9

—Bueno, al menos nadie ocupó mi cuerpo —indicó Bonnie—. Pero de todos modos estoy harta de ser médium; estoy harta de todo ello. Ésta será la última vez; categóricamente, la última.

—De acuerdo —dijo Elena, apartándose del espejo—, hablemos sobre alguna otra cosa. ¿Descubristeis algo hoy?

—Hablé con Alaric, y va a celebrar otra reunión la semana próxima —respondió Bonnie—. Nos preguntó a Caroline, a Vickie y a mí si queríamos ser hipnotizadas para que eso nos ayudara a lidiar con lo que ha estado sucediendo. Pero estoy segura de que no es el Otro Poder, Elena. Es demasiado amable.

Elena asintió. A ella misma le habían acometido dudas sobre sus sospechas de Alaric. No porque fuera amable, sino porque ella había pasado cuatro días en su desván dormida. ¿Realmente le habría permitido el Otro Poder que se quedara allí sin hacerle nada? Desde luego, Damon había dicho que había influenciado a Alaric para que olvidara que ella estaba allí arriba, pero ¿habría sucumbido el Otro Poder a la influencia de Damon? ¿No era demasiado fuerte para eso?

A menos que sus poderes se hubiesen agotado temporalmente, se dijo de improviso. Igual que los de Stefan se agotaban en aquellos momentos. O a menos que simplemente fingiera que le influenciaban.

—Bueno, no le tacharemos de la lista por el momento —le dijo—. Debemos tener cuidado. ¿Qué hay de la señora Flowers? ¿Averiguasteis algo sobre ella?

—No hubo suerte —respondió Meredith—. Fuimos a la casa de huéspedes esta mañana, pero no respondió a nuestras llamadas. Stefan dijo que intentaría localizarla por la tarde.

—Si alguien me invitara a entrar allí, yo podría vigilarla también —dijo Elena—. Siento como si fuera la única persona que no hace nada. Creo… —Se interrumpió un momento, meditando, y luego siguió—: Creo que pasaré por delante de casa… Por delante de casa de tía Judith, quiero decir. A lo mejor encontraré a Robert rondando por allí en los matorrales, o algo así.

—Iremos contigo —ofreció Meredith.

—No, es mejor que lo haga sola. De verdad. Puedo pasar muy desapercibida estos días.

—En ese caso haz lo que creas conveniente y ten cuidado. Sigue nevando fuerte.

Elena asintió y saltó por el alféizar.

Al aproximarse a su casa, vio que en aquel momento marchaba un coche del camino de acceso. Se fundió con las sombras y observó. Los faros iluminaron un espectral paisaje invernal: la acacia falsa de los vecinos, en forma de silueta de ramas desnudas, con una lechuza blanca posada en ella.

Cuando el coche pasó por su lado, Elena lo reconoció: era el Oldsmobile azul de Robert.

Vaya, eso resultaba interesante. Tuvo ganas de seguirle, pero lo impidió el impulso, más fuerte, de echar un vistazo a la casa, de asegurarse de que todo iba bien. La rodeó sigilosamente, examinando las ventanas.

Las cortinas de chintz amarillo de la ventana de la cocina estaban sujetas hacia atrás, mostrando una iluminada sección de la cocina que había al otro lado. Tía Judith cerraba el lavavajillas. «¿Había ido Robert a cenar?», se preguntó Elena.

Tía Judith se dirigió al vestíbulo de la entrada, y Elena se movió con ella, volviendo a rodear la casa. Encontró una rendija en las cortinas de la sala de estar y acercó el ojo con cautela al grueso y ondulado viejo cristal de la ventana. Oyó abrir y cerrar la puerta principal, y luego girar la llave, y a continuación su tía entró en la salita y se sentó en el sofá. Conectó el televisor y empezó a pasar canales ociosamente.

Elena deseó poder ver más que simplemente el perfil de su tía a la luz parpadeante del televisor. Le producía una sensación extraña mirar aquella habitación, sabiendo que sólo podía mirar y no entrar. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde la última vez que reparara en lo bonita que era aquella sala? La vieja estantería de caoba, ocupada por piezas de porcelana y la cristalería, la lámpara Tiffany sobre la mesa junto a tía Judith, los almohadones bordados sobre el sofá… Todo le parecía precioso en aquel momento. De pie en el exterior, sintiendo la liviana caricia de la nieve en el cogote, deseó poder entrar un momento, sólo durante un ratito.

La cabeza de tía Judith se inclinaba hacia atrás, los ojos se cerraban. Elena apoyó la frente contra la ventana y luego se dio la vuelta despacio.

Trepó al membrillo situado frente a su propio dormitorio, pero comprobó decepcionada que las cortinas estaban totalmente echadas. El arce que había frente a la habitación de Margaret era frágil y resultaba más difícil encaramarse a él, pero una vez que consiguió llegar arriba tuvo una buena vista; las cortinas estaban totalmente descorridas. Margaret dormía con el cubrecama subido hasta la barbilla, la boca abierta y los pálidos cabellos extendidos como un abanico sobre la almohada.

«Hola, pequeña», pensó Elena, y se tragó las lágrimas con energía. Era una escena tan inocente y dulce… La luz de la mesita, la niña en la cama, los animales de peluche en las estanterías, vigilándola. Y ahí llegaba una gatita blanca que entraba silenciosamente por la puerta abierta para completar el cuadro, se dijo Elena.

Bola de Nieve saltó sobre la cama de Margaret. La gatita bostezó, mostrando una diminuta lengua rosa, y se desperezó, sacando unas garras en miniatura. Luego caminó delicadamente hasta colocarse sobre el pecho de Margaret.

Algo hizo que Elena sintiera un cosquilleo en la raíz de los cabellos.

No supo si era algún nuevo sentido de cazador o pura intuición, pero repentinamente sintió miedo. Existía peligro en aquella habitación. Margaret estaba en peligro.

La gatita seguía allí, con la cola balanceándose de un lado para otro. Y de improviso Elena comprendió a qué se parecía: a los perros. Miraba igual que había mirado Chelsea a Doug Carson antes de saltar sobre él. Cielos, la ciudad había puesto en cuarentena a los perros, pero nadie había pensado en los gatos.

La mente de Elena trabajaba a toda velocidad, pero no le servía de nada. No eran más que imágenes fugaces de lo que un gato podía hacer con zarpas curvas y dientes afilados como agujas. Y Margaret sencillamente estaba allí tumbada respirando con suavidad, sin percatarse del peligro.

El pelaje de Bola de Nieve empezaba a erizarse, la cola hinchándose como un cepillo de limpiar botellas. Las orejas del animal se aplastaron contra la cabeza y la boca se abrió en un siseo silencioso. Tenía los ojos fijos en la cara de Margaret, tal como Chelsea los había tenido en Doug Carson.

—¡No!

Elena miró desesperada a su alrededor, en busca de algo que arrojar contra la ventana, algo que hiciera ruido. No podía acercarse más; las ramas exteriores del árbol no soportarían su peso.

—¡Margaret, despierta!

Pero la nieve, posándose como un manto a su alrededor, pareció amortiguar las palabras hasta convertirlas en nada. Un gemido sordo y discordante había empezado a brotar de la garganta de Bola de Nieve mientras ésta desviaba los ojos hacia la ventana y luego volvía a posarlos en el rostro de Margaret.

—¡Margaret, despierta! —gritó Elena.

Entonces, justo cuando la gatita echaba hacia atrás una garra curvada, Elena se lanzó contra la ventana.

Más tarde, nunca supo cómo consiguió agarrarse. No había espacio para arrodillarse en el alféizar, pero las uñas se hundieron en la blanda y vieja madera del marco, y la punta de una bota se introdujo en un punto de apoyo abajo. Golpeó contra la ventana con todo el peso del cuerpo, gritando.

—¡Apártate de ella! ¡Despierta, Margaret!

Los ojos de Margaret se abrieron de golpe y se sentó en la cama, empujando a Bola de Nieve hacia atrás. Las zarpas de la gatita se engancharon en los ojetes de la colcha mientras luchaba por enderezarse. Elena volvió a gritar.

—¡Margaret, sal de la cama! ¡Abre la ventana, de prisa!

El rostro de cuatro años de la niña estaba inundado de somnolienta sorpresa, pero no de miedo. Se levantó y avanzó a trompicones hacia la ventana, mientras Elena rechinaba los dientes.

—Eso es. Buena chica… Ahora di: «Entra». ¡Rápido, dilo!

—Entra —dijo Margaret, obediente, pestañeando y dando un paso atrás.

La gatita saltó fuera al mismo tiempo que Elena se dejaba caer dentro. Intentó atrapar al felino, pero éste fue demasiado veloz. Una vez en el exterior, se deslizó por las ramas del arce con zahiriente facilidad y saltó a la nieve, donde desapareció.

Una manita tiraba del suéter de Elena.

—¡Regresaste! —exclamó Margaret, abrazando las caderas de su hermana—. Te he echado de menos.

—Ah, Margaret, yo sí que te he echado de menos… —Empezó a decir Elena, y entonces se quedó totalmente inmóvil. La voz de tía Judith sonaba desde lo alto de la escalera.

—Margaret, ¿estás despierta? ¿Qué sucede ahí?

Elena sólo tuvo un instante para tomar su decisión.

—No le digas que estoy aquí —susurró, cayendo de rodillas—. Es un secreto, ¿comprendes? Di que dejaste salir a la gatita, pero no le digas que estoy aquí.

No había tiempo para nada más. Elena se metió bajo la cama y rezó.

Por debajo del volante que pendía de la cama, contempló cómo los pies cubiertos con calcetines de su tía entraban en la habitación. Apretó el rostro contra las tablas del suelo, sin respirar.

—¡Margaret! ¿Qué haces levantada? Vamos, vuelve a meterte en la cama —dijo la voz de tía Judith, y en seguida la cama crujió con el peso de Margaret, y Elena oyó los ruidos que hacía su tía arreglando los cobertores—. Tienes las manos heladas. ¿Por qué demonios está abierta la ventana?

—La abrí y Bola de Nieve salió —dijo Margaret.

Elena volvió a respirar.

—Y ahora hay nieve por todo el suelo. No puedo creer esto… No vuelvas a abrirla, ¿me oyes?

Se oyeron más ruidos mientras acababa de tapar a la niña, y los pies cubiertos con calcetines volvieron a salir. La puerta se cerró.

Elena culebreó para salir de debajo de la cama.

—Buena chica —susurró mientras Margaret se sentaba en la cama—. Estoy orgullosa de ti. Mañana le dices a tía Judith que tienes que regalar a tu gatita. Dile que te asustó. Sé que no quieres hacerlo… —posó una mano para detener el gemido que estaba a punto de brotar de los labios de la pequeña—, pero tienes que hacerlo. Porque te aseguro que esa gatita te hará daño si te la quedas. No quieres que te hagan daño, ¿verdad?

—No —respondió Margaret, y sus ojos azules se llenaron de lágrimas—. Pero…

—Y tampoco quieres que la gatita haga daño a tía Judith, ¿verdad? Di a tía Judith que no puedes tener ni un gatito, ni un cachorro, ni siquiera un pájaro hasta… Bueno, durante un tiempo. No le digas que yo lo dije; eso sigue siendo nuestro secreto. Dile que tienes miedo debido a lo que sucedió con los perros en la iglesia.

Era mejor, razonó sombríamente Elena, provocarle pesadillas nocturnas a la pequeña que ver cómo una pesadilla se convertía en realidad en el dormitorio.

La boca de Margaret se abrió con expresión entristecida.

—De acuerdo.

—Lo siento, tesoro. —Elena sentó en la cama y la abrazó con fuerza—. Pero así es como tiene que ser.

—Estás fría —dijo Margaret, y luego alzó los ojos hacia el rostro de su hermana—. ¿Eres un ángel?

—Uh… no exactamente.

«Más bien lo contrario», pensó Elena con ironía.

—Tía Judith dijo que fuiste a reunirte con mamá y papá. ¿Los has visto ya?

—Es… es un poco difícil de explicar, Margaret. No los he visto aún, no. Y no soy un ángel, no, pero en cualquier caso voy a ser como tu ángel de la guarda, ¿de acuerdo? Velaré por ti, incluso aunque no puedas verme. ¿De acuerdo?

—De acuerdo. —Margaret jugueteó con sus dedos—. ¿Significa eso que ya no puedes vivir aquí?

Elena paseó la mirada por el dormitorio rosa y blanco, los animales de peluche de las estanterías, el pequeño escritorio y el caballito balancín que en una ocasión había sido suyo y que estaba en el rincón.

—Eso es lo que significa —respondió con suavidad.

—Cuando dijeron que habías ido con mamá y papá, dije que yo también quería ir.

Elena pestañeó con fuerza.

—Ah, pequeña. No ha llegado la hora de que tú vayas, así que no puedes ir. Y tía Judith te quiere mucho y estaría muy sola sin ti.

Margaret asintió, y sus párpados empezaron a cerrarse. Pero mientras Elena volvía a tumbarla en la cama y echaba la colcha sobre ella, la niña hizo una pregunta más:

—Pero ¿es que no me quieres?

—Pues claro que sí. Te quiero tanto… Nunca supe cuánto hasta ahora. Pero yo estaré bien, y tía Judith te necesita más. Y…

Elena tuvo que tomar aire para serenarse, y cuando bajó la mirada vio que los ojos de Margaret estaban cerrados, y la respiración acompasada. La niña dormía.

«Qué estúpida, qué estúpida», pensó Elena, abriéndose paso por entre los montones de nieve hasta el otro lado de la calle Maple. Había dejado pasar la oportunidad de preguntar a Margaret si Robert había ido a cenar. Ahora era demasiado tarde ya.

Robert. Sus ojos se entrecerraron repentinamente. En la iglesia, Robert había estado fuera, y entonces los perros se habían vuelto locos. Y esta noche la gatita de Margaret se había vuelto salvaje… Justo al poco rato de que el coche de Robert saliera por el camino de acceso.

Robert tenía muchas preguntas que responder, se dijo.

Pero la melancolía tiraba de ella, llevándose sus pensamientos, y su mente no hacía más que regresar a la iluminada casa que acababa de abandonar, repasando las cosas que jamás volvería a ver. Todas sus ropas y adornos y joyas… ¿Qué haría tía Judith con ellas? «Ya no poseo nada —pensó—. Soy una indigente.»

«¿Elena?»

Aliviada, Elena reconoció la voz mental y la característica sombra al final de la calle. Apresuró el paso hacia Stefan, que sacó las manos de los bolsillos de la chaqueta y sostuvo las de ella para calentarlas.

—Meredith me contó adónde habías ido.

—Fui a casa —respondió ella.

Eso era todo lo que podía decir, pero mientras se recostaba contra él para hallar consuelo, supo que él la comprendía.

—Busquemos algún lugar donde podamos sentarnos —le dijo Stefan, y se interrumpió lleno de contrariedad.

Todos los lugares a los que habían ido antes eran demasiado peligrosos o le estaban vedados a Elena. La policía todavía tenía el coche de Stefan.

Finalmente se limitaron a ir a la escuela secundaria, donde podían sentarse bajo un saliente de un tejado y contemplar cómo caía la nieve. Elena le contó lo sucedido en la habitación de Margaret.

—Voy a hacer que Meredith y Bonnie extiendan por toda la ciudad la información de que los gatos también pueden atacar. La gente debería saberlo. Y creo que alguien debería vigilar a Robert —concluyó.

—Le seguiremos los pasos —dijo Stefan, y ella no pudo evitar sonreír.

—Es curioso lo muy americano que te has vuelto —comentó—. No había pensado en ello desde hace mucho tiempo, pero cuando llegaste por primera vez resultabas mucho más extranjero. Ahora nadie sabría que no has vivido aquí toda tu vida.

—Nos adaptamos con rapidez. Tenemos que hacerlo —contestó él—. Siempre hay países nuevos, décadas nuevas, situaciones nuevas. Tú te adaptarás también.

—¿Lo haré? —Los ojos de Elena permanecieron fijos en el centelleo de los copos que caían—. No sé…

—Aprenderás con el tiempo. Si hay algo… bueno… respecto a lo que somos, es el tiempo. Tenemos gran cantidad de él, tanta como queramos. Para siempre.

—«Compañeros felices para siempre.» ¿No es eso lo que Katherine os dijo a ti y a Damon? —murmuró Elena.

Pudo percibir cómo se ponía tenso Stefan, cómo se retiraba.

—Ella hablaba de nosotros tres —dijo—. Yo, no.

—Stefan, por favor, no lo hagas, no ahora. Ni siquiera pensaba en Damon, sólo en la eternidad. Me asusta. Todo respecto a esto me asusta, y en ocasiones pienso que simplemente quiero echarme a dormir y no volver a despertar jamás…

Refugiada en sus brazos se sintió segura, y descubrió que sus nuevos sentidos eran sencillamente tan increíbles de cerca como lo eran a distancia. Oía cada latido individual del corazón de Stefan, y el discurrir de la sangre por las venas del muchacho. Y podía oler el propio olor característico de éste mezclado con el aroma de la chaqueta, y la nieve, y la lana de las ropas que llevaba.

—Por favor, confía en mí —murmuró—. Sé que estás enojado con Damon, pero intenta darle una oportunidad. Creo que hay en él más de lo que parece haber. Y quiero su ayuda para encontrar al Otro Poder, y eso es realmente todo lo que quiero de él.

En aquel momento era totalmente cierto. Elena no quería tener nada que ver con la vida del cazador esa noche; la oscuridad no tenía ningún atractivo para ella. Deseó poder estar en casa sentada frente a un buen fuego.

Pero era agradable que la abrazaran de aquel modo, incluso aunque Stefan y ella tuvieran que sentarse sobre la nieve para hacerlo. El aliento de Stefan era cálido cuando le besó la parte posterior del cuello, y no percibió más señales de retraimiento en el cuerpo del muchacho.

Ni ansia, tampoco, o al menos no de la clase que estaba acostumbrada a percibir cuando estaban tan cerca como en aquel momento. Ahora que ella era una cazadora como él, la necesidad era distinta, era una necesidad de estar juntos más que de sustento. No importaba. Habían perdido algo, pero también habían ganado algo. Comprendía a Stefan como no lo había hecho nunca antes. Y su comprensión los unía más, hasta hacer que sus mentes se tocaran, se engranaran casi una con otra. No era el ruidoso parloteo de voces mentales; era una comunión profunda y sin palabras. Como si sus espíritus estuvieran unidos.

—Te amo —dijo Stefan contra su cuello, y ella le aferró con más fuerza.

Comprendió entonces por qué él había temido decirlo durante tanto tiempo. Cuando la idea del mañana te aterraba, era difícil comprometerse, porque uno no quería arrastrar a nadie más con él.

En especial a alguien a quien amaba.

—También yo te amo —se obligó a decir y se recostó, roto su tranquilo estado de ánimo—. ¿E intentarás dar a Damon una oportunidad, por mí? ¿Intentarás trabajar con él?

—Trabajaré con él, pero no confiaré en él. No puedo. Le conozco demasiado bien.

—En ocasiones me pregunto si alguien le conoce en realidad. Muy bien, pues, haz lo que puedas. Quizá podamos pedirle que siga a Robert mañana.

—Seguí a la señora Flowers hoy. —El labio de Stefan se curvó—. Toda la tarde y hasta el anochecer. ¿Y sabes qué hizo?

—¿Qué?

—Tres coladas… En una vieja máquina que parecía como si fuera a explotar en cualquier momento. No tiene secadora, sólo una máquina de escurrir. Está todo abajo, en el sótano. Luego salió fuera y llenó unas dos docenas de comederos para pájaros. Se pasa la mayor parte del tiempo allí abajo. Habla consigo misma.

—Igual que cualquier anciana chiflada —dijo Elena—. De acuerdo; a lo mejor Meredith se equivoca y eso es todo lo que es. —Observó el cambio en su expresión al mencionar el nombre de Meredith y añadió—: ¿Qué sucede?

—Bueno, Meredith tal vez tendrá que explicar también algunas cosas. No le pregunté al respecto; pensé que tal vez sería mejor si procediera de ti. Pero fue a hablar con Alaric Saltzman después de clase hoy. Y no quiso que nadie supiera adónde iba.

El desasosiego hizo acto de presencia en el estómago de Elena.

—¿Y qué?

—Pues que mintió al respecto después de eso… O al menos esquivó el tema. Intenté sondear su mente, pero mis poderes están casi agotados. Y ella es tozuda.

—¡Y tú no tenías derecho! Stefan, escúchame. Meredith jamás nos haría daño o nos traicionaría. Lo que sea que nos oculta…

—De modo que admites que oculta algo.

—Sí —reconoció ella de mala gana—, pero no es nada que vaya a perjudicarnos, estoy segura. Meredith ha sido amiga mía desde el primer año de primaria…

Sin darse cuenta, Elena dejó que la frase se desvaneciera. Pensaba en otra amiga que había sido íntima desde el jardín de infancia, Caroline. La que la semana anterior había intentado destruir a Stefan y humillar a Elena ante toda la ciudad.

¿Y qué era lo que había escrito en el diario de Caroline sobre Meredith? «Meredith no hace nada; se limita a observar. Es como si no pudiera actuar, sólo puede reaccionar a las cosas. Además, he oído a mis padres hablar sobre su familia…, no me sorprende que nunca la mencione

Los ojos de Elena abandonaron el paisaje nevado para buscar el rostro de Stefan, que aguardaba.

—No importa —dijo en voz baja—. Conozco a Meredith y confío en ella. Confiaré en ella hasta el final.

—Espero que sea digna de ello, Elena —contestó él—. Realmente, lo espero.