La Far Star despegó en silencio, elevándose en la atmósfera, dejando abajo la oscura isla. Los pocos puntos de luz que había debajo de ellos perdieron intensidad y se desvanecieron. Al hacerse la atmósfera más tenue con la altura, la nave aumentó su velocidad, y los puntos de luz que había en el cielo se hicieron más numerosos y brillantes.
Cuando miraron el planeta Alfa al cabo de un rato, sólo vieron como una media luna iluminada y cubierta, en gran parte, por las nubes.
—Supongo que no tienen una tecnología espacial activa —dijo Pelorat—. No pueden seguimos.
—No creo que esto me anime mucho —repuso Trevize, hosco el semblante y con voz afligida—. Estoy contagiado.
—Pero el virus es inactivo —dijo Bliss.
—Sin embargo, puede ser activado. Ellos tienen un método. ¿Cuál será?
Bliss se encogió de hombros.
—Hiroko dijo que el virus, permaneciendo inactivo, acabaría muriendo en un cuerpo inadaptado a él…, un cuerpo como el tuyo.
—¿Sí? —dijo furiosamente Trevize—. ¿Cómo lo sabía? Y a propósito, ¿cómo sé yo que la declaración de Hiroko no fue una mentira para consolarse ella misma? ¿Y no es posible que el método de activación, sea cual fuere, se produzca de un modo natural? Por un producto químico particular, por un tipo de radiación, por… ¿quién sabe qué? Puedo enfermar de pronto y, en tal caso, vosotros tres moriréis también. O si ocurre algo de eso después de que hayamos llegado a un mundo poblado, podemos dar origen a una temible pandemia que los refugiados llevarían a otros mundos. —Miró a Bliss—. ¿Puedes hacer algo a ese respecto?
Bliss movió la cabeza lentamente.
—No es fácil. Hay parásitos integrados en Gaia: microrganismos, gusanos. Son una parte benigna del equilibrio ecológico. Viven y contribuyen a la conciencia del mundo, pero nunca proliferan en exceso. Viven sin causar daños importantes. Lo malo es, Trevize, que el virus que te afecta a ti no forma parte de Gaia.
—Has dicho «no es fácil» —murmuró Trevize, arrugando la frente—. Dadas las circunstancias, ¿podrías tomarte el trabajo, aunque te resulte difícil, de localizar el virus que llevo dentro y destruirlo? Y si eso no es posible, ¿puedes, al menos, fortalecer mis defensas?
—¿Te das cuenta de lo que me pides, Trevize? Yo no conozco la flora microscópica de tu cuerpo. No me sería fácil distinguir un virus en las células de tu cuerpo de los genes normales que habitan en ellas. Y todavía me resultaría más difícil distinguir entre los virus a que tu cuerpo está acostumbrado de aquellos que Hiroko te contagió. Lo intentaré, Trevize, pero requerirá tiempo y quizá no lo consiga.
—Tómate todo el tiempo necesario —dijo Trevize—, pero inténtalo.
—Lo haré —prometió Bliss.
—Si Hiroko dijo la verdad —murmuró Pelorat—, quizá seas capaz de descubrir virus que parezcan estar perdiendo ya vitalidad y acelerar su muerte.
—Podría hacerlo —dijo Bliss—. Es una buena idea.
—¿No flaquearás? —inquirió Trevize—. Tendrás que destruir unas pequeñas vidas preciosas cuando mates esos virus, ¿sabes?
—Quieres mostrarte sarcástico, Trevize —dijo fríamente Bliss—, pero, con sarcasmo o sin él, estás planteando una verdadera dificultad. Sin embargo, no puedo dejar de preferirte a los virus. Los mataré si puedo, no temas. A fin de cuentas, aunque no te prefiriese a ti —y su boca se contrajo como si reprimiese una sonrisa—, Pelorat y Fallom están en peligro también, y tal vez confíes más en lo que siento por ellos que en lo que siento por ti. Y no olvides que también yo como peligro.
—No tengo fe en tu amor por ti misma —murmuró Trevize—. Estás dispuesta siempre a entregar tu vida por un motivo altruista. Pero aceptaré tu interés por Pelorat. —Después dijo—: No oigo la flauta de Fallom. ¿Se encuentra mal?
—No —repuso Bliss—. Está durmiendo. Un sueño perfectamente natural en el que nada tengo que ver. Y sugiero que, cuando hayas preparado el Salto a la estrella que creemos que es el sol de la Tierra, nosotros hagamos lo mismo. Yo me estoy cayendo de sueño y supongo que tú también, Trevize.
—Sí. ¿Sabes una cosa, Bliss? Tenias razón.
—¿En qué, Trevize?
—En lo de los Aislados. La Nueva Tierra no es un paraíso, por mucho que lo parezca. Aquella hospitalidad, todas esas pruebas de amistad, eran para que nos confiásemos, a fin de poder contagiar a uno de nosotros con facilidad. Y las fiestas que celebraron después en nuestro honor iban encaminadas a retenernos allí hasta que regresase la flota pesquera y pudiese realizarse la activación. Así habría acabado todo, de no haber sido por Fallom y su música. Es posible que también en eso tengas razón.
—¿En lo tocante a Fallom?
—Sí. Yo no quería llevarla y nunca me encontré a gusto con ella a bordo. Gracias a ti, Bliss, la tenemos con nosotros, y fue ella quien, sin saberlo, nos salvó. Aunque, sin embargo…
—Y sin embargo, ¿qué?
—A pesar de todo, todavía me inquieta la presencia de Fallom. No sé por qué.
—Por si hace que te sientas mejor, Trevize, debo decirte que no creo que debamos otorgar todo el mérito a la niña. Hiroko aprovechó la música de Fallom como excusa para cometer lo que los otros alfanos considerarían, con toda seguridad, un acto de traición. Incluso es posible que ella lo creyese también, pero había algo más en su mente, algo que tal vez le avergonzaba que aflorase a su consciente. Tengo la impresión de que sentía afecto por ti y no quería verte morir, con independencia de Fallom y de su música.
—¿De veras lo crees así? —preguntó Trevize, sonriendo ligeramente por primera vez desde que habían salido de Alfa.
—Creo que sí. Debes tener cierta pericia en tu trato con las mujeres, persuadiste a la ministra Lizalor de que nos dejase embarcar y salir de Comporellon e influiste en Hiroko para que salvase nuestras vidas. Cada uno debe recibir el crédito que se merece.
Trevize sonrió más ampliamente.
—Bueno, si tú lo dices… Vayamos, pues; a la Tierra.
Desapareció en la cabina-piloto con un movimiento casi jactancioso.
Pelorat, que se había quedado atrás, dijo:
—A fin de cuentas, lo has amansado, ¿verdad, Bliss?
—No, Pelorat; nunca he tocado su mente.
—Lo has hecho cuando has halagado su vanidad de varón con tanto descaro.
—Indirectamente —dijo sonriendo Bliss.
—Aun así, te doy las gracias.
Después del Salto, la estrella que podía ser el sol de la Tierra estaba todavía a un décimo de pársec de distancia. Era, con mucho, el cuerpo más brillante del cielo, pero todavía seguía siendo sólo una estrella.
Trevize filtró la luz para verla mejor, y la estudió frunciendo el ceño.
—Parece indudable —dijo— que es la gemela virtual de Alfa, la estrella alrededor de la cual gira la Nueva Tierra. Sin embargo, Alfa está en el mapa del ordenador y esta estrella no aparece en él. No sabemos su nombre, no conocemos sus estadísticas, carecemos de toda información concerniente a su sistema planetario si es que lo tiene.
—¿No era eso lo que debíamos esperar, si la Tierra gira alrededor de ese sol? —dijo Pelorat—. Esta falta de información concordaría con el hecho de que toda información sobre la Tierra parece haber sido eliminada.
—Sí, pero también significaría que es un mundo Espacial que no fue incluido en la lista de la pared de aquel edificio de Melpomenia. No podemos estar seguros del todo de que aquella lista fuese completa. O podría ser que esta estrella no tuviese planetas y que, por consiguiente, se hubiese creído que no merecía la pena incluirla en un mapa de ordenador empleado, sobre todo, con fines militares y comerciales. ¿Hay alguna leyenda, Janov, según la cual el sol de la Tierra esté a un pársec, más ó menos, de una estrella gemela?
Pelorat sacudió la cabeza.
—Lo siento, Golan, pero no recuerdo ninguna en ese sentido. Aunque pueda haberla, pues mi memoria no es infalible. La buscaré.
—No es importante. ¿Se da algún nombre al sol de la Tierra?
—Se le dan varios nombres diferentes. Me imagino que debe haber uno en cada idioma.
—Siempre me olvido de que había muchos idiomas en la Tierra.
—Debió de haberlos. Es lo único que da sentido a muchas de las leyendas.
—Entonces, ¿qué hacemos? —dijo Trevize con mal humor—. No podemos saber nada del sistema planetario desde lejos; tenemos que acercarnos. Quisiera ser prudente, pero a veces la precaución es excesiva e ilógica, y no veo indicios de un posible peligro. Probablemente, lo que es bastante poderoso para borrar de la galaxia toda información sobre la Tierra, debería serlo también para borrarnos a nosotros, incluso a esta distancia, si quisiera de veras que no fuese localizada; sin embargo, nada nos ha ocurrido. No sería racional quedarnos aquí eternamente, sólo por la mera posibilidad de que pueda ocurrirnos algo si nos acercamos más, ¿no crees?
—Esto me da a entender —dijo Bliss— que el ordenador no detecta nada que deba ser interpretado como peligroso.
—Cuando digo que no veo indicios de peligro, es porque confío en el ordenador. Desde luego, no puedo ver nada a simple vista. Ni lo esperaría tampoco.
—Entonces, deduzco que sólo estás buscando un apoyo para tomar lo que consideras una decisión arriesgada. Está bien, cuenta conmigo. No hemos llegado tan lejos para volvernos atrás sin un motivo sólido, ¿verdad?
—No —dijo Trevize—. ¿Qué opinas tú, Pelorat?
—Estoy dispuesto a seguir adelante —respondió Pelorat—, aunque sólo sea por curiosidad. Me resultaría insoportable volver sin saber si hemos encontrado la Tierra.
—Entonces —dijo Trevize—, todos estamos de acuerdo.
—No todos —observó Pelorat—. Queda Fallom.
Trevize pareció asombrado.
—¿Sugieres que consultemos a la niña? ¿Qué puede valer su opinión, suponiendo que la tenga? Además, lo único que ella querría sería volver a su mundo.
—¿Vas a censurada por eso? —dijo Bliss acaloradamente.
Y como el tema de su discusión era Fallom, Trevize se dio cuenta de que ella estaba tocando la flauta y de que aquello parecía un ritmo marcial bastante excitante.
—Escuchadla —dijo—. ¿Dónde habrá aprendido un ritmo marcial?
—Tal vez Jemby tocaba marchas para ella con la flauta.
Trevize sacudió la cabeza.
—Lo dudo. Yo diría que más debió tocar piezas de baile…, o canciones de cuna. Mirad lo que os digo. Fallom me inquieta. Aprende demasiado aprisa.
—Yo la ayudo —dijo Bliss—. No lo olvides. Y ella es muy inteligente. Y ha sido muy estimulada desde que está con nosotros. Nuevas sensaciones han invadido su mente, Ha visto el espacio, mundos diferentes, mucha gente, y todo por primera vez.
La música de Fallom se hizo más furiosa, mucho más bárbara.
Trevize suspiró.
—Bueno —dijo—, está aquí e interpreta una música que parece rebosar optimismo, afán de aventuras. Lo interpreto como un voto a favor de que nos acerquemos más. Pero hagámoslo con prudencia y comprobemos el sistema planetario de este sol.
—Si es que lo tiene —le recordó Bliss.
Trevize sonrió débilmente.
—Hay un sistema planetario. Apuesto lo que quieras. Fija tú la suma.
—Has perdido —dijo, ensimismado, Trevize—. ¿Qué suma decidiste apostar?
—Ninguna. No acepté la apuesta —dijo Bliss.
—Lo mismo da. Sin embargo, me habría gustado embolsarme algún dinero.
Estaba a unos diez mil millones de kilómetros del Sol. Este parecía una estrella todavía, pero era casi 1/4000 tan brillante como lo habría sido un sol corriente visto desde la superficie de un planeta habitable.
—Ahora mismo podemos ver dos planetas, al ser ampliada la panorámica —dijo Trevize—. Por las medidas de sus diámetros y por el espectro de la luz reflejada, podemos afirmar que son gigantes gaseosos.
La nave se encontraba fuera del plano planetario, y Bliss y Pelorat, que miraban la pantalla por encima del hombro de Trevize, vieron dos medias lunas de una luz verdosa. La más pequeña estaba en una fase ligeramente más creciente que la otra.
—¡Janov! —dijo Trevize—. ¿Es verdad que se supone que el sol de la Tierra tiene cuatro gigantes gaseosos?
—Según las leyendas, sí —respondió Pelorat.
—El más próximo al sol es el más grande, y el segundo tiene anillos, ¿verdad?
—Grandes anillos salientes, Golan. Sí. De todos modos, tienes que contar con las exageraciones inherentes a la repetición de las leyendas. Si no encontrásemos un planeta con un sistema extraordinario de anillos, no por ello deberíamos pensar necesariamente que esta no es la estrella de la Tierra.
»Pero los dos que vemos podrían ser los más lejanos, y los dos más próximos podrían estar al otro lado del sol, demasiado lejos para ser localizados con facilidad sobre el telón de fondo estrellado. Tendremos que acercarnos más…, y pasar al otro lado del sol.
—¿Será posible hacerlo en presencia de la masa próxima de la estrella?
—Estoy seguro de que, tomando las debidas precauciones, el ordenador puede hacerlo. Si considera que el peligro es demasiado grande, se negará a llevarnos, y entonces avanzaremos más despacio y con mayor cuidado.
Su mente dirigía el ordenador, y el campo estrellado de la pantalla cambió. La estrella brilló con más fuerza y, al buscar el ordenador, siguiendo instrucciones, salió en la pantalla otro gigante gaseoso del cielo.
Y lo encontró.
Los tres observadores se pusieron en tensión y miraron fijamente, mientras la mente de Trevize, casi estupefacta, mandaba al ordenador que ampliase la imagen.
—Increíble —farfulló Bliss.
Delante tenían un gigante gaseoso, desde un ángulo en que podían verlo casi totalmente iluminado por el sol. A su alrededor, un ancho y brillante anillo de materia se desplegaba, inclinado de manera que captaba la luz del sol en el lado que ellos estaban mirando. Era más brillante que el planeta propiamente dicho, y a lo largo de él, a una tercera parte de la distancia hasta el planeta, había una estrecha línea divisoria.
Trevize ordenó la máxima ampliación, y el anillo se convirtió en varios más delgados estrechos y concéntricos, que brillaban bajo la luz del sol. Sólo una parte del sistema anular resultaba visible en la pantalla, y el propio planeta había salido de esta. Otra orden de Trevize hizo que un ángulo de la pantalla se independizase del resto y mostrase una imagen reducida del planeta, con sus anillos menos ampliados.
—¿Es corriente eso? —preguntó Bliss atónita.
—No —respondió Trevize—. Casi todos los gigantes gaseosos tienen anillos de materias sobrantes, mas suelen ser pálidos y estrechos. Una vez vi uno cuyos anillos eran estrechos, pero brillantes. Sin embargo, jamás he visto nada como esto, ni he oído hablar de ello.
—En verdad se trata del gigante con anillos del cual hablan las leyendas —dijo Pelorat—. Si es realmente único…
—Realmente único —le interrumpió Trevize—, por lo que sabemos o por lo que el ordenador nos indica.
—Entonces, este debe ser el sistema planetario del que la Tierra forma parte. Nadie podría inventarse un planeta semejante. Alguien tuvo que verlo para poder describirlo.
—Ahora estoy dispuesto a creer todo lo que dicen tus leyendas —dijo Trevize—. Si este es el sexto planeta, ¿será la Tierra el tercero?
—Exacto, Golan.
—Entonces yo diría que estamos a menos de mil quinientos millones de kilómetros de la Tierra, y nadie nos ha detenido. Gaia nos detuvo cuando nos acercamos a ella.
—Estabas más cerca de Gaia cuando te detuvieron —dijo Bliss.
—Sí pero yo considero que la Tierra es más poderosa que Gaia, y creo que esto es una buena señal. Si no somos detenidos, quizá signifique que la Tierra no se opone a nuestra llegada.
—O que la Tierra no existe —dijo Bliss.
—¿Quieres apostar algo esta vez? —preguntó Trevize con acritud.
—Lo que creo que Bliss quiere decir —terció Pelorat— es que la Tierra puede ser radiactiva, como todos parecen pensar, y que nadie nos detiene porque no hay vida en ella.
—No —repuso Trevize enérgicamente—. Estoy dispuesto a creer cualquier cosa que se diga de la Tierra, menos eso. Nos acercaremos lo bastante para verla. Y tengo la impresión de que nadie nos lo impedirá.
Los gigantes gaseosos quedaron muy atrás. Un cinturón de asteroides se hallaba en el lado interior del gigante gaseoso más próximo al sol. Era el más grande y con más masa de todos ellos, tal como las leyendas contaban.
Dentro del cinturón de asteroides había cuatro planetas.
Trevize los estudió con atención.
—El tercero es el más grande. Tiene las dimensiones adecuadas y está a la distancia precisa del sol. Podría ser habitable.
Pelorat captó lo que parecía un tono de incertidumbre en las palabras de Trevize.
—¿Tiene atmósfera? —preguntó.
—¡Oh, sí! —respondió Trevize—. El segundo, el tercero y el cuarto planetas tienen atmósfera. Y, como en el viejo cuento infantil, la del segundo es demasiado densa, la del cuarto no lo bastante densa, pero la del tercero está en el justo término medio.
—Entonces, ¿crees que puede ser la Tierra?
—¿Creerlo? —preguntó Trevize, casi con indignación—. No tengo que creer nada. Es la Tierra. Tiene el satélite gigante que tú decías.
—¿Lo tiene? —dijo Pelorat, y en su semblante se pintó la más amplia sonrisa que Trevize jamás había visto en él.
—Desde luego. Míralo aquí, ampliado al máximo.
Pelorat vio dos medias lunas, una de ellas mucho más grande y brillante que la otra.
—La más pequeña, ¿es su satélite? —preguntó.
—Sí. Está bastante más lejos del planeta de lo que cabría esperar, pero no hay duda de que gira alrededor de él. Tiene el tamaño de un pequeño planeta; en realidad, es más pequeño que cualquiera de los cuatro planetas interiores que giran alrededor del sol. Sin embargo, tiene demasiada masa para ser un satélite. Su diámetro es de dos mil kilómetros al menos o sea un tamaño parecido al de los grandes satélites que giran alrededor de los gigantes gaseosos.
—¿No es mayor? —dijo Pelorat, que pareció contrariado—. Entonces, ¿no es un satélite gigante?
—Claro que si, un satélite con un diámetro de dos a tres mil kilómetros y que gira alrededor de un enorme gigante gaseoso es una cosa. Ese mismo satélite, girando alrededor de un pequeño y rocoso planeta habitable, es otra completamente distinta. Ese satélite tiene un diámetro equivalente a más de un cuarto del de la Tierra. ¿Cuándo oíste hablar de semejante proporción en el caso de un planeta habitable?
—Yo se muy poco de esas cosas —expuso Pelorat con timidez.
—Entonces, acepta mis palabras —dijo Trevize—. Se trata de un caso único. Estamos viendo algo que es prácticamente un planeta doble, y hay pocos planetas habitables que tengan algo mas que unos guijarros girando en órbita a su alrededor. Si consideras, Janov, que el gigante gaseoso con su enorme sistema de anillos se halla en sexto lugar, y que este planeta con su enorme satélite se encuentra en el tercero, de acuerdo con lo que dicen sus leyendas y que nos parecía inverosímil antes de que lo viésemos, entonces, el mundo que estás mirando tiene que ser la Tierra. No puede ser otra cosa. La hemos encontrado, Janov, la hemos encontrado.
Hacia dos días que avanzaban lentamente en dirección a la Tierra, y Bliss bostezó mientras comían.
—Me parece que hemos pasado mucho tiempo acercándonos y alejándonos de planetas. En realidad hemos invertido semanas en ello.
—Eso se debe en parte —dijo Trevize— a que los saltos son demasiado peligrosos si se dan demasiado cerca de una estrella. Y en este caso, avanzamos con mucha lentitud porque no quiero exponerme a posibles peligros.
—Me parece que dijiste que tenías la impresión de que no seriamos detenidos.
—Y lo repito, pero no quiero apostarlo todo a una impresión. —Trevize miro el contenido de su cuchara antes de llevársela a la boca y dijo—: ¿Sabéis una cosa? Añoro el pescado que nos dieron en Alfa.
Solo comimos allí tres veces.
—Una lástima —convino Pelorat.
—Bueno —dijo Bliss—. Visitamos cinco mundos y tuvimos que salir con tanta precipitación de cada uno de ellos que no nos dio tiempo de abastecer nuestra despensa con alimentos variados. Incluso cuando los mundos podían ofrecernos comestibles, como Comporellon y Alfa, y quizás en…
No terminó la frase, pues Fallom levantó rápidamente la cabeza y la concluyó por ella.
—¿Solaria? ¿No pudisteis conseguir comida allí? La hay en abundancia. Tanto como en Alfa. Y de mejor calidad.
—Lo sé, Fallom —dijo Bliss—. Pero no tuvimos tiempo.
Fallom la miró con aire solemne.
—¿Volveré a ver a Jemby, Bliss? Dime la verdad.
—Es posible, si volvemos a Solaria —respondió ella.
—¿Lo haremos algún día?
Bliss vaciló.
—No lo sé.
—Ahora vamos a la Tierra, ¿verdad? ¿No es ese el planeta del que decís que todos procedemos?
—Donde tuvieron su origen nuestros antecesores —dijo Bliss.
—Ya sé decir «antepasados» —se encrespó Fallom.
—Sí, vamos a la Tierra.
—¿Por qué?
—¿Acaso no desearía cualquiera ver el mundo de sus antepasados? —dijo Bliss como sin concederle importancia.
—Creo que hay algo más. Todos parecéis muy preocupados.
—Es que nunca hemos estado allí. No sabemos lo que nos espera.
—Creo que todavía hay más.
Bliss sonrió.
—Ya has terminado de comer, querida Fallom; por consiguiente, ¿por qué no vas a la habitación y nos ofreces un pequeño concierto de flauta? Cada día la tocas mejor. Vamos, vamos.
Dio una palmada en el trasero a Fallom para que se diese prisa, y esta salió, pero volviéndose antes para dirigir una profunda mirada a Trevize.
Él la siguió con la vista en la que reflejó un claro disgusto.
—¿Lee esa cosa las mentes?
—No la llames «cosa», Trevize —dijo vivamente Bliss.
—¿Lee las mentes? Tu deberías saberlo.
—No, no lo hace. Ni puede hacerlo Gaia, y tampoco los de la Segunda Fundación. Leer las mentes como quien oye una conversación o percibe ideas exactas es algo que no puede hacerse ahora, ni se hará en un futuro previsible. Podemos detectar, interpretar y, hasta cierto punto, manipular las emociones, pero esto es algo muy distinto.
—¿Cómo sabes que ella no es capaz de hacer lo que se supone no puede hacerse?
—Porque, como tú acabas de decir, yo debería saberlo.
—Tal vez te está manipulando para que sigas ignorando el hecho de que sí es capaz de hacerlo.
Bliss puso los ojos en blanco.
—Sé razonable, Trevize. Aunque ella tuviese facultades extraordinarias, no podría hacer nada conmigo, porque yo no soy Bliss, soy Gaia. Siempre lo olvidas. ¿Tienes idea de la inercia mental que representa todo un planeta? ¿Crees que un Aislado, por inteligente que sea, puede superarla?
—Tú no lo sabes todo, Bliss; por consiguiente, no te confíes demasiado —dijo hoscamente Trevize—. Esa co…, ella lleva poco tiempo con nosotros. Durante este período, yo sólo habría podido aprender los rudimentos de un idioma; ella, sin embargo, habla el galáctico a la perfección y posee un vocabulario virtualmente completo. Sí, ya sé que tú la has ayudado; pero quisiera que dejases de hacerlo.
—Te dije que la ayudaba, pero también te comenté que tiene una inteligencia extraordinaria. Lo suficientemente importante como para que yo desee que llegue a formar parte de Gaia. Si pudiésemos llevarla allí, si todavía fuese lo bastante joven, aprenderíamos mucho sobre los solarianos para poder absorber, en definitiva, todo su mundo. Nos resultaría muy útil.
—¿Has pensado que los solarianos son Aislados patológicos, incluso según mi criterio?
—No lo serían si formasen parte de Gaia.
—Creo que te equivocas, Bliss. Me parece que esa criatura solariana es peligrosa y deberíamos librarnos de ella.
—¿Cómo? ¿Arrojándola por la portezuela? ¿Matándola, troceándola e incorporándola a nuestra despensa?
—¡Oh, Bliss! —exclamó Pelorat.
—Eso es repugnante y completamente inoportuno —dijo Trevize. Después, escuchó un momento. La flauta sonaba sin un fallo ni la menor vacilación, y ellos habían estado hablando en voz baja—. Cuando todo esto termine, tenemos que devolverla a Solaria y asegurarnos de que aquel mundo permanezca separado de Galaxia para siempre. Mi propia impresión es que el planeta debería ser destruido. Desconfío de él y lo temo.
Bliss estuvo pensativa durante un rato.
—Trevize —dijo—, sé que tienes el don de tomar la decisión acertada, pero también sé que Fallom te ha resultado antipática desde el primer momento. Sospecho que esto pueda deberse a que te viste humillado en Solaria y, de resultas de ello, concebiste un odio violento contra el planeta y sus moradores. Como no debo jugar con tu mente, no puedo estar seguro de ello. Por favor, recuerda que si no hubiésemos traído a Fallom con nosotros, ahora estaríamos en Alfa…, muertos y, según presumo, enterrados.
—Ya lo sé, Bliss, pero aun así.
—Y su inteligencia tiene que ser admirada, no envidiada.
—Yo no la envidio. La temo.
—¿Su inteligencia?
Trevize se humedeció los labios, reflexivamente.
—No, no es eso.
—Entonces, ¿qué?
—No tengo idea. Si supiese lo que temo, Bliss, tal vez no me sentiría así. Es algo que no acabo de comprender. —Bajó la voz, como si hablase consigo mismo—. La galaxia parece estar llena de cosas que no comprendo. ¿Por qué escogí Gaia? ¿Por qué tengo que encontrar la Tierra? ¿Falta un eslabón en la psicohistoria? De ser así, ¿cuál? Y por encima de todo, ¿por qué me inquieta Fallom?
—Por desgracia —repuso Bliss—, no puedo contestar esas preguntas.
—Se levantó y salió de la habitación.
Pelorat la siguió con la mirada.
—Seguramente, el panorama no es tan negro, Golan —dijo—. Estamos acercándonos a la Tierra. Cuando lleguemos a ella, tal vez todos los misterios se resuelvan. Y hasta ahora nada parece querer impedir nuestra llegada.
Trevize miró a Pelorat.
—Quisiera que algo la impidiese —murmuró en voz baja.
—¿De veras? —preguntó Pelorat—. ¿Por qué habrías de quererlo?
—Con franqueza, me gustaría ver algún signo de vida.
Pelorat abrió mucho los ojos.
—¿Has descubierto que la Tierra es radiactiva a fin de cuentas?
—No. Pero está caliente. Mucho más de lo que yo esperaba.
—¿Y eso es malo?
—No necesariamente. El calor puede ser excesivo, pero esto no la hace inhabitable. La gruesa capa de nubes es de vapor de agua; esas nubes, junto con el agua copiosa del océano, podrían hacer posible la vida a pesar de la temperatura que hemos calculado gracias a la emisión de microondas. Todavía no puedo estar seguro. Pero…
—¿Qué Golan?
—Bueno, si la Tierra fuese radiactiva, eso explicaría que hiciese más calor de lo esperado en ella.
—Pero el argumento no puede invertirse, ¿verdad? Si hace en ella más calor de lo esperado, no significa que deba ser radiactiva.
—No. Tienes razón. —Trevize sonrió forzadamente—. Es inútil que demos vueltas al problema. Dentro de un día o dos, podré decir algo más acerca de todo esto y lo sabremos con seguridad.
Fallom se hallaba sentada en la litera, sumida en hondos pensamientos, cuando Bliss entró en la habitación. Fallom la miró un instante y bajó la mirada de nuevo.
—¿Qué te pasa, Fallom? —preguntó Bliss a media voz.
—¿Por qué me tiene Trevize tanta antipatía, Bliss?
—¿Por qué piensas eso?
—Me mira con impaciencia… ¿Es esta la palabra?
—Puede serlo.
—Me mira con impaciencia cuando estoy cerca de él. Siempre pone mala cara.
—Son tiempos difíciles para Trevize, Fallom.
—¿Porque está buscando la Tierra?
—Sí.
Fallom pensó durante un rato.
—Sobre todo se impacienta cuando muevo algo con el pensamiento —dijo al cabo de unos instantes.
Bliss apretó los labios.
—Bueno, Fallom, ¿no te dije que no debías hacerlo, y en especial en presencia de Trevize?
—Fue ayer, en esta habitación; él se hallaba en la puerta y yo no me había dado cuenta. No sabía que me estaba mirando. De todos modos, sólo intentaba que uno de los libros de películas de Pel se mantuviese sobre una punta. No hacía ningún daño.
—Pero eso le pone nervioso, Fallom, y no quiero que lo hagas, tanto si él está presente como si no.
—¿Se pone nervioso porque él es incapaz de hacerlo?
—Tal vez.
—¿Puedes hacerlo tú?
Bliss sacudió lentamente la cabeza.
—No.
—Pero tú no te pones nerviosa cuando yo lo hago. Y tampoco le ocurre a Pel.
—Todas las personas no son iguales.
—Lo sé —dijo Fallom, con una súbita dureza que sorprendió a Bliss y le hizo fruncir el ceño.
—¿Qué es lo que sabes, Fallom?
—Que yo soy diferente.
—Desde luego, acabo de decírtelo. Todas las personas no son iguales.
—Mi cuerpo es distinto. Y puedo mover cosas.
—Tienes razón.
—Yo debo mover cosas —dijo Fallom con una sombra de rebeldía—. Trevize no debería enfadarse conmigo por eso, y tú no tendrías que prohibírmelo.
—Pero ¿por qué debes mover cosas?
—Es una práctica, Un excecisio. ¿Se dice así?
—No del todo. Ejercicio.
—Sí, Jemby decía siempre que yo debía adiestrar mis…, mis…
—¿Lóbulos transductores?
—Sí, Y fortalecerlos. Así, cuando sea mayor, daré energía a todos los robots. Incluso a Jemby.
—Fallom, ¿quién daba energía a todos los robots, si no lo hacías tú?
—Bander —respondió ella con toda naturalidad.
—¿Conocías a Bander?
—Claro. Lo vi muchas veces. Yo había de ser el próximo jefe de la finca. La finca Bander se convertiría en la finca Fallom. Así me lo dijo Jemby.
—¿Quieres decir que Bander iba a tu…?
La impresión hizo que la boca de Fallom se abriese en una O perfecta. Luego, habló con voz entrecortada:
—Bander nunca venía a…, —la criatura se quedó sin aliento y jadeó un poco. Después dijo—: Yo veía la imagen de Bander.
—¿Cómo te trataba Bander? —preguntó Bliss con una cierta vacilación.
Fallom la miró, ligeramente confusa.
—Bander me preguntaba si necesitaba algo, si estaba cómoda. Pero Jemby permanecía cerca de mí a todas horas, de modo que nunca necesitaba nada y siempre me sentía cómoda.
Agachó la cabeza y miró el suelo fijamente, Después, se tapó los ojos, con las manos.
—Pero Jemby se quedó parado, Creo que fue porque Bander… se paró también.
—¿Por qué dices eso? —preguntó Bliss.
—He estado pensando en ello, Bander daba energía a todos los robots, Si Jemby se paró, y con él todos los demás, debió ser porque Bander se detuvo. ¿No es así?
Bliss no respondió.
—Pero cuando me llevéis de nuevo a Salaria —prosiguió Fallom—, yo daré energía a Jemby y a todos los demás robots, y volveré a ser feliz.
Estaba sollozando.
—¿No eres feliz con nosotros, Fallom? ¿Al menos un poco? ¿Alguna vez?
Fallom levantó la cara surcada de lágrimas y le tembló la voz cuando sacudió la cabeza y respondió:
—Quiero a Jemby.
Bliss, angustiada y compasiva, abrazó a la criatura.
—¡Oh, Fallom, cuánto me gustaría que pudieses reunirte de nuevo con Jemby!
De pronto, se dio cuenta de que también ella estaba llorando.
Pelorat entró y, al encontrarlas en aquella actitud, se detuvo en seco.
—¿Qué sucede?
Bliss se desprendió del abrazo de Fallom y buscó un pañolito para enjugarse los ojos. Después, movió la cabeza.
—Pero ¿qué sucede? —repitió Pelorat con expresión preocupada.
—Descansa un poco, Fallom —dijo Bliss—. Ya pensaré algo para que te sientas mejor. Recuerda que… te quiero tanto como Jemby.
Agarró a Pelorat de un codo y lo arrastró consigo al cuarto de estar mientras decía:
—No es nada, Pel. Nada.
—Se trata de Fallom, ¿verdad? Todavía añora a Jemby.
—Terriblemente. Y nada podemos hacer para remediarlo. Yo puedo decirle que la quiero…, y es verdad. ¿Cómo se puede dejar de querer a una criatura tan inteligente y amable? Porque es terriblemente inteligente. Trevize piensa que demasiado. Ella vio a Bander, ¿sabes?, o mejor dicho, vio su imagen ológrafa. Sin embargo, su recuerdo no la conmueve; es muy fría a ese respecto, y yo comprendo la razón. Lo único que les unía era el hecho de que Bander fuese el dueño de la finca y Fallom le sucedería. No había ninguna otra relación.
—¿Comprende Fallom que Bander era su padre?
—Su madre. Si hemos convenido en que Fallom debe ser considerada femenina, también debe serlo Bander.
—Sea como fuere, querida Bliss, ¿es Fallom consciente de esa relación de parentesco?
—No sé si comprendería lo que significa. Desde luego, puede que lo sepa, pero no me lo ha dado a entender. Sin embargo, Pel, ha deducido mediante la lógica que Bander murió, pues comprendió que la desactivación de Jemby debía ser el resultado de la pérdida de energía, y como Bander era quien la suministraba… Eso me espanta.
—¿Por qué, Bliss? —dijo pensativamente Pelorat—. A fin de cuentas, no es más que una inferencia lógica.
—Pero puede sacar otra deducción lógica de aquella muerte. Con unos moradores tan aislados y longevos, las muertes deben ser pocas y muy distantes las unas de las otras en Solaria. La experiencia de la muerte natural tiene que ser muy limitada para cualquiera de ellos y quizá nula para los niños solarianos de la edad de Fallom. Si esta sigue pensando en el final de Bander, empezará a preguntarse por qué murió, y el hecho de que su muerte se produjera cuando había unos forasteros en el planeta, esto la llevará a establecer la obvia relación de causa y efecto.
—¿Que nosotros matamos a Bander?
—Nosotros no fuimos quienes lo matamos, Pel. Fui yo.
—Ella no podría adivinarlo.
—Pero yo tendría que decírselo. Está resentida contra Trevize, y este es claramente el jefe de la expedición. Ella daría por descontado que él es el responsable de la muerte de Bander, ¿y cómo iba yo a permitir que Trevize fuese culpado injustamente?
—¿Y qué importancia tendría, Bliss? La niña no siente nada por su pa…, por su madre. Sólo por Jemby, su robot.
—Pero la muerte de la madre significó también la de su robot. A punto estuve de reconocer mi responsabilidad. Sentí la fuerte tentación de hacerlo.
—¿Por qué?
—Quería explicárselo a mi manera. Para conseguir apaciguarla, anticipándome a que ella descubriese el hecho mediante un proceso lógico que la llevaría a la conclusión de que aquella acción no estuvo justificada.
—Pero lo estuvo. Fue en defensa propia. Si tú no hubieses actuado, todos habríamos muerto casi instantáneamente.
—Esto es lo que yo le habría dicho, pero no tuve valor para explicárselo. Temí que no me creyese.
Pelorat sacudió la cabeza.
—¿Crees que habría sido mejor que no la hubiésemos traído con nosotros? —preguntó suspirando—. Esta situación hace que te sientas desgraciada.
—No —dijo Bliss irritada—, no digas eso. Habría sido muchísimo más desgraciada si hubiese tenido que recordar ahora que habíamos permitido que una criatura inocente fuese despiadadamente asesinada a causa de lo que nosotros habíamos hecho.
—El mundo de Fallom es así.
—Bueno, Pel, no caigas en la manera de pensar de Trevize. Los Aislados son capaces de aceptar estas cosas y no pensar más en ellas. En cambio, el objetivo de Gaia es salvar vidas, no destruirlas…, ni permanecer impávida mientras otros lo hacen. Todos sabemos que toda vida debe tener un fin, para que otra vida pueda perdurar, pero nunca de una manera inútil, jamás sin una finalidad. La muerte de Bander, aunque inevitable, es una carga muy dura de soportar; la de Fallom habría sido totalmente insoportable.
—Bueno —dijo Pelorat—, supongo que tienes razón. Y en todo caso, no he venido a verte por el problema de Fallom. Se trata de Trevize.
—¿Qué le ocurre?
—Me siento preocupado por él, Bliss. Está esperando determinar cómo es la Tierra realmente, y dudo mucho que pueda aguantar esa tensión.
—Yo no temo por él. Supongo que posee una mente firme y estable.
—Todos tenemos un límite. Escucha: el planeta Tierra es más cálido de lo que él esperaba; así me lo dijo. Supongo que piensa que no puede haber vida con tanto calor, aunque trata de convencerse de lo contrario.
—Tal vez tiene razón. Quizá la Tierra no es demasiado cálida para que pueda haber vida en ella.
—También confiesa que es posible que el calor se deba a una corteza radiactiva, pero también se niega a creerlo. Dentro de un día o dos estaremos lo bastante cerca para que sepamos, de manera indiscutible, lo que hay de verdad en todo el asunto. ¿Y qué pasará si la Tierra es radiactiva?
—Tendremos que aceptarlo como un hecho.
—Pero…, no sé cómo decirlo, cómo expresarlo en términos mentales. ¿Qué pasará si su mente…? —Se interrumpió torciendo el gesto.
Bliss esperaba. Después acabó el pensamiento de Pelorat.
—¿Si su mente se desbarata?
—Sí. Podría ocurrirle. ¿Y no deberías hacer algo para fortalecerle? ¿Para mantenerle sereno y bajo control, por decirlo así?
—No, Pel. No puedo creer que sea tan frágil; además, existe una firme decisión gaiana de no intervenir en su mente.
—Pero ahí está la cuestión precisamente. Él tiene ese poco corriente «acierto», o como quieras llamarlo. La impresión causada por el fracaso de su proyecto en el momento en que parece que va a realizarlo tal vez no destruya su cerebro, pero sí su «don de acertar». Es un don extraordinario. ¿No puede ser, al mismo tiempo, extraordinariamente frágil?
Bliss reflexionó durante un momento. Después, se encogió de hombros.
—Bueno, quizá sea mejor que no lo pierda de vista.
Durante las treinta y seis horas siguientes, Trevize se dio cuenta vagamente de que Bliss, y Pelorat con menos insistencia, tendían a seguirle los pasos. Sin embargo, aquello no resultaba extraño en una nave tan reducida como la suya; además, tenía otras cosas en las que pensar.
Ahora, sentado ante el ordenador, advirtió que ellos estaban en la puerta. Los miró, con expresión vacía.
—¿Y bien? —preguntó, sin levantar la voz.
Pelorat respondió, bastante torpemente:
—¿Cómo estás, Golan?
—Pregúntaselo a Bliss —dijo Trevize—. Me ha estado mirando durante horas. Debe de estar escrutando mi mente. ¿No es cierto, Bliss?
—No, no lo es —respondió ella serenamente—, pero si crees que puedes necesitarme, trataré de prestarte ayuda.
—No. ¿Por qué habría de necesitarla? Y ahora, dejadme en paz. Los dos.
—Por favor, dinos lo que pasa —pidió Pelorat.
—¡Adivínalo!
—Se trata de la Tierra…
—Sí. Lo que todos se empeñaban en decirnos era la pura verdad. Trevize señaló la pantalla, donde la Tierra presentaba su lado oscuro y estaba eclipsando el sol. Era un círculo compacto y negro contra el cielo estrellado, con su circunferencia marcada por una quebrada curva anaranjada.
—Ese color anaranjado, ¿es el de la radiactividad? —preguntó Pelorat.
—No. Sólo es la luz del sol refractada a través de la atmósfera. Si la atmósfera no fuese tan nubosa, verías un círculo compacto de color naranja. No podemos ver la radiactividad. Las diversas radiaciones, incluso los rayos gamma, son absorbidas por la atmósfera. Sin embargo, producen radiaciones secundarias, relativamente débiles, pero que el ordenador puede detectar. Son invisibles a simple vista, pero el ordenador puede producir un fotón de luz visible por cada partícula u onda de radiación que recibe y dar a la Tierra un falso color. Mira.
Y el círculo negro adquirió un débil y borroso tono azul.
—¿Cuánta radiactividad hay allí? —preguntó Bliss en voz baja—. ¿La suficiente para que no pueda existir vida humana?
—Ni de ninguna otra clase —dijo Trevize—. El planeta es inhabitable. La última bacteria, el último virus, desaparecieron hace tiempo.
—¿Podemos explorarlo? —preguntó Pelorat—. Con trajes espaciales quiero decir.
—Durante unas pocas horas antes de que caigamos irremediablemente enfermos a causa de la radiación.
—Entonces, ¿qué vamos a hacer, Golan?
—¿Hacer? —Trevize miró a Pelorat con la misma cara inexpresiva—. ¿Sabes lo que me gustaría hacer? Llevaros a ti y a Bliss…, y a la chiquilla, a Gaia, y dejaros allí para siempre. Después, volvería a Términus a devolver la nave. Luego, me gustaría dimitir del Consejo, lo cual haría muy dichosa a la alcaldesa Branno. Una vez hecho todo eso, me gustaría vivir de mi pensión y dejar que Galaxia se apañase. Me tendrían sin cuidado el «Plan Seldon», la Fundación, la Segunda Fundación y Gaia. Que elija Galaxia su camino. Durará mientras yo viva, y lo que ocurra después me importa un comino.
—Estoy seguro de que no piensas lo que dices, Golan —dijo ansiosamente Pelorat.
Trevize le miró con fijeza durante unos instantes y luego lanzó un largo suspiro.
—No, no lo pienso, pero ¡cuánto me gustaría hacer lo que acabo de decirte!
—Olvídalo. ¿Qué harás?
—Mantener la nave en órbita alrededor de la Tierra, descansar, superar la mala impresión que todo esto me ha causado y pensar lo que voy a hacer a continuación. Salvo que…
—¿Qué?
—¿Qué es lo que podré hacer a continuación? —estalló Trevize—. ¿Qué más hay que pueda buscar? ¿Qué más hay que pueda encontrar?