5

«El doctor Feinberg», pensó Elena frenética, intentando retorcerse para mirar y apretujarse simultáneamente contra las sombras. Pero no fue el rostro menudo y aguileño del doctor el que apareció ante sus ojos. Fue un rostro con facciones tan delicadas como las de una moneda o un medallón romanos y con unos ojos verdes angustiados. El tiempo se quedó detenido por un momento, y a continuación Elena estaba en sus brazos.

—Ah, Stefan. Stefan…

Sintió cómo el cuerpo del muchacho se quedaba rígido por el sobresalto y cómo la sujetaba mecánicamente, ligeramente, como si fuera una desconocida que le había confundido con otra persona.

—Stefan —repitió ella con desesperación, hundiendo el rostro en su hombro mientras intentaba conseguir alguna reacción.

No podría soportar que él la rechazara; si él la odiaba ahora, ella se moriría…

Con un gemido, intentó estar aún más pegada a él, deseó fusionarse por completo con él, desaparecer en su interior. «Ah, por favor —pensó—, ah, por favor, ah, por favor…»

—Elena, Elena, todo va bien; te tengo cogida.

Le siguió hablando, repitiendo tonterías cariñosas pensadas para tranquilizarla, a la vez que le acariciaba los cabellos. Y ella pudo percibir el cambio cuando los brazos del muchacho la estrecharon con más fuerza. Él sabía a quién abrazaba en aquellos momentos. Por vez primera desde que despertara ese día, Elena se sintió a salvo. No obstante, transcurrió un buen rato antes de que pudiera aflojar las manos con las que le sujetaba, aunque sólo fuera ligeramente. No lloraba; jadeaba presa del pánico.

Por fin, sintió que el mundo empezaba a consolidarse a su alrededor. No se soltó, sin embargo, aún no. Simplemente permaneció allí durante un sinfín de minutos con la cabeza sobre su hombro, absorbiendo el consuelo y la seguridad de su cercanía.

Luego alzó la cabeza para mirarle a los ojos.

Al pensar en Stefan a primeras horas de aquel día, había pensado en cómo podría ayudarla él. Su intención había sido preguntarle, suplicarle que la salvara de aquella pesadilla, que hiciera que fuese como había sido antes. Pero en aquel momento, mientras la miraba, sintió que una extraña resignación desesperanzada fluía por ella.

—No hay nada que se pueda hacer, ¿verdad? —inquirió con voz muy queda.

Él no fingió ignorar lo que quería decir.

—No —respondió en voz igualmente queda.

Elena sintió como si hubiese dado algún paso definitivo al otro lado de una línea invisible y no hubiera marcha atrás. Cuando pudo volver a hablar, dijo:

—Lamento el modo en que actué contigo en el bosque. No sé por qué hice esas cosas. Recuerdo haberlas hecho, pero no consigo recordar por qué.

—¿Que tú lo lamentas? —La voz del muchacho temblaba—. Elena, después de todo lo que te he hecho, de todo lo que te ha sucedido debido a mí… —No pudo terminar y se aferraron el uno al otro.

—Muy conmovedor —dijo una voz desde la escalera—. ¿Queréis que imite a un violín?

La calma de Elena se hizo añicos, y el miedo serpenteó por su riego sanguíneo. Había olvidado la hipnótica intensidad de Damon y sus ardientes ojos oscuros.

—¿Cómo llegaste aquí? —inquirió Stefan.

—Del mismo modo que tú, supongo. Atraído por la llameante señal luminosa de la aflicción de Elena.

Damon estaba realmente enojado; Elena se dio cuenta de ello. No simplemente molesto o incomodado, sino presa de cólera y hostilidad al rojo vivo.

Pero había sido gentil con ella cuando se había mostrado confusa e irracional. La había llevado a un lugar donde albergarse; la había mantenido a salvo. Y no la había besado mientras ella se encontraba en aquel horripilante estado de vulnerabilidad. Había sido… amable con ella.

—Por cierto, algo sucede ahí abajo —comentó Damon.

—Lo sé; es Bonnie otra vez —dijo Elena, soltando a Stefan y retrocediendo.

—No me refiero a eso, sino a lo que ocurre en el exterior.

Sobresaltada, Elena le siguió escaleras abajo hasta el primer recodo, donde había una ventana que daba al aparcamiento. Sintió a Stefan detrás de ella mientras miraba hacia abajo, a la escena que se desarrollaba a sus pies.

Un montón de gente había salido de la iglesia y formaba una sólida falange en el extremo del aparcamiento, sin avanzar más. Frente a ellos, en el aparcamiento mismo, había una reunión igualmente grande de perros.

Parecían dos ejércitos cara a cara. No obstante, lo que resultaba inquietante era que ambos grupos estaban totalmente inmóviles. Las personas parecían paralizadas, y los perros parecían aguardar algo.

Elena vio a los perros primero según sus distintas razas. Había perros pequeños, como corgis de rostro afilado, terriers de sedoso pelaje castaño y negro y un lhasa apso con una larga melena dorada. Había perros de tamaño mediano, como springer spaniels y aireadles y un hermoso samoyedo blanco como la nieve. Y había perros grandes: un rottweiler fornido con la cola cortada, un lebrel gris que jadeaba y un schnauzer gigante, totalmente negro. A continuación empezó a reconocerlos individualmente.

—Aquél es el boxer del señor Grunbaum, y ahí está el pastor alemán de los Sullivan. Pero ¿qué les sucede?

La gente, en un principio inquieta, parecía ahora asustada. Se mantenía hombro con hombro, sin que nadie quisiera abandonar la primera línea y acercarse más a los animales.

Y sin embargo, los perros en realidad no hacían nada, simplemente estaban sentados o de pie, algunos con las lenguas colgando con un suave balanceo. Lo extraño, no obstante, era lo inmóviles que estaban, se dijo Elena. Cada movimiento diminuto, como la más imperceptible crispación de la cola o las orejas, parecía enormemente exagerado. Y no se veían colas en movimiento, ni signos amistosos. Simplemente… aguardaban.

Robert estaba más o menos en la parte posterior del grupo de gente. A Elena le sorprendió verle, pero por un momento no se le ocurrió el motivo. Luego comprendió que era debido a que no había estado en la iglesia. Mientras ella observaba, él se apartó más del grupo y desapareció bajo el saliente situado por debajo de donde estaba Elena.

—¡Chelsea! Chelsea

Alguien había abandonado la primera fila por fin. Era Douglas Carson, advirtió Elena, el hermano mayor, casado, de Sue Carson. Había penetrado en la tierra de nadie situada entre los perros y las personas, con una mano ligeramente extendida…

Un springer spaniel de orejas largas que parecían de raso marrón volvió la cabeza. El blanco tocón que era la cola se estremeció levemente, inquisitivo, y el hocico castaño y blanco se alzó. Pero la perra no se acercó al joven.

Doug Carson dio otro paso.

Chelsea… buena chica. Ven aquí, Chelsea. ¡Ven! —Chasqueó los dedos.

—¿Qué percibes de esos perros de ahí abajo? —murmuró Damon.

Stefan movió negativamente la cabeza sin apartar la mirada de la ventana.

—Nada —dijo en tono sucinto.

—Tampoco yo. —Los ojos de Damon estaban entrecerrados, la cabeza ladeada hacia atrás, evaluadora, aunque los dientes levemente al descubierto le recordaron a Elena los del lebrel—. Pero deberíamos poder hacerlo, ya lo sabes. Deberían tener algunas emociones que pudiéramos captar. En lugar de ello, cada vez que intento sondearlos es como chocar contra una pared blanca sobre blanco.

Elena deseó poder saber de qué hablaban.

—¿Qué quieres decir con «sondearlos»? —preguntó—. Son animales.

—Las apariencias pueden ser engañosas —repuso Damon en tono irónico, y Elena pensó en los reflejos en forma de arco iris en las plumas del cuervo que la había seguido desde el primer día de escuela. Si miraba con atención, podía ver aquellos mismos reflejos de arco iris en el sedoso cabello de Damon.

»Pero los animales poseen emociones, en cualquier caso. Si tus poderes son lo bastante fuertes, puedes examinar sus mentes.

«Y mis poderes no lo son», pensó Elena. La sobresaltó la punzada de envidia que la recorrió. Apenas unos pocos minutos antes había estado aferrada a Stefan, deseando frenéticamente deshacerse de cualquier clase de poderes que tuviera, deseando volver a ser como antes. Y ahora deseaba que fueran más potentes. Damon siempre tenía un efecto extraño sobre ella.

—Puede que yo no sea capaz de sondear a Chelsea, pero no creo que Doug deba acercarse más —dijo en voz alta.

Stefan había estado mirando fijamente por la ventana, con el entrecejo fruncido, y ahora asintió levemente, pero con una repentina sensación de urgencia.

—Tampoco yo —dijo.

—Vamos, Chelsea, sé una buena chica. Ven aquí.

Doug Carson casi había alcanzado la primera fila de perros. Todos los ojos, humanos y caninos, estaban fijos en él, e incluso movimientos tan diminutos como pequeños temblores habían parado. De no haber visto Elena cómo los costados de uno o dos perros se hundían e hinchaban al respirar, podría haber pensado que todo el grupo era una exhibición gigante de un museo.

Doug se había detenido. Chelsea le observaba desde detrás del corgi y el samoyedo. Doug chasqueó la lengua. Alargó la mano, vaciló, y luego la alargó más.

—No —dijo Elena.

La muchacha contemplaba fijamente los flancos lustrosos del rottweiler. Se hundían y se hinchaban, se hundían y se hinchaban.

—Stefan, influéncialo. Sácalo de ahí. —Sí.

Vio cómo su mirada se desenfocaba debido a la concentración. Luego, Stefan sacudió negativamente la cabeza, exhalando como alguien que ha intentado levantar algo demasiado pesado.

—No lo consigo; estoy agotado. No puedo hacerlo desde aquí.

Abajo, los labios de Chelsea se echaron hacia atrás para mostrar los dientes. La aireadle roja y dorada se puso en pie con un movimiento de suma elegancia, como si tiraran de ella unos hilos. Los cuartos traseros del rottweiler se contrajeron.

Y entonces saltaron. Elena no vio cuál de los perros fue el primero; parecieron moverse juntos como una enorme ola. Media docena de ellos cayeron sobre Doug Carson con fuerza suficiente para derribarlo de espaldas, y éste desapareció bajo sus cuerpos amontonados.

El aire se llenó de un ruido infernal, desde aullidos metálicos que hacían tintinear las vigas de la iglesia y produjeron a Elena un dolor de cabeza instantáneo hasta guturales gruñidos continuados que ella sintió más que escuchó. Los perros desgarraban ropa, gruñían, se abalanzaban, mientras la multitud se desperdigaba y chillaba.

Elena pudo ver a Alaric Saltzman en el extremo del aparcamiento, el único allí que no corría. Estaba de pie muy rígido, y le pareció ver que movía los labios y las manos.

En todos los demás lugares era el caos. Alguien había conseguido una manguera y la dirigía contra el grueso de la jauría, pero no causaba ningún efecto. Los perros parecían haber enloquecido. Cuando Chelsea alzó el hocico castaño y blanco del cuerpo de su amo, lo tenía teñido de rojo.

El corazón de Elena latía de tal modo que la muchacha apenas podía respirar.

—¡Necesitan ayuda! —gritó justo cuando Stefan se apartaba violentamente de la ventana y marchaba escaleras abajo, bajándolas de dos en dos y de tres en tres.

Elena había descendido la mitad de la escalera también ella cuando reparó en dos cosas: Damon no la seguía, y ella no podía dejarse ver.

Lo cierto era que no podía. La histeria que provocaría, las preguntas, el miedo y el odio una vez que respondiera a las preguntas… Algo que discurría más profundamente que la compasión, la lástima o la necesidad de ayudar tiró de ella hacia atrás, aplastándola contra la pared.

En el poco iluminado y fresco interior de la iglesia distinguió una bulliciosa bolsa de actividad. La gente corría a toda velocidad de un lado para otro, chillando. El doctor Feinberg, el señor McCullough, el reverendo Bethea. El punto inmóvil del círculo era Bonnie, tumbada sobre un banco y con Meredith, tía Judith y la señora McCullough inclinadas sobre ella. «Algo maligno», gimoteaba, y entonces la cabeza de tía Judith se alzó, girando en dirección a Elena.

Elena se escabulló escaleras arriba tan rápido como pudo, rezando para que su tía no la hubiese visto. Damon estaba junto a la ventana.

—No puedo bajar ahí. ¡Creen que estoy muerta!

—Vaya, recordaste eso. Bien por ti.

—Si el doctor Feinberg me examina, sabrá que algo no va bien. Bueno, ¿lo sabrá? —exigió con ferocidad.

—Pensará que eres un espécimen interesante, ya lo creo.

—Entonces no puedo ir. Pero tú sí puedes. ¿Por qué no haces algo?

Damon siguió mirando por la ventana y sus cejas se alzaron.

—¿Por qué?

—¿Que por qué? —La gran preocupación y la sobreexcitación de Elena alcanzaron el punto álgido y casi le abofeteó—. ¡Porque necesitan ayuda! Porque tú puedes ayudar. ¿Es que no te importa nada aparte de ti mismo?

Damon lucía su máscara más inescrutable, la expresión de educada inquisición que había lucido cuando se invitó a casa de Elena para cenar. Pero ella sabía que debajo de aquella máscara estaba furioso, furioso por haberles encontrado a Stefan y a ella juntos. La atormentaba a propósito y con salvaje regocijo.

Y ella no podía evitar reaccionar de aquel modo, con una cólera frustrada e impotente. Fue a por él, y él la sujetó por las muñecas y la mantuvo a distancia, taladrándole los ojos con la mirada. La sobresaltó oír el sonido que surgió de sus propios labios entonces; era un siseo que parecía más felino que humano. Reparó en que tenía los dedos curvados como garras.

«¿Qué estoy haciendo? ¿Atacarle porque no quiere defender a la gente de los perros que la están atacando? ¿Qué sentido tiene eso?» Respirando con dificultad, relajó las manos y se humedeció los labios. Retrocedió y él la soltó.

Hubo un largo momento mientras se miraban uno a otro.

—Voy a bajar —anunció Elena en voz queda, y se dio la vuelta.

—No.

—Necesitan ayuda.

—De acuerdo, entonces, maldita seas. —Jamás había oído la voz de Damon sonar tan queda y furiosa—. Yo… —se interrumpió, y Elena, volviéndose rápidamente, le vio estrellar un puño contra la repisa de la ventana, haciendo vibrar el cristal.

Pero la atención de Damon estaba puesta en el exterior, y su voz volvía a estar perfectamente serena cuando dijo con tono seco:

—La ayuda ha llegado.

Eran los bomberos. Sus mangueras eran mucho más potentes que la manguera del jardín, y los chorros de agua a presión empujaron hacia atrás a los perros con su terrible potencia. Elena vio a un alguacil de policía con una arma y se mordió el interior de la mejilla cuando él apuntó y ajustó la mira. Se escuchó un chasquido, y el schnauzer gigante cayó abatido. El alguacil volvió a apuntar.

Finalizó rápidamente después de eso. Varios perros corrían ya, huyendo de la descarga de agua, y con el segundo chasquido de la pistola, muchos más abandonaron la jauría y marcharon hacia los extremos del aparcamiento. Era como si el propósito que los había guiado los hubiera soltado a todos a la vez. Elena sintió una oleada de alivio al ver a Stefan de pie, ileso, en medio de la desbandada, empujando a un golden retriever de aspecto aturdido lejos de la figura de Doug Carson. Chelsea dio un paso a hurtadillas hacia su amo y le miró a la cara dejando caer cabeza y cola.

—Todo terminó —anunció Damon.

Sonó sólo levemente interesado, pero Elena le miró con viveza. «De acuerdo, entonces, maldita seas, yo… ¿qué?» ¿Qué había estado a punto de decir? Él no estaba de humor para decírselo, pero ella sí estaba de humor para insistir.

—Damon… —Posó una mano sobre su brazo.

Él se quedó rígido, luego se volvió hacia ella.

—¿Bien?

Por un segundo permanecieron mirándose el uno al otro, y entonces se escucharon pasos en la escalera. Stefan había regresado.

—Stefan… estás herido —dijo ella parpadeando, repentinamente desorientada.

—Estoy perfectamente. —Se limpió la sangre de la mejilla con una manga hecha jirones.

—¿Cómo está Doug? —preguntó Elena, tragando saliva.

—No lo sé. Está herido. Hay mucha gente herida. Ésa ha sido la cosa más extraña que he visto jamás.

Elena se apartó de Damon y subió por la escalera para entrar en la galería del coro. Sentía que debía pensar, pero le martilleaba la cabeza. La cosa más extraña que Stefan había visto jamás…, eso era decir mucho. Algo extraño ocurría en Fell's Church.

Alcanzó la pared tras la última hilera de asientos y posó una mano sobre ella, dejándose resbalar hasta quedar sentada en el suelo. Las cosas parecían a la vez confusas y aterradoramente claras. Algo extraño ocurría en Fell's Church. El día de la fiesta de los fundadores habría jurado que no le importaba nada el pueblo o la gente que vivía allí. Pero en aquel momento sabía que no era así. Mientras bajaba la vista para contemplar el funeral, había empezado a pensar que tal vez sí le importaba. Y luego, cuando los perros habían atacado en el exterior, lo había sabido. Se sentía de algún modo responsable de la ciudad, de un modo como no se había sentido nunca.

Su anterior sentimiento de desconsuelo y soledad habían quedado a un lado por el momento. Ahora había algo más importante que sus propios problemas. Y se aferró a aquel algo, porque lo cierto era que en realidad era incapaz de lidiar con su propia situación. No, realmente, realmente no podía…

Oyó el medio sollozo jadeado que emitió entonces, y al alzar los ojos vio a Stefan y a Damon en la galería del coro, mirándola. Sacudió ligeramente la cabeza, apoyando una mano contra ella, sintiendo como si saliera de un sueño.

—¿Elena…?

Fue Stefan quien habló, pero Elena se dirigió al otro hermano.

—Damon —dijo con voz insegura—, si te pregunto algo, ¿me dirás la verdad? Sé que tú no me perseguiste hasta tirarme del puente Wickery. Pude percibir lo que fuese que era, y era diferente. Pero quiero preguntarte esto: ¿fuiste tú quien arrojó a Stefan al viejo pozo de Franchet hace un mes?

—¿A un pozo?

Damon se recostó contra la pared opuesta, con los brazos cruzados sobre el pecho; parecía educadamente incrédulo.

—La noche de Halloween, la noche que mataron al señor Tanner. Después de que te aparecieras por primera vez a Stefan en el bosque. Me dijo que te dejó en el claro y empezó a andar hacia el coche, pero que alguien le atacó antes de que lo alcanzara. Cuando despertó, estaba atrapado en el pozo, y habría muerto allí si Bonnie no nos hubiese conducido hasta él. Siempre asumí que fuiste tú quien lo atacó. Él siempre asumió que fuiste tú quien lo hizo. Pero ¿fuiste tú?

El labio de Damon se curvó, como si no le gustara la exigente intensidad de su pregunta. Paseó la mirada de ella a Stefan con ojos entrecerrados y burlones. El momento se prolongó hasta tal punto que Elena tuvo que clavarse las uñas en las palmas de las manos por la tensión. Entonces Damon se encogió levemente de hombros y miró a un punto indeterminado situado algo más allá.

—Lo cierto es que no —contestó.

Elena soltó el aire que había retenido.

—¡No puedes creer eso! —estalló Stefan—. No puedes creer nada de lo que diga.

—¿Por qué tendría que mentir? —replicó Damon, disfrutando a todas luces al ver que Stefan perdía el control—. Admito sin reparos haber matado a Tanner. Bebí su sangre hasta que se arrugó como una ciruela pasa. Y no me importaría hacer lo mismo contigo, hermano. Pero ¿un pozo? No es precisamente mi estilo.

—Te creo —dijo Elena.

Su mente pensaba frenéticamente. Volvió la cabeza hacia Stefan.

—¿No lo percibes? Hay algo más aquí, en Fell's Church, algo que podría no ser humano siquiera…, que podría no haber sido nunca humano, quiero decir. Algo que me dio caza, que empujó mi coche fuera del puente. Algo que hizo que esos perros atacaran a la gente. Alguna fuerza terrible que hay aquí, algo maligno… —Su voz se apagó, y miró más allá, hacia el interior de la iglesia donde había visto tumbada a Bonnie—. Algo maligno… —repitió en voz baja.

Un viento frío pareció soplar dentro de ella, y se acurrucó contra sí misma, sintiéndose vulnerable y sola.

—Si buscas maldad —indicó Stefan con voz dura—, no tienes que mirar muy lejos.

—No seas más estúpido de lo que puedas evitar ser —dijo Damon—. Te dije hace cuatro días que otra persona había matado a Elena. Y dije que iba a encontrar a ese alguien y a ocuparme de él. Y voy a hacerlo. —Descruzó los brazos y se irguió—. Vosotros dos podéis continuar con esa conversación privada que teníais cuando os interrumpí.

—Damon, espera.

Elena no había podido evitar el escalofrío que la recorrió cuando él dijo «matado». «No pueden haberme matado; sigo aquí», pensó alocadamente, sintiendo que el pánico volvía a crecer en su interior. Pero en ese momento apartó el pánico a un lado para hablarle a Damon.

—Lo que sea esa cosa, es fuerte —dijo—. Lo sentí cuando iba tras de mí, y parecía llenar todo el cielo. No creo que ninguno de nosotros tuviera la menor posibilidad contra ella solo.

—¿Así pues?

—Así pues… —Elena no había tenido tiempo de ordenar sus pensamientos hasta aquel punto; se movía puramente por instinto, por intuición. Y la intuición le decía que no dejara marchar a Damon—. Así pues… creo que los tres deberíamos permanecer juntos. Creo que tenemos mayor probabilidad de encontrarla y ocuparnos de ella juntos que por separado. Y a lo mejor podemos detenerla antes de que lastime o… o mate… a alguien más.

—Francamente, querida, me importa un comino cualquier otra persona —repuso Damon en tono encantador; luego le dedicó otra de sus gélidas sonrisas relámpago—. Pero ¿estás sugiriendo que ésa es tu elección? Recuerda, acordamos que cuando razonaras mejor efectuarías una.

Elena le miró con fijeza. Desde luego que no era su elección, si lo decía desde el punto de vista romántico. Lucía el anillo que Stefan le había dado; ella y Stefan se pertenecían el uno al otro.

Pero entonces recordó algo más; fue sólo algo fugaz: alzar los ojos hacia Damon en el bosque y sentir tal… tal excitación, tal afinidad con él. Como si él comprendiera la llama que ardía en su interior como nadie podría hacerlo jamás. Como si juntos pudieran hacer cualquier cosa que quisieran, conquistar el mundo o destruirlo; como si fueran mejores que nadie que hubiera vivido jamás.

«Estaba desquiciada, irracional», se dijo, pero aquel pequeño recuerdo fugaz no quería desaparecer.

Y a continuación recordó algo más: el modo en que Damon había actuado más tarde aquella noche, cómo la había mantenido a salvo e incluso había sido amable con ella.

Stefan la miraba, y su expresión había cambiado de belicosidad a amarga cólera y miedo. Una parte de ella quería tranquilizarle por completo, rodearle con los brazos y decirle que era suya y siempre lo sería y que nada más importaba. Ni la ciudad, ni Damon, ni nada.

Pero no lo hacía. Porque otra parte de su ser decía que la ciudad sí importaba. Y porque otra parte más estaba simplemente confundida de un modo terrible, terrible. Tan confundida…

Sintió que un terrible temblor se iniciaba en lo más profundo de su ser, y luego descubrió que no podía detenerlo. Una sobrecarga emocional, se dijo, y hundió la cabeza en las manos.