3

Elena y Damon esperaban en el cuarto oscuro. Stefan percibió su presencia en el pequeño anexo cuando empujó la puerta que daba al aula de fotografía y condujo a Matt al interior.

—Se supone que estas puertas deberían estar cerradas —dijo Matt mientras Stefan pulsaba el interruptor de la luz.

—Lo estaban —respondió Stefan, sin saber qué otra cosa decir para preparar a Matt para lo que se avecinaba. Nunca hasta entonces se había dado a conocer deliberadamente a un humano.

Se quedó de pie, callado, hasta que Matt se dio la vuelta y le miró. El aula estaba fría y silenciosa, y el aire parecía flotar pesadamente. Mientras el momento se alargaba, vio cómo la expresión de Matt cambiaba lentamente del aturdimiento producido por el dolor al desconcierto.

—No comprendo —dijo Matt.

—Ya sé que no comprendes.

Siguió mirando al muchacho, dejando caer a propósito las barreras que ocultaban sus poderes a la percepción humana. Vio la reacción en el rostro de Matt a medida que la inquietud pasaba a transformarse en miedo. Matt pestañeó y sacudió la cabeza, a la vez que su respiración se aceleraba.

—¿Qué…? —empezó a decir con voz áspera.

—Probablemente hay un gran número de cosas que te has preguntado respecto a mí —indicó Stefan—. Por qué llevo gafas de sol cuando la luz es intensa. Por qué no como. Por qué mis reflejos son tan rápidos.

Matt le daba ahora la espalda al cuarto oscuro. Su garganta se movía espasmódicamente, como si estuviera intentando tragar saliva. Stefan, con sus sentidos de depredador, podía oír cómo el corazón del muchacho latía con un sonido sordo.

—No —respondió Matt.

—Sin duda debes de haber sentido curiosidad. Tienes que haberte preguntado qué me hace tan diferente de todos los demás.

—No. Quiero decir… No me importa. Me mantengo alejado de cosas que no son asunto mío.

Matt se iba acercando poco a poco a la puerta, los ojos dirigiéndose raudos hacia ella en un movimiento apenas perceptible.

—No lo hagas, Matt. No quiero hacerte daño, pero no puedo dejar que te vayas ahora.

Percibía necesidad apenas contenida emanando de Elena desde su escondite. «Aguarda», le dijo mentalmente.

Matt se quedó inmóvil, abandonando cualquier intento de alejarse.

—Si quieres asustarme, lo has conseguido —observó en voz queda—. ¿Qué más quieres?

«Ahora», indicó Stefan a Elena, y a Matt le dijo:

—Date la vuelta.

Matt se volvió. Y ahogó un grito.

Elena estaba allí de pie, pero no la Elena de aquella tarde, cuando Matt la había visto por última vez. Ahora los pies estaban descalzos bajo el dobladillo del largo vestido, y los finos pliegues de muselina blanca que se pegaban a su cuerpo estaban incrustados de cristales de hielo que centelleaban bajo la luz. La tez, siempre blanca, tenía un extraño lustre invernal, y los cabellos de un dorado pálido parecían recubiertos con un resplandor plateado. Pero la auténtica diferencia estaba en el rostro. Aquellos ojos de un azul profundo estaban entrecerrados, parecían casi adormilados, y a la vez anormalmente despiertos. Y una expresión de sensual expectación y hambre serpenteaba por sus labios. Estaba más hermosa de lo que había sido en vida, pero era una belleza aterradora.

Mientras Matt la miraba fijamente, paralizado, Elena sacó la rosada lengua y se lamió los labios.

—Matt —dijo, deteniéndose un largo rato en la primera consonante del nombre, y a continuación sonrió.

Stefan oyó cómo Matt inhalaba profundamente con incredulidad, y el casi sollozo que profirió cuando finalmente retrocedió ante ella.

«No pasa nada», dijo, enviando el pensamiento a Matt en una oleada de poder. Cuando Matt se volvió violentamente hacia él, con los ojos desorbitados por la conmoción, añadió:

—Así que ahora ya lo sabes.

La expresión de Matt decía que no quería saber, y Stefan vio la negativa en su rostro. Pero Damon salió para colocarse junto a Elena y se movió un poco a la derecha, añadiendo su presencia a la cargada atmósfera de la habitación.

Matt estaba rodeado. Los tres se cernieron sobre él, inhumanamente hermosos, amenazadores de un modo innato.

Stefan olía el miedo del muchacho. Era el miedo impotente del conejo ante el zorro, del ratón ante el buho. Y Matt tenía motivos para estar asustado. Ellos eran la especie cazadora; él era la presa. Su ocupación en la vida era matarlo.

Y justo en aquel momento los instintos se estaban descontrolando. El instinto de Matt era dejarse llevar por el pánico y huir, y ello estaba desencadenando reflejos en la cabeza de Stefan. Cuando la presa huía, el depredador le daba caza; era así de sencillo. Los tres depredadores que había allí estaban excitados, a punto de saltar, y Stefan sintió que no podía hacerse responsable de las consecuencias si Matt echaba a correr.

«No queremos hacerte daño —le dijo al muchacho—. Es Elena quien te necesita, y lo que necesita no te causará un daño permanente. Ni siquiera tiene que doler, Matt.» Pero los músculos de Matt todavía estaban tensados para huir, y Stefan se dio cuenta de que los tres lo estaban acosando, acercándose más, listos para atajar cualquier huida.

«Dijiste que harías cualquier cosa por Elena», le recordó a Matt con desesperación, y le vio efectuar su elección.

El muchacho soltó aire, y la tensión desapareció de su cuerpo.

—Tienes razón, lo hice —murmuró, e hizo acopio de valor de un modo muy visible antes de proseguir—. ¿Qué necesita?

Elena se inclinó al frente y posó un dedo en el cuello de Matt, siguiendo con él las flexibles protuberancias de una arteria.

—Ésa no —se apresuró a indicar Stefan—. No quieres matarle, ¿verdad? Díselo, Damon.

Como su hermano no realizó ningún esfuerzo por hacerlo, añadió: «Díselo».

—Prueba aquí, o aquí.

Damon señaló los puntos con aséptica eficiencia, sosteniendo en alto la barbilla de Matt. Era lo bastante fuerte para que Matt no pudiera liberarse de su mano, y Stefan notó que el pánico del joven volvía a brotar.

«Confía en mí, Matt. —Fue a colocarse detrás del muchacho—. Pero tiene que ser tu elección —finalizó, repentinamente abrumado por la compasión—. Puedes cambiar de idea.»

Matt vaciló y luego masculló:

—No. Todavía quiero ayudar. Quiero ayudarte, Elena.

—Matt —susurró ella, con los ojos azules como alhajas, enmarcados por espesas pestañas, fijos en él.

Luego descendieron lentamente hacia la garganta y los labios se abrieron ansiosos. No había ni rastro de la indecisión que había mostrado cuando Damon sugirió que se alimentara de los enfermeros.

—Matt.

Elena volvió a sonreír, y luego atacó, veloz como una ave de caza.

Stefan posó una mano extendida en la espalda de Matt para proporcionarle sostén. Por un instante, cuando los dientes de Elena perforaron la piel, Matt intentó retroceder, pero Stefan le envió un veloz mensaje mental. «No luches contra ello, eso es lo que provoca el dolor.»

Mientras Matt intentaba relajarse, una ayuda inesperada llegó por parte de Elena, que irradiaba los felices pensamientos de un lobezno al ser alimentado. Había dado con la técnica correcta para morder en el primer intento en esa ocasión, y se sentía inundada de orgullo inocente y satisfacción creciente a medida que las agudas punzadas del hambre se mitigaban. Y de agradecimiento hacia Matt, advirtió Stefan, con un repentino ataque de celos. Elena no odiaba a Matt ni quería matarle, porque él no representaba ninguna amenaza para Damon. Sentía afecto por Matt.

Stefan le permitió tomar tanta como era seguro, y luego intervino. «Es suficiente, Elena. No querrás hacerle daño.» Pero fueron necesarios los esfuerzos combinados de él mismo, Damon y un más bien vacilante Matt para conseguir desasirla.

—Ahora necesita descansar —indicó Damon—. Me la llevo a algún lugar donde lo pueda hacer sin correr peligro.

No se lo preguntaba a Stefan; se lo estaba diciendo.

Mientras marchaban, su voz mental añadió, sólo para los oídos de Stefan: «No he olvidado el modo en que me atacaste, hermano. Hablaremos sobre eso más tarde».

Stefan los siguió con la mirada. Había advertido el modo en que los ojos de Elena permanecían clavados en los de Damon, cómo le seguía sin hacer preguntas. Pero ahora ella estaba fuera de peligro; la sangre de Matt le había proporcionado las energías que necesitaba. Eso era todo lo que Stefan tenía para aferrarse, y se dijo que era todo lo que importaba.

Volvió la cabeza para examinar la expresión aturdida de Matt. El chico humano se había dejado caer en una de las sillas de plástico y miraba directamente al frente.

Entonces sus ojos se alzaron hacia los de Stefan, y ambos se contemplaron con expresión lúgubre.

—Así pues —dijo Matt—, ahora lo sé. —Sacudió la cabeza, desviándola ligeramente—. Pero sigo sin poder creerlo —farfulló. Presionó los dedos con cautela sobre el costado del cuello e hizo una mueca—. Excepto por esto. —Luego frunció el entrecejo—. Ese tipo… Damon. ¿Quién es?

—Mi hermano mayor —respondió Stefan sin emoción—. ¿Cómo conoces su nombre?

—Estaba en casa de Elena la semana pasada. La gatita le bufó —Matt hizo una pausa, recordando a todas luces algo más—, y Bonnie sufrió alguna especie de ataque de videncia.

—¿Tuvo una precognición? ¿Qué dijo? —Dijo… dijo que la muerte estaba en la casa. Stefan miró a la puerta por la que Damon y Elena habían marchado.

—Tenía razón.

—Stefan, ¿qué sucede? —Una nota de súplica surgía en la voz de Matt—. Todavía no lo comprendo. ¿Qué le ha sucedido a Elena? ¿Va a ser así para siempre? ¿No hay nada que podamos hacer?

—¿Ser cómo? —inquirió Stefan con brutalidad—. ¿Una criatura desorientada? ¿Una vampira?

Matt desvió la mirada.

—Las dos cosas.

—En cuanto a la primera, puede que se torne más racional ahora que se ha alimentado. Eso es lo que Damon piensa, en cualquier caso. En cuanto a lo otro, sólo existe una cosa que puedas hacer para cambiar su estado. —Mientras los ojos de Matt se iluminaban esperanzados, Stefan prosiguió—: Puedes conseguir una estaca de madera y clavársela en el corazón. Entonces ya no será una vampira. Estará simplemente muerta.

Matt se puso en pie y fue a la ventana.

—No la matarías, no obstante, porque eso ya ha sucedido. Se ahogó en el río, Matt. Pero debido a que tenía en su interior suficiente sangre mía… —hizo una pausa para tranquilizar la voz— y al parecer, de mi hermano, se transformó en lugar de limitarse a morir. Despertó convertida en una cazadora como nosotros. Eso es lo que será a partir de ahora.

Con la espalda todavía girada, Matt respondió:

—Siempre supe que había algo en ti. Me decía que se debía simplemente a que eras de otro país. —Volvió a menear la cabeza en autodesaprobación—. Pero en lo más profundo sabía que era más que eso. Y algo de todos modos siguió diciéndome que podía confiar en ti, y lo hice.

—Como cuando me acompañaste a buscar verbena.

—Sí, como entonces —añadió—: ¿Puedes decirme ahora para qué demonios era?

—Para la protección de Elena. Quería mantener a Damon apartado de ella. Pero parece que no era eso precisamente lo que ella quería, después de todo. —No pudo evitar la amargura, la cruda traición, en su tono de voz.

—No la juzgues antes de conocer todos los hechos, Stefan —indicó Matt, volviéndose—. Ésa es una cosa que he aprendido.

Stefan se sobresaltó; luego mostró una leve sonrisa sin humor. Como ex novios de Elena, Matt y él estaban en la misma posición en aquel momento. Se preguntó si se mostraría tan condescendiente al respecto como lo había sido el muchacho. Si aceptaría la derrota como un caballero.

No lo creía.

En el exterior había empezado a dejarse oír un sonido. Era inaudible a los oídos humanos, y Stefan casi hizo caso omiso de él… Hasta que las palabras atravesaron su conciencia.

Entonces recordó lo que había hecho en aquella misma escuela apenas unas horas antes. Hasta aquel momento se había olvidado por completo de Tyler Smallwood y sus amigos matones.

Ahora aquel recuerdo había vuelto; vergüenza y horror le hicieron un nudo en la garganta. Había estado desquiciado de dolor por lo sucedido a Elena, y había dejado de razonar bajo aquella presión. Pero eso no era excusa para lo que había hecho. ¿Estaban todos muertos? ¿Él, que había jurado hacía tanto tiempo no matar jamás, había matado a seis personas ese día?

—Stefan, aguarda. ¿Adónde vas?

Al ver que no le respondía, Matt le siguió, medio corriendo tras él, fuera del edificio principal de la escuela y la zona asfaltada. En el otro extremo del terreno, el señor Shelby estaba de pie junto al cobertizo prefabricado.

El rostro del conserje estaba gris y surcado por una expresión de horror. Parecía que intentaba gritar, pero de su boca sólo surgían unos jadeos roncos. Apartándole de un empujón, Stefan miró dentro de la habitación y sintió una curiosa sensación de déjà vu.

Parecía la habitación del Acuchillador Loco de la Casa Encantada que habían montado para recaudar fondos. Excepto que lo que tenía delante no era un cuadro vivo montado para los visitantes. Era real.

Había cuerpos caídos por todas partes, en medio de fragmentos de madera y cristal procedentes de la ventana hecha añicos. Toda superficie visible estaba salpicada de sangre, de un rojo marrón y siniestro a medida que se secaba. Y una mirada a los cuerpos reveló el motivo: cada uno tenía un par de heridas de un morado cárdeno en el cuello. Excepto Caroline: ésta tenía el cuello sin marcas, pero los ojos carecían de expresión y miraban fijamente.

Detrás de Stefan, Matt hiperventilaba.

—Stefan, Elena no… Ella no…

—Cállate —respondió él lacónicamente.

Stefan echó una rápida mirada atrás en dirección al señor Shelby, pero el conserje se había acercado trastabillando a su carretón de escobas y fregonas y estaba apoyado contra él. Pedazos de cristal chirriaron bajo los pies de Stefan cuando éste cruzó la habitación para arrodillarse junto a Tyler.

No estaba muerto. Stefan sintió un estallido de alivio al advertirlo. El pecho de Tyler se movía débilmente, y cuando Stefan alzó la cabeza del muchacho, sus ojos se abrieron apenas una rendija, vidriosos y perdidos.

«No recuerdas nada», le dijo Stefan mentalmente, pero incluso mientras se lo decía, se preguntó por qué se molestaba. Sencillamente, debería abandonar Fell's Church, marchar a toda prisa ahora y no regresar jamás.

Pero no lo haría. No mientras Elena siguiera allí.

Reunió las mentes inconscientes de las otras víctimas bajo su dominio y les dijo lo mismo, vertiéndolo en lo más profundo de sus cerebros. «No recordáis quién os atacó. Toda la tarde está en blanco.»

Mientras lo hacía, sintió que sus poderes mentales temblaban como músculos fatigados en exceso. Estaba próximo al agotamiento.

Fuera, el señor Shelby había recuperado por fin la voz y gritaba. Con gesto cansino, Stefan dejó que la cabeza de Tyler resbalara por entre sus dedos hasta el suelo y se dio la vuelta.

Los labios de Matt estaban echados hacia atrás y el joven resoplaba, como si acabara de oler algo molesto. Sus ojos eran los ojos de un desconocido.

—Elena no lo hizo —musitó—. Tú lo hiciste.

«¡Cállate!» Stefan le apartó a un lado para salir al grato frescor de la noche, poniendo distancia entre él y aquella habitación mientras notaba el viento gélido sobre la ardiente piel. Pasos que corrían procedentes de las cercanías de la cantina le indicaron que algunos humanos habían oído por fin los gritos del conserje.

—Lo hiciste tú, ¿verdad?

Matt había seguido a Stefan al terreno de juego. Su voz indicaba que intentaba comprenderlo.

Stefan se volvió enfurecido hacia él.

—Sí, lo hice —gruñó.

Miró fijamente al muchacho hasta que éste apartó la vista, sin disimular ni un ápice la furiosa amenaza pintada en su rostro.

—Te lo dije, Matt, somos cazadores. Asesinos. Vosotros sois las ovejas; nosotros somos los lobos. Y Tyler lo ha estado pidiendo cada día desde que llegué aquí.

—Pidiendo un puñetazo en la nariz, por supuesto. Como el que le diste la otra vez. Pero… ¿eso?

Matt se acercó más a él, mirándole fijamente a los ojos, sin miedo. Tenía valentía física, Stefan debía concedérselo.

—¿Y no sientes lástima siquiera? ¿No lo lamentas?

—¿Por qué debería hacerlo? —respondió Stefan con frialdad, vacuamente—. ¿Lo lamentas cuando comes demasiado bistec? ¿Sientes lástima por la vaca?

Vio la expresión de doliente incredulidad del muchacho y siguió adelante. Era mejor que Matt se mantuviera alejado de él a partir de aquel momento, muy lejos de él. O el joven podría acabar como aquellos cuerpos del cobertizo.

—Soy lo que soy, Matt. Y si no puedes soportarlo, será mejor que te mantengas apartado de mí.

Matt le contempló fijamente durante un instante más, la doliente incredulidad transformándose poco a poco en dolida desilusión. Los músculos en torno a la mandíbula se marcaron profundamente. Luego, sin una palabra, giró sobre los talones y se alejó.

Elena estaba en el cementerio.

Damon la había dejado allí, exhortándola a que no se moviera hasta que él regresara. Pero ella no quería quedarse allí sentada sin hacer nada. Estaba cansada, pero no realmente adormilada, y la nueva sangre la afectaba como una inyección de cafeína. Quería ir de exploración.

El cementerio estaba lleno de actividad, aunque no había ningún humano a la vista. Un zorro se escabullía a través de las sombras en dirección al sendero del río. Pequeños roedores se abrían paso bajo la alta hierba rala que rodeaba las lápidas, chirriando y correteando. Una lechuza voló casi en silencio hacia la iglesia en ruinas y se posó sobre el campanario con un grito espectral.

Elena se puso en pie y la siguió. Eso era mucho mejor que ocultarse en la hierba como una rata o un ratón de agua. Paseó la mirada por la iglesia en ruinas con interés, usando los agudizados sentidos para examinarla. La mayor parte del tejado se había venido abajo, y sólo se mantenían en pie tres paredes, pero el campanario se alzaba como un solitario monumento en medio de los cascotes.

A un lado estaba el sepulcro de Thomas y Honoria Fell, en forma de enorme caja o ataúd de piedra. Elena contempló con intensidad los rostros de mármol blanco de sus estatuas sobre la tapa. Yacían en sereno reposo, los ojos cerrados, las manos cruzadas sobre los respectivos pechos. Thomas Fell tenía un aspecto serio y un poco severo, pero Honoria parecía simplemente triste. Elena pensó distraídamente en sus propios padres, que yacían uno junto al otro en el cementerio moderno.

«Iré a casa; ahí es adonde iré», pensó. Acababa de recordar que tenía un hogar. Podía verlo mentalmente ahora: su bonito dormitorio con las cortinas azules y el mobiliario de madera de cerezo y la pequeña chimenea. Y algo importante bajo las tablas del suelo del armario empotrado.

Encontró el camino hacia la calle Maple mediante instintos que discurrían más profundamente que la memoria, dejando que los pies la guiaran hasta allí. Era una casa muy, muy vieja, con un gran porche delantero y ventanales en la fachada que iban desde el suelo hasta el techo. El coche de Robert estaba aparcado en el camino que llevaba a la casa.

Elena se encaminó hacia la puerta principal, y entonces se detuvo. Existía un motivo por el que la gente no debía verla, aunque no conseguía recordar cuál era en aquel preciso momento. Vaciló y luego trepó ágilmente por el membrillo hasta la ventana de su dormitorio.

Pero no iba a poder entrar allí sin que advirtieran su presencia. Una mujer estaba sentada sobre la cama con el kimono de seda roja de Elena en el regazo, contemplándolo con fijeza. Tía Judith. Robert estaba de pie junto al tocador, hablando con ella. Elena descubrió que podía captar el murmullo de su voz incluso a través del cristal.

—… volverán a salir mañana —decía—. Siempre y cuando no haya tormenta. Recorrerán cada centímetro de esos bosques y la encontrarán, Judith. Ya lo verás. —Tía Judith no dijo nada, y él siguió hablando con un tono más desesperado—. No podemos abandonar la esperanza, no importa lo que digan las chicas…

—No sirve de nada, Bob. —Tía Judith había alzado la cabeza por fin y tenía los ojos enrojecidos pero secos—. Es inútil.

—¿El intento de rescate? No permitiré que hables así. —Fue a colocarse junto a ella.

—No, no es sólo eso… Aunque sé en mi corazón que no vamos a encontrarla viva. Me refiero… a todo. A nosotros. Lo que sucedió hoy es culpa nuestra…

—Eso no es cierto. Fue un accidente inesperado.

—Sí, pero nosotros hicimos que sucediera. Si no hubiéramos sido tan duros con ella, jamás se habría marchado sola en el coche y se habría visto atrapada en la tormenta. No, Bob, no intentes hacerme callar; quiero que escuches. —Tía Judith aspiró con fuerza y prosiguió—: No fue sólo hoy, tampoco. Elena ha tenido problemas desde hace mucho tiempo, desde que empezó la escuela, y de algún modo he dejado que las señales pasaran por mi lado sin advertirlas. Porque he estado demasiado involucrada en mí misma… en nosotros… para prestarles atención. Ahora me doy cuenta. Y ahora que Elena… se ha ido… no quiero que le suceda lo mismo a Margaret.

—¿Qué estás diciendo?

—Estoy diciendo que no me puedo casar contigo, no tan pronto como planeamos. A lo mejor nunca. —Sin mirarle, añadió en voz baja—: Margaret ha perdido demasiado ya. No quiero que sienta que también me está perdiendo a mí.

—No te está perdiendo. Si acaso, ganará a alguien, porque yo estaré aquí más a menudo. Ya sabes lo que siento por ella.

—Lo siento, Bob; simplemente no lo veo así.

—No puedes hablar en serio. Después de todo el tiempo que he pasado aquí… Después de todo lo que he hecho…

La voz de tía Judith sonó agotada e implacable:

—Hablo en serio.

Desde donde estaba encaramada fuera de la ventana, Elena contempló a Robert con curiosidad. Una vena latía con fuerza en su frente, y tenía el rostro colorado.

—Pensarás de un modo distinto mañana —dijo.

—No, no lo haré.

—No lo dices en serio…

—Sí que lo hago. No me digas que voy a cambiar de idea, porque no lo haré.

Por un instante, Robert miró a su alrededor con impotente frustración; luego, su expresión se ensombreció. Cuando habló, la voz era categórica y fría.

—Comprendo. Bueno, si ésa es tu respuesta definitiva, será mejor que me marche ahora mismo.

—Bob.

Tía Judith volvió la cabeza, sobresaltada, pero él ya había cruzado la puerta. Se puso en pie, titubeando, como si no estuviera segura de si ir o no tras él, y sus dedos amasaron el material rojo que sostenía.

—¡Bob! —volvió a llamar con más urgencia, y se dio la vuelta para dejar caer el kimono de Elena sobre la cama antes de seguirle.

Pero al girar lanzó una exclamación ahogada y se llevó una mano a la boca a toda prisa. Todo su cuerpo se quedó rígido, y los ojos se clavaron en Elena a través de la plateada hoja de vidrio. Durante un largo instante se miraron fijamente una a otra de ese modo, sin que ninguna se moviera. Luego, tía Judith apartó la mano de su boca y empezó a chillar con todas sus fuerzas.