Lechuza blanca… ave de presa… cazador… tigre… Jugando contigo como un gato con un ratón. Como un gato… un gran gato… un gatito. Una gatita blanca.
La Muerte está en la casa.
Y la gatita, la gatita había huido de Damon. No por miedo, sino por miedo a ser descubierta. Como cuando se había colocado sobre el pecho de Margaret y había lloriqueado al ver a Elena al otro lado de la ventana.
Elena gimió y casi emergió de la inconsciencia, pero la niebla gris la arrastró de vuelta al fondo antes de que pudiera abrir los ojos. Sus pensamientos volvieron a bullir a su alrededor.
Amor envenenado… Stefan, te odiaba a ti antes de odiar a Elena… Blanco y dorado… algo blanco… algo blanco bajo el árbol…
Es esta ocasión, cuando luchó por abrir los ojos, lo consiguió. E incluso antes de poder concentrar la visión bajo la tenue luz cambiante lo supo. Finalmente lo supo.
La figura del vestido blanco que arrastraba por el suelo volvió la cabeza de la vela que estaba encendiendo, y Elena vio lo que podría haber sido su propio rostro sobre los hombros de la criatura. Pero era un rostro sutilmente distorsionado, pálido y hermoso como una escultura de hielo, pero era como debía ser. Era como los interminables reflejos de sí misma que Elena había visto en su sueño del pasillo de los espejos. Retorcido y hambriento, y burlón.
—Hola, Katherine —murmuró.
Katherine sonrió, fue una sonrisa taimada y rapaz.
—No eres tan estúpida como creía —dijo.
La voz era suave y dulce…, argentina, se dijo Elena. Igual que sus pestañas. También había destellos plateados en su vestido cuando se movía. Pero el cabello era dorado, casi de un dorado tan pálido como el de Elena. Los ojos eran como los ojos de la gatita: redondos y azules como una alhaja. En el cuello llevaba un collar con una piedra del mismo color intenso.
Elena sentía su propia garganta dolorida, como si hubiese estado chillando. También la tenía reseca. Cuando volvió la cabeza despacio a un lado, incluso aquel leve movimiento le produjo dolor.
Stefan estaba junto a ella, caído al frente, atado por los brazos a las estacas de hierro forjado de la reja. Tenía la cabeza caída sobre el pecho, y lo que pudo ver de su rostro tenía una palidez cadavérica. La garganta estaba desgarrada, y había goteado sangre sobre el cuello de la camisa, que ya se había secado.
Elena volvió a dirigir la mirada hacia Katherine con tal rapidez que la cabeza le dio vueltas.
—¿Por qué? ¿Por qué le hiciste eso?
Katherine sonrió, mostrando afilados dientes blancos.
—Porque le amo —dijo con un sonsonete infantil—. ¿No le quieres tú también?
Fue entonces cuando Elena cayó en la cuenta de por qué no podía moverse y por qué le dolían los brazos. Estaba atada igual que Stefan, sujeta firmemente como Stefan a la verja cerrada. Un doloroso giro de la cabeza hacia el otro lado le reveló la presencia de Damon.
Éste estaba en peor estado que su hermano. La chaqueta y el brazo estaban desgarrados, y la visión de la herida hizo que Elena sintiera náuseas. La camisa del joven estaba hecha jirones, y Elena podía ver los casi imperceptibles movimientos de sus costillas al respirar. De no haber sido por eso, habría pensado que estaba muerto. La sangre apelmazaba sus cabellos y corría por el interior de los ojos cerrados.
—¿Cuál te gusta más? —preguntó Katherine con un tono íntimo y confidencial—. Puedes decírmelo. ¿Cuál crees que es mejor?
Elena la miró asqueada.
—Katherine —murmuró—. Por favor. Por favor, escúchame…
—Dime. Vamos. —Aquellos ojos azules como alhajas ocuparon la visión de Elena cuando Katherine se inclinó muy cerca de ella, los labios tocando casi los de la joven—. Yo pienso que los dos son divertidos. ¿Te gusta la diversión, Elena?
Repugnada, Elena cerró los ojos y apartó el rostro. Si al menos la cabeza dejara de darle vueltas…
Katherine retrocedió con una nítida carcajada.
—Lo sé, es muy difícil escoger.
Efectuó una pequeña pirueta, y Elena vio que lo que vagamente había tomado por la cola del vestido de Katherine eran sus cabellos, que descendían como oro fundido por la espalda para derramarse sobre el suelo, arrastrándose tras ella.
—Todo depende de lo que a una le guste —prosiguió Katherine, efectuando unos cuantos elegantes pasos de baile y terminando delante de Damon; dirigió una mirada escrutadora a Elena, llena de picardía—. Pero, claro, yo soy tan golosa. —Agarró a Damon por los cabellos y, tirando hacia arriba de la cabeza, le hundió los dientes en el cuello.
—¡No! No hagas eso; no le hagas más daño…
Elena intentó abalanzarse hacia adelante, pero estaba demasiado bien atada. La verja era de hierro macizo, incrustada en la piedra, y las cuerdas eran resistentes. Katherine efectuaba sonidos animales, royendo y masticando la carne, y Damon gimió incluso estando inconsciente. Elena vio cómo su cuerpo se crispaba de un modo reflejo debido al dolor.
—Por favor, para; por favor, para…
Katherine alzó la cabeza. Corría sangre por su barbilla.
—Pero estoy hambrienta, y él está tan rico… —dijo.
Se echó hacia atrás y volvió a atacarle, y el cuerpo de Damon se contrajo espasmódicamente. Elena lanzó un grito.
«Fue así —pensó—. Al principio, aquella primera noche en el bosque, yo era así. Hice daño a Stefan de ese modo. Quería matarle…»
La oscuridad la envolvió, y se entregó a ella, agradecida.
El coche de Alaric patinó sobre un tramo helado al llegar a la escuela, y Meredith estuvo a punto de chocar con él. Matt y ella saltaron fuera del coche, dejando las portezuelas abiertas. Delante de ellos, Alaric y Bonnie hicieron lo mismo.
—¿Qué hay del resto de la ciudad? —gritó Meredith corriendo hacia ellos; el viento aumentaba, y la escarcha le quemaba el rostro.
—Sólo la familia de Elena: tía Judith y Margaret —chilló Bonnie.
La voz de la muchacha era aguda y asustada, pero había una expresión concentrada en sus ojos. Inclinó la cabeza hacia atrás, como intentando recordar algo, y dijo:
—Sí, eso es. Tras ellas irán los perros. Hacedlas ir a alguna parte… como el sótano. ¡Mantenedlas allí!
—Yo lo haré. ¡Vosotros tres ocupaos del baile!
Bonnie giró para correr tras Alaric. Meredith regresó como una exhalación a su coche.
El baile se hallaba en las últimas fases de disolución, y había tantas parejas dentro como fuera, marchando en dirección al aparcamiento. Alaric les gritó mientras Matt, Bonnie y él se acercaban a la carrera.
—¡Regresad dentro! ¡Metan a todo el mundo dentro y cierren las puertas! —chilló a los agentes del sheriff.
Pero no hubo tiempo. Alcanzó la cantina justo cuando la primera figura que acechaba en la oscuridad lo hacía. Un agente cayó sin un sonido ni una oportunidad de disparar el arma.
Otro fue más rápido, y sonó un disparo, amplificado por el patio de hormigón. Los alumnos chillaron y empezaron a huir de allí, hacia el interior del aparcamiento. Alaric fue tras ellos, gritando, intentando conducirlos de vuelta.
Otras figuras salieron de la oscuridad, de entre los coches aparcados, de todos lados. Sobrevino el pánico. Alaric siguió gritando, siguió intentando congregar a los aterrados estudiantes para que fueran hacia el edificio. Allí fuera eran presa fácil.
En el patio, Bonnie se volvió hacia Matt.
—¡Necesitamos fuego! —dijo.
Matt entró como una flecha en la cantina y salió con una caja medio llena de programas del baile. La arrojó al suelo, hurgando en los bolsillos en busca de una de las cerillas que habían usado antes para encender la vela.
El papel prendió y ardió con fuerza, formando una isla de seguridad. Matt siguió haciendo señas a la gente para que cruzaran las puertas de la cantina situada detrás. Bonnie se precipitó dentro, encontrando una escena tan caótica como la del exterior.
Miró a su alrededor en busca de alguien con autoridad, pero no vio adultos, sólo jovencitos aterrados. Entonces, los adornos de crespón rojo y verde atrajeron su atención.
El sonido era atronador; ni siquiera un grito se oiría allí dentro. Abriéndose paso por entre la gente que intentaba salir, consiguió llegar al otro extremo de la sala. Caroline estaba allí, pálida sin su bronceado veraniego y luciendo la tiara de reina de la nieve. Bonnie la remolcó hasta el micrófono.
—Tú eres buena hablando. ¡Diles que entren y se queden dentro! Diles que empiecen a quitar los adornos. Necesitamos cualquier cosa que arda: sillas de madera, cosas de los cubos de basura, cualquier cosa. ¡Diles que es nuestra única posibilidad! —Mientras Caroline se la quedaba mirando, asustada y sin comprender, añadió—: Tienes la corona ahora… ¡así que haz algo con ella!
No aguardó para ver cómo la obedecía Caroline. Volvió a sumergirse en el furor de la estancia. Al cabo de un instante oyó por los altavoces la voz de Caroline, vacilante primero y luego apremiante.
El silencio era absoluto cuando Elena volvió a abrir los ojos.
—¿Elena?
Al oír el ronco susurro, intentó fijar la visión y se encontró contemplando unos ojos verdes inundados de dolor. —Stefan —dijo.
Se inclinó hacia él anhelante, deseando poder moverse. Carecía de sentido, pero le parecía que si pudieran abrazarse aquello no sería tan terrible.
Sonó una risa infantil. Elena no volvió la cabeza hacia ella, pero Stefan sí lo hizo. Elena vio su reacción, vio la secuencia de expresiones que pasaron por el rostro del muchacho casi a demasiada velocidad para identificarlas. Perpleja conmoción, incredulidad, un esbozo de júbilo… y luego horror. Un horror que finalmente volvió sus ojos ciegos y opacos.
—Katherine —dijo—. Pero esto es imposible. No puede ser. Estás muerta…
—Stefan… —llamó Elena, pero él no respondió.
Katherine se llevó una mano a la boca y rió por detrás de ella.
—Despierta tú también —dijo, mirando al otro lado de Elena.
Elena sintió una oleada de poder y, tras un momento, la cabeza de Damon se alzó lentamente y pestañeó.
No hubo sorpresa en su rostro. Inclinó la cabeza hacia atrás, los ojos entrecerrados cansinamente, y contempló durante un minuto, aproximadamente, a su captora. Entonces sonrió. Fue una sonrisa leve y dolorida, pero reconocible.
—Nuestra encantadora gatita blanca —musitó—. Debería haberlo sabido.
—Sin embargo, no te diste cuenta, ¿verdad? —dijo Katherine, tan ansiosa como una criatura jugando a un juego—. Ni siquiera tú lo adivinaste. Engañé a todo el mundo. —Volvió a reír—. Fue tan divertido vigilarte mientras vigilabas a Stefan, y ninguno de los dos sabía que yo estaba allí. ¡Incluso te arañé en una ocasión! —Curvando los dedos como si fueran zarpas, imitó el zarpazo de una gatita.
—En casa de Elena. Sí, lo recuerdo —dijo Damon lentamente; parecía no tanto enojado como vaga y enigmáticamente divertido—. Bien, desde luego, eres una cazadora. La dama y el tigre, como si dijésemos.
—Y metí a Stefan en aquel pozo —se jactó Katherine—. Os vi a los dos peleando; eso me gustó. Seguí a Stefan hasta el linde del bosque, y luego…
Juntó las manos ahuecadas, como quien captura una polilla. Luego, abriéndolas despacio, atisbo en su interior como si en realidad tuviera algo allí, y rió secretamente.
—Iba a conservarlo para jugar con él —confió, pero a continuación su labio inferior se proyectó al exterior y miró a Elena torvamente—. Pero tú te lo llevaste. Eso fue mezquino, Elena. No deberías haberlo hecho.
La espantosa malicia infantil había desaparecido de su rostro, y por un momento Elena vislumbró el odio virulento de una mujer adulta.
—Las chicas codiciosas son castigadas —dijo Katherine, moviéndose hacia ella—, y tú eres una chica codiciosa.
—¡Katherine! —Stefan había despertado de su ofuscamiento y empezó a hablar a toda prisa—. ¿No quieres contarnos qué más has hecho?
Distraída, la muchacha retrocedió. Pareció sorprendida, luego halagada.
—Bien… si realmente quieres que lo haga… —dijo; se abrazó los codos con las manos y volvió a efectuar una pirueta, y la dorada melena se retorció sobre el suelo—. No —dijo luego con alborozo, dándose la vuelta y señalándolos con el dedo—. Vosotros lo tenéis que adivinar. Vosotros lo adivináis y yo diré «correcto» o «incorrecto». ¡Adelante!
Elena tragó saliva, lanzando una mirada de soslayo a Stefan. No veía el motivo de entretener a Katherine; todo acabaría igual al final. Pero un instinto le dijo que se aferrara a la vida todo el tiempo que pudiera.
—Atacaste a Vickie —dijo con cautela; su propia voz sonó sin resuello a sus oídos, pero estaba segura de ello—. La chica de la iglesia en ruinas aquella noche.
—¡Bien! Sí —exclamó Katherine, y efectuó otro zarpazo gatuno con los dedos curvados—. Bueno, al fin y al cabo, estaba en mi iglesia —añadió a modo de razonamiento—. Y lo que ella y aquel chico estaban haciendo… ¡Bueno! Uno no hace eso en la iglesia. Así que, ¡la arañé! —Katherine dibujó la palabra, haciendo una demostración, como alguien que cuenta una historia a un niño pequeño—. Y… ¡lamí la sangre! —Se lamió unos labios rosa pálido con la lengua; luego señaló a Stefan—. ¡Siguiente!
—La has estado acosando desde entonces —dijo Stefan, que no jugaba al juego: efectuaba una asqueada observación.
—Sí, ¡ya hemos acabado con eso! ¡Pasa a otra persona! —indicó Katherine en tono tajante.
Pero entonces se puso a juguetear con los botones del cuello de su vestido, los dedos centelleantes. Y Elena pensó en Vickie, con sus ojos de cervatillo sobresaltado, desvistiéndose en la cantina delante de todo el mundo.
—La obligué a hacer cosas estúpidas —rió Katherine—. Fue divertido jugar con ella.
Elena tenía los brazos entumecidos y agarrotados. Advirtió que daba mecánicos tirones a las cuerdas, tan ofendida por las palabras de Katherine que no podía permanecer quieta. Se obligó a parar, intentando en su lugar recostarse y devolver algo de sensación a las adormecidas manos. Qué haría si se soltaba no lo sabía, pero tenía que intentarlo.
—Siguiente —decía Katherine con un deje amenazador.
—¿Por qué dices que es tu iglesia? —preguntó Damon, y su voz seguía siendo vagamente divertida, como si nada de aquello le afectara—. ¿Qué hay de Honoria Fell?
—¡ Ah, ese viejo espectro! —dijo Katherine con malicia.
Paseó la mirada atentamente por detrás de Elena, con la boca fruncida, la mirada furiosa, y Elena advirtió entonces que estaban de cara a la entrada de la cripta, con la tumba saqueada detrás de ellos. Tal vez Honoria los ayudaría…
Pero luego recordó aquella voz sosegada que se desvanecía. «Ésta es la única ayuda que puedo daros.» Y supo que no les llegaría más ayuda.
Como si hubiera leído los pensamientos de Elena, Katherine decía:
—Ella no puede hacer nada. Es un simple montón de huesos. —Las elegantes manos realizaron ademanes como si Katherine estuviera rompiendo esos huesos—. Todo lo que puede hacer es hablar, y en muchísimas ocasiones impedí que la oyeras.
La expresión de Katherine volvía a ser siniestra, y Elena sintió una acida punzada de temor.
—Mataste al perro de Bonnie, a Yangtze —dijo.
Fue una conjetura al azar, lanzada para distraer a Katherine, pero funcionó.
—¡Sí! Eso fue divertido. Salisteis todas corriendo de la casa y empezasteis a gemir y llorar… —Katherine rememoró la historia con una pantomima: el pequeño perro yaciendo frente a la casa de Bonnie, las chicas precipitándose fuera y encontrando el cuerpo—. Lo sentí, pero valió la pena. Seguí a Damon allí cuando era un cuervo. Acostumbraba a seguirle una barbaridad. De haber querido, podría haber agarrado aquel cuervo, y… —Efectuó un violento movimiento de torsión.
«El sueño de Bonnie», se dijo Elena, mientras una helada comprensión la inundaba. Ni siquiera se dio cuenta de que había hablado en voz alta hasta que vio a Stefan y a Katherine mirándola.
—Bonnie soñó contigo —musitó—. Pero pensó que era yo. Me contó que me vio de pie bajo un árbol con el viento soplando. Y que sintió miedo de mí. Dijo que tenía un aspecto diferente, pálido pero casi refulgente. Y un cuervo pasó volando y yo lo agarré y le retorcí el cuello. —La ira empezó ascender por la garganta de Elena, pero la engulló—. Pero eras tú —dijo.
Katherine pareció encantada, como si Elena le hubiera dado la razón de algún modo.
—La gente sueña una barbaridad conmigo —replicó con aire de suficiencia—. Tú tía… ha soñado conmigo. Le digo que fue culpa suya que tú murieras. Cree que eres tú quien se lo dice.
—Dios mío…
—Ojalá hubieras muerto de verdad —siguió Katherine, y su rostro se tornó rencoroso—. Deberías haber muerto. Te mantuve en el río el tiempo suficiente. Pero fuiste tan golfa, sacando sangre de los dos, que regresaste. Ah, bueno. —Sonrió solapadamente—. Ahora puedo jugar contigo más tiempo. Perdí los nervios ese día porque vi que Stefan te había dado mi anillo. ¡Mi anillo! —Su voz se elevó—. Mío, que se lo dejé para que me recordaran. Y él te lo dio a ti. Fue entonces cuando supe que no me iba a limitar a jugar con él: tenía que matarle.
Los ojos de Stefan estaban acongojados, desconcertados.
—Pero pensaba que estabas muerta —dijo—. Estabas realmente muerta hace quinientos años. Katherine…
—Ah, ésa fue la primera vez que os engañé —respondió ella, pero no había regocijo en su voz ahora, sino que sonaba resentida—. Lo organicé todo con Gudren, mi doncella. Vosotros dos no queríais aceptar mi elección —estalló, paseando la mirada de Stefan a Damon con expresión furiosa—. Quería que fuéramos felices, y os amaba. Os amaba a ambos. Pero eso no era bastante bueno para vosotros.
El rostro de Katherine había vuelto a cambiar, y Elena vio en él a la criatura dolida de hacía quinientos años. Aquél debía de ser el aspecto que tenía Katherine entonces, se dijo sorprendida. Los grandes ojos azules se estaban llenando de lágrimas.
—Quería que os quisierais —prosiguió Katherine con tono perplejo—, pero no quisisteis hacerlo. Y me sentí fatal. Pensé que si creíais que había muerto, os querríais el uno al otro. Y sabía que tenía que marchar, de todos modos, antes de que papá empezara a sospechar lo que era yo.
»Así que Gudren y yo lo arreglamos —dijo en voz queda, sumida en los recuerdos—. Me hice hacer otro talismán contra el sol y le di mi anillo. Y ella cogió mi vestido blanco… mi mejor vestido blanco… y cenizas de la chimenea. Quemamos grasa allí, de modo que las cenizas olieran como debían. Y lo dejó todo al sol, donde pudierais encontrarlo, junto con mi nota. No estaba segura de que pudiera engañaros, pero así fue.
»Pero entonces… —el rostro de Katherine se crispó apenado— vosotros lo hicisteis todo mal. Se suponía que deberíais estar apenados, y llorar, y consolaros mutuamente. Lo hice por vosotros. Pero en su lugar echasteis a correr y cogisteis espadas. ¿Por qué hicisteis eso? —Fue un grito surgido del corazón—. ¿Por qué no aceptasteis mi regalo? Lo tratasteis como si fuera basura. En la nota os decía que quería que os reconciliarais. Pero no escuchasteis y cogisteis las espadas. Os matasteis uno a otro. ¿Por qué lo hicisteis?
Las lágrimas corrían por las mejillas de Katherine, y el rostro de Stefan también estaba húmedo.
—Fuimos unos estúpidos —dijo él, tan atrapado en el recuerdo del pasado como ella—. Nos culpamos mutuamente de tu muerte, y fuimos tan estúpidos… Katherine, escúchame. Fue culpa mía; yo fui quien atacó primero. Y lo he lamentado; no puedes saber lo mucho que lo he lamentado desde entonces. No sabes cuántas veces he pensado sobre ello y deseado que hubiese algo que pudiera hacer para cambiarlo. Habría dado cualquier cosa por volver atrás… Cualquier cosa. Maté a mi hermano… —La voz se quebró, y las lágrimas brotaron de sus ojos.
Elena, con el corazón roto por el dolor, volvió la cabeza con impotencia hacia Damon y vio que éste ni siquiera era consciente de su presencia. La expresión divertida había desaparecido, y tenía los ojos fijos en Stefan con total concentración, clavados en él.
—Katherine, por favor, escúchame —dijo Stefan con tono trémulo, recuperando la voz—. Ya nos hemos hecho suficiente daño unos a otros. Por favor, déjanos marchar ahora. O quédate conmigo, si quieres, pero deja que ellos se vayan. Yo soy el culpable. Quédate conmigo, y haré todo lo que quieras…
Los ojos como alhajas de la muchacha estaban límpidos y de un azul increíble, inundados de una pena infinita. Elena no se atrevió a respirar, temerosa de romper el hechizo mientras la esbelta joven se acercaba a Stefan con el rostro dulcificado y anhelante.
Pero entonces el hielo en el interior de Katherine volvió a aflorar, helando las lágrimas en sus mejillas.
—Deberías haber pensado en eso hace mucho tiempo —indicó—. Podría haberte escuchado entonces. Lamenté que os hubierais matado uno a otro al principio. Huí, sin llevarme siquiera a Gudren, de vuelta a mi hogar. Pero entonces yo no tenía nada, ni siquiera un vestido nuevo, y estaba hambrienta y helada. Podría haber muerto de hambre si Klaus no me hubiera encontrado.
Klaus. En medio de su desaliento, Elena recordó algo que Stefan le había contado. Klaus era el hombre que había convertido a Katherine en vampira, el hombre que los aldeanos decían que era malvado.
—Klaus me hizo ver la verdad —explicó Katherine—. Me mostró cómo es el mundo en realidad. Tienes que ser fuerte y coger las cosas que quieres. Tienes que pensar únicamente en ti mismo. Y ahora soy la más fuerte de todos. Lo soy. ¿Sabéis cómo lo conseguí? —Respondió a la pregunta sin siquiera aguardar a que ellos contestaran—. Vidas. Muchas vidas. Humanos y vampiros, y todos ellos están dentro de mí ahora. Maté a Klaus al cabo de un siglo o dos. Se sorprendió. No sabía lo mucho que yo había aprendido.
»Era muy feliz tomando vidas, llenándome con ellas. Pero luego me acordaba de vosotros, de vosotros dos y de lo que hicisteis. Cómo tratasteis mi regalo. Y sabía que tenía que castigaros. Y finalmente se me ocurrió cómo hacerlo.
»Os traje aquí, a los dos. Introduje la idea en tu mente, Stefan, del mismo modo que tú pones ideas en las mentes de los humanos. Te guié a este lugar. Y luego me aseguré de que Damon te siguiera. Elena estaba aquí. Creo que debe de estar emparentada de algún modo conmigo; se me parece. Sabía que la verías y te sentirías culpable. ¡Pero no tenías que enamorarte de ella! —El resentimiento en la voz de Katherine dio paso a la ira otra vez—. ¡No tenías que olvidarme! ¡No tenías que darle mi anillo!
—Katherine…
—Me enojaste mucho —prosiguió ella sin hacerle caso—. Y ahora voy a hacer que lo lamentes, que lo lamentes de veras. Sé a quién odio más ahora, Stefan, y es a ti. Porque te amé más que a tu hermano.
Pareció recuperar el control de sí misma, secándose los últimos rastros de lágrimas del rostro e irguiéndose con exagerada dignidad.
—No odio tanto a Damon —declaró—. Incluso puede que le deje vivir. —Sus ojos se entrecerraron y luego se abrieron de par en par con una idea—. Escucha, Damon —dijo confidencialmente—. Tú no eres tan estúpido como Stefan. Tú sabes cómo son las cosas en realidad. Te he oído decirlo. He visto las cosas que has hecho. —Se inclinó hacia adelante—. Me he sentido sola desde la muerte de Klaus. Podrías hacerme compañía. Todo lo que tienes que hacer es decir que me quieres más a mí. Luego, una vez que los haya matado, nos iremos lejos. Incluso puedes matar tú a la chica si quieres; te dejaré hacerlo. ¿Qué te parece?
«Dios mío», pensó Elena, sintiéndose enfermar de nuevo. Los ojos de Damon estaban puestos en los enormes ojos azules de Katherine; parecía escudriñar el rostro de la joven. Y la enigmática expresión divertida había regresado a su rostro. «Dios mío, no —pensó Elena—. Por favor, no…»
Lentamente, Damon sonrió.