Capítulo 12

Por la mañana siguiente, Randa acudió a la sesión de prácticas por primera vez. Se quedó de pie a un lado para que todos los que estaban en la sala tuvieran que ponerse de pie también y lo miraran, en lugar de fijarse en los luchadores que habían ido a ver. Katsa se alegró de estar luchando porque era una excusa para no prestarle atención. Sólo que resultaba imposible no hacerle caso, puesto que era demasiado alto y corpulento y, ataviado con las características vestiduras de color azul intenso, destacaba sobremanera contra la blanca pared.

La risa displicente del rey llegaba a todos los rincones de la sala, y la joven no podía evitar ser muy consciente de su presencia. Para colmo, si estaba allí era porque quería algo; nunca buscaba a su dama asesina a menos que necesitara algo de ella.

Cuando Randa llegó, Katsa repetía un ejercicio con Po, un ejercicio que le ofrecía dificultades. Lo iniciaban poniéndose Katsa de rodillas, y con Po, detrás de ella, sujetándole los brazos a la espalda. La joven tenía que liberarse de la llave, y a continuación entablar un cuerpo a cuerpo hasta inmovilizarlo en la misma posición en la que había estado ella.

Siempre lograba soltarse, eso no revestía problema alguno; el problema era inmovilizarlo con otra llave. Incluso cuando conseguía ponerlo de rodillas y asirle los brazos, no había manera de mantenerlo en esa posición. Era cuestión de fuerza bruta. Si el príncipe intentaba incorporarse a base de potencia muscular, a ella le faltaba resistencia física para impedírselo, a menos que lo dejara inconsciente de un golpe o le provocara una lesión seria, pero ésa no era la finalidad del ejercicio. Tenía que encontrar una llave que lo inmovilizara y le produjera tanto dolor cuando él tratara de levantarse, que no le mereciera la pena el intento.

Empezaron el ejercicio otra vez. La joven se arrodilló y Po se situó a su espalda; las manos del príncipe se cerraron como un cepo alrededor de las muñecas de Katsa. Se oyó hablar a Randa y uno de los gentileshombres respondió en tono lisonjero. Todo el mundo lo adulaba.

La joven estaba preparada esta vez para sorprender a su contrincante. Retorciéndose, se soltó y saltó sobre él como un gato montes; le dio un puñetazo en el estómago, lo zancadilleó y lo hizo caer de rodillas; entonces tiró de los brazos del hombre. El objetivo era el hombro derecho de Po, al que siempre tenía que aplicar hielo. Le retorció el brazo derecho y se apoyó con todo su peso contra él de forma que cualquier movimiento significara dislocarse el hombro y provocarle más daño, cosa que ya estaba consiguiendo con la llave.

—Me rindo —jadeó Po. Ella lo soltó y el príncipe se puso de pie—. Bien hecho, Katsa.

—Otra vez.

Repitieron el ejercicio por segunda vez; y otra más. En las dos ocasiones consiguió inmovilizarlo con facilidad.

—Ya lo has logrado —dijo Po—. Bien ¿qué es lo siguiente? ¿Lo intento yo?

Entonces sonó el nombre de Katsa, y a la joven se le puso de punta el vello de la nuca. No se había equivocado, el rey no había ido sólo para ver la sesión de prácticas. Para remate, delante de toda esa gente tenía que actuar con cortesía y buenos modales. Hizo un gran esfuerzo para borrar el gesto ceñudo, antes de volverse hacia el rey.

—Qué divertido es verte luchar con un adversario, Katsa —dijo Randa.

—Me alegro de servirle de entretenimiento, majestad.

—Príncipe Granemalion, ¿qué opina de nuestra dama asesina?

—Es, con mucho, la mejor luchadora, majestad —contestó Po—. Si no se refrenara, me encontraría en un gran apuro.

—Cierto. —Randa se echó a reír—. He notado que es usted quien acude a cenar con magulladuras, y ella no.

Estaba orgulloso de algo que le pertenecía. Katsa se obligó a aflojar los puños, a respirar con regularidad, a sostener la mirada de su tío aun cuando lo que deseaba era borrarle de la cara esa mueca burlona.

—Katsa, ven a verme después. Tengo un nuevo trabajo para ti —dijo el rey.

—Sí, majestad. Gracias, majestad.

Randa se meció sobre los talones y recorrió la sala con la mirada. Después, con los gentileshombres atropellándose tras él en su afán por no quedarse retrasados, salió de allí acompañado por el frufrú de las vestiduras azules. Katsa lo siguió con la vista hasta que él y su séquito desaparecieron; luego siguió mirando con fijeza la puerta que los gentileshombres habían cerrado al salir.

Lores y soldados se sentaron poco a poco. Katsa fue vagamente consciente de ese movimiento, así como de los ojos de Po prendidos en su cara, observándola en silencio.

—¿Qué hacemos ahora, Katsa?

La joven sabía lo que le apetecía hacer; notó un cosquilleo que le recorría los brazos como un relámpago hasta llegarle a los dedos; y lo notó también en las piernas y en los pies.

—Lucha de competición —contestó—. Cualquier cosa que sea limpia. Hasta que uno de los dos se rinda.

Po entornó los ojos, observó los puños apretados y el gesto duro de la boca de la joven.

—Tendremos esa lucha, pero será mañana. Por hoy hemos terminado.

—No. Vamos a luchar.

—Katsa. Hemos terminado.

Ella se acercó para que nadie más oyera lo que iba a decirle.

—¿Qué pasa, Po? ¿Me tienes miedo?

—Sí, te lo tengo, como es lógico que lo tenga cuando estás furiosa. No lucharé contigo mientras estés así. Ni tú deberías luchar conmigo cuando me veas encrespado. No es ése el propósito de estas prácticas.

En el mismo momento en que Po le dijo que estaba furiosa se dio cuenta de que era cierto. Y con igual rapidez, la ira se diluyó y dio paso a la desesperanza, ya que Randa la enviaría a otra misión violenta; la enviaría a hacer daño a un infeliz transgresor de una ley de poca monta, a un estúpido que merecería conservar los dedos, aunque no fuera honrado. Se lo ordenaría, y tendría que obedecer porque él encarnaba el poder.

Almorzaron en el comedor de Katsa, que no levantaba la vista del plato. Po hablaba de sus hermanos, a los que les encantaría presenciar las prácticas. Le decía que algún día tenía que ir a Lenidia y luchar con él, para que los viera su familia; se asombrarían de su destreza y le rendirían honores sin cuento. Y él le enseñaría los paisajes más bellos desde el burgo de su padre.

Pero la joven no lo escuchaba. Pensaba en los brazos que había roto por encargo de su tío, brazos retorcidos por el codo, huesos astillados que asomaban entre piel y músculos. Po mencionó algo sobre el hombro, y Katsa hizo un esfuerzo por salir de sus reflexiones y le preguntó:

—¿Qué decías? ¿Has hecho algún comentario sobre tu brazo? ¡Oh, lo lamento!

—Tu tío te afecta muchísimo, ¿verdad? —dijo el lenita mientras jugueteaba con la comida con el tenedor—. No eres la de siempre desde que entró en la sala de prácticas.

—O quizás ahora soy la de siempre y antes no era yo misma.

—¿Qué quieres decir?

—Mi tío me considera brutal, me tiene por una asesina. Bien, pues, ¿acaso no está en lo cierto? ¿Es que no me encolericé cuando entró en la sala? ¿Y qué me dices de nuestros entrenamientos de todos los días?

Partió un trozo de pan, lo arrojó al plato y contempló la comida con rabia.

—Yo no creo que seas brutal —apuntó Po.

—Eso es porque no me has visto con los enemigos de Randa —le espetó con destemplanza.

El príncipe se llevó la copa a los labios y bebió; después la depositó en la mesa, sin dejar de observar a la muchacha.

—¿Qué te pedirá que hagas esta vez?

Katsa frenó una rabia abrasadora que le subía desde las entrañas, y se preguntó qué pasaría si arrojara el plato al suelo, en cuántos trozos se rompería.

—Supongo que querrá que escarmiente a algún noble porque le debe dinero, o se ha negado a cerrar un acuerdo con él o, simplemente, porque lo ha mirado mal —contestó—. Me ordenará que le haga tanto daño que jamás vuelva a contrariarlo.

—¿Y cumplirás lo que te mande?

—¿Quiénes son esos necios que siguen resistiéndose a los deseos de Randa? ¿Es que no han oído lo que se cuenta? ¿No saben que me enviará a escarmentarlos?

—¿Y no está en tus manos negarte? —cuestionó Po—. ¿Cómo puede alguien obligarte a cometer cualquier disparate?

La rabia que abrasaba a Katsa le subió a la garganta y casi la ahogó. Pese a ello, masculló:

—Es el rey. Y tú también eres un necio si crees que tengo alguna elección.

—Pero es que la tienes. No es él quien te hace ser brutal, sino tú misma al doblegarte a su voluntad.

Katsa se levantó bruscamente y descargó un golpe con el canto de la mano en la mandíbula del príncipe, aunque atenuó la fuerza del impacto en el último segundo al darse cuenta de que él no había alzado el brazo para frenar el golpe. El porrazo en la cara provocó un crujido escalofriante, y Katsa contempló, horrorizada, cómo la silla en la que se sentaba Po caía hacia atrás y él se golpeaba la cabeza en el suelo. Le había dado fuerte, lo sabía, pero el lenita no había hecho nada para defenderse.

Lo auxilió de inmediato. Estaba tumbado de costado, con las dos manos sobre la mandíbula; se le escapó una lágrima, que le resbaló por los dedos y cayó al suelo, gimió o sollozó. Katsa no sabría decirlo con certeza; entonces se arrodilló a su lado y le puso una mano en el hombro.

—¿Te he roto la mandíbula? ¿Puedes hablar?

El hombre se giró y se incorporó para sentarse en el suelo. Se tanteó la mandíbula, abrió y cerró la boca, y movió el mentón a derecha e izquierda.

—Creo que no se ha roto —contestó con un susurro apenas audible.

Katsa le tanteó los huesos faciales de la mejilla dañada e hizo lo mismo en la otra mejilla, para comparar. No notaba diferencia alguna y respiró aliviada.

—No está rota —dijo él—, aunque bien podría estarlo.

—Me frené al final cuando vi que no tenías intención de defenderte. —Metió las manos en la jarra de agua que había en la mesa y sacó unos trozos de hielo. Los envolvió en un paño y se los puso sobre la mandíbula—, ¿por qué no reaccionaste?

Po sostuvo el envoltorio contra la mejilla, y gimió.

—Esto me va a doler durante días.

—Po…

—Te lo dije antes, Katsa. No lucharé nunca contigo cuando estés enfadada. No pienso resolver a golpes nuestras discrepancias. —Retiró el hielo y se tocó con suavidad la cara. Gimió otra vez y volvió a ponerse encima el hielo—. Lo que hacemos en la sala de entrenamientos es para ayudarnos el uno al otro, no para usarlo en contra del otro. Somos amigos, Katsa.

Faltó poco para que a Katsa se le saltaran lágrimas de vergüenza. Era algo tan elemental, tan obvio… Esas cosas no se le hacían a un amigo, pero ella lo había hecho.

—Somos demasiado peligrosos el uno para el otro, Katsa. Y aun en el caso de que no lo fuéramos, no estaría bien.

—No volveré a hacerlo, lo juro.

Los ojos de Po buscaron los de la joven, y se miraron fijamente.

—Sé que lo cumplirás, Katsa. Gata montesa. No te culpes. Esperabas que me defendiera y ofreciera resistencia. En caso contrario, no me habrías golpeado.

Ella pensó que, pese a ello, tendría que haber supuesto lo que pasaría.

—Ni siquiera fuiste tú quien me enfureció. Fue él.

—¿Qué crees que ocurriría si te negaras a cumplir las órdenes de Randa?

En realidad no lo sabía. Pero imaginó a su tío mofándose de ella y dirigiéndole palabras rebosantes de desprecio.

—Si no hago lo que quiere, se enfadará. Y si él se encoleriza, a mí me ocurrirá lo mismo, y me entrarán ganas de matarlo.

—Mmmm… —Po ejercitó la mandíbula abriendo y cerrando la boca—. Te asusta lo que serías capaz de hacer si montas en cólera. —Katsa se quedó perpleja porque aquellas palabras le parecieron muy acertadas: tenía miedo de su propia cólera—. La cuestión es que Randa ni siquiera merece que te enfades; no es más que un matón que intimida con amenazas.

Katsa soltó un sonoro resoplido, y repuso:

—Un matón que manda cortar dedos a la gente o romperle los brazos.

—Si tú dejas de hacerlo, no lo será; gran parte de su poder radica en ti.

O sea que le daba miedo su propia cólera… Katsa lo repitió para sus adentros una y otra vez. Le daba miedo lo que podría hacerle al rey si perdía los estribos, y con razón; sólo había que mirar a Po, que ya tenía la mandíbula enrojecida y se le empezaba a inflamar. De hecho, había aprendido a controlar su habilidad, pero no sabía dominar su ira, lo cual significaba que aún no era capaz de controlar su gracia.

—¿Podemos volver a la mesa? —preguntó el príncipe, ya que ambos seguían sentados en el suelo.

—Deberías ir a ver a Raff —sugirió ella—, aunque sólo sea para estar seguros de que no tienes nada roto. —Bajó la vista—. Perdóname, Po.

El hombre se puso en pie, le tendió la mano y la ayudó a levantarse.

—Estás perdonada, señora.

—Qué raros sois los lenitas. —Katsa no daba crédito a la generosidad de aquel hombre—. Vuestras reacciones no se parecen en nada a las que tendría yo: tú, tan sereno, aunque te he hecho mucho daño; la hermana de tu padre, con esa forma extraña de demostrar su pesar…

—¿A qué te refieres? —preguntó él, extrañado.

—¿Cómo? ¿No es la reina de Monmar hermana de tu padre?

—Sí, sí, claro. Pero ¿qué ha hecho?

—Se dice que dejó de comer cuando se enteró de la desaparición de tu abuelo. ¿Acaso no lo sabías? Y después se encerró con su hija en sus aposentos y no ha dejado entrar a nadie, ni siquiera al rey.

—Que no ha dejado entrar al rey —repitió él con la perplejidad patente en la voz.

—Ni a nadie —remachó Katsa—, salvo a su camarera para que les lleve las comidas.

—¿Por qué no me lo has contado hasta ahora?

—Di por sentado que lo sabías y no suponía que la noticia te importara tanto. ¿La aprecias mucho? —Po observaba la mesa, el desorden del hielo medio deshecho y las viandas a medio comer, pero tenía la expresión ausente y preocupada—. Po, ¿qué ocurre?

—No es el comportamiento propio de Cinérea —contestó el príncipe al tiempo que negaba con la cabeza—. Pero no importa. He de encontrar a Raffin o a Bann.

—Me estás ocultando algo.

Katsa intentó mirarlo a los ojos.

—¿Cuánto tiempo estarás ausente para cumplir el encargo de Randa? —preguntó Po, que esquivó la mirada.

—Unos pocos días, imagino.

—Cuando vuelvas tengo que hablar contigo.

—¿Por qué no hablamos ahora?

—Porque debo pensar en ello. He de resolver una cuestión.

¿Por qué ese desasosiego? ¿Por qué miraba cualquier cosa —la mesa, el suelo—, pero no a ella? Era preocupación por la hermana de su padre… Preocupación por la gente que le importaba. Porque así era el lenita; un amigo de verdad. Por fin la miró y esbozó una sonrisa forzada que no se le reflejó en los ojos.

—No seas tan considerada conmigo, Katsa. Ninguno de los dos es el amigo perfecto.

Después se fue a buscar a Raffin, y la joven se quedó inmóvil, fija la vista en el lugar donde se hallaba él un momento antes. Trató de desechar la sensación espeluznante de que Po acababa de contestar a algo que ella había pensado, en vez de responder a una pregunta que hubiera formulado.