Trevize no podía creer lo que estaba viendo. Se había recobrado de la extraña euforia sentida antes y después de aterrizar en la Luna, una euforia, sospechaba, que le había sido impuesta por el singular robot plantado ahora ante él.
Trevize seguía mirándole con atención y en su mente, ahora perfectamente cuerda, permanecía sumido en el asombro. Había hablado atónito, conversado atónito, casi sin saber lo que decía ni lo que oía, mientras buscaba algo en la apariencia de aquel hombre aparente, en su comportamiento, en su manera de hablar, que correspondiese a un robot.
No resultaba extraño, pensó Trevize, que Bliss hubiese detectado algo que no era humano ni robótico, sino «algo nuevo», según había dicho Pelorat. Desde luego, no era mala cosa, pues había llevado el pensamiento de Trevize por otro camino más iluminador, aunque este permanecía aún en su subconsciente.
Bliss y Fallom se habían apartado para explorar el lugar. Lo habían hecho a sugerencia de Bliss, pero a Trevize le pareció que sólo había sido después de un rapidísimo cambio de miradas entre ella y Daneel.
Cuando Fallom se resistió y quiso quedarse con el ser a quien se empeñaba en llamar Jemby, una palabra grave de Daneel y un movimiento de uno de sus dedos fueron suficientes para que se alejase a toda prisa.
Trevize y Pelorat se quedaron donde estaban.
—Ellas no son de la Fundación, señores —dijo el robot, como si eso lo explicase todo—. Una es Gaia y la otra es una Espacial.
Trevize guardó silencio mientras eran conducidos a unas sencillas sillas al pie de un árbol. Se sentaron, al invitarles a hacerlo el robot con un ademán, y cuando este se sentó a su vez, con un movimiento perfectamente humano, Trevize preguntó:
—¿Es usted un robot realmente?
—Así es, señor —dijo Daneel.
El semblante de Pelorat resplandeció de alegría.
—En las viejas leyendas, se alude a un robot llamado Daneel. ¿Le pusieron a usted ese nombre en su honor?
—Yo soy aquel robot —dijo Daneel—. No es una leyenda.
—¡Oh, no! —exclamó Pelorat—. Si fuese usted aquel robot, debería tener miles de años.
—Veinte mil —repuso Daneel con aplomo.
Pelorat pareció desconcertado al oírle y miró a Trevize, el cual dijo, con un deje de irritación:
—Si usted es un robot, le ordeno que diga la verdad.
—No necesito que me ordenen que diga la verdad, señor. Tengo que hacerlo. Usted, señor, dispone de tres alternativas: soy un hombre que miente; un robot que ha sido programado para creer que tiene veinte mil años de edad, pero que en realidad no los tiene; o un robot que tiene veinte mil años. Usted debe decidir cuál de ellas acepta.
—Se resolverá por sí solo si seguimos conversando —repuso secamente Trevize—. A propósito, es difícil creer que esto sea el interior de la Luna. Ni la luz —y miró hacia arriba al decir esto, pues parecía una suave y difusa luz de sol, aunque no hubiese sol en el cielo y este tampoco fuese claramente visible— ni la gravedad parecen creíbles. Este mundo debería tener en la superficie una gravedad de menos de 0,2 g.
—En realidad, la gravedad normal en la superficie debería ser de 0,16 g, señor. Sin embargo, es aumentada por las mismas fuerzas que le dan a usted, en su nave, la sensación de una gravedad normal, incluso cuando aquella descienda en caída libre o bajo aceleración. Otras necesidades energéticas, incluida la luz, son también satisfechas gravíticamente, aunque empleamos la energía solar cuando esta es la adecuada.
Todas las necesidades materiales que tenemos nos son suministradas por el suelo de la Luna, salvo los elementos ligeros, hidrógeno, carbono y nitrógeno, que la Luna no posee. Los obtenemos capturando algún cometa ocasional. Una de estas capturas cada siglo es más que suficiente para satisfacer nuestras necesidades.
—De ello deduzco que la Tierra es inútil como fuente de abastecimiento.
—Desgraciadamente, así es, señor. Nuestros cerebros positrónicos son tan sensibles a la radiactividad como las proteínas humanas.
—Emplea usted el plural, y esta mansión parece grande, hermosa y perfecta, al menos vista desde fuera. Existen, pues, otros seres en la Luna. ¿Humanos? ¿Robots?
—Sí, señor. Tenemos una ecología completa en la Luna, y una vasta y compleja oquedad en la que existe dicha ecología. Sin embargo, todos los seres inteligentes son robots, más o menos como yo. Pero ustedes no verán ninguno de ellos. En cuanto a esta mansión, sólo es utilizada por mí y fue modelada exactamente igual que aquella en la que viví hace veinte mil años.
—Y que recuerda con detalle, ¿no?
—Perfectamente, señor. Yo fui fabricado y existí durante un tiempo (¡qué breve me parece ahora!) en el mundo espacial de Aurora.
—¿El de los…?
Trevize se interrumpió.
—Sí, señor. El de los perros.
—¿Está enterado de eso?
—Sí, señor.
—¿Y cómo vino a parar aquí, si al principio vivió en Aurora?
—Si vine aquí, señor, en los mismos comienzos de la colonización de la galaxia, fue para impedir la creación de una Tierra radiactiva. Conmigo vino otro robot, Giskard, que podía penetrar las mentes e influenciar en ellas.
—¿Cómo puede hacer Bliss?
—Sí, señor. Fracasamos, en cierto modo, y Giskard dejó de funcionar. Sin embargo, antes de esto, me transmitió su talento y dejó que yo cuidase de la Galaxia; de la Tierra, en particular.
—¿Por qué de la Tierra en particular?
—En parte a causa de un hombre llamado Elijah Baley, un terrícola.
Pelorat intervino, con excitación:
—Es el héroe cultural que te mencioné hace algún tiempo, Golan.
—¿Un héroe cultural, señor?
—El doctor Pelorat quiere decir que es alguien a quien le fueron atribuyendo muchas cosas —explicó Trevize—, y que pudo ser una amalgama de muchos personajes históricos o una persona totalmente inventada.
Daneel consideró esto durante un momento y después habló, pausadamente:
—No fue así, señores. Elijah Baley fue un hombre real y único. Yo no sé lo que dicen sus leyendas de él, pero, según la verdadera Historia, la galaxia nunca hubiese sido colonizada sin él. Yo hice cuanto pude, en su honor, para salvar lo más posible de la Tierra cuando esta empezó a volverse radiactiva. Mis compañeros robots fueron distribuidos en toda la Galaxia en un esfuerzo de influir en diferentes personas. Una vez traté de iniciar el reciclado del suelo de la Tierra. Otra vez, mucho más tarde, procuré empezar la reforma, a semejanza de la Tierra, de un mundo que giraba alrededor de la estrella vecina, la llamada Alfa ahora. En ninguno de ambos casos tuve verdadero éxito. No pude ajustar nunca las mentes humanas como yo quería, pues siempre había la posibilidad de que pudiese dañar a los diversos humanos que fuesen ajustados. Yo estaba ligado, y lo sigo estando, por las Leyes de la Robótica.
—¿Sí?
No se necesitaba tener el poder mental de Daneel para detectar incertidumbre en aquel monosílabo.
—La Primera Ley —dijo— es esta, señor: «Un robot no puede dañar a un ser humano o, con su inactividad, permitir que un ser humano sufra daño». Segunda Ley: «Un robot tiene que obedecer las órdenes dadas por los seres humanos, salvo cuando tales órdenes vulneren la Primera Ley». La Tercera Ley: «Un robot debe proteger su propia existencia, siempre que esta protección no vulnere la Primera o la Segunda Ley». Naturalmente, he enumerado las leyes traduciéndolas en un lenguaje aproximado. En realidad, representan complicadas configuraciones matemáticas de nuestros canales cerebrales positrónicos.
—¿Le resulta difícil actuar de acuerdo con estas Leyes?
—A la fuerza, señor. La Primera es tan absoluta que casi me prohíbe ejercitar mis facultades mentales. Tratándose de la Galaxia, no es probable que cualquier curso de acción evite el daño por completo. Siempre algunas personas, tal vez muchas, sufrirán hasta el punto de que el robot tendrá que elegir el mal menor. Sin embargo, la complejidad de posibilidades es tal que se requiere tiempo para tomar la decisión, e incluso entonces, nunca se está seguro de acertar.
—Lo comprendo —dijo Trevize.
—A lo largo de toda la Historia galáctica —prosiguió Daneel—, he tratado de mitigar los peores aspectos de la lucha y los desastres que perpetuamente se producían en la Galaxia. En ocasiones, pude conseguirlo hasta cierto punto, pero, si conoce usted la Historia galáctica, sabrá que no triunfé a menudo, ni con mucho.
—Lo sé —repuso Trevize, con una sonrisa forzada.
—Justo antes de morir, Giskard concibió una ley robótica que derogaba incluso la primera. La llamamos la «Ley Cero», porque no pudimos pensar otro nombre que tuviese sentido. Es la siguiente: «Un robot no puede perjudicar a la Humanidad ni, por omisión, permitir que la Humanidad sufra daño». Esto significaba automáticamente que la Primera Ley tenía que ser modificada así: «Un robot no debe perjudicar a un ser humano ni, por omisión, permitir que un ser humano sufra daño, salvo cuando esto vulnere la Ley Cero». Y parecidas modificaciones tuvieron que hacerse en la Segunda y la Tercera Leyes.
Trevize frunció el ceño.
—¿Cómo deciden lo que es o no es perjudicial para la Humanidad en su conjunto?
—Ahí estriba el problema, señor —dijo Daneel—. En teoría, la Ley Cero era la solución de nuestras dudas. En la práctica, nunca podíamos decidir. El ser humano es un objeto concreto. Los daños a una persona pueden ser calculados y juzgados. Pero la Humanidad es una abstracción. ¿Cómo resolver esta dificultad?
—No lo sé —respondió Trevize.
—Un momento —dijo Pelorat—. Se podría convertir la Humanidad en un solo organismo. Gaia.
—Eso fue lo que traté de hacer, señor. Yo concebí la fundación de Gaia. Si la Humanidad podía convertirse en un solo organismo, sería un objeto concreto y no habría problema. Sin embargo, no era fácil crear un superorganismo como yo había esperado. En primer lugar, no podía hacerse a menos que los seres humanos diesen más valor al superorganismo que a su individualidad, y para ello tenía que encontrar un modelo mental adecuado. Pasó mucho tiempo antes de que yo pensara en las Leyes de la Robótica.
—¡Ah! Entonces, los gaianos son robots. Lo sospeché desde el principio.
—En ese caso, fue una sospecha errónea, señor. Son seres humanos, pero tienen firmemente inculcado en el cerebro el equivalente de las Leyes de la Robótica. Tienen que dar valor a la vida, darle realmente valor. Incluso después de que esto se hubo conseguido, un grave defecto persistió. Un superorganismo compuesto únicamente de seres humanos tiene que ser inestable. No puede sostenerse. Había que añadir los otros animales; después, las plantas, y por último, el mundo inorgánico. El superorganismo más pequeño que puede ser realmente estable es todo un mundo, y un mundo lo bastante grande y complejo para tener una ecología estable. Se necesitó mucho tiempo para comprender esto, y sólo en este último siglo quedó Gaia plenamente establecida Y dispuesta a expandirse en la Galaxia…, algo que también requerirá mucho tiempo. Tal vez no tanto como el que se ha necesitado hasta ahora, pues conocemos las reglas.
—Pero necesitaban que yo tomase la decisión, ¿no es cierto Daneel?
—Sí, señor. Las Leyes de la Robótica no me permitían, ni tampoco permitían a Gaia, tomar la decisión y exponernos a dañar a la Humanidad. Y mientras tanto, hace cinco siglos, cuando parecía que nunca encontraría métodos para salvar todas las dificultades que se oponían al establecimiento de Gaia, busqué otra manera de salir del paso Y contribuí al desarrollo de la ciencia de la psicohistoria.
—Hubiese tenido que adivinarlo —murmuró Trevize—. ¿Sabe una cosa, Daneel? Empiezo a creer que realmente tiene veinte mil años.
—Gracias, señor.
—Un momento —dijo Pelorat—. Creo que veo algo. ¿Es usted parte de Gaia, Daneel? ¿Fue por esto que sabía lo de los perros de Aurora? ¿A través de Bliss?
—En cierto modo —respondió Daneel—, usted tiene razón. Estoy asociado a Gaia, aunque no formo parte de ella.
Trevize arqueó las cejas.
—Se parece un poco a Comporellon, el mundo que visitamos inmediatamente después de salir de Gaia. Insiste en que no forma parte de la Confederación de la Fundación, pero que está asociado a ella.
Daneel asintió lentamente con la cabeza.
—Supongo que la analogía es correcta, señor. Como asociado de Gaia, puedo saber lo que Gaia sabe, por ejemplo en la persona de esa mujer, de Bliss. En cambio, Gaia no puede saber lo que yo sé, de modo que conservo mi libertad de acción. Esta es necesaria hasta que Galaxia quede bien establecida.
Trevize miró fijamente al robot durante un momento y después dijo:
—¿Y empleó su conocimiento a través de Bliss para intervenir en sucesos de nuestro viaje, con el fin de amoldarlos a su conveniencia?
Daneel suspiró de una manera curiosamente humana.
—No podía hacer mucho, señor. Las Leyes de la Robótica me lo impedían. Y sin embargo, aligeré la carga que pesaba sobre la mente de Bliss, asumiendo una pequeña parte de la responsabilidad para que pudiese enfrentarse con los lobos de Aurora y el espacial de Solaria con más rapidez y menos peligro para ella. Además, influí en la mujer de Comporellon y en la de la Nueva Tierra, a través de Bliss, para que le apreciasen a usted y pudiese continuar su viaje.
Trevize sonrió, casi con tristeza.
—Hubiese tenido que saber que el mérito no era mío.
Daneel escuchó, pero sin aceptar su tono pesaroso.
—Al contrario, señor —dijo—; usted tuvo el mérito mayor. Ambas mujeres lo miraron con simpatía desde el principio. Yo sólo fortalecí un impulso que ya estaba presente, que es casi lo único que uno puede hacer si se tiene en cuenta la rigidez de las Leyes de la Robótica. Debido a esta rigidez, y también a otras razones, tuve gran dificultad para traerle hasta aquí, y sólo podía hacerlo de forma indirecta. En varios momentos, corrí gran peligro de perderle.
—Y ahora que estoy aquí —dijo Trevize—, ¿qué es lo que quiere de mí? ¿Confirmar mi decisión en favor de Galaxia?
El semblante de Daneel, siempre inexpresivo, consiguió, de algún modo, parecer desesperado.
—No, señor. La simple decisión ya no es bastante. Le traje aquí, lo mejor que pude en mi condición presente, por algo mucho más apremiante. Me estoy muriendo.
Tal vez fue por la naturalidad con que Daneel lo dijo, o porque una vida de veinte mil años hacía que la muerte no pareciese una tragedia al que estaba condenado a vivir menos de un medio por ciento de aquel período; pero, en todo caso, Trevize no sintió la menor compasión.
—¿Morir? ¿Puede una máquina morir?
—Puedo dejar de existir, señor. Llámelo como prefiera. Soy viejo. Ni un solo ser sensible de los que vivían en la Galaxia cuando yo fui consciente por primera vez sigue con vida en la actualidad; nada orgánico; nada robótico. Incluso yo mismo carezco de continuidad.
—¿En qué sentido?
—No hay una parte física de mi cuerpo, señor, que no haya sido sustituida, no una sino muchas veces. Incluso mi cerebro positrónico ha sido remplazado en cinco ocasiones diferentes. Cada una de ellas, el contenido de mi cerebro anterior fue grabado en el nuevo hasta el último positrón. Cada una de ellas, el nuevo cerebro tenía más capacidad y complejidad que el anterior, de modo que había sitio para más recuerdos y para acciones y decisiones más rápidas. Pero…
—¿Pero?
—Cuánto más avanzado y complejo es el cerebro, más inestable se vuelve, se deteriora con más rapidez. Mi cerebro actual es cien mil veces más sensible que el primero, y tiene una capacidad diez millones de veces mayor; pero así como mi primer cerebro duró más de diez mil años, el actual tiene seiscientos y está, indudablemente, en plena senectud. Con los recuerdos de veinte mil años grabados, y con un mecanismo de recuerdo en perfecto funcionamiento, el cerebro queda lleno. Entonces, se produce una rápida decadencia de la capacidad de tomar decisiones, y una decadencia todavía más rápida de la facultad de sondear y de influir en las mentes a distancias hiperespaciales. Ni puedo concebir un sexto cerebro. Toda ulterior miniaturización chocaría contra el muro del principio de incertidumbre, y toda ulterior complejidad provocaría la ruina casi inmediata.
Pelorat pareció sumamente turbado.
—Pero seguramente, Daneel —dijo—, Gaia puede seguir adelante sin usted. Ahora que Trevize ha juzgado y elegido Galaxia…
—El proceso requirió demasiado tiempo, señor —dijo Daneel, siempre sin revelar la menor emoción—. Tuve que esperar a que Gaia estuviese firmemente establecida, a pesar de las imprevistas dificultades que surgieron. Cuando fue localizado un ser humano capaz de tomar la decisión clave, o sea el señor Trevize, era demasiado tarde. Sin embargo, no piensen que no puse los medios para prolongar mi vida. Poco a poco, fui reduciendo mi actividad, con el fin de conservar lo más posible para las emergencias. Cuando ya no pude confiar en medidas activas para preservar el aislamiento del sistema Tierra-Luna, adopté otras pasivas.
Durante un período de años, los robots antropomorfos que habían estado trabajando conmigo, fueron llamados uno a uno a casa. Sus últimas tareas fueron remover de los archivos planetarios todas las referencias a la Tierra. Y sin mí y mis compañeros robots en pleno funcionamiento, Gaia carecerá de los instrumentos esenciales para realizar el desarrollo de Galaxia en menos de un desmesurado período de tiempo.
—¿Y sabía usted esto cuando yo tomé mi decisión? —preguntó Trevize.
—Mucho antes, señor —respondió Daneel—. Desde luego, Gaia no lo sabía.
—Entonces —dijo furiosamente Trevize—, ¿con qué objeto ha seguido este juego adelante? ¿De qué ha servido? Desde que tomé mi decisión, he explorado la galaxia, buscando la Tierra y lo que yo creía que era su «secreto» (sin saber que el secreto era usted), con el fin de poder confirmar la decisión. Bueno, ya la he confirmado. Ahora sé que Galaxia es absolutamente esencial… y que todo habrá sido para nada. ¿Por qué no pudo dejar la Galaxia a su merced, y a mí a la mía?
—Porque, señor —dijo Daneel—, he estado buscando una salida y he llevado las cosas adelante con la esperanza de encontrarla. Ahora creo que la he encontrado. En vez de sustituir mi cerebro por otro positrónico, lo cual no sería práctico, podría fundirlo con un cerebro humano, con un cerebro humano que no se verá afectado por las Tres Leyes y que no solamente añadirá capacidad al mío, sino que le brindará nuevas facultades. Por eso le he traído aquí.
Trevize pareció horrorizado.
—¿Quiere decir que proyecta fundir un cerebro humano con el suyo? ¿Hacer que el cerebro humano pierda su individualidad para que pueda usted lograr una Gaia de cerebro doble?
—Sí, señor. Eso no me haría inmortal, pero podría permitirme vivir lo bastante para establecer Galaxia.
—¿Y me ha traído a mí aquí para esto? ¿Quiere que mi independencia de las Tres Leyes y mi buen juicio se incorporen a usted a costa de mi individualidad? ¡No!
—Sin embargo —dijo Daneel—, usted ha afirmado hace un momento que Galaxia es esencial para el bien de la Humani…
—Aun así, se necesitaría mucho tiempo para establecerla, y yo quiero seguir siendo un ser individual durante toda mi vida. Por otra parte, si se estableciese con rapidez, habría una pérdida galáctica de individualidad, y mi propia pérdida sería parte de un todo inconcebiblemente mayor. En todo caso, yo no consentiría nunca en perder mi individualidad y que el resto de la Galaxia conservase la suya.
—Entonces —dijo Daneel—, es lo que yo pensaba, su cerebro no se mezclaría bien y, en todo caso, sería mejor que usted conservase una capacidad de juicio independiente.
—¿Cuándo ha cambiado de idea? Dijo que me había traído aquí para realizar esa fusión.
—Sí, y sólo lo he conseguido utilizando hasta el máximo mis ya tan mermadas facultades. Pero, cuando dije que había traído a usted aquí, recuerde que en galáctico corriente la palabra «usted» significa tanto el singular como el plural. Me refería a todos ustedes.
Pelorat se irguió en su asiento.
—¿De veras? Entonces dígame, Daneel, un cerebro humano que se fundiese con el suyo, ¿compartiría todos sus recuerdos, sus veinte mil años de recuerdos, hasta los tiempos legendarios?
—Ciertamente, señor.
Pelorat respiró hondo.
—Esto culminaría el trabajo de toda una vida, y con gusto renunciaría a mi individualidad por ello. —Por favor, otórgueme el privilegio de compartir su cerebro.
—¿Y Bliss? —preguntó Trevize en voz baja—. ¿Qué será de ella?
Pelorat sólo vaciló un instante.
—Bliss lo comprenderá —dijo—. Y en todo caso, estará mejor sin mí…, dentro de un tiempo.
Daneel sacudió la cabeza.
—Su ofrecimiento, doctor Pelorat, es muy generoso, pero no puedo aceptarlo. Su cerebro es viejo y no puede sobrevivir más de dos o tres decenios en el mejor de los casos, incluso mezclado con el mío. Necesito otra cosa. ¡Mire! —indicó, señalando con un dedo—, la llamé para que volviese.
Bliss llegaba en aquel momento, caminando satisfecha y con pasos saltarines.
Pelorat se puso en pie de un salto.
—¡Bliss! ¡Oh, no!
—No se alarme, doctor Pelorat —dijo Daneel—. Ella no me sirve. Me fundiría con Gaia, y yo debo permanecer independiente de Gaia, según ya les he explicado.
—Pero, en ese caso —dijo Pelorat—, ¿quién…?
Y Trevize, mirando la delgada figura que corría detrás de Bliss, dijo:
—El robot ha querido a Fallom desde el principio, Janov.
Bliss regresó sonriendo, visiblemente satisfecha.
—No pudimos ir más allá de los límites de la finca —dijo—, pero todo me ha recordado mucho Solaria. Desde luego, Fallom está convencida de que es Solaria. Yo le pregunté si no creía que Daneel tenía un aspecto diferente del de Jemby (a fin de cuentas, Jemby era metálico) y Fallom me dijo: «En realidad, no». No sé lo que quiso decir con esto.
Miró al lugar no muy alejado donde Fallom se encontraba tocando la flauta para un grave Daneel, que marcaba el compás con la cabeza.
El sonido llegaba hasta ellos claro, delicado y delicioso.
—¿Sabíais que traía consigo la flauta cuando desembarcamos? —preguntó Bliss—. Sospecho que no podremos apartarla de Daneel en mucho rato.
La observación fue recibida con un silencio absoluto, y Bliss miró a los dos hombres con súbita alarma.
—¿Qué sucede?
Trevize señaló en dirección a Pelorat. Con ello pareció indicar que era este quien debía contestar a la pregunta.
Pelorat carraspeó y dijo:
—Lo cierto es, Bliss, que creo que Fallom se quedará para siempre con Daneel.
—¿De veras?
Bliss frunció el ceño e inició un movimiento para ir al encuentro de Daneel, pero Pelorat la agarró de un brazo.
—Querida Bliss, no puedes hacer nada. Él es ahora más poderoso que Gaia, y Fallom debe quedarse con él si Galaxia tiene que existir. Deja que te lo explique, y tú, Golan, corrígeme si me equivoco.
Bliss escuchó el relato, con expresión casi desesperada.
—Ya lo ves, Bliss —dijo Trevize en un intento de razonar fríamente—. La niña es una Espacial y Daneel fue diseñado y montado por espaciales. La niña fue criada por un robot y no sabía más que lo que este le enseñó en una finca tan vacía como esta. La pequeña tiene poderes transductores que Daneel necesitará, y vivirá tres o cuatro siglos, que son posiblemente los que se requerirán para la construcción de Galaxia.
Bliss tenía las mejillas enrojecidas y los ojos húmedos.
—Supongo —dijo— que el robot dirigió nuestro viaje hacia la Tierra de manera que pasáramos por Solaria y recogiésemos la criatura que él necesitaba.
Trevize se encogió de hombros.
—Tal vez sólo ha aprovechado la oportunidad. No creo que sus poderes sean ahora lo bastante fuertes para convertirnos en marionetas a distancias hiperespaciales.
—No, se trató de una acción deliberada. Él se aseguró de que me sintiese tan atraída por la niña que me la llevase en vez de abandonarla a su suerte; de que la protegiese incluso contra ti cuando te mostrases tan resentido y enojado por su presencia.
—Eso pudo ser también fruto de tu ética gaiana —dijo Trevize—, aunque supongo que Daneel debió reforzarla un poco. Bueno, Bliss, no tienes que preocuparte. Supón que pudieses llevarte a Fallom. ¿Podrías trasladarla a algún sitio donde se sintiese tan feliz como aquí? ¿La llevarías a Solaria de nuevo, donde la matarían despiadadamente, o a algún mundo superpoblado donde enfermaría y moriría, o a Gaia, donde se le destrozaría el corazón añorando a Jemby, o en un viaje interminable a través de la Galaxia durante el cual pensaría que cada mundo que encontrásemos era su Solaria? ¿Y encontrarías un sustituto para que Daneel pudiese usarlo para la construcción de Galaxia?
Bliss guardó un triste silencio.
Pelorat le tendió una mano, con cierta timidez.
—Bliss —dijo—, yo me ofrecí voluntario para que mi cerebro se fundiese con el de Daneel. Pero él no lo aceptó, porque dijo que yo era demasiado viejo. Ojalá lo hubiese aceptado, si con esto hubieses podido conservar a Fallom.
Y ahora Daneel, como si hubiese advertido que el asunto estaba resuelto, se aproximó a ellos con Fallom brincando a su lado.
Entonces, la niña corrió y fue la primera en llegar a su lado.
—Gracias, Bliss —dijo—, por llevarme de nuevo a Jemby y cuidar de mí mientras estuvimos en la nave. Siempre te recordaré.
Se lanzó sobre Bliss y las dos se abrazaron con fuerza.
—Espero que seas siempre feliz —dijo Bliss—. Yo también te recordaré, querida Fallom —añadió, soltándola de mala gana.
Fallom se volvió a Pelorat.
—También a ti te doy las gracias, Pel, por dejarme leer tus libros de películas.
Luego, sin añadir palabra y después de una breve vacilación, tendió su mano infantil a Trevize. Este la estrechó un momento y la soltó.
—Te deseo suerte, Fallom —murmuró.
—Les doy las gracias a todos, señora y señores, por lo que han hecho, cada cual a su manera —dijo Daneel—. Ahora, pueden marcharse cuando quieran, pues su búsqueda ha terminado. En cuanto a mi propio trabajo, terminará también muy pronto y ahora con éxito…
Pero Bliss le interrumpió.
—Espere, todavía no hemos terminado del todo. No sabemos si Trevize sigue pensando que el futuro de la Humanidad está en Galaxia como opuesta al vasto conglomerado de aislados.
—Hace un rato, señora, que todo eso ha quedado muy claro. Se ha decidido en favor de Galaxia.
Bliss apretó los labios.
—Quisiera que me lo dijese él, ¿Qué es lo que quieres, Trevize?
Trevize respondió pausadamente:
—¿Qué es lo que tú quieres, Bliss? Si decidiese contra Galaxia, podrías recobrar a Fallom.
—Yo soy Gaia —repuso Bliss—. Debo saber tu decisión y tus razones, sólo por mor de la verdad.
—Dígaselo, señor —dijo Daneel—. Su mente, como Gaia sabe, sigue intacta.
Y Trevize dijo:
—Mi decisión es por Galaxia. Ya no hay dudas en mi mente sobre ello.
Bliss permaneció inmóvil un tiempo durante el cual se habría podido contar despacio hasta cincuenta, como si dejase que la información llegase a todas las partes de Gaia, y después dijo:
—¿Por qué?
—Escúchame —dijo Trevize—. Supe desde el principio que había dos futuros posibles para la Humanidad: Galaxia, o el Segundo Imperio del «Plan Seldon». Y me pareció que estos dos futuros posibles se excluían mutuamente. No podíamos tener Galaxia a menos que, por alguna razón, el «Plan Seldon» tuviese algún defecto fundamental.
»Por desgracia, yo no sabía nada del “Plan Seldon”, salvo los dos axiomas en que se funda: primero, que se requiere un gran número de seres humanos para que la Humanidad pueda ser tratada estadísticamente como un grupo de individuos interactuando al azar; y segundo, que la Humanidad no puede saber los resultados de las conclusiones psicohistóricas antes de que aquellos se hayan alcanzado.
»Como yo me había decidido ya en favor de Galaxia, pensé que tenía que haber advertido de modo subconsciente los fallos del “Plan Seldon” y que estos fallos sólo podían estar en los axiomas, que era lo único que yo sabía del plan. Sin embargo, no podía hallar nada equivocado en ellos. Luché, pues, por encontrar la Tierra, pensando que esta no podía haberse ocultado de un modo tan completo sin ninguna finalidad. Debía descubrir cuál era esta.
»No tenía verdaderas razones para esperar que encontraría la solución en cuanto hallase la Tierra, pero estaba desesperado y no se me ocurría nada más. Y tal vez el deseo de Daneel de tener una criatura solariana contribuyó a reforzar mi impulso.
»En todo caso, al fin llegamos a la Tierra y después a la Luna, y Bliss detectó la mente de Daneel con la ayuda deliberada de este. Ella describió aquella mente como la de algo no del todo humano ni del todo robótico. Después, los hechos han demostrado su acierto, pues el cerebro de Daneel es mucho más perfecto que el de cualquier otro robot que haya existido jamás, y no podía ser percibido como una simple mente robótica. Pero tampoco podía ser percibido como humano. Pelorat lo mencionó como “algo nuevo” y esto provocó “algo nuevo” en mí, una nueva idea.
»Así como, hace mucho tiempo, Daneel y su colega elaboraron una cuarta ley de robótica más fundamental que las otras tres, pude yo ver de pronto un tercer axioma básico de psicohistoria que era más fundamental que los otros dos; un tercer axioma tan fundamental que a nadie se le había ocurrido mencionarlo.
»Me explicaré. Los dos axiomas conocidos se refieren a seres humanos y se fundan en el axioma tácito de que los seres humanos son la única especie inteligente de la galaxia y, por consiguiente, los únicos organismos cuyas acciones son significativas para el desarrollo de la sociedad y de la Historia. Este es el axioma no declarado: que sólo hay una especie de inteligencia en la galaxia y que esta es el Homo Sapiens. De existir “algo nuevo”, si hubiese otras clases de inteligencia de naturaleza muy diferente, su comportamiento no sería exactamente descrito por las matemáticas de la psicohistoria, y el “Plan Seldon” no significaría nada. ¿Lo veis?
Trevize casi temblaba por su afanoso deseo de hacerse comprender.
—¿Lo veis? —repitió.
—Sí, lo veo —dijo Pelorat—, pero como abogado del diablo, viejo amigo…
—¿Qué? Prosigue.
—Los seres humanos son las únicas inteligencias en la Galaxia.
—¿Y los robots? —preguntó Bliss—. ¿Y Gaia?
Pelorat pensó durante un rato y después respondió, vacilando:
—Los robots no han representado ningún papel significativo en la Historia de la humanidad desde la desaparición de los espaciales. Gaia tampoco lo ha hecho hasta muy recientemente. Los robots son una creación de los seres humanos, y Gaia es una creación de los robots, y tanto estos como aquella, al estar ligados por las Tres Leyes, no tienen más remedio que someterse a la voluntad humana. A pesar de los veinte mil años de trabajo de Daneel y del gran desarrollo de Gaia, una sola palabra de Golan Trevize, ser humano, pondría fin a ese trabajo y a este desarrollo. De ello se desprende, pues, que la Humanidad es la única forma importante de inteligencia en la galaxia, y que la psicohistoria sigue siendo válida.
—La única forma importante de inteligencia en la galaxia —repitió Trevize lentamente—. Estoy de acuerdo. Sin embargo, hablamos tanto y tan a menudo de la galaxia que nos es casi imposible ver que esta no es bastante, que no es el Universo. Hay otras galaxias.
Pelorat y Bliss se agitaron inquietos. Daneel escuchó con benévola gravedad, acariciando con la mano los cabellos de Fallom.
—Escuchadme de nuevo. Precisamente fuera de la galaxia están las Nubes de Magallanes, donde ninguna nave humana ha penetrado jamás. Más allá, se encuentran otras pequeñas galaxias y, no muy lejos, se halla la gigantesca galaxia Andrómeda, que es más grande que la nuestra. Y más allá aún hay miles de millones de galaxias.
»Nuestra propia galaxia ha desarrollado solamente una especie lo bastante inteligente para crear una sociedad tecnológica, pero ¿qué sabemos de las demás galaxias? Quizá la nuestra sea atípica. En algunas de las otras, tal vez incluso en todas ellas, puede haber muchas especies inteligentes compitiendo, luchando entre ellas, y todas incomprensibles para nosotros. Puede que sólo estén preocupadas por sus luchas, pero ¿qué pasaría si, en alguna galaxia, una especie llegase a dominar a todas las demás y entonces tuviese tiempo de considerar la posibilidad de invadir otras galaxias?
»Desde el punto de vista hiperespacial, la galaxia es un punto, y lo propio es todo el Universo. Nosotros no hemos visitado ninguna otra galaxia y, que sepamos, ninguna especie inteligente de otra galaxia nos ha visitado; pero este estado de cosas puede terminar algún día. Y si llegan los invasores, sin duda encontrarán diversas maneras de enfrentar a algunos seres humanos contra otros. Hemos estado tanto tiempo sin que hubiese nadie contra quien luchar que estamos acostumbrados a las luchas intestinas. Un invasor que nos encontrase divididos nos dominaría a todos o nos destruiría. La única defensa eficaz es crear Galaxia, que no podrá volverse contra sí misma y sí enfrentarse a los invasores con su máximo poder.
—El cuadro que describes es espantoso —dijo Bliss—. ¿Tendremos tiempo de constituir Galaxia?
Trevize miró hacia arriba, como para atravesar la gruesa capa de roca que les separaba de la superficie de la Luna y del espacio; como si quisiese ver aquellas lejanas galaxias, moviéndose lentamente a través de inimaginables panoramas del espacio.
—En toda la Historia humana, ninguna otra inteligencia nos ha amenazado, que nosotros sepamos. Bastaría con que esto continuase durante unos pocos siglos, tal vez poco más de una milésima del tiempo que llevamos de civilización, para que estuviésemos a salvo. A fin de cuentas —y aquí sintió Trevize una súbita aprensión que se obligó a pasar por alto— no es como si ya tuviésemos al enemigo entre nosotros.
Y no bajó la mirada para no encontrarse con los ojos reflexivos de Fallom (hermafrodita, transductora, diferente) que le estaban mirando, fijos, insondables.
FIN