15

Elena contempló a Damon con mudo pavor. Conocía muy bien aquella sonrisa inquietante. Pero al mismo tiempo que se le caía el alma a los pies, su mente le lanzó una burlona pregunta. ¿Y qué diferencia había? Stefan y ella iban a morir de todos modos. Era totalmente sensato que Damon eligiera salvarse. Y era un error esperar que fuera contra su naturaleza.

Contempló aquella hermosa y caprichosa sonrisa con un sentimiento de pena por lo que Damon podría haber sido.

Katherine le devolvió la sonrisa, encantada.

—Seremos muy felices juntos. Una vez que estén muertos, te soltaré. No era mi intención lastimarte, no en realidad. Simplemente, me enojé. —Alargó una mano delgada y le acarició la mejilla—. Lo siento.

—Katherine —dijo él, y seguía sonriendo.

—Sí. —La muchacha se inclinó más hacia él.

—Katherine…

—¿Sí, Damon?

—Vete al infierno.

Elena se estremeció ante lo que sucedió a continuación incluso antes de que sucediera, sintiendo el violento repunte de poder, de poder malévolo y desatado. Chilló al ver el cambio en Katherine. Aquel rostro precioso se retorcía, mutando en algo que no era ni humano ni animal. Una luz roja llameó en los ojos de Katherine mientras se arrojaba sobre Damon, hundiéndole los colmillos en la garganta.

De las yemas de los dedos brotaron zarpas, y arañó el ya sangrante pecho del muchacho con ellas, desgarrando la carne mientras fluía la sangre. Elena siguió chillando, advirtiendo vagamente que el dolor de sus brazos se debía a su forcejeo con las cuerdas que los sujetaban. Oyó gritar a Stefan, también, pero por encima de todo oyó el alarido ensordecedor de la voz mental de Katherine.

«¡Ahora sí que lo lamentarás! ¡Ahora voy a hacer que lo lamentes! ¡Te mataré! ¡Te mataré! ¡Te mataré! ¡Te mataré!»

Las mismas palabras herían igual que dagas acuchillando la mente de Elena. Su terrible poder la aturdía, la balanceaba contra las barras de hierro. Pero no había modo de huir de él. Parecía resonar desde todas partes, martilleando en su cerebro.

«¡Te mataré! ¡Te mataré! ¡Te mataré!»

Elena perdió el conocimiento.

Meredith, acuclillada junto a tía Judith en el lavadero, cambió de lado el peso del cuerpo, esforzándose por interpretar los sonidos que se oían al otro lado de la puerta. Los perros habían conseguido entrar en el sótano; no estaba segura de cómo, pero a juzgar por los hocicos ensangrentados de algunos de ellos, se dijo que habían entrado a través de las ventanas situadas a ras de suelo. Ahora los animales estaban en el exterior del lavadero, pero Meredith no sabía qué hacían. Había demasiado silencio allí fuera.

Margaret, acurrucada en el regazo de Robert, lloriqueó una vez.

—Silencio —se apresuró a murmurar Robert—. No pasa nada, cariño. Todo va a ir bien.

Meredith trabó la mirada con los asustados y decididos ojos del hombre por encima de la cabeza rubia de la niña. «Casi te endosamos la etiqueta del Otro Poder», pensó. Pero en aquel instante no había tiempo para lamentarlo.

—¿Dónde está Elena? Elena dijo que cuidaría de mí —dijo Margaret, los ojos muy abiertos y solemnes—. Dijo que se ocuparía de mí.

Tía Judith se llevó una mano a la boca.

—Ella está cuidando de ti —susurró Meredith—. Precisamente me ha enviado a mí a hacerlo, eso es todo. Y es la verdad —añadió con ferocidad, y vio que la mirada de reproche de Robert se transformaba en perplejidad.

En el exterior, el silencio había cedido el paso a ruidos de arañazos y dientes que roían. Los perros se habían puesto a trabajar en la puerta.

Robert acunó la cabeza de Margaret más cerca de su pecho.

Bonnie no sabía cuánto tiempo llevaban trabajando. Horas, desde luego. Una eternidad, parecía. Los perros habían entrado por la cocina y las viejas puertas laterales de madera. Hasta el momento, no obstante, sólo una docena, aproximadamente, había conseguido franquear las hogueras encendidas a modo de barricadas frente a aquellas aberturas. Y los hombres que tenían armas se habían ocupado de la mayoría de ellos.

Pero el señor Smallwood y sus amigos sostenían en aquellos momentos rifles descargados. Y ellos se estaban quedando sin cosas que quemar.

Vickie se había puesto histérica hacía unos instantes, chillando y sujetándose la cabeza como si algo le estuviera haciendo daño. Habían estado buscando modos de refrenarla, hasta que por fin perdió el conocimiento.

Bonnie se acercó a Matt, que miraba por encima del fuego a través de la derribada puerta lateral. No buscaba la presencia de perros, ella lo sabía, sino algo que se hallaba mucho más lejos. Algo que no se podía ver desde allí.

—Tenías que irte, Matt —dijo—. No había nada más que pudieras hacer.

Él no respondió ni volvió la cabeza.

—Casi ha amanecido —siguió ella—. Quizá cuando suceda, los perros se irán. —Pero incluso mientras lo decía sabía que no era cierto.

Matt no respondió. Bonnie le tocó el hombro.

—Stefan está con ella. Stefan está allí.

Por fin, Matt ofreció alguna reacción. Asintió.

—Stefan está allí —dijo.

Enfurecida, una figura de color marrón embistió desde la oscuridad.

Fue mucho más tarde cuando Elena recobró paulatinamente la conciencia. Lo supo porque podía ver no sólo debido al puñado de velas que Katherine había encendido, sino también por la fría penumbra gris que se filtraba al suelo desde la abertura de la cripta.

Pudo ver a Damon también. Yacía en el suelo, las ligaduras acuchilladas junto con las ropas. Había luz suficiente ya para ver todo el alcance de sus heridas, y Elena se preguntó si seguía con vida. Estaba lo bastante inmóvil como para estar muerto.

«¿Damon?», pensó. Hasta que lo hubo hecho no reparó en que no había pronunciado la palabra. De algún modo, los alaridos de Katherine habían cerrado un circuito en su mente, o a lo mejor habían despertado algo dormido. Y la sangre de Matt sin duda había ayudado, proporcionándole la energía para hallar finalmente su voz mental.

Volvió la cabeza hacia el otro lado. «¿Stefan?»

El muchacho tenía el rostro demacrado por el dolor, pero estaba consciente. Demasiado consciente. Elena casi deseó que estuviera tan insensible como Damon a lo que les estaba sucediendo.

«Elena», respondió él.

«¿Dónde está ella?» preguntó Elena, paseando los ojos lentamente por la habitación.

Stefan miró en dirección a la abertura de la cripta. «Subió por allí hace un rato. Quizá para comprobar cómo les iba a los perros.»

Elena había creído haber llegado al límite del miedo y el pavor, pero no era verdad. No había pensado en los demás entonces.

«Elena, lo siento.» El rostro de Stefan estaba embargado de algo que no se podía expresar con palabras.

«No es culpa tuya, Stefan. Tú no le hiciste esto. Se lo hizo ella misma. O… simplemente sucedió debido a lo que es. A lo que somos.» Discurriendo por debajo de los pensamientos de Elena estaba el recuerdo del modo en que había atacado a Stefan en el bosque, y en cómo se había sentido cuando corría hacia el señor Smallwood, planeando su venganza. «Podría haber sido yo», indicó.

«¡No! Tú jamás te habrías vuelto así.»

Elena no respondió. Si poseyera el Poder en aquellos momentos, ¿qué le haría a Katherine? ¿Qué no le haría? Pero sabía que hablar de ello sólo trastornaría más a Stefan.

«Pensé que Damon nos iba a traicionar», dijo.

«También lo pensé yo», respondió Stefan con un tono extraño. Miraba a su hermano con una expresión peculiar.

«¿Todavía le odias?»

La mirada de Stefan se ensombreció.

«No —dijo con voz queda—. No, ya no le odio.»

Elena asintió. Era importante, de algún modo. Luego dio un respingo, con los nervios totalmente alerta, cuando algo oscureció la entrada de la cripta. Stefan también se puso en tensión.

«Ya viene, Elena…»

«Te amo, Stefan», dijo ella con desesperación, mientras la nebulosa forma blanca descendía a toda velocidad.

Katherine se materializó ante ellos.

—No sé qué está sucediendo —dijo, con expresión molesta—. Me estás impidiendo el acceso a mi túnel. —Volvió a atisbar detrás de Elena, hacia la tumba destrozada y el agujero de la pared—. Eso es lo que uso para moverme por ahí —siguió, al parecer ajena a la presencia del cuerpo de Damon a sus pies—. Pasa por debajo del río. Así no tengo que cruzar sobre agua corriente, ya sabes. En su lugar, cruzo por debajo. —Los miró como si deseara su apreciación del chiste.

«Por supuesto —pensó Elena—. ¿Cómo pude ser tan estúpida? Damon pasó con nosotros sobre el río en el coche de Alaric. Cruzó una corriente de agua entonces, y probablemente montones de otras veces. No podía haber sido el Otro Poder.»

Era extraño el modo en que era capaz de pensar a pesar de estar tan asustada. Era como si una parte de su mente observara desde lejos.

—Voy a mataros ahora —dijo Katherine con tono coloquial—. Luego pasaré por debajo del río para matar a vuestros amigos. No creo que los perros lo hayan hecho ya. Pero me ocuparé de ello yo misma.

—Deja ir a Elena —pidió Stefan; la voz sonó apagada, pero imperiosa de todos modos.

—No he decidido cómo hacerlo —dijo Katherine, sin prestarle atención—. Podría asaros. Ya hay casi luz suficiente para eso ahora. Y tengo estas cosas. —Introdujo la mano en la parte delantera del vestido y la sacó cerrada—. ¡Uno… dos… tres! —dijo, dejando caer dos anillos de plata y uno de oro al suelo.

Las gemas brillaron azules como los ojos de Katherine, azules como la gema del collar que rodeaba la garganta de Katherine.

Las manos de Elena se retorcieron frenéticamente y percibió la lisa desnudez del dedo anular. Era cierto. Jamás habría creído lo desnuda que se sentía sin aquel aro de metal. Era necesario para su vida, para su supervivencia. Sin él…

—Sin estos anillos moriréis —dijo Katherine, rozando despreocupadamente los anillos con la punta de un pie—. Pero no sé si eso será bastante lento.

Retrocedió hasta alcanzar casi la pared opuesta de la cripta, el vestido plateado reluciendo bajo la tenue luz.

Fue entonces cuando a Elena se le ocurrió la idea.

Podía mover las manos. Lo suficiente para palparse una con la otra, lo suficiente para saber que ya no estaban entumecidas. Las cuerdas estaban más flojas.

Pero Katherine era fuerte. Increíblemente fuerte. Y también más rápida que Elena. Incluso si Elena se soltaba, sólo tendría tiempo para una única acción veloz.

Hizo girar una muñeca, sintiendo cómo las cuerdas cedían.

—Existen otros modos —dijo Katherine—. Podría haceros cortes y contemplar cómo os desangráis. Me gusta mirar.

Rechinando los dientes, Elena ejerció presión sobre la cuerda. La mano estaba doblada en un ángulo atroz, pero siguió presionando y sintió la quemadura de la cuerda al resbalar.

—O ratas —seguía diciendo Katherine meditabunda—. Las ratas podrían ser divertidas. Podría decirles cuándo empezar y cuándo parar.

Liberar la otra mano fue mucho más fácil. Elena intentó no dar muestras de lo que sucedía detrás de su espalda. Le habría gustado llamar a Stefan mentalmente, pero no se atrevió. No si existía alguna posibilidad de que Katherine pudiera oírlo.

El deambular de Katherine había llevado a ésta justo hasta Stefan.

—Creo que empezaré contigo —dijo, acercando el rostro al de él—. Vuelvo a tener hambre. Y tú eres muy dulce, Stefan. Había olvidado lo dulce que eres.

Había un rectángulo de luz gris sobre el suelo. La luz del amanecer. Penetraba a través de la abertura de la cripta. Katherine ya había estado fuera bajo aquella luz. Pero…

Katherine sonrió de improviso, y sus ojos azules centellearon.

—¡Ya lo sé! ¡Me beberé casi toda tu sangre y haré que observes mientras la mato a ella! Te dejaré justo fuerzas suficientes para verla morir antes de que lo hagas tú. ¿Verdad que suena a un plan magnífico?

Dio unas palmadas alegremente y volvió a efectuar una pirueta, alejándose con unos pasos de baile.

Sólo un paso más, se dijo Elena. Vio cómo Katherine se aproximaba al rectángulo de luz. Sólo un paso más…

Katherine dio aquel paso.

—¡Eso es, pues! —Empezó a darse la vuelta—. Qué buena…

«¡Ahora!»

Extrayendo de un tirón los entumecidos brazos de las últimas lazadas de cuerda, Elena se abalanzó sobre ella. Fue como la embestida de un gato cazando. Una desesperada carrera corta para alcanzar a la presa. Una posibilidad. Una esperanza.

Golpeó a Katherine con todo su peso, y el impacto las derribó a ambas dentro del rectángulo de luz. Sintió cómo la cabeza de Katherine chocaba contra el suelo de piedra.

Y sintió el dolor abrasador, como si hubieran sumergido su propio cuerpo en veneno. Era una sensación parecida a la ardiente sequedad del hambre, sólo que más potente. Mil veces más fuerte. Era insoportable.

—¡Elena! —chilló Stefan, con la mente y con la voz.

«Stefan», pensó ella. De debajo de su cuerpo se alzó una oleada de Poder cuando los ojos aturdidos de Katherine se aclararon. La boca de la muchacha se retorció colérica y los colmillos surgieron al exterior. Eran tan largos que se clavaban en el labio inferior. La deformada boca se abrió en un aullido.

La torpe mano de Elena tanteó la garganta de Katherine. Los dedos se cerraron sobre el frío metal del collar azul de ésta y, con todas sus fuerzas, la muchacha tiró y notó cómo la cadena cedía. Intentó sujetarlo, pero los dedos carecían de tacto y coordinación, y la mano crispada de Katherine garrapateaba desesperadamente para asirlo. La joya salió despedida hacia el interior de las sombras.

—¡Elena! —Volvió a gritar Stefan con aquella voz tan espantosa.

La joven sintió como si su cuerpo estuviera inundado de luz. Como si fuera transparente. Sólo que la luz era dolorosa. Debajo de ella, el rostro contorsionado de Katherine miraba directamente arriba, al cielo invernal, y en lugar de un aullido, se escuchaba un chirrido agudo que ascendía y ascendía.

Elena intentó incorporarse, pero no tenía fuerzas. El rostro de Katherine se agrietaba, se quebraba. Líneas de fuego aparecieron en él. Los alaridos alcanzaron un punto culminante; los cabellos de Katherine ardían, la piel se ennegrecía. Elena sintió fuego procedente tanto de arriba como de abajo.

Entonces notó que algo la agarraba, sujetaba sus hombros y la arrancaba de allí. La frialdad de las sombras fue como agua helada. Algo le daba la vuelta, la acunaba.

Vio los brazos de Stefan, rojos allí donde habían estado expuestos al sol y sangrando en el lugar donde los había arrancado de las cuerdas. Vio su rostro, vio el acongojado horror y la aflicción. Luego se le nublaron los ojos y no vio nada más.

Meredith y Robert, que golpeaban los hocicos empapados en sangre que asomaban por el agujero de la puerta, se detuvieron aturdidos. Los dientes habían dejado de morder y desgarrar. Un hocico dio una sacudida y se escurrió fuera. Acercándose lentamente de costado para mirar al otro, Meredith vio que los ojos del perro estaban vidriosos y lechosos. No se movían. Miró a Robert, que se levantó jadeando.

No se escuchaba ruido en el sótano. Todo estaba en silencio.

Pero no se atrevieron a tener esperanzas.

Los enloquecidos alaridos de Vickie cesaron como si los hubieran cortado con un cuchillo. El perro, que había hundido los dientes en el muslo de Matt, se quedó rígido y se estremeció violentamente; luego, las mandíbulas soltaron al muchacho. Respirando con dificultad, Bonnie giró para mirar más allá de la moribunda hoguera y vio los cuerpos de otros perros yaciendo allí donde habían caído en el exterior.

Matt y ella se recostaron el uno contra el otro, mirando a su alrededor, perplejos.

Finalmente, había dejado de nevar.

Poco a poco, Elena abrió los ojos.

Todo estaba muy despejado y tranquilo.

La alegró que los alaridos hubiesen finalizado. Aquello había sido horrible; había dolido. Ahora, nada dolía. Sentía como si su cuerpo volviera a estar inundado de luz, pero en esta ocasión no había dolor. Era como si flotase, muy alta y con facilidad, sobre ráfagas de aire. Se sentía casi como si careciera de cuerpo.

Sonrió.

Girar la cabeza no producía dolor, aunque aumentaba la vaga sensación de flotar. Vio, en la oblonga luz pálida del suelo, los restos humeantes de un vestido plateado. La mentira de Katherine de quinientos años atrás se había convertido en realidad.

Eso era todo, entonces. Elena apartó la mirada. Ya no le deseaba mal a nadie, y no quería perder tiempo con Katherine. Había cosas mucho más importantes.

—Stefan —dijo, y suspiró y sonrió. Vaya, aquello era agradable. Así debía de ser como se sentía un pájaro.

—No era mi intención que las cosas terminaran de este modo —dijo dulcemente pesarosa.

Los ojos verdes del muchacho estaban húmedos. Volvieron a llenarse de lágrimas entonces, pero le devolvió la sonrisa.

—Lo sé —dijo—. Lo sé, Elena.

Él comprendía. Eso estaba bien; eso era importante. Ahora resultaba fácil ver las cosas que eran realmente importantes. Y la comprensión de Stefan significaba mucho más para ella que el mundo entero.

Le pareció que había transcurrido mucho tiempo desde que realmente le había mirado. Desde que se había tomado el tiempo necesario para apreciar lo hermoso que era, con su cabello oscuro y sus ojos tan verdes como hojas de roble. Pero ahora lo veía, y veía su alma brillando a través de aquellos ojos. Valía la pena, se dijo. «Yo no quería morir; no quiero morir ahora. Pero volvería a hacerlo si fuera necesario.»

—Te amo —murmuró.

—Te amo —dijo él, oprimiendo sus manos entrelazadas.

La extraña y lánguida ligereza la acunaba con suavidad. Apenas sentía a Stefan sujetándola.

Había pensado que se sentiría aterrada; pero no lo estaba, no mientras Stefan estuviera allí.

—Las personas del baile… Estarán bien ahora, ¿verdad? —preguntó.

—Estarán bien —murmuró él—. Las salvaste.

—No pude decir adiós a Bonnie y a Meredith. Ni a tía Judith. Tendrás que decirles que las quiero.

—Se lo diré —repuso Stefan.

—Puedes decírselo tú misma —jadeó otra voz ronca y que sonaba a nuevo.

Damon se había arrastrado por el suelo hasta colocarse detras de Stefan. El rostro estaba destrozado, surcado de sangre, pero los oscuros ojos la miraron ardientes.

—Usa tu voluntad, Elena. Aguanta. Tienes la fuerza para ello…

Ella le sonrió vacilante. Sabía la verdad. Lo que sucedía sólo ponía fin a lo que había empezado dos semanas atrás. Había tenido trece días para arreglar las cosas, para disculparse con Matt y decir adiós a Margaret. Para decir a Stefan que le amaba. Pero el período de gracia había finalizado.

Con todo, no había porque herir a Damon. También le quería a él.

—Lo intentaré —prometió.

—Te llevaremos a casa —dijo.

—Pero no aún —le indicó con dulzura—. Aguardemos un poquitín más.

Algo sucedió en los insondables ojos oscuros, y la llameante chispa se apagó. Entonces comprendió que Damon también lo sabía.

—No tengo miedo —dijo—. Bueno… sólo un poco.

Empezaba a notar una somnolencia y se sentía muy a gusto, era simplemente como si se estuviera durmiendo. Las cosas se alejaban de ella.

Notó un dolor en el pecho. No estaba demasiado asustada, pero sentía pesar. Había tantas cosas que echaría en falta, tantas cosas que deseaba haber hecho…

—Vaya —dijo con voz queda—. Qué curioso.

Las paredes de la cripta parecían haberse derretido. Eran grises y nebulosas, y había algo parecido a una entrada allí, como la puerta que daba acceso a la habitación subterránea. Sólo que aquélla era una entrada a una luz diferente.

—Qué hermoso —murmuró—. ¿Stefan? Estoy tan cansada…

—Ahora puedes descansar —musitó él.

—¿No me soltarás?

—No.

—Entonces no tendré miedo.

Algo brillaba en el rostro de Damon. Alargó la mano hacia él, lo tocó y apartó los dedos con asombro.

—No estés triste —le dijo, sintiendo la fresca humedad en las yemas de los dedos.

Pero una punzada de preocupación la perturbó. ¿Quién quedaba allí para comprender a Damon ahora? ¿Quién estaría allí para presionarle, para intentar ver lo que había realmente en su interior?

—Tenéis que cuidaros el uno al otro —dijo, dándose cuenta de que un poco de energía regresaba a ella, como una vela llameando al viento—. Stefan, ¿me lo prometes? ¿Me prometes que os cuidaréis mutuamente?

—Lo prometo —respondió él—. Elena…

Oleadas de sueño se adueñaban de ella.

—Eso está bien —dijo—. Eso está bien, Stefan.

La entrada estaba más cerca, tan cerca que podía tocarla ya. Se preguntó si sus padres estarían en algún lugar al otro lado.

—Es hora de ir a casa —murmuró.

Y entonces la oscuridad y las sombras se desvanecieron y no hubo otra cosa más que luz.

Stefan la abrazó mientras los ojos de la muchacha se cerraban. Y luego simplemente la sostuvo, mientras las lágrimas que había contenido caían libremente. Era un dolor distinto al que sintió al sacarla del río. No había ira en él, y tampoco odio, sino un amor que parecía seguir y seguir eternamente.

Dolía aún más.

Miró el rectángulo de luz, apenas a un paso o dos de distancia. Elena había penetrado en la luz. Le había dejado allí solo.

«No por mucho tiempo», pensó.

Su anillo estaba en el suelo. Ni siquiera le dirigió una mirada mientras se incorporaba, los ojos puestos en el haz de luz solar que descendía hasta el suelo.

Una mano asió su brazo y tiró de él hacia atrás.

Stefan estudió el rostro de su hermano.

Los ojos de Damon eran oscuros como la medianoche, y sostenía el anillo de Stefan. Mientras Stefan miraba, incapaz de moverse, le introdujo a la fuerza el anillo en el dedo y le soltó.

—Ahora —dijo, volviéndose a dejar caer con gesto de dolor— puedes ir a donde quieras. —Recogió del suelo el anillo que Stefan había dado a Elena y se lo tendió—. Esto es tuyo también. Cógelo. Cógelo y vete. —Giró el rostro.

Stefan contempló durante un buen rato el aro de oro que tenía en la palma de la mano.

Luego, sus dedos se cerraron sobre él y volvió a mirar a Damon. Los ojos de su hermano estaban cerrados, la respiración era trabajosa. Parecía agotado y dolorido.

Y Stefan le había hecho una promesa a Elena.

—Vamos —dijo con suavidad, introduciendo el anillo en el bolsillo—. Te llevaré a algún lugar donde puedas descansar.

Rodeó con un brazo a su hermano para ayudarle a incorporarse. Y entonces, por un momento, se quedó así.