos se movieron, el pecho de barril se convirtió en una maquinaria esforzada. La boca de dientes amarillentos se contrajo en un gesto de silenciosa concentración.

Se oyeron un par de «tangs» sordos cuando los barrotes cedieron y saltaron de su lecho de piedra. El simio los arrojó a un lado y el bibliotecario metió medio cuerpo por el agujero. Luego, los brazos más largos de la ley agarraron al atónito Vimes por debajo de los brazos, y lo sacaron sin el menor esfuerzo.

Los guardias supervisaron su obra.

—Vale —dijo Nobby—. Ahora, ¿cuáles son las posibilidades de que un hombre a la pata coja con el casco sobre los ojos y un pañuelo en la boca acierte a un dragón en los puntos volublerables?

—Mmmfff —dijo Colon.

—Escasas, muy escasas —asintió Zanahoria—. Aunque tengo la sensación de que el pañuelo es un poco excesivo.

Colon lo escupió.

—Decidíos de una vez —dijo—. Se me está durmiendo la pierna.

Vimes se puso en pie como pudo sobre las sucias losas, y miró al bibliotecario. Estaba experimentando algo que había conmocionado a otras muchas personas, generalmente en circunstancias más desagradables, como por ejemplo durante una pelea en el Tambor Remendado, cuando el simio deseaba un poco de paz y tranquilidad para reflexionar tomándose una cerveza, y era lo siguiente: el bibliotecario podía parecer un saco relleno, pero estaba relleno de músculos.

—Eso ha sido increíble —fue todo lo que pudo decir.

Bajó la vista hacia los barrotes retorcidos, y sintió cómo su mente se oscurecía. Recogió el metal retorcido.

—Supongo que no sabrás dónde está Wonse, ¿verdad? —preguntó.

—¡Eeek! —El bibliotecario le puso un trozo de pergamino arrugado bajo la nariz—. ¡Eeek!

Vimes leyó lo que decía.

El rey…, complacido…, al sonar el mediodía…, una doncella pura de alta cuna…, el símbolo de unión entre gobernante y gobernados…

—¡En mi ciudad! —rugió—. ¡En mi ciudad!

Agarró al bibliotecario por dos puñados de vello del pecho y lo levantó hasta la altura de sus ojos.

—¿Qué hora es? —aulló.

—¡Oook!

Un largo brazo cubierto de pelo rojo se extendió hacia arriba. La mirada de Vimes siguió su dedo. Desde luego, el sol tenía todo el aspecto de un cuerpo celestial que se encontrara cerca de la cúspide de su órbita, ansioso por la llegada de la cuesta abajo que desembocaría en las mantas cálidas del anochecer…

—¡No pienso tolerarlo ni por un momento, ¿comprendes?! —rugió Vimes, sin dejar de sacudir al simio.

—Ook —señaló el bibliotecario con paciencia.

—¿Qué? Oh. Perdona.

Vimes lo dejó en el suelo. El simio eligió sabiamente no llamarle la atención sobre lo sucedido, porque cuando un hombre está tan furioso como para levantar ciento cincuenta kilos de orangután sin darse cuenta, es que tiene muchas cosas en la cabeza.

Ahora estaba mirando el patio a su alrededor.

—¿Hay alguna manera de salir de aquí? —preguntó—. Sin trepar por los muros, claro.

No esperó una respuesta, sino que examinó las paredes hasta dar con una puertecita destartalada. La abrió de una patada. No estaba cerrada, pero le dio lo mismo, la abrió de una patada. El bibliotecario lo siguió arrastrando los nudillos.

Al otro lado de la puerta, la cocina estaba casi abandonada. El personal, por último, había perdido la sangre fría, y había decidido que los chefs prudentes nunca trabajaban en locales donde hubiera bocas más grandes que las suyas. Sólo había una pareja de guardias de palacio, tomando un almuerzo frío.

—Bien —dijo Vimes al ver que se incorporaban—. No quisiera tener que…

Ellos no tenían muchas ganas de escucharle. Uno se inclinó para recoger la ballesta.

—A la mierda —rugió Vimes.

Agarró un cuchillo de carnicero que había sobre una tabla, y lo lanzó.

El arte de lanzar cuchillos es complicado, e incluso guando lo dominas hay que practicarlo con cuchillos muy especiales. Si no, el resultado es el mismo que en esta ocasión: no aciertas ni de lejos.

El guardia de la ballesta se inclinó de lado, luego se irguió, y descubrió que una uña purpúrea bloqueaba suavemente el mecanismo de disparo. Miró a su alrededor. El bibliotecario le dio un golpe en todo el casco.

El otro guardia se encogió, retrocedió un paso y agitó las manos, frenético.

—¡Nonono! —gritó—. ¡Todo esto es un malentendido! ¿Qué es lo que decías que no querrías hacer?, ¡Mono bonito!

—Oh, oh —suspiró Vimes—. ¡Te equivocaste!

Hizo caso omiso del aterrador grito, y rebuscó entre los cascotes que poblaban la cocina hasta dar con un cuchillo. Un cuchillo muy pesado. Un cuchillo con un objetivo. Quizá las espadas tuvieran cierta nobleza, a no ser que pertenecieran a alguien como Nobby, por ejemplo, cuyo sable dependía del óxido para mantenerse íntegro. Pero en cambio un cuchillo tenía una enorme habilidad para cortar las cosas.

Dio la espalda a la lección de biología (que en aquellos momentos explicaba que ningún mono puede colgar a alguien por los tobillos), encontró una puerta apropiada, y salió por ella. Esto le llevó al exterior, al gran patio cubierto de guijarros que rodeaba el palacio. Ahora que había recuperado el control sobre sus nervios, vio…

El aire sobre él pareció estallar. Un vendaval sopló desde arriba, y lo derribó.

El rey de Ankh-Morpork, con las alas extendidas, planeó bajo el cielo y se demoró un instante sobre los muros del palacio. Sus zarpas labraron profundos surcos sobre la tierra mientras recuperaba el equilibrio. El sol resplandeció sobre su lomo arqueado cuando estiró el cuello, lanzó una llamarada perezosa y saltó de nuevo al aire.

Vimes dejó escapar un aullido animal (animal mamífero) que le salió de lo más profundo de la garganta, y echó a correr por las calles desiertas.

El silencio poblaba la mansión ancestral de los Ramkin. La puerta delantera se abría y se cerraba sobre sus bisagras, permitiendo que un viento plebeyo y de baja crianza recorriera las habitaciones desiertas, mirándolo todo y buscando polvo en las estanterías más altas. Subía por las escaleras y se colaba por la puerta del dormitorio de Sybil Ramkin, haciendo tintinear los frasquitos que había sobre la cómoda y agitando las páginas de Enfermedades del dragón.

Un lector rápido, pero que muy rápido, podría haber aprendido los síntomas de todo, desde el Abatimiento de garganta hasta las Zarpas atrofiadas.

Y abajo, en el cobertizo cálido y maloliente que albergaba a los dragones de pantano, parecía que Errol las padecía todas. Ahora estaba sentado en el centro de su cubículo, meciéndose y gimiendo suavemente. El humo blanco le subía en espirales, brotando de sus orejas y acumulándose a la altura del suelo. Desde algún lugar del interior de su estómago vacío se oían complejos sonidos hidráulicoexplosivos, como si desesperados equipos de gnomos intentaran tender una tubería en un desfiladero durante una tormenta de truenos.

Las fosas nasales del dragoncito se abrían y cerraban, casi por voluntad propia.

Los demás dragones echaban vistazos por encima de los separadores y lo observaban con cautela.

Se oyó otro rugido gástrico en su interior. Errol se retorció de dolor.

Los dragones intercambiaron miradas. Luego, uno a uno, se tendieron en el suelo con sumo cuidado y se pusieron las zarpas sobre los ojos.

Nobby inclinó la cabeza a un lado, especulativo.

—Parece prometedor —dijo con tono crítico—. Puede que ya estemos cerca. Es de suponer que las posibilidades de que un hombre con la cara llena de hollín, sacando la lengua, a la pata coja y cantando La canción del puercoespín acierte en los volublerables de un dragón, son…, ¿cuántas calculas tú, Zanahoria?

—A mi parecer, de una contra un millón —concedió el muchacho.

Colon los miró.

—Escuchad, muchachos —empezó Colon—, no me iréis a dejar plantado, ¿verdad?

Zanahoria contempló la plaza que se extendía mucho más abajo.

—Oh, diablos —susurró suavemente.

—¿Qué pasa ahora? —se intranquilizó Colon, mirando a su alrededor.

—¡Están encadenando a una mujer a una roca!

Los guardias miraron por encima de la baranda. La gran multitud silenciosa que rodeaba la plaza también contemplaba a la figura blanca que se debatía entre media docena de guardias del palacio.

—¿De dónde habrán sacado esa roca? —se preguntó Colon—. Esto es tierra arcillosa.

—Y no es blandengue la dama, sea quien sea —señaló Nobby, aprobador, al ver cómo uno de los guardias se doblaba por la cintura y caía al suelo—. Ese muchacho no sabrá qué hacer por las noches durante una buena temporada. La chica tiene una rodilla de narices.

—¿Es alguien que conozcamos? —se interesó Colon.

Zanahoria entrecerró los ojos para ver mejor.

—¡Es lady Ramkin! —exclamó boquiabierto.

—¡No!

—¡Y tanto que sí! ¡Va en camisón! —asintió Nobby.

—¡Esos malditos…! —Colon cogió el arco y buscó a tientas una flecha—. ¡Les voy a dar a todos en los volublerables! ¡Una dama tan bienhablada como ella! ¡Qué vergüenza!

—Eh… —empezó Zanahoria, a quien se le había ocurrido echar un vistazo por encima del hombro—. ¿Sargento?

—¡Mira cómo están las cosas! —rugió Colon—. ¡Las mujeres decentes no pueden ni salir a la calle sin que las devoren! Muy bien, bastardos, sois…, ¡sois geografía!

—¡Sargento! —insistió Zanahoria, apremiante.

—Se dice historia, no geografía —señaló Nobby—. Eso es lo que se tiene que decir. Se dice «¡Eres historia!», no geografía.

—Bueno, lo que sea —rugió Colon—. Ahora verán…

¡Sargento!

Nobby también estaba mirando hacia atrás.

—Oh, mierda —dijo.

—No puedo fallar —murmuró Colon, apuntando.

¡Sargento!

—¡Callaos los dos, no puedo concentrarme si seguís gritando así!

—¡Sargento, ya viene!

El dragón aceleró.

Los tejados tambaleantes de Ankh-Morpork eran a sus ojos un borrón mientras volaba por encima, con las alas cortando el aire. Su cuello se estiró, las llamas piloto de sus fosas nasales centelleaban, el sonido de su vuelo rasgaba el silencio del cielo.

Las manos de Colon temblaban. El dragón parecía volar directamente hacia su garganta, y se movía deprisa, demasiado deprisa…

—¡Eso es! —exclamó Zanahoria. Miró hacia el Eje, por si acaso algún dios se había olvidado de cuál era su misión, y añadió con voz clara, vocalizando bien—: ¡Es una posibilidad de uno contra un millón, pero puede funcionar!

—¡Dispara de una maldita vez! —rugió Nobby.

—Estoy buscando el punto, amigo, estoy buscando el punto —tartamudeó Colon—. Vosotros no os preocupéis, muchachos, ya os he dicho que ésta es mi flecha de la suerte. Es una flecha de primera, la tengo desde que era niño, no os creeríais las cosas a las que he acertado con ella, así que no os preocupéis.

Hizo una pausa mientras la pesadilla se cernía sobre él volando con alas de terror.

—Eh… ¿Zanahoria? —dijo débilmente.

—¿Sí, sargento?

—¿Te dijo alguna vez tu abuelo qué aspecto tenía un punto volublerable?

Y, en aquel momento, el dragón dejó de aproximarse: ya estaba allí, pasando a pocos metros por encima de ellos, un borroso mosaico de escamas y ruido que llenaba el cielo entero.

Colon disparó.

Vieron cómo la flecha ascendía, directa.

Vimes corrió como pudo sobre los guijarros húmedos de las calles, sin aliento y sin tiempo.

No puede ser así, pensó enloquecido. El héroe llega siempre a tiempo. En el momento justo, pero a tiempo. Por los pelos, pero a tiempo. Pero lo más probable era que el momento de llegar a tiempo hubiera pasado hacía cinco minutos.

Y yo no soy un héroe. No estoy en forma, y necesito una copa, y necesito una paga de cien dólares al mes sin extra para plumas. Ésa no es la paga de un héroe. El héroe se lleva reinos y princesas, y hace ejercicio a menudo, y cuando sonríe la luz arranca destellos de sus dientes, ting. El muy hijo de puta.

El sudor le escocía en los ojos. La adrenalina que lo había transportado desde el palacio se había agotado, y ahora se estaba cobrando su parte.

Se detuvo tambaleante, y se apoyó contra una pared para mantenerse en pie mientras recuperaba el aliento. Así fue como vio a las figuras que se erguían sobre el tejado.

¡Oh, no!, pensó. ¡Ellos tampoco son héroes! ¿A qué se creen que juegan?

Era una posibilidad de uno contra un millón. ¿Y quién puede decir que, en alguno de los millones de universos posibles, no habría funcionado?

Ése era el tipo de cosas que encantaban a los dioses. Pero Azar, que a veces puede derrotar incluso a los dioses, tenía 999.999 votos.

En este universo, por ejemplo, la flecha rebotó en una escama y se hizo añicos.

Colon se quedó mirando la cola puntiaguda del dragón que pasaba sobre ellos.

—He… fallado… —susurró—. ¡Pero si no podía fallar! —Miró a los otros dos con ojos enrojecidos—. ¡Era la jodida posibilidad desesperada de uno contra un millón!

El dragón movió las alas, su enorme mole giró sobre sí misma, y planeó sobre el tejado.

Zanahoria agarró a Nobby por la cintura y puso una mano sobre el hombro de Colon.

El sargento lloraba de rabia y frustración.

—¡La jodida posibilidad de uno contra un millón!

—Sargento…

El dragón lanzó su llamarada.

Era una línea de plasma perfectamente controlada. Atravesó el tejado como si fuera de mantequilla.

Atravesó el piso superior.

Atravesó los viejos maderos del suelo y los retorció como si fueran de papel. Perforó las cañerías.

Atravesó piso tras piso, como el puño de un dios furioso, y, al final, alcanzó la gran cuba de cobre que contenía miles de litros de whisky recién destilado.

Y también eso lo quemó.

Por fortuna, las posibilidades de que alguien sobreviviera a una explosión como la que siguió eran de uno contra un millón.

La bola de fuego brotó como…, como…, bueno, brotó. Brotó gigantesca, anaranjada, con franjas amarillas. Se llevó el tejado por delante y se envolvió en torno al atónito dragón, lanzándolo disparado por los aires en una nube hirviente de maderos astillados y trocitos de cañería.

La multitud contempló con admiración la llama superardiente que ascendió hacia el cielo, y apenas advirtió la presencia de Vimes que, jadeando y llorando, empujaba a todo el mundo al abrirse paso entre la marea de cuerpos.

Consiguió empujar también a los guardias de palacio, y se tambaleó tan deprisa como pudo por la plaza. Nadie le prestaba demasiada atención.

Se detuvo.

No era una roca, porque Ankh-Morpork se alzaba sobre terreno arcilloso. Era, sencillamente, un enorme cascote de cemento, sacado con toda probabilidad de algunos cimientos que contaban con cientos de años.

Ankh-Morpork era una ciudad tan antigua que, en su mayoría, estaba construida sobre Ankh-Morpork.

Lo habían arrastrado hasta el centro de la plaza, y lady Sybil Ramkin estaba encadenada a él. Parecía vestida con un camisón blanco y botas de goma. Su aspecto delataba que se había visto involucrada en una pelea, y Vimes sintió una punzada de compasión por los desgraciados que se hubieran enfrentado a ella. La mujer le dirigió una mirada de furia en estado puro.

—¡Usted!

¡Usted!

Vimes blandió vagamente el cuchillo.

—Pero ¿qué hace…? —empezó.

—Capitán Vimes —le interrumpió bruscamente la mujer—, hágame el favor de dejar de sacudir esa cosa ante mis narices, ¡y úsela para lo que tiene que usarla!

Pero él no la estaba escuchando.

—¡Treinta dólares al mes! —murmuró—. ¡Por eso han muerto! ¡Por treinta dólares! Y yo hasta le puse una multa a Nobby, le quité parte de su sueldo. Pero tenía que hacerlo, ¡ese hombre dejaba que se oxidaran hasta los melones!

—¡Capitán Vimes!

Vimes consiguió concentrarse en el cuchillo.

—Oh —dijo—. Sí. Claro.

Era un buen cuchillo de acero, y las cadenas eran de hierro viejo y bastante oxidado. Las cortó con facilidad, arrancando chispas del cemento.

La multitud observaba en silencio, pero varios guardias del palacio corrieron hacia él.

—¿Qué demonios haces? —preguntó uno de ellos, que no tenía mucha imaginación.

—¿Qué demonios creéis que hacéis? —gruñó Vimes alzando la vista.

Lo miraron.

—¿Qué?

Vimes siguió cortando las cadenas.

—Bien, tú lo has querido… —empezó uno de los guardias.

El codo de Vimes le acertó de pleno bajo la caja torácica. Antes de que se derrumbara, el pie de Vimes lo golpeó en las rodillas y lo obligó a levantar la barbilla, preparándolo para un segundo golpe con el codo.

—Bien —dijo, distraído.

Se frotó el codo. Le dolía a rabiar.

Se pasó el cuchillo a la otra mano y golpeó de nuevo las cadenas, consciente de que a sus espaldas se estaban reuniendo más guardias, pero corriendo con ese paso especial que tenían sus colegas. Lo conocía bien, era un paso apresurado que decía, somos una docena, que empiece otro. Decía, parece dispuesto a matar, a mí no me pagan tanto como para que me deje matar, puedo correr muy despacio y entonces se escapará…

No había por qué estropear un buen día atrapando a alguien.

Lady Ramkin se sacudió los últimos restos de las cadenas. Empezaron a sonar aclamaciones, que fueron creciendo en volumen. Incluso en su estado de ánimo actual, el pueblo de Ankh-Morpork sabía valorar una buena actuación.

La mujer cogió un buen trozo de cadena y se envolvió con ella un puño regordete.

—Algunos de esos guardias no saben cómo tratar…—empezó.

—No hay tiempo para eso, ahora no —la interrumpió Vimes, cogiéndola por un brazo.

Era como tirar de una montaña.

De repente, la multitud dejó de aplaudir.

Se oyó un ruido tras Vimes. No era un ruido particularmente fuerte. Pero tenía esa peculiar cualidad desagradable. Era el sonido de cuatro garras posándose sobre las losas al mismo tiempo.

Vimes miró hacia atrás. Luego, hacia arriba.

La piel del dragón estaba cubierta de hollín. Tenía unos cuantos trozos de madera quemada todavía humeantes clavados en la piel. Las magníficas escamas de bronce estaban manchadas de negro.

Bajó la cabeza hasta que Vimes estuvo a un metro de sus ojos, y trató de concentrarse en él.

Probablemente no vale la pena correr, se dijo Vimes. Ni aunque tuviera fuerzas para hacerlo.

Sintió cómo la mano de lady Ramkin envolvía la suya.

—Buen trabajo —dijo la mujer—. Casi ha funcionado.

Los restos humeantes llovieron alrededor de la destilería. El estanque era un pantano de cascotes cubiertos por una capa de cenizas. La superficie se abrió, y de las aguas salió el sargento Colon, chorreando lodo.

Consiguió llegar hasta la orilla y se puso en pie trabajosamente, como una criatura marina que quisiera recorrer la escala de la evolución a marchas forzadas.

Nobby ya estaba allí, tendido como una rana, calado hasta los huesos.

—¿Eres tú, Nobby? —inquirió el sargento Colon con ansiedad.

—Soy yo, sargento.

—Me alegro, Nobby —dijo Colon.

—Pues yo desearía no ser yo, sargento.

Colon vació el agua del casco, y entonces se quedó paralizado.

—¿Dónde está el joven Zanahoria? —quiso saber.

Los dos miraron las aguas turbias del estanque.

—Supongo que sabe nadar… —siguió el sargento, titubeante.

—No sé. Nunca lo dijo. No debe de haber muchos sitios para nadar en las montañas —dijo Nobby.

—Pero seguro que había lagunas de claras aguas azules, y profundos arroyos de las montañas —señaló el sargento, esperanzado—. Y estanques helados en valles ocultos, todo eso. Por no hablar de los lagos subterráneos. Seguro que aprendió a nadar. Seguro que se pasaba el día en el agua.

Contemplaron la superficie gris.

—Probablemente fue el protector —dijo Nobby—. A lo mejor se le llenó de agua y lo arrastró al fondo.

Colon asintió, sombrío.

—Te guardaré el casco —siguió Nobby tras unos instantes.

—¡Pero yo soy tu superior!

—Sí —asintió el cabo, con tono razonable— pero si te quedas atrapado ahí dentro, querrás que tu mejor hombre esté aquí, preparado para saltar al rescate, ¿no?

—Eso… parece lógico —dijo Colon al final—. No te falta razón.

—Pues venga.

—Pero hay un inconveniente…

—¿Cuál?

—… que no sé nadar —señaló Colon.

—Entonces, ¿cómo has salido de ahí?

Colon se encogió de hombros.

—Soy un flotador de nacimiento.

Una vez más, contemplaron el lodo en que se había transformado el estanque. Luego, Colon miró a Nobby. Muy despacio, Colon se quitó el casco.

—¿Es que aún queda alguien ahí dentro? —preguntó Zanahoria.

Se dieron la vuelta. El muchacho se sacó un poco de barro de la oreja. A su espalda, los restos de la destilería seguían humeando.

—Pensé que sería buena idea salir a echar un vistazo rápido, a ver qué estaba pasando —dijo con animación, señalando la verja que daba al patio.

La puerta de la verja colgaba de una sola bisagra.

—Ah —dijo Nobby débilmente—. Buena idea.

—Da a un callejón —explicó Zanahoria.

—No hay dragones ahí, ¿verdad? —preguntó el sargento Colon.

—Ni dragones ni humanos. No hay nadie —replicó Zanahoria con impaciencia. Desenfundó su espada—. ¡Vamos! —los apremió.

—¿Adónde? —preguntó Nobby.

Se acababa de sacar una colilla empapada de detrás de la oreja, y la contemplaba con expresión de profundo dolor. Obviamente, ya no servía de gran cosa. Intentó encenderla pese a todo.

—Queremos luchar contra el dragón, ¿no? —dijo Zanahoria.

Colon se removió, incómodo.

—Sí, pero supongo que antes podemos ir a casa a cambiarnos de ropa, ¿no?

—Y a beber algo calientito —añadió Nobby.

—Y a comer algo —asintió Colon—. Un buen plato de…

—Debería daros vergüenza —lo interrumpió Zanahoria—. Hay una dama en apuros, hay que matar a un dragón, ¡y a vosotros sólo se os ocurre pensar en comer y en beber!

—Oh, no sólo estoy pensando en comer y en beber —replicó Colon.

—¡Quizá seamos todo lo que se interpone entre la ciudad y el desastre absoluto!

—Sí, pero… —empezó Nobby.

Zanahoria blandió la espada por encima de la cabeza.

—¡El capitán Vimes habría ido! —exclamó—. ¡Todos para uno!

Los miró, y salió corriendo del patio. Colon dirigió a Nobby una mirada triste.

—Estos jóvenes de hoy… —suspiró.

—¿Todos para un qué? —preguntó Nobby.

El sargento suspiró otra vez.

—Bueno, vamos allá.

—De acuerdo…

Salieron titubeantes al callejón. Estaba desierto.

—¿Hacia dónde ha ido? —quiso saber Nobby. Zanahoria salió de entre las sombras, sonriendo de oreja a oreja.

—Sabía que podía confiar en vosotros —dijo—. ¡Seguidme!

—Ese chico tiene algo de extraño —dijo Colon mientras cojeaban tras él—. Siempre se las arregla para convencernos de que lo sigamos, ¿te has dado cuenta?

—¿Todos para un qué?

—Supongo que tiene que ver con su voz.

—Sí, pero ¿todos para un qué?

El patricio suspiró, puso el marcapáginas en el libro con todo cuidado, y lo dejó a un lado. A juzgar por el ruido, en el exterior debían de estar pasando montones de cosas emocionantes. Así la situación, era harto improbable que quedaran guardias de palacio allí, cosa que le venía muy bien. Los guardias eran hombres muy bien entrenados, sería una pena malgastarlos.

Los necesitaría más adelante.

Tanteó la pared y empujó una piedra que tenía exactamente el mismo aspecto que todas las demás piedras. Pero, en cambio, ninguna otra pequeña piedra habría provocado que toda una losa de la pared se moviera pesadamente a un lado.

Allí dentro había toda una serie de cosas elegidas con sumo cuidado: raciones de supervivencia, ropa limpia, varios cofrecillos de metales preciosos, joyas, y algunas herramientas. También había una llave. Nunca construyas una mazmorra de la que no puedas salir.

El patricio cogió la llave y se dirigió hacia la puerta. Mientras las bisagras perfectamente engrasadas hacían que se abriera, se preguntó una vez más si no debería haber hablado a Vimes de la existencia de la llave. Pero el hombre parecía tan satisfecho de abrirse camino… Sin duda le habría deprimido tener la llave de la puerta. Y, en el mejor de los casos, habría cambiado su manera de ver el mundo. El patricio necesitaba a Vimes y su manera de ver el mundo.

Lord Vetinari salió por la puerta y, en silencio, recorrió las ruinas de su palacio.

Que temblaron cuando, por segunda vez en un par de minutos, la ciudad se estremeció.

El cobertizo de los dragones explotó. Las ventanas volaron. La puerta dejó la pared entre una humareda negra, y salió disparada por el aire, girando lentamente, hasta aterrizar entre los rododendros.

Algo muy energético y caliente estaba sucediendo allí dentro. Brotó más humo espeso, aceitoso, sólido. Una de las paredes se dobló sobre sí misma, y otra se derrumbó sobre el húmedo césped.

Los dragones de pantano salieron de entre los restos como tapones del champán, sacudiendo las alas frenéticos.

El humo seguía ascendiendo hacia el cielo. Pero en él había algo, un punto de luz blanca que se elevaba con suavidad.

Desapareció de la vista al atravesar una ventana destrozada, y luego, con un trozo de teja todavía en la cabeza, Errol ascendió sobre su propio humo y se remontó hasta los cielos de Ankh-Morpork.

La luz del sol arrancó reflejos de sus escamas plateadas antes de que alcanzara una altura de treinta metros y girase lentamente, conservando un equilibrio perfecto sobre sus propias llamas…

Vimes, que aguardaba la muerte en la plaza, se dio cuenta de que tenía la boca abierta. La cerró.

En la ciudad no se oía absolutamente nada aparte del ascenso de Errol.

Pueden redistribuir sus «cañerías», se dijo Vimes, asombrado. Para adecuarse a las circunstancias. Las está haciendo funcionar marcha atrás. Pero ésos como se llamen, los genes…, seguro que ya los tenía medio preparados para algo semejante. No me extraña que el bichejo tuviera las alas tan cortas. Su cuerpo debía de saber que no las iba a necesitar para nada más que para maniobrar.

Dioses. Estoy viendo al primer dragón de la historia que lanza la llama hacia atrás.

Se aventuró a lanzar una mirada hacia arriba, el gran dragón estaba inmóvil, los inmensos ojos inyectados en sangre se concentraban en la pequeña criatura.

Con un desafiante rugido de llamas y un salto al aire, el rey de Ankh-Morpork se elevó, olvidándose por completo de los simples seres humanos.

Vimes se volvió hacia lady Ramkin.

—¿Cómo pelean? —le preguntó, apremiante—. ¿Cómo pelean los dragones?

—Yo…, bueno, o sea, no hacen más que aletear alrededor del rival y lanzar llamas —explicó—. Pero eso son los dragones de pantano. Quiero decir, nadie ha visto luchar nunca a un dragón noble. —Se dio unas palmaditas en el camisón—. Tengo que tomar notas. Debo de llevar la libreta por alguna parte…

—¿En el camisón?

—Es increíble cómo se le ocurren a uno las ideas cuando está en la cama, siempre lo he dicho.

Las llamas llegaron al punto donde se había encontrado Errol. Pero ya no estaba allí. El rey trató de girar en el aire. El pequeño dragón trazó círculos humeantes por el cielo, en torno a su desconcertado adversario. Más llamas, más largas y calientes, lo buscaron sin encontrarlo.

La multitud observaba en silencio, sin apenas atreverse a respirar.

—¡Hola, capitán! —saludó una voz.

Vimes bajó la vista. Un apestoso montoncito de lodo disfrazado de Nobby le sonrió.

—¡Pensé que estabais muertos! —exclamó.

—Pues no lo estamos —replicó Nobby.

—Ah. Qué bien.

No parecía haber mucho más que decir.

—¿Qué te parece la pelea?

Vimes volvió a mirar hacia arriba. Las espirales de humo subían por toda la ciudad.

—Me temo que no va a funcionar —suspiró lady Ramkin—. Oh, hola, Nobby.

—Buenas tardes, señora —dijo el cabo, llevándose la mano al barro que le cubría la sien.

—¿Qué quiere decir con que no va a funcionar? —protestó Vimes—. ¡Mírelo, mire cómo pelea! ¡El dragón todavía no le ha dado ni una vez!

—Sí, pero Errol le ha dado con su llama varias veces. Y no parece haber surtido el menor efecto. Mucho me temo que no es lo suficientemente caliente. Sí, por ahora lo va esquivando… pero tiene que tener suerte siempre. Y al dragón grande le basta con tener suerte una vez.

Vimes captó la deprimente idea.

—¿Quiere decir que esto es sólo un espectáculo? ¿Que no lo hace más que para impresionar?

—No es culpa suya —intervino Colon, materializándose tras ellos—. Es como lo que hacen los perros, ¿a que sí? Al pobre pequeñajo ni se le ha ocurrido pensar que se enfrenta a uno tan grande. Sólo quiere exhibirse.

Ambos dragones parecieron darse cuenta de que aquella pelea estaba en tablas klatchianas. Con otro anillo de humo y una última llamarada blanca, se separaron y se alejaron unos cientos de metros.

El rey se quedó planeando, sacudiendo las alas rápidamente. Altura. Eso era lo más importante. Cuando un dragón peleaba con otro dragón, lo más importante siempre era la altura…

Errol recuperó el equilibrio sobre su llama. Parecía estar pensando.

Luego, despreocupadamente, sacudió las patas traseras como si los dragones hubieran dominado la técnica de volar sobre sus gases estomacales durante un millón de años, maniobró, y se alejó volando. Durante un instante, se lo pudo ver en forma de estela plateada. Luego, pasó por encima de los muros de la ciudad y desapareció.

Un gemido lo despidió. Brotaba de diez mil gargantas.

Vimes alzó las manos.

—No te preocupes, jefe —se apresuró a tranquilizarlo Nobby—. Seguro que ha ido a…, no sé, a beber algo, o una cosa por el estilo. Quizá sea el final del primer asalto. O una cosa por el estilo.

—Es verdad, se comió nuestra tetera y todo eso —asintió Colon, inseguro—. No va a huir después de haberse comido una tetera. Es evidente. Alguien capaz de comerse una tetera no huye de nada.

—Y mi abrillantador para armaduras —asintió Zanahoria—. Me costó casi un dólar la lata.

—Ahí lo tienes —dijo Colon—. Lo que decía yo.

—Mirad —replicó Vimes, reuniendo toda su paciencia—. Es un dragoncito encantador, yo lo apreciaba tanto como vosotros, un bicho simpático, pero acaba de hacer lo más sensato, dioses, no se va a dejar quemar vivo sólo para salvarnos. La vida no es así. Más vale que os hagáis a la idea.

En el cielo, el gran dragón surcó el aire e incendió una torre cercana. Había ganado.

—Nunca había visto una cosa semejante —dijo lady Ramkin—. Lo normal es que los dragones luchen hasta la muerte.

—Pues ha criado usted uno muy sensato —señaló Vimes con amargura—. Seamos sinceros: las posibilidades de que un dragón del tamaño de Errol derrote a otro tan grande son de una contra un millón.

Hubo uno de esos silencios que se hacen después de que alguien acaba de dar en el clavo de un asunto, y el mundo contiene la respiración.

Los guardias se miraron unos a otros.

—¿De una contra un millón? —preguntó Zanahoria como quien no quiere la cosa.

—Sin duda —asintió Vimes—. De un millón contra una.

Los guardias volvieron a mirarse.

—De una contra un millón —dijo Colon.

—De una contra un millón —asintió Nobby.

—Es verdad —repitió Zanahoria—. De una contra un millón.

Se hizo otro silencio agudo. Los guardias se estaban preguntando quién iba a ser el primero en decirlo.

El sargento Colon tomó aliento.

—Pero puede funcionar —terminó.

—¿De qué estáis hablando? —bufó Vimes—. No hay manera de que…

Nobby le dio un codazo apremiante en las costillas, y señaló hacia el extremo de las llanuras.

Allí había una columna de humo negro. Vimes entrecerró los ojos. Por encima del humo, desplazándose sobre un plantío de cebollas y acercándose a toda velocidad, había una bala plateada.

El gran dragón también lo había visto. Lanzó una llamarada desafiante y se remontó para tener aún más altura, batiendo el aire con sus enormes alas.

Ahora la llama de Errol era visible, tan caliente que parecía casi azul. El paisaje se deslizaba bajo él a una velocidad imposible, y el dragoncito todavía seguía acelerando.

Ante él, el rey extendió las zarpas. Casi parecía sonreír.

Errol va a golpearlo, pensó Vimes. Que los dioses nos ayuden, menuda explosión va a haber.

En los campos estaba sucediendo algo extraño. Un poco por detrás de Errol, la tierra parecía estarse arando sola, lanzando al aire brotes de cebollas. Los matorrales saltaron en una lluvia de polvo…

Errol pasó silenciosamente por encima de los muros de la ciudad, con el morro alto, las alas plegadas a lo largo de los costados, el cuerpo convertido en un simple cono con una llamarada en un extremo. Su adversario le lanzó una lengua de fuego; Vimes vio cómo Errol, con apenas un leve movimiento de las alas hipertrofiadas, lo esquivaba fácilmente. Y luego desapareció en dirección al mar, en el mismo silencio escalofriante.

—Ha falla… —empezó Nobby.

El aire retumbó. Un trueno interminable recorrió toda la ciudad, destrozando tejas y derribando chimeneas. El rey se vio atrapado en el aire, golpeado y sacudido como una peonza en una centrifugadora sónica. Vimes, con las manos sobre los oídos, vio cómo la criatura lanzaba llamas desesperadamente sin poder controlar su vuelo en el centro de una espiral de fuego enloquecido.

La magia chisporroteaba en sus alas. El dragón lanzó un aullido penetrante. Luego, sacudiendo la cabeza, aturdido, empezó a planear en amplios círculos.

Vimes gimió. La criatura acababa de sobrevivir a algo que destrozaba las piedras. ¿Qué había que hacer para derrotarla? No se la puede atacar, pensó. No se la puede quemar, no se la puede machacar. No se puede hacer nada con ella.

El dragón aterrizó. No fue un aterrizaje perfecto. Un aterrizaje perfecto no habría derribado toda una hilera de casas. Fue lento, pareció durar una eternidad y trazar un surco sobre una considerable extensión de la calle.

Sacudiendo torpemente las alas, moviendo el cuello y lanzando llamaradas al azar, fue a estrellarse contra un montón de cascotes y vigas. En su sendero de destrucción se produjeron varios incendios.

Por fin, se detuvo y quedó casi enterrado bajo los restos de lo que había sido arquitectura.

El silencio que siguió sólo fue quebrado por los gritos de alguien que intentaba organizar la enésima cadena de cubos entre el río y los incendios más recientes.

Luego, la gente empezó a moverse.

Desde el aire, Ankh-Morpork debía de parecer un hormiguero, lleno de hileras de figuras negras que avanzaban hacia el dragón caído.

La mayoría tenían algún arma.

Muchos tenían lanzas.

Algunos tenían espadas.

Todos tenían una intención.

—¿Sabéis una cosa? —dijo Vimes en voz alta—. Va a ser el primer dragón del mundo democráticamente asesinado. ¡Un hombre, un puñal!

—¡Pues tiene que detenerlos! ¡No puede permitir que lo maten! —exclamó lady Ramkin.

Vimes se la quedó mirando.

—¿Cómo dice?

—¡Está herido!

—Señora, de eso se trataba, ¿no? Además, sólo está atontado —replicó Vimes.

—Quiero decir que no puede dejar que lo maten así — insistió lady Ramkin—. ¡Pobre cosita!

—Entonces, ¿qué quiere hacer? —casi gritó Vimes, que estaba perdiendo la paciencia—. ¿Darle una friega con uno de sus ungüentos y ponerle un cesto delante de la estufa?

—¡Es una carnicería!

—¡Por mí, perfecto!

—¡Pero se trata de un dragón! ¡No hacía más que comportarse como un dragón! Si lo hubieran dejado en paz, nunca habría venido aquí.

Estaba a punto de comérsela, pensó Vimes, y aun así sigue pensando de la misma manera. Titubeó. Quizá eso le diera derecho a exponer su opinión…

Se miraron, muy pálidos. En aquel momento, el sargento Colon se acercó a ellos, corriendo a saltitos nerviosos.

—¡Será mejor que vengas deprisa, capitán! —exclamó—. ¡Va a ser un asesinato!

Vimes hizo un gesto desdeñoso.

—Por lo que a mí respecta —murmuró, esquivando la mirada de Sybil Ramkin—, se lo tiene bien ganado.

—No es eso —replicó Colon—. Se trata de Zanahoria. Ha arrestado al dragón.

Vimes tragó saliva.

—¿Cómo que lo ha arrestado? —consiguió decir—. No querrás decir lo que creo que quieres decir, ¿verdad?

—Pues es posible, señor —contestó Colon, inseguro—. Es posible. Se subió a los cascotes a toda velocidad, señor, agarró al dragón por un ala, y dijo «Te hemos trincado, tío». Ha sido increíble, señor. Y lo que vino después sí que no te lo vas a creer…

—¿El qué?

El sargento dio otro saltito nervioso.

—¿Sabes aquello que nos dices de que no hay que maltratar a los prisioneros…?

Era una viga bastante grande y pesada, y cortaba el aire con cierta lentitud, pero cuando golpeaba a alguien, ese alguien caía de espaldas y quedaba bien golpeado.

—Escuchad bien —dijo Zanahoria, echándose el casco hacia atrás pero sin soltar la viga—. No quiero tener que volver a repetirlo, ¿entendido?

Vimes se abrió camino a codazos entre la densa multitud, con la vista fija en la musculosa figura que se alzaba sobre el montón de cascotes y de dragón. Zanahoria se giró lentamente, esgrimiendo la viga como si se tratara de un bastón. Su mirada era como la luz de un faro. Allí donde se posaba, la gente bajaba las armas y se quedaba silenciosa e incómoda.

—He de advertiros —siguió Zanahoria—, que interferir con un oficial en el cumplimiento de su deber es un delito muy grave. Y el próximo que tire una piedra se va a enterar, os lo garantizo.

Una piedra se estrelló contra la parte trasera de su casco. Se oyeron varias carcajadas.

—¡Deja que le demos su merecido!

—¡Eso!

—¡No queremos que ningún guardia vaya por ahí dándonos órdenes!

—¿Quién guarda a los guardias?

—¿Eh? ¡Eso!

Vimes tiró del brazo del sargento.

—Ve a buscar cuerda. Mucha cuerda. Y lo más gruesa posible. Supongo que podemos…, yo qué sé, atarle las alas al cuerpo, quizá, y amarrarle las mandíbulas para que no pueda lanzar llamas.

Colon lo miró fijamente.

—¿Lo estás diciendo en serio, señor? ¿De verdad lo vamos a arrestar?

—¡Hazlo!

Ya lo hemos arrestado, pensó mientras se adelantaba entre la gente. Personalmente, me habría gustado más que fuera a caer al mar, pero ya lo hemos arrestado, y tenemos que presentar cargos o dejarlo libre.

Sintió que sus opiniones al respecto de la maldita criatura se evaporaban en presencia de la multitud. ¿Qué podían hacer con el dragón? Proporcionarle un juicio justo, pensó, y luego ejecutarlo. No matarlo. Eso es lo que hacen los héroes en los lugares donde no hay ley. Pero en las ciudades no se puede pensar así. Mejor dicho, sí que se puede, pero si lo haces más vale que lo quemes todo y empieces de nuevo. Hay que hacerlo… según las leyes.

Eso es. Lo hemos intentado todo. Ahora sólo nos queda probar con las leyes. Además, añadió mentalmente, ese que está ahí arriba es un guardia de la ciudad. Tenemos que apoyarnos mutuamente. Nadie puede meterse con nosotros.

Ante él, un hombre corpulento alzó un brazo con el que sostenía medio ladrillo.

—Si tiras ese ladrillo, eres hombre muerto —amenazó Vimes.

Luego se agachó y se escurrió apresuradamente entre la gente, de manera que cuando el potencial lanzador de ladrillos miró hacia atrás no lo vio.

Zanahoria había alzado la viga en gesto amenazador cuando Vimes consiguió trepar al montón de cascotes.

—Ah, hola, capitán Vimes —dijo al tiempo que la bajaba—. Es mi deber informarle de que he arrestado a este…

—Sí, ya lo veo —le interrumpió Vimes—. ¿Se te ocurre alguna sugerencia sobre lo que podemos hacer ahora?

—Oh, por supuesto, señor. Tengo que leerle sus derechos, señor.

—Aparte de eso.

—La verdad es que no, señor.

Vimes contempló las partes del dragón que resultaban visibles bajo los cascotes. ¿Cómo se podía matar a un monstruo así? Tardarían un día entero.

Un trozo de piedra rebotó contra su armadura.

—¿Quién ha sido?

La voz restalló como un látigo.

La multitud se quedó en silencio.

Sybil Ramkin subió a los restos del edificio, con los ojos brillantes de ira, y dirigió una mirada furiosa a la multitud.

—¡He preguntado que quién ha sido! ¡Si el que haya sido no lo confiesa, me voy a enfadar mucho! ¡Debería daros vergüenza a todos!

Había conseguido que le prestaran atención. Varios de los hombres que tenían piedras y otras cosas las dejaron caer disimuladamente.

La brisa agitaba los restos de su camisón cuando la dama se dispuso a lanzar la arenga.

—El valeroso capitán Vimes…

—Oh, dioses —gimió Vimes entre dientes, echándose el casco sobre los ojos.

—… y sus osados hombres, se han tomado la molestia de venir aquí, a salvar vuestros…

Vimes agarró a Zanahoria por el brazo, y consiguió guiarlo hasta el otro lado del montón de cascotes.

—¿Se encuentra bien, capitán? —preguntó el muchacho—. Se ha puesto todo rojo.

—No empieces tú también —le espetó Vimes—. Ya tengo bastante con aguantar las risitas de Nobby y del sargento.

Para su sorpresa inconmensurable, Zanahoria le dio unas amistosas palmaditas en la espalda.

—Le comprendo muy bien —dijo, comprensivo—. En las montañas conocía a una chica que se llamaba Minty, y su padre…

—Oye, lo diré por última vez, no hay absolutamente nada entre… —empezó Vimes.

Se oyó un ruido tras ellos. Una pequeña avalancha de yeso y tejas cayó rodando. Los cascotes se movieron, y abrieron un ojo. Una enorme pupila negra flotó sobre una córnea inyectada en sangre, y trató de concentrarse en ellos.

—Debemos de estar locos —suspiró Vimes.

—Oh, no, señor —replicó Zanahoria—. Hay muchos precedentes. En 1135, una gallina fue arrestada por poner huevos el Jueves del Pastel Enamorado Y durante el régimen de lord Espasmo el Psiconeurótico, se ejecutó a toda una colonia de murciélagos por violación persistente del toque de queda. Eso fue en 1401. En agosto, creo recordar. Eran grandes tiempos para la ley —siguió el muchacho, soñador—. En 1321, se juzgó a una pequeña nube por cubrir el sol en el momento más importante de la ceremonia de investidura del conde Hargath el Frenético.

—Espero que Colon se dé prisa con la… —Vimes se detuvo en seco. Tenía que saberlo—. ¿Cómo? —preguntó—. ¿Qué se le puede hacer a una nube?

—El conde la sentenció a ser apedreada hasta la muerte —explicó Zanahoria—. Al parecer, murieron treinta y un ciudadanos.

Sacó la libreta de notas y miró al dragón.

—¿Cree que puede oírnos? —preguntó.

—Supongo que sí.

—Bien, en ese caso… —Zanahoria se aclaró la garganta y se volvió hacia el aturdido reptil—. Es mi deber informarte de que se te ha detenido acusado de los siguientes cargos, a saber: Uno, (Uno) i, que el día 18 del pasado mes de grunio, en un lugar conocido como Calle Corazón, en el distrito de Las Sombras, encendiste fuego de manera ilegal y peligrosa para los residentes, contraviniendo la Cláusula Siete del Acta de Procesos Industriales, 1508; Y QUE, Uno (Uno) ii, que el día 18 del pasado mes de grunio, en un lugar conocido como Calle Corazón, en el distrito de Las Sombras, mataste o provocaste la muerte de seis personas de identidad desconocida…

Vimes se preguntó si los cascotes retendrían a la criatura mucho tiempo. Porque iban a necesitar varias semanas, dado el número de las acusaciones.

La multitud se había quedado en silencio. Hasta Sybil Ramkin los miraba, atónita.

—¿Qué pasa? —dijo Vimes a los rostros que los observaban—. ¿No habéis visto nunca cómo se arresta a un dragón?

—… Dieciséis (Tres) ii, que en la noche del 24 del pasado mes de grunio, incendiaste o provocaste el incendio de las instalaciones conocidas como Vieja Casa de la Guardia, en Ankh-Morpork, valoradas en doscientos dólares; Y QUE, Dieciséis (Tres) iii, que en la noche del 24 del pasado mes de grunio, al ser requerido por un oficial de la Guardia durante el cumplimiento de su deber…

—Será mejor que nos demos prisa —le susurró Vimes—. Se empieza a mover demasiado. ¿De verdad es necesario todo esto?

—Bueno, creo que se pueden resumir los cargos —asintió Zanahoria—. En circunstancias excepcionales, según las Normas Bregg para…

—Quizá esto te sorprenda, pero las circunstancias son excepcionales, Zanahoria —replicó Vimes—. Y van a ser realmente irrepetibles si Colon no se da prisa con esa cuerda.

Se movieron más cascotes a medida que el dragón intentaba levantarse. Un golpe brusco resonó para subrayar la caída de una pesada viga. Los mirones echaron a correr.

Aquél fue el momento que Errol eligió para volver volando sobre los tejados, con una serie de pequeñas; explosiones y dejando tras él un rastro de anillos de humo. Descendió, planeó sobre la multitud e hizo que más de uno se tirara de bruces al suelo.

También él aullaba.

Vimes agarró a Zanahoria por el brazo y saltó del montón de cascotes mientras el rey se debatía desesperadamente para liberarse.

—¡Ha vuelto para matarlo! —gritó—. ¡Seguro que ha tardado todo este tiempo en frenar!

Ahora el dragoncito planeaba sobre el monstruo caído, con unos aullidos tan agudos que habrían hecho añicos la botella más gruesa.

El gran dragón consiguió asomar la cabeza en medio de una cascada de polvo de yeso. Abrió la boca, pero en vez de la lanza de fuego blanco que Vimes esperaba con todos los nervios en tensión, se limitó a emitir un sonido semejante al de un gatito. Un gatito gritando dentro de una cuba de latón en el fondo de una cueva, sí, pero un gatito al fin y al cabo.

Los restos de ladrillos cayeron por toda la calle cuando la criatura se levantó, insegura. Las grandes alas se abrieron, dispersando aún más el polvo y los trozos de teja. Algunos tintinearon contra el casco del sargento Colon, que había vuelto a toda velocidad con lo que parecía una cuerda de tender enrollada colgada del brazo.

—¡Estás dejando que se eleve! —gritó Vimes al tiempo que empujaba al sargento para ponerlo a salvo—. ¡No tienes que dejar que se eleve, Errol! ¡No permitas que empiece a volar!

Lady Ramkin frunció el ceño.

—Algo va mal —dijo—. Nunca pelean de esa manera. El vencedor suele matar al perdedor.

—¡Buena idea! —exclamó Nobby.

—Y luego, la mitad de las veces, él también explota por la emoción.

—¡Escucha, soy yo! —gritó Vimes a Errol, que revoloteaba despreocupadamente sobre ellos—. ¡Yo te compré la pelotita! ¡La que tenía el cascabel dentro! ¡No nos puedes hacer esto!

—No, espere un momento —le interrumpió lady Ramkin, poniéndole una mano en el brazo—. Me parece que nos hemos equivocado de cabo a rabo…

El gran dragón saltó al aire y batió las alas con un zump que derribó unos cuantos edificios más. La gran cabeza se meció, los ojos inyectados en sangre se fijaron en Vimes.

Parecía que, tras ellos, circulaba más de un pensamiento.

Errol describió un rápido arco en el cielo y se situó ante el capitán con gesto protector, enfrentándose al dragón. Por un momento, pareció que la bestia lo iba a convertir en una tostada voladora, y entonces bajó la vista, como avergonzada, y echó a volar.

Ascendió en una espiral amplia, acelerando progresivamente. Errol lo acompañó, en órbita en torno al enorme cuerpo.

—Es…, es como si estuviera rondándolo… —titubeó Vimes.

—¡Llega al final con ese bastardo! —gritó Nobby con entusiasmo.

—Querrás decir que acabe con él, Nobby —le corrigió Colon.

Vimes sintió la mirada de lady Ramkin clavada en la nuca. Miró la expresión de la mujer.

Y comprendió.

—Oh —dijo.

Lady Ramkin asintió.

—¿De verdad? —preguntó Vimes.

—Sí —asintió ella—. La verdad es que debería habérseme ocurrido antes. Era por la llama, por lo caliente que era, claro. Y además, siempre son mucho más territoriales que los machos.

—¿Por qué no peleas con ese hijo de puta? —gritó Nobby al dragoncito.

—Hija de puta, Nobby —dijo Vimes con tranquilidad—. No hijo de puta. Hija de puta.

—¿Por qué no pe… qué?

—Pertenece al género femenino —explicó lady Ramkin.

—¿Qué?

—Queremos decir que, si hubieras probado tu golpe favorito, no habría servido de nada, Nobby —señaló Vimes.

—Es una chica —tradujo lady Ramkin.

—¡Pero si es jodidamente grande! —exclamó Nobby.

Vimes carraspeó en tono de advertencia. Los ojillos de roedor de Nobby miraron de soslayo a Sybil Ramkin, que había enrojecido como una puesta de sol.

—Un perfecto espécimen de dragona, quiero decir —agregó rápidamente.

—Sí…, eh…, caderas amplias, buena criadora —aportó el sargento Colon.

—Estatutescas —añadió Nobby con fervor.

—Callaos —ordenó Vimes.

Se sacudió el polvo de los restos de su uniforme, se ajustó bien la placa pectoral, y se puso bien el casco, palmeándolo con firmeza. Aquello no acababa allí, lo sabía. Aquello no había hecho más que empezar.

—¡Venid conmigo, muchachos! ¡Venga, deprisa! ¡Ahora que todo el mundo está distraído mirando a los dragones! —les ordenó.

—Pero ¿qué hacemos con el rey? —preguntó Zanahoria—. ¿O con la reina? ¿O con lo que sea?

Vimes contempló las formas que se empequeñecían con la distancia.

—La verdad es que no lo sé —respondió—. Supongo que ahora todo depende de Errol. Nosotros tenemos otras cosas que hacer, ¡vamos!

Colon se puso firme, todavía luchando por recuperar el aliento.

—¿Adónde, señor? —consiguió preguntar.

—Al palacio. ¿Alguno de vosotros tiene una espada?

—Le puedo prestar la mía, capitán —dijo Zanahoria.

Se la tendió.

—Bien —asintió Vimes con voz tranquila. Los miró—. Adelante.

Los guardias caminaron tras Vimes por las calles desoladas.

Él empezó a caminar más deprisa. Los guardias empezaron a trotar para mantenerse a su altura.

Vimes empezó a trotar para adelantarlos.

Los guardias aceleraron aún más el paso.

Luego, como si les hubieran dado una orden muda, echaron a correr.

Luego, a galopar.

La gente se apartaba precipitadamente a su paso. Las enormes sandalias de Zanahoria golpeaban rítmicas los guijarros del suelo. Las botas de Nobby les arrancaban chispas. Colon corría en silencio y, como todos los gordos cuando corren, con el rostro tenso en una mueca de concentración.

Recorrieron la calle de los Artesanos Hábiles, giraron por el callejón del Lomo del Cerdo, salieron a la calle de los Dioses Menores y se dirigieron a toda velocidad hacia el palacio. Vimes apenas conseguía mantenerse al frente, en su mente no había nada más que la necesidad de correr, y correr, y correr.

Bueno, casi nada más. Pero la cabeza le zumbaba con ecos enloquecidos, los mismos que han oído todos los guardias del mundo, todos los pies planos del multiverso que en una u otra ocasión han intentado hacer lo Correcto.

Muy por delante de ellos, unos cuantos guardias del palacio desenvainaron las espadas, se lo pensaron mejor, se volvieron a refugiar tras los muros exteriores y cerraron las puertas. Acababan de hacerlo en el momento en que llegaron Vimes y sus hombres.

Éste titubeó, jadeante. Contempló las enormes puertas mientras recuperaba el aliento. Las que había quemado el dragón habían sido sustituidas por otras aún más imponentes. Desde detrás de ellas le llegó el sonido de los cerrojos al encajar.

No era momento para andarse con tonterías. Era capitán de la guardia, maldición. Todo un oficial. A los oficiales no les preocupaban las tonterías como aquélla. Los oficiales tenían un sistema infalible para resolver aquel tipo de problemas. Se llamaba «sargento».

—¡Sargento Colon! —rugió, con la mente todavía llena de policiedad universal—. ¡Vuela ese cerrojo!

El sargento titubeó.

—¿Cómo, señor? ¿Con un arco y una flecha?

—Quiero decir… —titubeó Vimes—. ¡Quiero decir que abras la puerta!

—¡Sí, señor! —Colon saludó. Miró las puertas un instante—. ¡Al momento! —rugió—. ¡Agente Zanahoria, un paso al frente! ¡Agente Zanahoria, firmes! ¡Agente Zanahoria, abre esa puerta al momento!

—¡Sí, señor!

Zanahoria dio un paso al frente, saludó, apretó una enorme mano hasta formar un puño, y llamó suavemente a la puerta.

—¡Abrid en nombre de la ley! —ordenó.

Se oyeron susurros al otro lado de la muralla y, al final, una pequeña mirilla se abrió una fracción de milímetro.

—¿Por qué? —preguntó una voz.

—Porque, si no lo hacéis, estaréis Interfiriendo con un Oficial de la Guardia en Cumplimiento de su Deber, delito castigado con una multa de no menos de treinta dólares o un mes de prisión menor, así como a permanecer en custodia para ulteriores interrogatorios y a media hora con un atizador al rojo vivo.

Se oyeron más susurros amortiguados, los cerrojos se deslizaron y las grandes puertas se entreabrieron.

Al otro lado no se veía a nadie.

Vimes se llevó un dedo a los labios. Señaló a Zanahoria una de las puertas, y arrastró a Nobby y a Colon hacia la otra.

—Empujad —susurró.

Empujaron, y con todas sus fuerzas. Se oyeron gritos de dolor y maldiciones procedentes desde detrás de la gruesa madera.

—¡Corramos! —gritó Colon.

—¡No! —replicó Vimes.

Dio la vuelta para mirar detrás de la puerta. Cuatro guardias de palacio semiaplastados alzaron la vista hacia él.

—No —repitió—. Se acabó el correr. Quiero que arrestéis a estos hombres.

—No os atreveréis —dijo uno de los hombres.

Vimes lo miró.

—Clarence, ¿verdad? —dijo—. Clarence acabado en ce. Pues a ver si te enteras bien de lo que te digo, Clarence acabado en ce. Puedes elegir entre enfrentarte a los cargos de Conspiración y Complicidad o… —Se inclinó más hacia él y dirigió a Zanahoria una mirada cargada de sentido—. O enfrentarte a un hacha.

—¡Chúpate ésa, cretino! —exclamó Nobby, dando saltitos de venenosa excitación.

Los ojillos de Clarence contemplaron la enorme mole que era Zanahoria, y luego el rostro de Vimes. Allí no había ni rastro de compasión. De mala gana, pareció tomar una decisión.

—Muy bien —dijo Vimes—. Enciérralos en la garita, sargento.

Colon desenfundó el arco e irguió los hombros.

—Ya habéis oído al jefe —rugió—. Un solo movimiento en falso y sois…, y sois… —buscó una palabra a la desesperada—. ¡Y sois caradeverdes!

—¡Eso! ¡Que se enteren de lo que es bueno! —lo apoyó Nobby.

—¿De Conspiración y Complicidad con quien, capitán? —preguntó Zanahoria, mientras los guardias desarmados seguían adelante—. Hay que ser cómplice de alguien.

—Creo que, en este caso, se trata de una complicidad en general —replicó Vimes—. Y de una conspiración con el agravante de reincidencia.

—Eso —asintió Nobby—. ¡No soporto a esos canallas de conspiradores!

Colon tendió a Vimes la llave de la garita.

—No es un lugar muy seguro, capitán —dijo—. Tarde o temprano, se las arreglarán para salir.

—Eso espero —contestó Vimes—, porque quiero que tires esa llave al primer pozo que nos encontremos. ¿Estamos todos? Bien, seguidme.

Lupine Wonse recorrió los destrozados pasillos del palacio, con La invocación de dragones bajo un brazo y la deslumbrante espada regia asida con la otra mano temblorosa.

Se detuvo, jadeante, ante una puerta.

No había muchas zonas de su mente que se encontraran en situación de albergar razonamientos lógicos y cuerdos, pero la pequeña parte que seguía funcionando no dejaba de insistir en que no podía haber visto y oído lo que había visto y oído.

Alguien lo estaba siguiendo.

Y había visto a Vetinari caminando por el palacio. Sabía que el viejo patricio estaba encerrado. La cerradura de su celda era completamente indestructible. Recordaba muy bien que el mismo Vetinari se lo había repetido hasta la saciedad cuando la instalaron.

Divisó un movimiento entre las sombras al final del pasillo. Wonse dejó escapar un gemido, giró el picaporte de la puerta que tenía más cerca, entró a toda velocidad y cerró de golpe. Se apoyó contra la pared y luchó por recuperar el aliento.

Abrió los ojos.

Estaba en la antigua sala de audiencias privadas. El patricio se encontraba sentado en su viejo sillón, con las piernas cruzadas. Lo observaba con moderado interés.

—Ah, Wonse —dijo.

Wonse pegó un salto, se aferró al picaporte, salió precipitadamente al pasillo y no paró de correr hasta que no llegó a la escalera principal, que ahora se alzaba entre las ruinas del centro del palacio como un extraño sacacorchos. Escaleras…, altura…, terreno elevado…, defensa. Subió los peldaños de tres en tres.

Lo único que necesitaba eran unos minutos de paz. Luego, ya verían todos.

Los pisos superiores estaban aún más llenos de sombras. Lo que les faltaba era resistencia estructural. Al construir su caverna, el dragón había derribado columnas y muros. Las habitaciones se abrían de manera patética al borde del abismo. Los restos de los tapices y las alfombras ondeaban al viento a través de las ventanas destrozadas. El suelo temblaba como un trampolín bajo los pies de Wonse, que consiguió llegar hasta la puerta más cercana, y la abrió.

—No ha estado nada mal, bastante rápido —dijo el patricio, aprobador.

Wonse le cerró la puerta en las narices, y corrió gritando pasillo abajo.

La cordura consiguió apoderarse de él durante un instante. Se detuvo junto a una estatua. No se oía sonido alguno, ni pisadas apresuradas, ni el chirrido de puertas secretas. Lanzó una mirada de sospecha a la estatua, y la pinchó con la punta de la espada.

Al ver que no se movía, se dirigió hacia una puerta y la cerró de golpe a su espalda, cogió una silla y la uso para atrancar el picaporte. Era una de las salas de reuniones del piso superior, casi carente ahora de mobiliario, así como de una de las paredes. El lugar que debería haber ocupado esta última daba ahora a la caverna. El patricio salió de entre las sombras.

—Bueno, si te has cansado ya de correr… —empezó.

Wonse giró sobre sí mismo, con la espada desenvainada y lista.

—No existes, no existes —dijo—. Eres… un fantasma, o algo así.

—Me temo que no —replicó el patricio.

—¡No puedes detenerme! ¡Aún tengo algo de magia, aún me queda el libro! —Wonse se sacó una bolsa de cuero marrón del bolsillo—. ¡Invocaré a otro! ¡Ya verás!

—Yo no te lo recomendaría —señaló lord Vetinari con voz tranquila.

—¡Claro, te crees tan listo, tan controlado, tan tranquilo, sólo porque yo tengo una espada y tú no! ¡Pues tengo mucho más que eso, para que te enteres! —exclamó Wonse, triunfal—. ¡Sí! ¡Tengo a los guardias de palacio de mi parte! ¡Me obedecen a mí, no a ti! Nadie te aprecia, ¡nadie te ha apreciado nunca!

Movió la espada de manera que la punta quedara a un palmo del frágil pecho del patricio.

—Así que volverás a la celda —dijo—. Y esta vez, me aseguraré de que no salgas nunca. ¡Guardias! ¡Guardias!

Se oyó el ruido de unos pasos precipitados en el pasillo. La puerta se estremeció, la silla se movió. Hubo un momento de silencio. Después, puerta y silla saltaron por los aires en un millón de astillas.

—¡Lleváoslo de aquí! —gritó Wonse—. ¡Echad más escorpiones a la mazmorra! ¡Metedlo en…, vosotros no sois…!

—Baja esa espada —ordenó Vimes, mientras, tras él, Zanahoria se sacudía los trocitos de puerta del puño.

—¡Eso! —lo apoyó Nobby, aventurando un vistazo desde detrás del capitán—. ¡Ponte contra la pared, y que yo te las vea bien, hijoputa!

—¿Eh? —susurró el sargento Colon, con ansiedad—. ¿Qué quieres verle?

Nobby se encogió de hombros.

—Ni idea —dijo—. Supongo que todo. Hay que ir sobre seguro.

Wonse miró a los guardias, incrédulo.

—Ah, Vimes —dijo el patricio—. Haz el favor de…

—Cállate —replicó Vimes con tranquilidad—. ¿Agente Zanahoria?

—¡Señor!

—Léele sus derechos al prisionero.

—Sí, señor.

Zanahoria sacó su libreta de notas, se humedeció el pulgar y empezó a pasar las páginas.

—Lupine Wonse —empezó—, alias Supino Garabato P.O…

—¿Qué? —se asombró Wonse.

—… con domicilio actualmente en el lugar conocido como El Palacio, en Ankh-Morpork, es mi deber informarle de que se le arresta y será acusado de… —Zanahoria dirigió una mirada desesperada a Vimes—. De varios cargos de asesinato utilizando como arma un dragón, así como de delitos de complicidad en general que serán detallados más adelante. Tiene derecho a permanecer en silencio. Tiene derecho a no ser arrojado sumariamente a un estanque de pirañas. Tiene derecho a un juicio por prueba de fuego. Tiene dere…

—Esto es una locura —intervino el patricio con voz calmada.

—¡Me parece que te he dicho que te calles! —rugió Vimes, girando en redondo y sacudiendo un dedo tembloroso bajo la nariz del patricio.

—Dime, sargento —susurró Nobby—, ¿crees que el pozo de los escorpiones será un lugar cómodo?

—… decir nada… eh, pero todo lo que diga será anotado aquí, en mi libreta, y bueno, luego podrá ser utilizado como prueba…

La voz de Zanahoria se desvaneció.

—Bueno, Vimes, si esta payasada te proporciona algún placer… —dijo el patricio al final—. Llevadlo abajo, a las celdas. Me encargaré de él mañana por la mañana.

Wonse no los advirtió. No lanzó ningún grito o aullido. Simplemente, corrió hacia el patricio blandiendo la espada.

Las opciones desfilaron por la mente de Vimes. En primer lugar apareció la sugerencia de que sería un buen plan dejar que las cosas siguieran su curso, permitir que Wonse lo hiciera, desarmarlo luego y que la ciudad se limpiara, se renovara. Sí. Buen plan.

Y, por tanto, nunca comprendió por qué eligió lanzarse hacia adelante, y blandir la espada de Zanahoria para bloquear el golpe…

Quizá tuviera que ver con eso de hacer las cosas según la Ley.

Las espadas chocaron. Sin demasiado estrépito. Vimes sintió que algo brillante y plateado pasaba zumbando junto a su oreja para ir a estrellarse contra la pared de enfrente.

Wonse se quedó boquiabierto. Dejó caer lo que quedaba de su espada y retrocedió un paso, aferrándose a La invocación.

—Lo lamentaréis —siseó—. ¡No os imagináis cuánto lo vais a lamentar!

Empezó a balbucear entre dientes.

Vimes comenzaba a temblar. Estaba casi seguro de saber lo que había pasado como una bala junto a su cabeza, y sólo con pensarlo le corrían sudores fríos por la espalda. Había acudido al palacio dispuesto a matar, y un minuto más tarde, tan sólo un minuto más tarde, cuando por una vez en la vida todo parecía funcionar bien y tenía controlada la situación…, lo único que deseaba era tomar una copa. Y dormir a pierna suelta una semana.

—¡Déjalo ya! —suspiró—. ¿Vas a venir por las buenas, o no?

Los balbuceos continuaron. El aire de la habitación empezaba a ser caliente y seco.

Vimes se encogió de hombros.

—Como quieras —dijo, dándose la vuelta—. Zanahoria, que caiga sobre él el peso de la ley.

—Inmediatamente, señor.

Vimes lo recordó demasiado tarde.

A los enanos se les daban muy mal las metáforas.

Y además, tenían una puntería excelente.

Las Leyes y Ordenanzas de Ankh y Morpork alcanzó de pleno al secretario en la frente. El hombre parpadeó, se tambaleó y dio un paso hacia atrás.

Fue el paso más largo que podía dar. Entre otras cosas, duró el resto de su vida.

Tras varios segundos, lo oyeron chocar contra el suelo, cinco pisos más abajo.

Tras varios segundos más, se asomaron por el borde del suelo destrozado.

—Qué manera de morir —suspiró Colon.

—Desde luego —asintió Nobby, buscándose una colilla detrás de la oreja.

—Ha muerto por una comosellame, por una metáfora.

—No sé —replicó Nobby—, a mí me parece que ha sido por el suelo. ¿Tienes fuego, sargento?

—Era lo que debía hacer, ¿verdad, señor? —preguntó Zanahoria con ansiedad—. Usted me dijo…

—Sí, sí —asintió Vimes—. No te preocupes.

Bajó una mano temblorosa y recogió la bolsa de cuero de Wonse. Dentro había un montón de piedras, todas agujereadas. Se preguntó para qué las habría querido el secretario.

Un ruido metálico a su espalda hizo que se diera la vuelta. El patricio había recogido la espada regia. Ante los ojos del capitán, el anciano arrancó de la pared el otro trozo. Había sido una fractura limpia.

—Capitán Vimes —dijo.

—¿Señor?

—¿Me permites ver esa espada?

Vimes se la tendió. En aquel momento, no se le ocurría qué otra cosa hacer. Probablemente, hiciera lo que hiciera, acabaría en el pozo de los escorpiones.

Lord Vetinari examinó detenidamente la antigua hoja.

—¿Cuánto tiempo hace que la tienes, capitán? —preguntó amablemente.

—No es mía, señor. Pertenece al agente Zanahoria.

—¿El agen…?

—Yo, señor, su señoría —dijo Zanahoria con un saludo marcial.

—Ah.

El patricio dio varias vueltas al arma, contemplándola con fascinación. Vimes sintió que el aire se espesaba a su alrededor, como si la historia se estuviera arremolinando en un momento concreto, pero no habría sabido decir por qué aunque le hubiera ido la vida en ello. Era uno de esos instantes en los que los pantalones del tiempo se bifurcaban, y si uno no tenía cuidado, podía acabar en la pernera equivocada…

Wonse se levantó en un mundo de sombras, con la mente llena de confusión gélida. Pero, en aquel momento, no podía pensar más que en la alta figura encapuchada que se erguía a su lado.

—Creí que estabais todos muertos —murmuró.

Aquel lugar era extrañamente tranquilo, los colores parecían desvaídos, amortiguados. Algo iba mal, rematadamente mal.

—¿Eres tú, Hermano Portero? —aventuró.

La figura se acercó aún más.

Metafóricamente —dijo.

… y el patricio tendió la espada a Zanahoria.

—Muy bien hecho, joven —dijo—. Capitán Vimes, sugiero que des el resto del día libre a tus hombres.

—Gracias, señor —asintió Vimes—. De acuerdo, muchachos, ya habéis oído a su señoría.

—Pero tú no, capitán. Tenemos que hablar de algunas cosas.

—¿Sí, señor? —dijo con inocencia.

Los guardias se apresuraron a marcharse, no sin dirigir a Vimes una mirada triste y compasiva.

El patricio se acercó hasta el borde del precipicio que se abría en el suelo, y miró hacia abajo.

—Pobre Wonse —dijo.

Vimes se quedó contemplando la pared.

—Sí, señor.

—La verdad, lo habría preferido vivo.

—¿Señor?

—Estaba equivocado, quizá, pero era un hombre muy útil. Su cabeza me habría sido de gran utilidad.

—Sí, señor.

—El resto lo habríamos tirado, claro.

—Sí, señor.

—Era un chiste, Vimes.

—Sí, señor.

—El pobre nunca entendió el funcionamiento de los pasadizos secretos, ¿sabes?

—No, señor.

—Ese joven…, ¿has dicho que se llamaba Zanahoria?

—Sí, señor.

—Un buen muchacho. ¿Le gusta estar en la Guardia?

—Sí, señor. Se encuentra como en su casa, señor.

—Me has salvado la vida.

—¿Señor?

—Ven conmigo.

Echó a andar entre las ruinas del palacio. Vimes lo siguió hasta que llegaron al Despacho Oblongo. Estaba bastante limpio. La devastación no lo había afectado apenas, lo único anormal era la capa de polvo que lo cubría todo. El patricio se sentó, y de repente fue como si nunca se hubiera marchado. Vimes llegó a preguntarse si había salido de allí en algún momento.

El anciano cogió un montón de papeles y les sacudió el yeso de encima.

—Qué lástima —suspiró—. Lupine era un hombre muy prolijo.

—Sí, señor.

El patricio entrelazó los dedos de las manos y miró a Vimes por encima de ellas.

—Permite que te dé algunos consejos, capitán —dijo.

—¿Sí, señor?

—Quizá eso te ayude a comprender el mundo.

—Señor.

—Creo que la vida te resulta tan complicada porque piensas que hay gente buena y gente mala —empezó el hombre—. Pero te equivocas, desde luego. Únicamente hay gente mala, lo que pasa, es que algunas personas ocupan posiciones enfrentadas.

Hizo un gesto en dirección a la ciudad, y se acercó a una ventana.

—Es un inmenso mar de maldad —dijo, casi como hablar de una propiedad suya—. Poco profundo en algunas zonas, claro, pero enorme, terriblemente profundo en otras. Siempre hay gente como tú que construye frágiles barquitas de normas e intenciones vagamente buenas, y decís que eso es lo bueno, lo que triunfará al final. ¡Es increíble!

Dio una amable palmadita a Vimes en la espalda.

—Ahí abajo —siguió—, hay gente que seguirá a cualquier dragón, que adorará a cualquier dios, que cerrará los ojos ante cualquier iniquidad. Aceptarán toda maldad cotidiana. No es la maldad creativa, aguda, de los grandes pecadores, sino una especie de oscuridad masiva de las almas. Pecado sin originalidad, se podría decir. Aceptan el mal, no porque digan , sino porque no dicen no. Lo lamento si esto te ofende —añadió, dando unas palmaditas en el hombro del capitán—, pero los que son como tú nos necesitan.

—¿Sí, señor?

—Oh, sí. Somos los únicos que sabemos hacer funcionar las cosas. Verás, lo único que hacen bien las personas buenas es librarse de las malas. Eso lo hacéis de maravilla, desde luego. Pero lo malo es que es lo único que hacéis de maravilla. El primer día suenan las campanas porque ha caído el tirano, y al siguiente todo el mundo empieza a quejarse porque, desde que se fue el tirano, no funciona el servicio de recogida de basuras. Porque la gente mala sabe hacer planes. Se podría decir que es un requisito imprescindible para ser malo. Hasta el último tirano malévolo ha tenido un plan para dominar el mundo. En cambio, la gente buena no parece comprender el concepto.

—Eso es posible. ¡Pero en lo demás, estás equivocado! —exclamó Vimes—. Lo que pasaba era que la gente estaba asustada, aislada…

Se interrumpió. Las frases le sonaban vacías hasta a él mismo.

Se encogió de hombros.

—No son más que personas —terminó—. Se comportan como personas, señor.

Lord Vetinari le dirigió una sonrisa amistosa.

—Por supuesto, por supuesto —dijo—. Lo comprendo, tienes que creer eso. Si no, te volverías loco. Si no, empezarías a pensar que te encuentras en un puente más delgado que una pluma sobre los abismos del infierno. Si no, la existencia no sería más que una agonía oscura, y la única esperanza estaría en que no hubiera otra vida tras la muerte. Lo comprendo, créeme. —Contempló su escritorio y suspiró—. Y ahora —siguió—, tengo mucho trabajo por delante. Me temo que el pobre Wonse era un buen sirviente, pero un amo poco eficaz. Así que puedes marcharte. Procura dormir bien esta noche. Ah, y mañana, ven con tus hombres. La ciudad debe demostrar su agradecimiento.

—¿Que debe qué? —se sorprendió Vimes.

El patricio contempló un pergamino. Su voz ya volvía a tener los matices lejanos y distantes del que organiza, y planea, y controla.

—Su gratitud —dijo—. Después de cada victoria triunfal, tiene que haber héroes. Es esencial. Así todo el mundo sabrá que las cosas han acabado bien y se puede volver a la normalidad.

Miró a Vimes por encima del pergamino.

—Es parte del orden natural de las cosas —añadió.

Tras unos momentos, hizo unas cuantas anotaciones en el papel que tenía delante. Alzó la vista.

—Ya te puedes marchar —repitió.

Vimes se detuvo junto a la puerta.

—¿De verdad crees todo eso, señor? —preguntó—. ¿Crees eso de la maldad y oscuridad infinitas?

—Desde luego, desde luego —asintió el patricio al tiempo que pasaba una página—. Es la única conclusión lógica.

—Pero… te levantas de la cama todas las mañanas, señor.

—¿Mmm? Por supuesto. ¿Adónde quieres llegar?

—Señor, sólo me gustaría saber por qué.

—Sé buen muchacho, Vimes, márchate ya.

En la oscura caverna llena de corrientes, excavada desde el corazón del palacio, el bibliotecario avanzaba por el suelo. Trepó por los restos del patético montón de tesoro, y examinó interesado el cuerpo de Wonse.

Luego se agachó y, con sumo cuidado, extrajo La invocación de dragones de entre los dedos rígidos. Sopló para quitarle el polvo. Lo acarició con cariño, como si se tratara de un niño asustado.

Se volvió para trepar de nuevo al montón, y entonces se detuvo. Se inclinó otra vez y, con cautela, recogió otro libro de entre los brillantes restos. No era uno de los suyos, excepto quizá en el amplio sentido según el cual todos los libros caían bajo su dominio. Pasó unas cuantas páginas.

—Quédatelo —dijo Vimes, tras él—. Llévatelo. Guárdalo en alguna parte.

El orangután dirigió un gesto de saludo al capitán, y empezó a descender por el montón. Dio un golpecito a Vimes en la rodilla, abrió La invocación de dragones, pasó las páginas maltratadas hasta que dio con la que estaba buscando, y le pasó el libro.

Vimes escudriñó la confusa caligrafía.

Pero los dragones no son como los unicornios, ni nunca lo fueron. Habitan en un reino definido por nuestra mente y voluntad; y por tanto, bien pudiera ser que aquel que los llamara, aquel que les proporcionara un camino hasta este mundo, estuviera llamando al dragón de su propia mente.

Aun siendo así, el puro de corazón puede llamar al dragón del poder como fuerza del bien para su mundo, y en esa noche comenzará la Gran Obra. Todo está dispuesto. He trabajado duro para ser el digno invocador…

Un reino de la mente, pensó Vimes. Entonces, ahí es a donde fueron. A nuestras imaginaciones. Y cuando los llamamos para que vuelvan, les damos forma, como si fueran masa de panadero metida en sus moldes. Sólo que no salen estrellitas y corazones, sale lo mismo que eres tú. Tu propia oscuridad que toma forma…

Vimes volvió a leer los párrafos, y luego pasó las páginas siguientes.

No había muchas más. El resto del libro estaba completamente quemado.

Vimes se lo devolvió al simio.

—¿Qué tipo de hombre era de Malachite? —preguntó.

El bibliotecario meditó un instante, como convenía a una persona que se sabía de memoria el Diccionario de biografías de la ciudad. Luego, se encogió de hombros.

—¿Particularmente bueno? —quiso saber Vimes.

El simio sacudió la cabeza.

—Bueno, entonces, ¿rematadamente malo?

El simio se encogió de hombros y sacudió la cabeza de nuevo.

—Si yo estuviera en tu lugar —dijo Vimes—, pondría ese libro en algún lugar seguro. Y también el libro de leyes. Son demasiado peligrosos.

—Oook.

Vimes se desperezó.

—Y ahora —dijo—, vamos a tomar una copa.

—Oook.

—Pero una pequeña, ¿eh? Nada más.

—Oook.

—Además, invitas tú.

—Eeek.

Vimes se detuvo y bajó la vista hacia el gran rostro amable.

—Dime una cosa —pidió—. Siempre he querido saberlo…, ¿es mejor ser un simio?

El bibliotecario meditó un instante.

—Oook —dijo.

—Ah, ¿de veras? —dijo Vimes.

Llegó el día siguiente. La habitación estaba abarrotada de altos dignatarios de la ciudad. El patricio se sentaba en su austera silla, rodeado por los consejeros. Todos los presentes lucían sonrisas de oreja a oreja.

Lady Sybil Ramkin estaba sentada a un lado, vestida con unos cuantos acres de terciopelo negro. Las joyas de la familia Ramkin brillaban en sus dedos, en su garganta y en los rizos negros de la peluca que llevaba aquel día. El efecto general era sobrecogedor, como un globo en el cielo.

Vimes encabezó el desfile de los guardias hasta el centro de la sala. Se detuvo en seco, como ordenaban las normas. Le había sorprendido ver que hasta Nobby había hecho un esfuerzo: su armadura tenía puntos brillantes aquí y allá. Y la expresión de Colon era de tanta satisfacción que parecía a punto de derretirse. La armadura de Zanahoria centelleaba.

Colon saludó según las normas por primera vez en toda su vida.

—¡Todos presentes, señor! —ladró.

—Muy bien, sargento —replicó Vimes fríamente.

Se volvió hacia el patricio y arqueó una ceja concienzudamente.

Lord Vetinari le hizo un gesto con la mano.

—Descansad, muchachos, o relajaos, o como lo queráis llamar —dijo—. Creo que no necesitamos tanta ceremonia. ¿Qué opinas tú, capitán?

—Como desees, señor —respondió Vimes.

—Bien, señores —empezó el patricio, inclinándose hacia adelante—, han llegado a nuestros oídos las noticias de las magníficas hazañas que habéis llevado a cabo en defensa de la ciudad…

Vimes dejó vagar su mente mientras los dulces halagos les llovían encima. Durante un rato, se divirtió bastante observando las caras de los miembros del Consejo. Reflejaban toda una secuencia de expresiones a medida que hablaba el patricio. Por supuesto, era de vital importancia que tuviera lugar una ceremonia como aquélla. Así todo el asunto quedaría limpio y zanjado. Y olvidado. Sólo sería un capítulo más en la larga y emocionante historia de los etcétera, etcétera. A Ankh-Morpork se le daba muy bien empezar nuevos capítulos.

Su mirada errante cayó sobre lady Ramkin. Ella le guiñó un ojo. Vimes volvió la vista al frente, con una expresión que de repente era más rígida que un tablón.

—… muestra de nuestra gratitud —terminó el patricio, volviendo a sentarse.

Vimes se dio cuenta de que todo el mundo lo miraba.

—¿Perdón?

—He dicho, capitán Vimes, que hemos estado tratando de buscar alguna recompensa adecuada. Algunos ciudadanos relevantes… —Los ojos del patricio se posaron en los miembros del Consejo y en lady Ramkin—… y yo mismo, por supuesto, pensamos que se os debe conceder algún tipo de recompensa.

Vimes se quedó en blanco.

—¿Recompensa?

—Es lo habitual ante una muestra de comportamiento heroico —insistió el patricio.

Vimes volvió a mirar al frente.

—Con sinceridad, no había pensado en eso, señor —dijo—. Aunque no puedo hablar por mis hombres, claro.

Se hizo un silencio tenso. Por el rabillo del ojo, Vimes vio cómo Nobby daba un codazo en las costillas al sargento. Al final, Colon se animó a dar un paso al frente, y ensayó otro saludo.

—Permiso para hablar, señor —murmuró.

El patricio asintió.

El sargento carraspeó. Se quitó el casco y sacó de él una hoja de papel.

—Eh… —empezó—, bueno, como ha dicho su señoría, pensamos que eso, que hemos salvado a la ciudad y esas cosas, o sea que…, bueno, que la verdad, algunas cosas se podrían mejorar… y vamos, que nos lo merecemos, creo yo. No sé si me explico.

Todos los presentes asintieron. Así era como debían ser las cosas.

—Prosigue —lo animó el patricio.

—Así que, bueno, que nos dedicamos a pensar, y se nos ocurrieron un par de ideas —siguió el sargento—. No sé si me…

—Por favor, sargento, adelante —pidió el patricio—. No es necesario que hagas tantas pausas. Todos somos conscientes de la magnitud de vuestra hazaña.

—Bien, señor. Bueno, señor…, lo primero es la cosa de las pagas.

—¿Las pagas? —dijo lord Vetinari.

Miró a Vimes, que miró a la nada.

El sargento alzó la cabeza. Tenía la expresión cándida de un hombre que quiere llegar al fondo de un asunto.

—Sí, señor —dijo—. Treinta dólares al mes. No está bien. Nosotros pensamos… —Se humedeció los labios y miró a su espalda, a los otros dos, que le hacían vagas señales de aliento—. Nosotros pensamos que no estaría mal que la paga base fuera de…, eh…, ¿treinta y cinco dólares? ¿Al mes? —Vio la expresión pétrea del patricio—. Con incrementos según rango… ¿de cinco dólares?

Se humedeció los labios de nuevo, desconcertado por la cara del patricio.

—No aceptaremos menos de cuatro —dijo—. Y es definitivo. Lo siento, señoría, pero así están las cosas.

El patricio volvió a mirar el rostro impasible de Vimes, luego clavó la vista en los guardias.

—¿Eso es todo? —preguntó.

Nobby susurró algo al oído de Colon, y luego volvió precipitadamente a su lugar. El sudoroso sargento se aferró al casco como si fuera la única cosa real del mundo.

—Hay otra cosa, eminencia —dijo.

El patricio sonrió, como quien sabe lo que le van a decir.

—Ah.

—Está la cuestión de la tetera. No es que fuera muy buena, claro, pero Errol se la comió. Costaba casi dos dólares. —Tragó saliva—. Si a su señoría le da igual, nos vendría muy bien una tetera nueva.

El patricio se inclinó hacia adelante, agarrándose a los brazos de la silla.

—Me gustaría que esto quedara claro —dijo con voz gélida—. ¿Debemos entender que estáis pidiendo un pequeño aumento de sueldo y un utensilio doméstico?

Zanahoria susurró algo al otro oído de Colon.

El sargento volvió los ojos enrojecidos hacia los dignatarios. El borde de su casco estaba dando más vueltas que un molino.

—Bueno —empezó—, lo que pasa es que algunas veces, cuando tenemos el rato de descanso para la cena, o cuando las cosas están tranquilas…, al final de la guardia, por ejemplo…, bueno, el caso es que nos apetece relajarnos un poco, descargar los nervios…

Su voz se desvaneció.

—¿Sí?

Colon tomó aliento.

—Supongo que un juego de dardos será mucho pedir…

El retumbante silencio que siguió fue quebrado por un sonido desconcertante.

A Vimes se le cayó el casco de entre las manos temblorosas. La placa pectoral de la armadura tembló cuando la risa contenida durante años brotó en oleadas irreprimibles. Se volvió hacia la hilera de consejeros, y rió, rió, rió hasta que se le saltaron las lágrimas.

Se rió de su manera de levantarse, todos confusos y con cara de dignidad ultrajada.

Se rió del mundo, del bien y del mal.

Se rió, se rió, se rió hasta que se le saltaron las lágrimas.

Nobby se acercó de nuevo al oído de Colon.

—Ya te lo dije —siseó—. Te dije que no colaría. Sabía que pedir un juego de dardos era pasarse. Ahora se han enfadado con nosotros.

Queridos padres [escribió Zanahoria], no os lo vais a creer, pero sólo llevo en la Guardia unas pocas semanas, y ya soy un agente de pleno derecho, no un aprendiz. El capitán Vimes dice que el patricio en persona pidió que me ascendieran, y también que esperaba que tuviera una larga trayectoria llena de éxitos en la guardia, que él seguiría con especial interés. Además me han subido el sueldo diez dólares y también hemos recibido una paga extra de veinte dólares que el capitán Vimes pagó de su bolsillo, me lo ha dicho el sargento Colon. Te adjunto el dinero. Me he guardado un poco porque fui a ver a Reet y la señora Palma me dijo que todas las chicas habían estado siguiendo mi trayectoria también con Gran Interés, y voy a ir a cenar con ellas en mi noche libre. El sargento Colon me ha explicado cómo se hace la corte, es muy interesante y no tan complicado como parece. Arresté a un dragón pero se escapó. Espero que el señor Varneshi esté bien.

Soy muy feliz, de verdad.

Vuestro hijo, Zanahoria.

Vimes llamó a la puerta.

Advirtió que se había hecho todo un esfuerzo por adecentar la mansión de los Ramkin. El césped descuidado había sido arrancado de raíz. Un anciano estaba subido en una escalera, arreglando el estucado de las paredes, mientras que otro, con una paleta, definía bastante arbitrariamente la línea donde acababa el césped y habían empezado los antiguos lechos de flores.

Vimes se colocó el casco bajo el brazo, se echó el pelo hacia atrás, y llamó a la puerta. Había pensado en pedir al sargento Colon que lo acompañara, pero desechó la idea rápidamente. No habría soportado las risitas. Además, ¿de qué tenía miedo? Había estado ante las fauces de la muerte tres veces. Cuatro, si contaba lo de mandar callar a lord Vetinari.

Para su sorpresa, le abrió la puerta un mayordomo tan viejo que parecía que acabara de resucitarlo al llamar.

—¿Sí, señor? —preguntó.

—Soy el capitán Vimes, de la Guardia de la ciudad —respondió.

El hombre lo examinó de arriba abajo.

—Oh, sí —asintió—. La señora me avisó de su llegada. Creo que la señora está con sus dragones. Si quiere esperar aquí, iré a…

—Ya conozco el camino —replicó Vimes.

Echó a andar por el sendero.

Los cobertizos estaban hechos un desastre. Los troncos y los cajones astillados estaban dispersos por todas partes. Unos pocos dragones de pantano silbaron en tono de saludo tristemente.

Un par de mujeres se movían entre las cajas. Eran damas, desde luego. Iban demasiado descuidadas como para ser simples mujeres. Ninguna mujer normal habría soñado con dejarse ver tan desaliñada: para llevar ropas como aquéllas hacía falta la confianza absoluta que da saber quién fue el tatarabuelo de tu tatarabuelo. Y eran, como no pudo dejar de advertir Vimes, ropas de una calidad increíble, o al menos lo habían sido en el pasado; ropas compradas por los padres, pero tan caras y de tanta calidad que nunca se las ponían, e iban pasando de mano en mano, como la porcelana antigua y las cuberterías de plata maciza.

Criadoras de dragones, pensó. Se nota a la legua. Tienen un algo especial. Es esa manera de llevar los pañuelos de seda, las viejas chaquetas de mezclilla y las botas de montar de su abuelo. Y ese olor, claro.

Una mujer menuda, con un rostro que parecía de cuero curtido, clavó la vista en él.

—Ah —dijo—, usted debe de ser el valeroso capitán. —Se remetió un mechón de pelo blanco bajo el pañuelo de la cabeza, y extendió una morena manecita surcada de venas—. Soy Brenda Rodley. Ésa de ahí es Rosie Devant-Molei. Dirige el refugio para dragones, ¿sabe?

La otra mujer, que tenía aspecto de poder levantar un carromato con una mano y cambiarle las ruedas con la otra, le dirigió una amable sonrisa.

—Samuel Vimes —dijo Vimes débilmente.

—Mi padre también se llamaba Sam —asintió Brenda—. Él decía que siempre se puede confiar en un Sam.—Hizo unos gestos a un dragón para que volviera a su caja—. Estamos echando una mano a Sybil. Como viejas amigas, ya sabe. Su colección está dispersa, los pequeños monstruitos se han escapado por toda la ciudad. Pero seguro que vuelven en cuanto tengan hambre. Qué estirpe, ¿eh?

—¿Perdón?

—Sybil cree que fue una especie de mutación, pero seguro que en dos o tres generaciones recuperamos la línea genética. Mis técnicas son famosas, ¿sabe? —dijo—. Sería increíble. Toda una nueva subespecie de dragones.

Vimes imaginó cientos de balas blancas surcando los cielos.

—Eh… sí.

—Bueno, tenemos que seguir.

—Disculpe, ¿no está lady Ramkin por aquí? —preguntó Vimes—. He recibido un mensaje que decía que era esencial que viniera urgentemente.

—Está ahí dentro, no sé dónde —dijo la señorita Rodley—. Me parece que tenía que hacer algo importante. ¡Oh, Rose, tontaina, ten cuidado con eso!

—¿Algo más importante que los dragones? —se extrañó Vimes.

—Sí. No me imagino qué podrá ser. —Brenda Rodley rebuscó en el bolsillo de su gigantesca chaqueta—. Encantada de haberlo conocido, capitán. Siempre es grato conocer a nuestros valientes defensores de la ley. Pase a visitarme si alguna vez va por allí. Me encantará enseñarle las instalaciones. —Extrajo una arrugada tarjeta y se la puso en la mano—. Tenemos que marcharnos, nos hemos enterado de que algunos de esos bichejos están intentando construir nidos en la torre de la Universidad. Eso no podemos consentirlo. Tenemos que bajarlos de allí antes de que oscurezca.

Vimes miró la tarjeta mientras la mujer echaba a andar por el sendero, cargada de redes y cuerdas.

Decía: Brenda, lady Rodley. Gasa Dower, Castillo de Quirm, Quirm. Se dio cuenta de que eso significaba que la que bajaba por el sendero con ropas impresentables era la duquesa de Quirm, dueña de más tierras de las que se podía ver desde lo alto de una montaña en un día muy claro. Nobby no lo habría aprobado. Al parecer, había una clase especial de pobreza que sólo los muy, muy ricos, podían permitirse.

Así era como se conseguía el poder auténtico: lo único que hacía falta era no pretenderlo, y nunca, nunca estar inseguro acerca de nada.

Volvió a la casa. Había una puerta abierta. Daba a un vestíbulo oscuro y con olor a cerrado. Arriba, en la penumbra, las cabezas de animales muertos poblaban las paredes. Al parecer los Ramkin habían puesto en peligro de extinción a más especies que la Era Glaciar.

Vimes caminó sin rumbo hasta llegar a un gran arco de caoba.

Era un comedor, en cuyo centro se encontraba una de esas mesas en las que los ocupantes de los extremos, se hallan en franjas horarias diferentes. Uno de los extremos estaba colonizado por candelabros de plata.

Había un servicio para dos. Junto a cada plato se alineaba toda una batería de cubiertos. Los candelabros arrancaban destellos de las antiguas copas de vino.

En aquel momento, una terrible premonición se apoderó de Vimes cuando lo invadió una vaharada de Seducción, el perfume más caro que se podía comprar en Ankh-Morpork.

—Ah, capitán. Qué amable ha sido al venir.

Vimes se volvió muy despacio, sin que sus pies parecieran moverse.

Lady Ramkin se erguía allí, magnífica, impresionante.

Vimes fue vagamente consciente de que llevaba un brillante vestido azul que brillaba a la luz de los candelabros. La peluca era una masa de rizos castaños, y el rostro una máscara de ansiedad que sugería que todo un batallón de hábiles pintores y decoradores acababan de desmantelar sus andamios. Un tenue crujido indicaba que, bajo las capas de tela, el corsé estaba sufriendo las presiones que sólo se suelen encontrar en el corazón de estrellas muy grandes.

—Yo, eh… —tartamudeó—. Si me hubiera, eh…, si me hubiera dicho, eh… Me habría vestido de manera más apropiada, eh… Extremadamente… Muy…

La mujer se cernió sobre él como una deslumbrante grúa.

En una especie de ensoñación, Vimes se dejó guiar hasta un asiento. Debió de comer, porque los criados aparecían de la nada con cosas rellenas de otras cosas, y luego regresaban para llevarse los platos. El mayordomo se reanimaba de cuando en cuando para llenar las copas de extraños vinos. El calor de las velas habría bastado para cocinar. Y lady Ramkin no dejó de hablar constantemente… sobre el tamaño de la casa, las responsabilidades de una hacienda tan grande, la sensación de que ya era hora de tomarse Más en Serio su Posición en la Sociedad, mientras el sol poniente teñía la habitación de rojo y a Vimes le empezaba a dar vueltas la cabeza.

La sociedad, consiguió pensar, no sabía lo que estaba a punto de caerle encima. Los dragones no fueron mencionados ni una sola vez, aunque, a media cena, algo puso la cabeza en la rodilla de Vimes y empezó a babear.

No encontró momento para intervenir en la conversación. Estaba superado por todos los flancos, derrotado antes de empezar. Hizo un solo intento de alcanzar terrenos más elevados, desde los cuales huir.

—¿Adónde cree que han ido? —preguntó.

—¿Quién? —respondió lady Ramkin, deteniéndose por un momento.

—Los dragones. Ya sabe. Errol y su espo… y su pareja.

—Ah, a cualquier lugar rocoso y aislado, supongo —dijo la dama—. Es el lugar favorito de los dragones.

—Pero…, pero ella es una criatura mágica —señaló Vimes—. ¿Qué sucederá cuando la magia se acabe?

Lady Ramkin le dirigió una sonrisa tímida.

—La mayoría de la gente se las arregla muy bien —dijo.

Extendió la mano por encima de la mesa para tocar la del capitán.

—Sus hombres creen que usted necesita alguien que le cuide —dijo.

—Ah, ¿sí?

—El sargento Colon me dijo que opinaba que nos llevaríamos como una maison en Flambe.

—Ah, ¿sí?

—Y me dijo otra cosa —siguió la dama—. ¿Cómo era exactamente? Ah, sí… «Es una posibilidad entre un millón, pero puede funcionar», me parece que fueron sus palabras exactas.

Lady Ramkin le sonrió.

Y entonces, de repente, Vimes se dio cuenta de que, en su categoría especial, era hermosa; se trataba de la misma categoría especial a la que pertenecían todas las mujeres que se habían tomado la molestia de sonreírle. Ella no podía hacerlo peor, pero claro, él no podía hacerlo mejor. Quizá hubiera una especie de equilibrio. Ya no era joven, pero ¿acaso era joven él? Y tenía clase, dinero, sentido común y seguridad en sí misma, todas las cosas de las que él carecía. Y ella le había abierto su corazón: si se lo permitía, lo podría envolver con él. Aquella mujer era una ciudad.

Al final, bajo asedio, uno acababa por hacer lo que siempre había hecho Ankh-Morpork: abrir las puertas, dejar entrar a los invasores e integrarse con ellos.

¿Por dónde empezar? La dama parecía esperar algo.

Vimes se encogió de hombros, cogió la copa de vino y buscó una frase adecuada.

—Va por ti, nena —fue lo primero que se le ocurrió.

Los gongs de los templos dieron la medianoche.

(Y muy lejos, cerca del Eje, donde las Montañas del Carnero se unían a los imponentes picos del sistema central, donde extrañas criaturas peludas recorrían las nieves perennes, donde las tempestades aullaban entre las cumbres, las luces de un lamasterio se apagaron. En el patio, un par de monjes con túnicas amarillas cargaron la última caja de botellitas verdes en un trineo para la primera parte del viaje increíblemente difícil que harían hasta las lejanas llanuras. La etiqueta de la caja decía, «Sr. Y.V.A.L.R. Escurridizo, Ankh-Morpork».

—¿Sabes, Lobsang? —dijo uno de ellos—, no me puedo imaginar qué hace con esto.)

El cabo Nobbs y el sargento Colon descansaban contra un muro entre las sombras cerca del Tambor Remendado, pero se irguieron cuando salió Zanahoria con una bandeja. Detritus, el troll, le cedió el paso respetuosamente.

—Aquí tenéis, muchachos —dijo el joven—. Tres jarras de cerveza. Invita la casa.

—De maravilla, nunca pensé que lo lograras —respondió Colon al tiempo que cogía una por el asa—. ¿Cómo lo has convencido?

—Sólo tuve que explicarle que el deber de todos los buenos ciudadanos es ayudar a la guardia en cualquier momento —explicó Zanahoria con inocencia—. Y le di las gracias por su cooperación.

—Sí, y todo lo demás —se burló Nobby.

—No, eso fue todo lo que le dije.

—Pues debes de tener un tono de voz muy convincente.

—Ah. Bueno, muchachos, disfrutad mientras dure —indicó Colon.

Bebieron con gesto pensativo. Era un momento de paz suprema, unos pocos minutos arrebatados a las realidades de la vida real. Era un mordisco a la fruta robada, y como tal lo disfrutaron. En toda la ciudad no parecía haber nadie peleando, apuñalando o armando broncas, y por el momento casi podían imaginar que aquella maravillosa situación duraría cierto tiempo.

Aunque no fuera así, siempre les quedaban los recuerdos agradables. Recuerdos de correr y que la gente se apartara a su paso. Recuerdos de las expresiones horrorizadas de los guardias de palacio. Recuerdos de habían triunfado allí donde habían fracasado ladrones, héroes y dioses. Recuerdos de haber hecho las cosas casi bien.

Nobby dejó la jarra en la repisa de una ventana, dando unas pataditas al suelo para que los pies le entraran en calor, y se echó aliento a los dedos. Sólo tuvo que buscar unos instantes detrás de su oreja para dar con un fragmento de cigarrillo.

—Qué días, ¿eh? —suspiró Colon satisfecho, mientras la llama de una cerilla los iluminaba a los tres.

Los otros asintieron. El día anterior parecía haber transcurrido un siglo antes. Pero cosas como aquéllas no se podían olvidar, sucediera lo que sucediera en adelante.

—No quiero volver a ver un jodido rey en lo que me queda de vida —dijo Nobby.

—La verdad, no creo que fuera un rey —replicó Zanahoria.

—Ya no quedan reyes de verdad —dijo Colon, sin lamentarlo demasiado.

Diez dólares más al mes estaban cambiando su vida. La señora Colon se comportaba de manera muy diferente con un hombre capaz de aportar al hogar diez dólares más al mes. Las notas que le dejaba en la mesa de la cocina eran mucho más cariñosas.

—No, pero lo que quiero decir es que no hay nada de raro en tener una espada antigua —indicó Zanahoria—. Ni una marca de nacimiento. Yo mismo tengo una marca de nacimiento en el brazo.

—Mi hermano también tiene una —aportó Colon—. Parece un barco.

—La mía parece más bien una corona —dijo Zanahoria.

—Ah, claro, y por eso eres un rey —sonrió Nobby—. Es evidente.

—No veo por qué. Mi hermano no es almirante —razonó Colon.

—Y también tengo esta espada —siguió el muchacho.

La desenfundó. Colon la cogió de entre sus manos y la examinó a la luz que salía por la puerta del Tambor. La hoja era roma y corta, estaba mellada como una sierra. Parecía muy bien hecha, y quizá en el pasado hubiera lucido una inscripción, pero ahora el uso la había vuelto indescifrable.

—Bonita espada —dijo, pensativo—. Tiene buen equilibrio.

—Pero no es una espada de rey —replicó Zanahoria—. Las espadas de los reyes son brillantes, mágicas, tienen piedras preciosas y cuando las sostienes en alto reflejan la luz, ting.

Ting — asintió Colon—. Sí. Supongo que sí.

—Lo que quiero decir, es que no se puede ir por ahí dando tronos a la gente sólo por cosas como ésas —siguió el muchacho—. Eso es lo que dijo el capitán Vimes.

—Pero lo de ser rey es un buen empleo —indicó Nobby—. Se trabaja pocas horas.

—¿Mmm?

Por unos momentos, Colon se había perdido en un pequeño mundo de especulaciones. Los reyes de verdad tenían espadas brillantes, obviamente. Pero, pero, pero quizá los reyes de verdad, en el pasado, preferían las espadas que no se andarán con zarandajas de luces, sino que fueran condenadamente eficaces cortando cosas. Pero no era nada más que una idea.

—Decía que ser rey es un buen empleo, que se trabaja pocas horas —repitió Nobby.

—Sí, sí, pero también se vive pocos años —señaló el sargento.

Miró pensativo a Zanahoria.

—Ah. Claro, eso es verdad.

—En cualquier caso, mi padre dice que ser rey es un trabajo muy duro —intervino el muchacho—. Hay que supervisar montones de cosas. —Se acabó la cerveza—. No es un trabajo para gente como nosotros. Nosotros… —Alzó la vista con orgullo—. Nosotros somos guardias. ¿Te encuentras bien, sargento?

—¿Eh? ¿Qué? Oh. Sí.

Colon se encogió de hombros. Al fin y al cabo, ¿qué importaba? Quizá las cosas se hubieran resuelto de la manera más conveniente. Apuró la jarra de cerveza.

—Será mejor que nos vayamos —dijo—. ¿Qué hora es?

—Las doce en punto —contestó Zanahoria.

—¿Algo más?

El muchacho pensó un instante.

—¿Y sereno? —aventuró.

—Exacto. Sólo estaba haciendo una prueba.

—¿Sabes una cosa? —dijo Nobby—. Tal como tú lo dices, chico, uno casi se podría creer que es verdad.

Contemplemos la escena desde lejos, cada vez desde más lejos.

Esto es el Disco, mundo y espejo de mundos, que viaja por el espacio sobre los lomos de cuatro elefantes gigantescos, de pie a su vez sobre el caparazón de Gran A'Tuin, la Tortuga Celestial. Por toda la Periferia de este mundo, el océano se derrama incesantemente hacia la noche. En su eje se alza la pica del Cori Celesti, en cuyas brillantes alturas los dioses juegan con los destinos de los hombres…

… aunque no se sabe cuáles son las reglas.

En un extremo del Disco, empezaba a salir el sol. La luz de la mañana fluyó por el puzzle de mares y continentes, pero muy despacio, porque la luz se demora cuando se encuentra con un campo de magia.

En el otro extremo, donde la vieja luz del ocaso apenas había tenido tiempo de desaparecer de los valles más profundos, dos motas, una pequeña y otra grande, salieron volando de entre las sombras, planearon sobre las cataratas de la periferia, y se adentraron con decisión en las estrelladas profundidades del espacio.

Quizá la magia perduraría. Quizá no. Pero ¿acaso hay algo que dure para siempre?