XX. El mundo próximo

Durante cuatro comidas sucesivas, Pelorat y Bliss habían visto a Trevize sólo en aquellas ocasiones. El tiempo restante, había permanecido en la cabina-piloto o en su habitación. Mientras comían, él guardaba silencio. Mantenía apretados los labios y comía poco.

Sin embargo, mientras hacían la cuarta comida, parecióle a Pelorat que Trevize había perdido parte de su desacostumbrada gravedad. Pelorat carraspeó dos veces, como si se dispusiese a decir algo pero desistiese de ello. Por último, Trevize lo miró.

—¿Y bien? —dijo.

—¿Lo… lo has pensado ya, Golan?

—¿Por qué lo preguntas?

—Pareces menos malhumorado.

—Pues no es así, pero he estado pensando. Y mucho.

—¿Podemos saber qué? —preguntó Pelorat.

Trevize miró unos instantes en la dirección de Bliss. Esta mantenía la mirada fija en el plato y guardaba un prudente silencio, como si estuviese segura de que Pelorat podría llegar más lejos que ella en un momento tan crucial.

—¿No sientes tú curiosidad también, Bliss? —preguntó Trevize.

Ella levantó los ojos un momento.

—Claro que sí.

Fallom dio un golpe con el pie a la pata de la mesa.

—¿Hemos encontrado la Tierra? —dijo.

Bliss le apretó un hombro y Trevize no le prestó atención.

—Debemos partir de un hecho fundamental. Toda la información referente a la Tierra ha sido eliminada en varios mundos. Esto nos lleva, indefectiblemente, a una conclusión: se está ocultando algo acerca de la Tierra. Sin embargo, sabemos, por propia observación, que la Tierra es letal por su radiactividad, por lo que todo lo que pueda haber en ella ha quedado automáticamente escondido. Nadie puede aterrizar en ella y, desde esta distancia, cuando estamos muy cerca del borde exterior de la magnetósfera y no deberíamos arriesgarnos a acercarnos más, nada podemos encontrar.

—¿Estás seguro de ello? —preguntó suavemente Bliss.

—He pasado mucho tiempo con el ordenador, analizando la Tierra todo lo que he podido. No hay nada. Más aún, siento que no hay nada. Entonces, ¿por qué han sido destruidos los datos referentes a ella? Seguramente, lo que debe permanecer oculto lo está con mucha más eficacia ahora que nadie puede sospechar de qué se trata, y es inútil cuanto puedan pensar los humanos sobre este tesoro particular.

—Es posible —dijo Pelorat— que hubiese algo oculto en la Tierra cuando aún no era lo bastante radiactiva para impedir la llegada de visitantes. Los moradores de la Tierra pudieron temer que alguien aterrizase en ella y descubriese…, lo que sea. Fue entonces cuando la Tierra trató de destruir toda información a su respecto. Lo que tenemos ahora no es más que un vestigio de aquellos inseguros tiempos.

—No, no lo creo —dijo Trevize—. La eliminación de la información que había en la Biblioteca Imperial de Trantor parece que se realizó recientemente. —Se volvió de pronto a Bliss—. ¿No tengo razón?

—«Yo-nosotros-Gaia» dedujimos esto de la turbada mente de Gendibal, de la segunda Fundación, cuando él, tú y yo nos reunimos con la alcaldesa de Términus.

—Por consiguiente —dijo Trevize—, lo que había que ocultar, porque había la posibilidad de que fuese encontrado, tiene que continuar oculto ahora, y debe existir el peligro de que se encontrase ahora, a pesar de que la Tierra sea radiactiva.

—¿Cómo es posible? —preguntó Pelorat ansiosamente.

—Piénsalo bien —dijo Trevize—. ¿Y si lo que había en la Tierra no permaneciese ya en ella, sino que hubiese sido trasladado a otro sitio al aumentar el peligro de la radiactividad? Aunque el secreto ya no este en la Tierra, podría ser que, al descubrir esta, fuésemos capaces de deducir el lugar al que fue llevado aquel. De ser así, habría que seguir ocultando los alrededores de la Tierra.

La voz de Fallom se dejó oír de nuevo:

—Porque si podemos encontrar la Tierra, dice Bliss que me llevaréis junto a Jemby.

Trevize se volvió a Fallom, mirándola airadamente, y Bliss le habló en voz baja.

—Te dije que podríamos hacerlo, Fallom. Más tarde hablaremos de esto. Ahora ve a tu habitación y lee, o toca la flauta, o haz lo que quieras. Vete, vete.

Fallom se levantó de la mesa, malhumorada.

—Pero ¿cómo puedes decir esto, Golan? —dijo Pelorat—. Estamos aquí. Hemos localizado la Tierra. ¿Podemos deducir ahora dónde se encuentra lo que se escondía, si no está en la Tierra?

Trevize tardó un momento en superar la irritación que Fallom le había producido.

—¿Por qué no? Imagínate que la radiactividad de la corteza de la Tierra hubiese ido en aumento. La población habría decrecido con la muerte y la emigración, y el secreto, fuese el que fuese, habría estado en peligro. ¿Quién se iba a quedar para guardarlo? En definitiva, habría que trasladarlo a otro mundo, o la utilidad de…, de lo que fuese…, se perdería para siempre.

»Sospecho que debió haber una resistencia a trasladarlo, y es probable que se llevase a cabo en el último momento. Ahora bien, Janov, ¿recuerdas el viejo de la Nueva Tierra que te llenó la cabeza con su versión de la Historia de la Tierra?

—¿Monolee?

—Si. ¿No dijo, con referencia a la fundación de la Nueva Tierra, que lo que quedaba de la población de la Tierra fue trasladado a aquel planeta?

—¿Quieres decir, viejo amigo, que lo que estamos buscando se encuentra ahora en la Nueva Tierra? —preguntó Pelorat—. ¿Llevado allí por los últimos que salieron de la Tierra?

—¿No podría ser así? —dijo Trevize—. La Nueva Tierra apenas si es más conocida que la Tierra en la Galaxia, y sus moradores muestran un sospechoso afán por mantener alejados a todos los forasteros.

—Nosotros estuvimos allí —dijo Bliss—, y no encontramos nada. Sólo buscábamos algo que nos indicase la situación de la Tierra.

—Pero nosotros estamos buscando algo que presupone una alta tecnología —dijo Pelorat desconcertado—; algo que puede eliminar la información ante las narices de la Segunda Fundación, e incluso ante las narices, discúlpame, Bliss, de Gaia. La gente de la Nueva Tierra puede ser capaz de controlar su tiempo atmosférico y dominar algunas técnicas de biotecnología, pero creo que estaréis de acuerdo en que su nivel tecnológico es, en su conjunto, bastante bajo.

Bliss asintió con la cabeza.

—Estoy de acuerdo con Pel.

—Este juicio tiene una base poco sólida —dijo Trevize—. No vimos a los hombres de la flota pesquera. Sólo vimos la pequeña parte de la isla donde aterrizamos. ¿Qué hubiésemos encontrado caso de haber explorado más a fondo? A fin de cuentas, no reconocimos las lámparas fluorescentes hasta que las vimos funcionar, y si nos pareció, repito, nos pareció que la tecnología era mínima, yo diría…

—¿Qué? —preguntó Bliss, con clara incredulidad.

—Que aquello podía ser parte del velo tendido para ocultar la verdad.

—¡Imposible! —exclamó Bliss.

—¿Imposible? Fuiste tú quien me dijo en Gaia que, en Trantor, la civilización estaba siendo deliberadamente mantenida a un bajo nivel de tecnología con el fin de ocultar el pequeño núcleo de los de la Segunda Fundación. ¿No podría emplear la Nueva Tierra una estrategia semejante?

—¿Sugieres, pues, que volvamos a la Nueva Tierra y nos expongamos nuevamente al contagio, que esta vez sería activado? La relación sexual es, indudablemente, un agradable sistema de contagio, pero quizá no sea el único.

Trevize se encogió de hombros.

—No estoy ansioso por volver a la Nueva Tierra, pero tal vez deberemos hacerlo.

—¿Tal vez?

—¡Tal vez! Después de todo, hay otra posibilidad.

—¿Y es?

—La Nueva Tierra gira alrededor de la estrella llamada Alfa. Pero Alfa es parte de un sistema binario. ¿No podría haber un planeta habitable que girase alrededor de la compañera de Alfa?

—Demasiado opaca, diría yo —observó Bliss, sacudiendo la cabeza—. La compañera es cuatro veces menos brillante que Alfa.

—Opaca, pero no demasiado. Si hay un planeta lo bastante cerca de la estrella, podría bastar.

—¿Dice algo el ordenador sobre planetas de la compañera? —preguntó Pelorat.

Trevize sonrió tristemente.

—Ya lo he comprobado. Hay cinco planetas de modestas dimensiones. Ningún gigante gaseoso.

—¿Y es habitable alguno de los cinco planetas?

—El ordenador no da información sobre los planetas, salvo que son cinco y que no son grandes.

—¡Oh! —dijo, desanimado, Pelorat.

—Eso no debe preocuparnos —continuó Trevize—. Ninguno de los mundos Espaciales puede ser encontrado en el ordenador. La información sobre la propia Alfa es mínima. Estas cosas son ocultadas deliberadamente y, si se sabe poquísimo acerca de la compañera de Alfa, casi podría considerarse como una buena señal.

—Entonces —dijo Bliss; yendo a lo práctico—, te propones visitar la compañera y, de no dar resultado, volver a la propia Alfa.

—Sí. Y esta vez, cuando lleguemos a la isla de la Nueva Tierra, iremos preparados. Examinaremos toda la isla con meticulosidad antes de aterrizar, y espero, Bliss, que emplees tus facultades mentales para escudar…

En aquel momento, la Far Star dio ligeros bandazos, como si tuviese hipo, y Trevize gritó, entre irritado y perplejo:

—¿Quién está en los controles?

No hacía falta que lo preguntase, pues lo sabía muy bien.

Fallom se hallaba completamente absorta ante el ordenador. Tenía abiertas las manitas de largos dedos para que coincidiesen con las marcas débilmente resplandecientes del tablero. Las manos de Fallom parecían hundirse en el material de aquel, aunque estaba claro que era duro y resbaladizo.

Había observado a Trevize cuando colocaba las manos allí en numerosas ocasiones y, aunque no le había visto hacer nada más, era evidente que con ello controlaba la nave.

Una vez, Trevize cerró los ojos, y ella hizo ahora lo mismo. A los pocos momentos, le pareció oír una voz débil y lejana, muy lejana, pero que resonaba en su propia cabeza a través (percibió vagamente) de sus lóbulos transductores. Estos eran aún más importantes que sus manos. Aguzó la atención para distinguir las palabras.

—Instrucciones —decía aquella voz, en tono casi suplicante—. ¿Cuáles son tus instrucciones?

Fallom no dijo nada. Nunca había visto que Trevize dijese algo al ordenador; pero sabía qué era lo que deseaba de todo corazón. Quería volver a Solaria, a la consoladora inmensidad de la mansión, a Jemby… Jemby… Jemby…

Quería ir allí y, al pensar en el mundo que amaba, lo imaginó visible en la pantalla, como había visto otros mundos a su pesar. Abrió los ojos y miró aquella fijamente, queriendo que apareciese en ella otro mundo que no fuese la odiosa Tierra, e imaginándose que lo que tenía delante era Solaria. Aborrecía la Galaxia vacía en la que había sido introducida contra su voluntad. Sus ojos se llenaron de lágrimas, y la nave tembló.

Fallom sintió aquel temblor y respondió balanceándose a su vez ligeramente.

Y entonces oyó unas fuertes pisadas en el pasillo. Cuando abrió los ojos, la cara torcida de Trevize llenó todo su campo visual, bloqueando la pantalla que contenía todo lo que ella deseaba. Él gritaba algo, pero ello no le prestó atención. Era él quien la había arrancado de Solaria después de matar a Bander, y era él quien le impedía volver allí, pues sólo pensaba en la Tierra; por consiguiente, no le escucharía.

Llevaría la nave a Solaria, y la nave tembló una vez más con la intensidad de su resolución.

Bliss agarró el brazo de Trevize con fuerza.

—¡No! ¡No!

Permaneció aferrada a él, reteniéndole, mientras Pelorat quedaba en segundo término, confuso y petrificado.

—¡Quita las manos del ordenador! —gritó Trevize—. No te interpongas, Bliss. No quiero hacerte daño.

—No seas violento con la niña —dijo Bliss, en un tono casi de agotamiento—. Sería yo quien tuviese que dañarte a ti…, contra todas las instrucciones.

Trevize miró ahora furiosamente a Bliss y dijo:

—Entonces, llévatela de aquí, Bliss. ¡Ahora!

Bliss lo apartó con fuerza sorprendente (tal vez sacándola de Gaia, pensó Trevize más tarde).

—Fallom —dijo—, levanta las manos.

—¡No! —chilló Fallom—. Quiero que la nave vaya a Solaría. Quiero que vaya allí. Allí.

Y señaló la pantalla con la cabeza, resistiéndose incluso a aflojar la presión de una de sus manos sobre el tablero.

Pero Bliss asió los hombros de la niña y, al contacto de sus manos, Fallom empezó a temblar. Bliss suavizó el tono de su voz.

—Ahora, Fallom, dile al ordenador que vuelva donde estaba, y tú ven conmigo. Ven conmigo.

Sacudió a la niña, que rompió a llorar, angustiada. Las manos de Fallom se apartaron del tablero, y Bliss, sujetando a la niña por las axilas, la levantó y la puso en pie. Después, la estrechó con fuerza sobre su pecho y dejo que la niña desfogase su llanto.

—Apártate Trevize —ordeno Bliss a este que se hallaba plantado en el umbral—, y no nos toques al pasar.

Trevize se hizo rápidamente a un lado. Bliss se detuvo un momento ante él.

—He tenido que introducirme un instante en su mente —dijo en voz muy baja—. Si le he causado algún daño, no te lo perdonaré fácilmente.

Trevize sintió deseos de decirle que le importaba un comino la mente de Fallom; que sólo temía lo que pudiese ocurrirle al ordenador. Pero la mirada concentrada de Gaia (si sólo hubiese sido la de Bliss, no habría sentido aquel terror) le obligó a guardar silencio.

Permaneció callado durante un rato, y también inmóvil, después de que Bliss y Fallom se hubiesen metido en su habitación. En realidad, permaneció así hasta que Pelorat se dirigió a él.

—¿Estás bien, Golan? —preguntó a media voz—. No te habrá hecho daño, ¿verdad?

Trevize sacudió vigorosamente la cabeza, como para librarse de la momentánea parálisis que había sufrido.

—Estoy bien. Lo que realmente importa es si eso está bien. Se sentó ante el ordenador y apoyó las manos en las dos marcas sobre las que habían descansado recientemente las de Fallom.

—¿Qué? —preguntó ansiosamente Pelorat.

Trevize se encogió de hombros.

—Parece que responde con normalidad. Es posible que más tarde encuentre algún defecto, pero ahora todo da la impresión de estar en orden. —Después, dijo con renovada irritación—: El ordenador no debería responder con eficacia a otras manos que no fuesen las mías, pero en el caso de ese hermafrodita, no sólo eran sus manos. Estoy seguro de que los lóbulos transductores…

—Pero ¿qué hizo temblar la nave? No debería ser aquello, ¿verdad? —No, Es una nave gravítica y no debería sufrir estos efectos de la inercia. Pero ese monstruo…— Y se interrumpió, furioso de nuevo.

—¿Si?

—Sospecho que dio dos instrucciones contradictorias al ordenador, y ambas con tal fuerza que este no tuvo más remedio que intentar cumplir ambas a la vez. Al tratar de hacer lo imposible, debió de aflojar momentáneamente lo que mantiene a la nave a salvo de la inercia. Al menos, esto es lo que pienso que ocurrió. Y entonces, se suavizó la expresión de su semblante.

—Todo esto también podría ser favorable, pues ahora se me ocurre pensar que toda mi charla sobre Alfa de Centauro y su compañera fue una tontería. Ahora sé dónde debió trasladar la Tierra su secreto.

Pelorat lo miró fijamente; después, hizo caso omiso de la última observación y volvió a un enigma anterior:

—¿Cómo pudo pedir Fallom dos cosas contradictorias?

—Bueno, dijo que quería que la nave fuese a Solaría.

—Sí. Desde luego, eso quería.

—Pero ¿qué entendía ella por Solaria? No puede reconocer Solaria desde el espacio. Nunca la ha visto realmente desde arriba. Cuando salimos de aquel mundo con tanta precipitación, ella estaba durmiendo. Y a pesar de sus lecturas en tu biblioteca y de todo lo que Bliss le haya contado, me imagino que no puede captar la verdad de una galaxia que tiene cientos de miles de millones de estrellas y millones de planetas habitados. Habiéndose criado sola, y bajo tierra, sólo podrá captar el concepto elemental de que hay mundos diferentes; pero ¿cuántos? ¿Dos? ¿Tres? ¿Cuatro? Para ella, cada mundo que ve es probable que sea Solaria y, dada la fuerza de su voluntarioso pensamiento, es Solaria. Y como presumo que Bliss trató de tranquilizarla diciéndole que, si no encontrábamos la Tierra, la llevaríamos de regreso a Solaria, debió concebir la idea de que esta se halla cerca de la Tierra.

—Pero ¿cómo puedes decir eso, Golan? ¿Qué te hace pensar que sea así?

—Ella casi nos lo dijo, Janov, cuando la sorprendimos. Gritó que quería ir a Solaria y después añadió «allí…, allí», señalando la pantalla con la cabeza. ¿Y qué había en la pantalla? El satélite de la Tierra. No estaba allí cuando yo dejé la máquina antes de cenar; se veía la Tierra.

Pero Fallom debió imaginarse el satélite cuando pidió ir a Solaria, y el ordenador, como respuesta, enfocó ese satélite. Créeme, Janov, yo sé cómo funciona este ordenador. ¿Quién podrá saberlo mejor?

Pelorat miró el grueso arco de luz de la pantalla.

—Se llamaba «moon» en al menos uno de los idiomas de la Tierra, y «Luna», en otro —dijo pensativo—. Probablemente, tenía otros muchos nombres. Imagínate, viejo amigo, la confusión que debía reinar en un mundo con numerosos idiomas; los equívocos, las complicaciones, los…

—¿Luna? Bueno, una palabra bastante sencilla. Ahora que lo pienso, es posible que la niña tratase instintivamente de manejar la nave por medio de sus lóbulos transductores, empleando la propia fuente de energía de aquella, y esto pudo contribuir a producir la momentánea confusión de la inercia. Pero nada de eso importa ya, Janov. Lo que sí importa es que todo esto ha traído a esta Luna (sí, me gusta el nombre) a la pantalla, ampliándola, y aquí continúa todavía. Ahora la estoy mirando, y me asombra.

—¿Qué es lo que te asombra, Golan?

—Su tamaño. Nosotros tendemos a prescindir de los satélites, Janov. Cuando existen, son muy pequeños. Pero este es diferente. Es un mundo. Tiene un diámetro de unos tres mil quinientos kilómetros.

—¿Un mundo? No puedes afirmar que lo sea. Tiene que ser inhabitable. Incluso un diámetro de tres mil quinientos kilómetros es demasiado corto. No tiene atmósfera. Basta con mirarlo para saberlo. Ni nubes. La curva circular exterior está bien definida, y también la curva interior que delimita el hemisferio iluminado y el oscuro.

Trevize asintió con la cabeza.

—Te estás convirtiendo en un experto viajero espacial, Janov. Tienes razón. No hay aire. No hay agua. Todo eso significa que la Luna no es habitable en su indefensa superficie. Pero ¿y debajo de esta?

—¿Bajo tierra? —dijo Pelorat con acento de duda.

—Sí. Bajo tierra. ¿Por qué no? Tú mismo me dijiste que las ciudades de la Tierra eran subterráneas. Sabemos que Trantor estaba bajo tierra. Comporellon tiene bajo tierra una buena parte de su capital. Las mansiones solarianas eran casi subterráneas casi por entero. Es algo muy corriente.

—Pero, Golan, en todos esos casos, la gente vivía en un planeta habitable. La superficie también lo era, con una atmósfera y un océano. ¿Es posible vivir bajo tierra cuando la superficie es inhabitable?

—Vamos, Janov, ¡piensa un poco! ¿Dónde vivimos nosotros ahora? La Far Star es un mundo diminuto que tiene una superficie inhabitable. No hay aire ni agua en el exterior. Sin embargo vivimos cómodamente dentro de ella. La Galaxia está llena de estaciones espaciales y de instalaciones espaciales muchísimo más variadas, por no hablar de las naves espaciales, y todas son inhabitables salvo en su interior. Considera la Luna como una gigantesca nave espacial.

—¿Con una tripulación en su interior?

—Sí. Millones de personas, por lo que sabemos, y plantas, y animales, y una avanzada tecnología. ¿No parece lógico, Janov? Si la Tierra, en sus últimos días, pudo enviar un grupo de colonizadores a un planeta de Alfa de Centauro, y si, posiblemente con la ayuda imperial, pudieron intentar transformarlo, poblar sus mares, construir tierra firme donde no había ninguna, ¿no pudo la Tierra enviar también una expedición a su satélite y transformar su interior?

—Supongo que sí —reconoció Pelorat de mala gana.

—Debieron de hacerlo. Si la Tierra tenía algo que ocultar, ¿por qué enviarlo a más de un pársec de distancia, pudiendo ocultarlo en un mundo a menos de la cienmillonésima parte de distancia de Alfa? Y la Luna sería un escondite más eficaz desde el punto de vista psicológico. Nadie pensaría relacionar la vida con un satélite. Yo no lo pensé, dicho sea de paso. Con la Luna a unos centímetros de mi nariz, mi pensamiento seguía volando hacia Alfa. De no haber sido por Fallom… —Apretó los labios y sacudió la cabeza—. Supongo que tendré que reconocerle este mérito. Seguramente lo hará Bliss, si yo no lo hago.

—Pero mira, viejo, si hay algo escondido bajo la superficie de la Luna, ¿cómo lo encontraremos? La superficie debe tener millones de kilómetros cuadrados.

—Cuarenta millones, más o menos.

—Y tendremos que explorarlos todos ellos, buscando, ¿qué? ¿Una abertura? ¿Una especie de puerta?

—Planteado así el asunto, parece una tarea bastante difícil; pero nosotros no buscamos simplemente objetos, sino vida, y vida inteligente. Y tenemos a Bliss, que posee unas dotes especiales para detectar la inteligencia, ¿no?

Bliss miró a Trevize con expresión acusadora.

—Por fin he conseguido que se duerma. Me ha costado mucho. Ella estaba furiosa. Afortunadamente, creo que no le he causado ningún daño.

Trevize dijo fríamente:

—Deberías tratar de anular su fijación en Jemby, ¿sabes?, ya que yo no tengo la menor intención de volver a Solaria.

—Anular su fijación, ¿eh? ¿Qué sabes tú de estas cosas, Trevize?

Nunca has penetrado en una mente. No tienes idea de su complejidad.

Si conocieses algo al respecto, no hablarías de anular una fijación como si fuese la cosa más sencilla del mundo.

—Bueno, al menos debilítala.

—Podría debilitarla un poco, después de un mes de cuidadoso deshilado.

—¿Qué quieres decir con lo del deshilado?

—Como eres lego en la materia, no podría explicártelo.

—Entonces, ¿qué vas a hacer con la niña?

—Todavía no lo sé; tendré que reflexionar mucho sobre ello.

—En tal caso —dijo Trevize—, deja que te diga lo que vamos a hacer con la nave.

—Sé lo que vas a hacer. Volver a la Nueva Tierra y darle otro tiento a la adorable Hiroko si te promete no contagiarte esta vez.

Trevize conservó su semblante inexpresivo.

—No —dijo—. En realidad, he cambiado de idea. Vamos a ir a la Luna, que, según Janov, es el nombre del satélite.

—¿El satélite? ¿Porque es el mundo más próximo? No había pensado en esto.

—Ni yo. Ni nadie lo habría pensado. En ninguna parte de la Galaxia hay un satélite que merezca la pena pensar en él, pero este es único por su tamaño. Más aún, el anonimato de la Tierra se extiende también a él. Quien no pueda encontrar la Tierra, tampoco podrá encontrar la Luna.

—¿Es habitable?

—No en la superficie; pero no es radiactiva y, por ende, no es absolutamente inhabitable. Puede haber vida; estar rebosante de ella, debajo de la superficie. Y, naturalmente, tú podrás decir si es así cuando nos acerquemos lo bastante.

Bliss se encogió de hombros.

—Lo intentaré. Pero ¿qué te ha sugerido la idea de explorar el satélite?

—Algo que hizo Fallom cuando estaba en los controles —respondió Trevize pausadamente.

Bliss esperó, como aguardando que él dijese algo más, y se encogió de hombros otra vez.

—Fuese lo que fuere, sospecho que no habrías tenido esa inspiración si hubieses cedido a tus impulsos y la hubieses matado.

—Nunca tuve intención de matarla, Bliss.

Bliss agitó una mano.

—Está bien, dejémoslo. ¿Nos dirigimos ahora hacia la Luna?

—Sí. Por mera precaución, no acelero demasiado; pero si todo marcha bien, estaremos cerca de ella dentro de treinta horas.

La Luna era un desierto. Trevize observó la zona brillante iluminada por el sol que se deslizaba debajo de ellos. Era un panorama monótono de cráteres y sectores montañosos, y de negras sombras en contraste con la luz. Había sutiles cambios de color en el suelo y ocasionales extensiones llanas, salpicadas de pequeños cráteres.

Cuando se acercaron al lado oscuro, las sombras se hicieron más largas y, por último, se fundieron en una sola. Durante un rato, los picachos brillaron detrás de ellos bajo el sol, como gordas estrellas que resplandecían mucho más que sus hermanas celestes. Después, desaparecieron y sólo quedó en el cielo el débil resplandor de la luz de la Tierra, que era una gran esfera de un blanco azulado en más de un cuarto creciente. La nave pasó también más allá de la Tierra, la cual se hundió en el horizonte de manera que sólo quedó negrura absoluta debajo de ellos y, en lo alto, un cielo débilmente salpicado de estrellas que, para Trevize, que se había criado en el mundo sin estrellas de Términus, resultaba, todavía, bastante milagroso.

Después, aparecieron nuevas estrellas brillantes ante ellos; primero, sólo una o dos, y después otras, agrandándose, espesándose y fundiéndose al fin. Y al momento cruzaron el terminador y pasaron al lado iluminado. El sol se elevó con esplendor infernal, mientras la pantalla lo esquivaba y enfocaba una panorámica del suelo del satélite.

Trevize comprendió inmediatamente que era inútil tratar de encontrar una entrada del interior habitado (si existía) con la mera inspección ocular de aquel mundo enorme.

Se volvió a mirar a Bliss, que estaba sentada a su lado. Ella no miraba la pantalla, sino que mantenía los ojos cerrados. Más que sentarse en la silla, parecía haberse derrumbado en ella.

Trevize, preguntándose si se había dormido, dijo a media voz: —¿Detectas algo más?

Bliss sacudió ligeramente la cabeza.

—No —murmuró—. Sólo fue una ligera impresión. Será mejor que volvamos allí. ¿Recuerdas dónde estaba aquella región?

—El ordenador lo sabe.

Fue como apuntar a un blanco, oscilando a un lado y otro hasta encontrarlo. La zona en cuestión se hallaba en el hemisferio oscuro del satélite y, excepto por el débil resplandor de la Tierra que envolvía la superficie en una fantástica penumbra gris, no se distinguía nada, ni siquiera cuando las luces de la cabina-piloto se apagaron para poder ver mejor.

Pelorat se había acercado y plantado ansiosamente en el umbral.

—¿Hemos encontrado algo? —preguntó, en un ronco murmullo.

Trevize levantó una mano imponiéndole silencio. Estaba observando a Bliss. Sabía que pasarían días antes de que la luz del sol volviese a iluminar aquel lugar de la Luna, pero también sabía que, para lo que Bliss trataba de percibir, la luz carecía de importancia.

—Está allí —dijo ella.

—¿Estás segura?

—Sí.

—¿Y es el único lugar?

—Es el único lugar en que lo he detectado. ¿Hemos estado sobre todas las partes de la superficie de la Luna?

—Sobre la mayor parte de ella.

—Entonces, es todo lo que he detectado en esa mayor parte. Ahora, la impresión es más fuerte, como si aquello nos hubiese detectado a nosotros. Y no parece peligroso. Tengo la sensación de que nos da la bienvenida.

—¿Estás segura?

—Es la impresión que tengo.

—¿Podría estar fingiendo buenos sentimientos?

Bliss respondió, con un deje de altivez:

—Si fuesen simulados, lo detectaría.

Trevize murmuró algo sobre el exceso de confianza Y después dijo: —Espero que lo que detectas sea inteligencia.

—Detecto una fuerte inteligencia. Pero… —añadió en un tono extraño.

—Pero ¿qué?

—Silencio. No me distraigáis. Dejad que me concentre.

La última palabra no fue mas que un movimiento de los labios. Después dijo con sorpresa débilmente regocijada.

—No es humana.

—No es humana —exclamo Trevize más asombrado que ella. ¿Tendremos que habérnoslas con robot? ¿Cómo en Solaria?

—No —dijo Bliss sonriendo—. Tampoco es típicamente robótica.

—Tiene que ser una de las dos.

—Ninguna de ellas —dijo Bliss entre dientes—. No es humana; sin embargo, no se parece a la de cualquier robot que yo haya detectado antes de ahora.

—Me gustaría ver eso —dijo Pelorat, asintiendo vigorosamente con la cabeza y abriendo mucho los ojos—. Seria emocionante. Algo nuevo.

—Algo nuevo —murmuro Trevize, animado de pronto.

Un inesperado destello de luz pareció iluminar el interior de su cráneo.

Descendieron hacia la superficie de la Luna en un estado de ánimo casi jubiloso. Incluso Fallom se había unido a ellos y, con el abandono de la juventud, se dejaba llevar por la alegría, como si estuviese volviendo realmente a Solaria.

En cuanto a Trevize, un resto de cordura le decía que era extraño que la Tierra (o lo que hubiese de la Tierra en la Luna), que tanto se había esforzado en mantener alejados a todos los demás, procurase atraerles a ellos ahora. ¿Sería esa su intención? Ya que no había podido evitarles, ¿les atraía para destruirles? ¿No sería, en ambos casos, inviolable su secreto?

Pero tal idea se desvaneció de su mente en aquella oleada de gozo que aumentaba continuamente al acercarse la nave a la superficie luna r. Sin embargo, por encima y más allá de eso, consiguió aferrarse al momento de inspiración que había alcanzado justo antes de empezar el descenso a la superficie del satélite de la Tierra.

Parecía saber el lugar al que iba la nave. Ahora estaba sobre las cimas de unos montes ondulados, y Trevize, frente al ordenador, sentía que no tenía que hacer nada. Era como si el ordenador y él fuesen guiados por otro, y sólo sentía la inmensa euforia de verse descargado de toda responsabilidad.

Se deslizaba paralelamente al suelo, en dirección a un risco de amenazadora altura que se alzaba como una barrera ante ellos; una barrera que brillaba débilmente bajo la luz de la Tierra y del faro de la Far Star. La inminencia de la colisión pareció no significar nada para Trevize, el cual no se sorprendió cuando advirtió que la escarpadura, que ya no era tal sino un pasillo resplandeciente de luz artificial, se había abierto ante ellos.

La nave redujo la velocidad, aparentemente por su propia iniciativa, y entró, deslizándose limpiamente por la abertura. Esta se cerró detrás de aquella, y entonces se abrió otra. La nave la cruzó y entró en una gigantesca sala que parecía excavada en el interior de una montaña.

La nave se detuvo y todos los que iban a bordo corrieron, ansiosos, a la puerta de salida. A ninguno de ellos, ni siquiera a Trevize, se les ocurrió comprobar si en el exterior había una atmósfera respirable…, o si había atmósfera siquiera.

Pero había aire. Un aire respirable y agradable. Miraron a su alrededor con la expresión satisfecha propia de las personas que vuelven a casa, y sólo al cabo de un rato se dieron cuenta de la presencia de un hombre que esperaba cortésmente a que se acercasen.

Era alto, y su expresión grave. Llevaba cortos los cabellos de color de bronce. Sus pómulos eran anchos; sus ojos, brillantes, y su indumentaria bastante parecida a la que se veía en los antiguos libros de Historia. Aunque parecía corpulento y vigoroso, tenía, empero, un aire de cansancio, no visible, sino más bien perceptible por algo que no eran los sentidos.

Fue Fallom la primera en reaccionar. Con fuertes y sibilantes chillidos, corrió hacia el hombre, agitando los brazos y gritando desaforadamente:

—¡Jemby! ¡Jemby!

Siguió corriendo y, cuando llegó junto al hombre, este se agachó y la levantó en el aire. Fallom se abrazó a su cuello, sollozando y sin dejar de gritar «¡Jemby!».

Los otros se acercaron más despacio y Trevize dijo, pausada y claramente (¿entendería aquel hombre el galáctico?).

—Le pedimos disculpas, señor. Esta niña ha perdido a su protector y lo está buscando con verdadera desesperación. Lo que no comprendemos es por qué ha corrido hacia usted, ya que lo que busca es un robot; un aparato mecánico…

El hombre habló por primera vez. Su voz era más práctica que musical y tenía un ligero acento arcaico, pero hablaba el galáctico con fluidez.

—Les saludo amigablemente a todos —dijo, y pareció que así era, aunque la expresión de gravedad permaneció fija en su semblante—. En cuanto a esta niña —prosiguió—, da muestras de una percepción más aguda de lo que vosotros creéis, pues soy un robot. Me llamo Daneel Olivaw.