Trevize parecía grotesco metido en su traje espacial. Lo único que permanecía fuera de este eran las fundas de sus armas, no las que se sujetaba siempre sobre las caderas, sino otras que eran mucho más grandes y formaban parte del traje. Con mucho cuidado, insertó el blaster en la funda de la derecha y el látigo neurónico en la izquierda. Los había cargado de nuevo y, esta vez, pensó fríamente, nada podría quitárselos.
Bliss sonrió.
—¿Vas a llevar armas incluso en un mundo que no tiene aire,…? ¡Olvídalo! No quiero discutir tus decisiones.
—¡Así me gusta! —dijo Trevize, y se volvió para ayudar a Pelorat a ponerse el casco, antes de calarse el suyo.
—¿Podremos realmente respirar dentro de esto, Golan? —dijo Pelorat en tono quejumbroso, ya que era la primera vez que se ponía un traje espacial.
—Te lo prometo —repuso Trevize.
Bliss, que rodeaba los hombros de Fallom con un brazo, observó cómo cerraban las últimas junturas. La joven solariana miraba las dos figuras en trajes espaciales con visible alarma. Estaba temblando, y Bliss la estrechó contra ella cariñosamente para tranquilizarle.
La puerta de la cámara neumática se abrió y los dos entraron en ella, agitando los brazos en ademán de despedida. La puerta volvió a cerrarse. Después, se abrió la de la salida y ambos pisaron torpemente el suelo del mundo muerto.
Amanecía. El cielo estaba naturalmente despejado y era de color púrpura, pero el sol no había salido aún. Una ligera neblina se extendía a lo largo del horizonte, más claro por donde salía el sol.
—Hace frío —dijo Pelorat.
—¿Sientes frío? —preguntó Trevize, sorprendido.
Los trajes, termoaislantes, el único problema que presentaban era cuando había que dar salida al calor del cuerpo.
—En absoluto —dijo Pelorat—, pero mira…
Su voz radiada sonaba clara al oído de Trevize, y este vio que Pelorat señalaba con un dedo.
Bajo la enrojecida luz del amanecer, la ruinosa fachada de piedra del edificio al que se acercaban aparecía cubierta de blanca escarcha.
—Con una atmósfera tan tenue —dijo Trevize—, las noches tienen que ser más frías de lo que cabría esperar, y los días, más calurosos.
Ahora, estamos en la parte más fría del día, y sin duda pasarán varias horas antes de que el calor nos obligue a resguardarnos del sol.
Como si esas palabras hubiesen sido un conjuro cabalístico, el borde del sol apareció sobre el horizonte.
—No lo mires —aconsejó Trevize, con naturalidad—. Aunque el cristal del casco es reflectante y opaco a las radiaciones ultravioleta, podría ser peligroso.
Se volvió de espaldas al sol naciente y su larga sombra se proyectó sobre el edificio. Durante unos momentos, la pared pareció oscura debido a la humedad, pero esta desapareció también rápidamente.
—Los edificios no parecen tan sólidos, vistos desde aquí, como desde el cielo. Están llenos de grietas y a punto de derrumbarse. Supongo que es el resultado de los cambios de temperatura y de que la poca agua que hay se hiela y se funde cada noche y cada día desde hace veinte mil años quizá.
—Hay letras grabadas en la piedra de encima de la entrada —dijo Pelorat—, pero el deterioro de aquella hace difícil su lectura.
—¿No puedes descifrarlas, Janov?
—Se refieren a una institución financiera de alguna clase. Al menos distingo una palabra que podría ser «Banco».
—¿Y qué era eso?
—Un edificio en el que se depositaba, retiraba, cambiaba, invertía y prestaba dinero…, si es lo que parece.
—¿Un edificio entero dedicado a eso? ¿Sin ordenadores?
—Sin ordenadores que se encargasen de todo.
Trevize se encogió de hombros. No encontraba interesantes los detalles de la Historia antigua.
Siguieron andando, cada vez más deprisa, perdiendo menos tiempo en cada edificio. Aquel silencio, aquella ausencia de vida, eran terriblemente deprimentes. El lento colapso milenario del lugar hacía que este pareciese el esqueleto de una ciudad; una ciudad que sólo conservaba los huesos.
Se hallaban en la zona templada, pero Trevize pensó que podía sentir el calor del sol en su espalda.
—¡Mira! —exclamó Pelorat, a un centenar de metros a su derecha.
Los tímpanos de Trevize retemblaron.
—No grites, Janov —dijo—. Puedo oír tus murmullos a la perfección por muy lejos que estés. ¿De qué se trata?
Pelorat, bajando inmediatamente la voz, respondió:
—Este edificio es el «Palacio de los Mundos». Al menos, eso es lo que me parece que pone en la inscripción.
Trevize se reunió con él. Ante ellos se alzaba una estructura de tres plantas, con el borde del terrado muy irregular y cargado de grandes fragmentos de piedra, como si allí hubiese habido objetos esculpidos que se hubiesen caído a pedazos.
—¿Estás seguro? —dijo Trevize.
—Si entramos, lo averiguaremos.
Subieron cinco bajos y anchos escalones y cruzaron un atrio muy amplio. En el aire tenue, las pisadas de su calzado metálico producían, más que ruido, una sorda vibración.
—Ahora veo lo que querías decir con «grande, inútil y caro», —murmuró Trevize.
Entraron en un ancho y alto vestíbulo, donde la luz del sol penetraba por los altos ventanales e iluminaba el interior con tal intensidad que deslumbraba donde daba de lleno pero dejaba en sombra todo lo demás. La fina atmósfera difundía muy poco la luz.
En el centro había una figura humana de más que tamaño natural esculpida en lo que parecía ser piedra sintética. Uno de los brazos se había desprendido. El otro aparecía rajado a la altura del hombro y Trevize pensó que también se rompería si lo golpeaba. Retrocedió, como temiendo que, si se acercaba demasiado, se vería tentado a cometer aquel acto de vandalismo.
—Me pregunto quién será —dijo—. No hay ninguna indicación. Supongo que los que lo pusieron aquí pensaron que su fama era tan evidente que no necesitaba ser identificado; pero ahora…
Se sintió en peligro de volverse filosófico y desvió su atención.
Pelorat estaba mirando hacia arriba y Trevize siguió la dirección de su mirada. En la pared había signos esculpidos que no podía leer.
—Sorprende —dijo Pelorat—. Esas inscripciones tienen tal vez veinte mil años, pero, de algún modo, han estado resguardadas del sol y de la humedad, y todavía son legibles.
—No para mí —dijo Trevize.
—Es una vieja escritura y, por si esto fuera poco, adornada. Veamos: siete…, una…, dos… —Su voz se extinguió en un murmullo. Después, prosiguió—: Aquí hay cincuenta nombres que presumo deben corresponder a cincuenta mundos Espaciales, y este es «El Palacio de los Mundos». Supongo que los cincuenta nombres se inscribieron por el orden en que fueron fundados los respectivos mundos. Aurora es el primero y Solaria el último. Si te fijas, verás que hay siete columnas, con siete nombres en cada una de las seis primeras y ocho en la última.
Es como si hubiesen proyectado un gráfico de siete por siete, añadiendo Solaria con posterioridad. De ello deduzco, viejo amigo, que esta lista data de antes de que Solaria fuese transformada y poblada.
—¿Y cuál es el planeta en el que nos hallamos? ¿Puedes saberlo?
—Verás que el quinto de la tercera columna —respondió Pelorat—, el decimonono por orden numérico, aparece inscrito en letras un poco más grandes que los otros. Parece ser que los autores de la lista eran lo bastante ególatras como para envanecerse del lugar. Además…
—¿Cuál es ese nombre?
—Por lo que puedo descifrar, creo que ahí dice Melpomenia. Es un nombre que desconozco en absoluto.
—¿Podría representar la Tierra?
Pelorat sacudió la cabeza enérgicamente, pero ese gesto pasó inadvertido a causa del casco.
—Las viejas leyendas —dijo— emplean docenas de palabras para designar la Tierra. Como ya sabes, Gaia es una de ellas. También lo son Terra y Erda. Todas son cortas. No conozco ningún nombre largo que se refiera a ella, ni nada que se parezca a una abreviatura de Melpomenia.
—Entonces, estamos en Melpomenia, y no es la Tierra.
—Sí. Y además, como iba a decirte antes, hay una indicación todavía más significativa que el tamaño mayor de las —letras, y es que las coordenadas de Melpomenia se consignan como 0, 0, 0, y cabe esperar que se refieran al planeta propio.
—¿Coordenadas? —preguntó Trevize con expresión de asombro—. ¿Da esa lista las coordenadas también?
—Bueno, hay tres cifras para cada nombre y supongo que deben ser las coordenadas. ¿A qué otra cosa podrían referirse?
Trevize no respondió. Abrió una especie de bolsillo en la parte del traje espacial que cubría su muslo derecho y sacó un pequeño aparato conectado con unos hilos al traje. Lo puso delante de sus ojos y enfocó cuidadosamente la inscripción de la pared, moviendo los enguantados dedos con dificultad para hacer algo que, en circunstancias normales, habría requerido un breve instante.
—¿Una cámara? —preguntó Pelorat.
—Transmitirá la imagen directamente al ordenador de la nave —le explicó Trevize.
Tomó varias fotografías desde diferentes ángulos y después dijo:
—¡Espera! Tengo que elevarme más. Ayúdame, Janov.
Pelorat cruzó las manos, a manera de estribo, pero Trevize negó con la cabeza.
—Eso no soportaría mi peso. Ponte de rodillas y apoya las manos en el suelo.
Pelorat lo hizo así, con bastante trabajo, y Trevize, después de meter la cámara de nuevo en su compartimento, subió con igual dificultad sobre los hombros de Pelorat y, desde allí, al pedestal de la estatua.
Sacudió cuidadosamente esta para juzgar su firmeza y puso un pie sobre la rodilla doblada y empleó esta como punto de apoyo para encaramarse y agarrar el hombro sin brazo. Colocando los dedos de los pies en algunos relieves del pecho de la estatua, fue subiendo y, por último, después de varios gruñidos, consiguió sentarse sobre el hombro de aquella.
Para los antiguos que habían venerado la estatua y lo que esta representaba, la acción de Trevize les hubiese parecido una blasfemia, y él, que se sintió lo bastante influido por esa idea, trató de sentarse con delicadeza.
—Te caerás y te harás daño —gritó Pelorat, con ansiedad.
—No voy a caerme ni a hacerme daño, pero tú puedes dejarme sordo.
Trevize sacó su cámara, enfocándola después una vez más. Tomó otras fotografías, luego, la guardó de nuevo en su bolsillo y descendió cuidadosamente hasta que sus pies tocaron el pedestal. Saltó al suelo y la vibración de su contacto fue, por lo visto, lo único que faltaba, pues el brazo todavía intacto se desprendió, convirtiéndose en un pequeño montón de cascotes al pie de la estatua. Virtualmente, no hizo ruido al caer.
Trevize permaneció inmóvil, aunque su primer impulso había sido el de buscar un lugar donde esconderse antes de que el vigilante llegase y lo detuviese. Era sorprendente, pensó después, con qué rapidez se reviven los días de la infancia en situaciones como aquella cuando, por accidente, se ha roto algo que parece importante. Sólo había sido un momento, pero se sentía profundamente impresionado.
Pelorat tenía la voz cascada, como correspondía a quien había presenciado e incluso sido cómplice de un acto de vandalismo, pero consiguió encontrar unas palabras de consuelo.
—No pasa nada, Golan. Estaba a punto de desprenderse por sí solo.
Se acercó a los fragmentos que estaban repartidos sobre el pedestal y en el suelo, como si fuese a hacer una demostración, y cogió uno de los trozos más grandes.
—Golan, ven aquí.
Trevize se aproximó y Pelorat le señaló un pedazo de piedra que correspondía claramente a la porción del brazo contigua al hombro.
—¿Qué es esto? —preguntó.
Trevize miró. Era una pelusa de color verde brillante. La frotó suavemente con un dedo enguantado. Aquello se desprendió sin dificultad.
—Parece musgo —dijo.
—¿La vida sin mente a la que te referiste?
—No estoy completamente seguro de su carencia total de inteligencia. Supongo que Bliss insistiría en que también esto es consciente…, pero, asimismo diría que esta piedra lo es.
—¿Crees que el musgo está dañando la piedra?
—No me sorprendería que contribuyese a ello —respondió Trevize—. Este mundo tiene mucha luz de sol y un poco de agua. La mitad de su atmósfera es vapor de agua. La otra mitad, nitrógeno y gases inertes.
Sólo una pizca de bióxido de carbono, lo cual induciría a creer que no hay vida vegetal; pero puede suceder que la escasez de bióxido de carbono se deba a que todo él esté virtualmente incorporado a la corteza rocosa. Ahora bien, si esta piedra tiene algún carbonato, quizás este musgo lo descomponga segregando ácido y aproveche después el bióxido de carbono producido. Esa puede ser la forma dominante de vida que queda en el planeta.
—Fascinante —dijo Pelorat.
—Lo es —repuso Trevize—, pero sólo en un grado limitado. Las coordenadas de los mundos Espaciales son bastante más interesantes, pero lo que realmente queremos saber son las coordenadas de la Tierra. Si no están aquí, deben encontrarse en alguna otra parte del edificio…, o en otro edificio. Vamos, Janov.
—Pero tú sabes… —empezó a decir Pelorat.
—No, no —le interrumpió Trevize, con impaciencia—. Más tarde hablaremos. Ahora, tenemos que ver si hay algo más en este edificio. El calor empieza a apretar. —Miró el pequeño termómetro en el dorso de su guante izquierdo—. Vamos, Janov.
Recorrieron las habitaciones, caminando con el mayor cuidado posible, no porque hiciesen ruido, en el sentido normal de la palabra, ni porque pudiese oírles alguien, sino porque temían causar más daños con las vibraciones.
Levantaron un poco de polvo, que volvió a posarse rápidamente a través del tenue aire, y dejaron huellas de pisadas detrás de ellos.
De vez en cuando, en algún rincón oscuro, veían nuevas manchas de musgo que allí crecía. Parecían hallar cierto consuelo en la presencia de vida, por rudimentaria que fuese, pues mitigaba la horrible y sofocante impresión de caminar por un mundo muerto, sobre todo habida cuenta de que abundaban en él artefactos que demostraban que antaño, mucho tiempo atrás, había estado lleno de vida.
—Creo que esto debe ser una biblioteca —dijo Pelorat.
Trevize miró a su alrededor con curiosidad. Había estanterías y, al observar con más atención, pensó que lo que primero había considerado como meros adornos podía muy bien ser volúmenes de películas, gruesos y pesados. Alargó un brazo para asir uno de ellos y, entonces, se dio cuenta de que eran estuches. Abrió con torpes dedos el que había cogido y vio varios discos en su interior. También eran gruesos y daban sensación de fragilidad, aunque se abstuvo de comprobarlo.
—Increíblemente primitivos —dijo.
—Tienen miles de años —repuso Pelorat, corno defendiendo a los antiguos melpomenianos de la acusación de tecnología atrasada.
Trevize señaló el lomo del estuche donde se veía una vaga inscripción en la adornada caligrafía empleada por los antiguos.
—¿Es el título? ¿Qué dice?
Pelorat lo estudió.
—No estoy muy seguro, viejo. Creo que una de las palabras se refiere a la vida microscópica. Tal vez significa «microrganismo». Sospecho que son términos técnicos microbiológicos que no comprendería aunque estuviesen escritos en galáctico corriente.
—Probablemente —dijo Trevize, malhumorado—. También es probable que no nos sirviese de nada aunque pudiésemos leerlo. No nos interesan los gérmenes. Hazme un favor, Janov. Echa un vistazo á los otros volúmenes y mira si encuentras algún título interesante. Mientras tanto, yo examinaré estos aparatos de proyección.
—¿Son proyectores? —preguntó Pelorat extrañado.
Eran unas estructuras macizas y cúbicas, rematadas por una pantalla inclinada y una prolongación curva en la parte de encima que podía servir para apoyar el codo o para insertar un electrobloc en ella, si es que los había habido en Melpomenia.
—Si esto es una biblioteca —dijo Trevize—, debían tener proyectores de alguna clase, y esto puede ser uno de ellos.
Quitó el polvo de la pantalla, poniendo mucho cuidado en ello, y se sintió aliviado al ver que esta, fuese cual fuere su material, no se rompía a su contacto. Manipuló los controles ligeramente, uno tras otro. No ocurrió nada. Probó otro proyector, y después otro, pero sólo obtuvo el mismo resultado negativo.
No le sorprendió. Aunque el aparato se hubiese conservado bien durante veinte milenios en una atmósfera tenue, y fuese resistente al vapor de agua, todavía quedaba la cuestión de la energía. La energía acumulada tenía filtraciones siempre, por mucho que se hiciese para impedirlas. Ese era otro aspecto de la universal e irresistible segunda ley de Termodinámica.
Pelorat estaba ahora detrás de él.
—¿Golan?
—Sí.
—Aquí tengo un volumen…
—¿De qué clase?
—Creo que es una Historia del vuelo espacial.
—Perfecto, pero de nada nos servirá si no puedo hacer que el proyector funcione.
Cerró los puños, desalentado.
—¿Y si llevásemos la película a la nave?
—Yo no sabría cómo adaptarla a nuestro proyector. Estoy seguro de que es incompatible con nuestro sistema.
—Pero ¿es todo esto realmente necesario, Golan? Si nosotros…
—Sin duda, Janov —repuso Trevize—. No me interrumpas. Estoy tratando de pensar lo que hay que hacer. Podría intentar dar nueva fuerza al proyector. Tal vez sea lo único que le haga falta.
—¿De dónde sacarás la fuerza?
—Bueno…
Trevize sacó sus armas, las miró un instante y volvió a guardar el blaster en su funda. Abrió el látigo neurónico y observó el nivel de energía. Estaba al máximo.
Trevize se tumbó de bruces en el suelo, introdujo una mano detrás del proyector (seguía presumiendo que se trataba de eso e intentó empujarlo hacia delante). Se movió un poco y Trevize estudia lo que había descubierto.
Había varios cables, y uno de ellos, seguramente el que salía de la pared, debía ser el que suministraba la energía. No vio ningún enchufe o conexión por allí. (¿Cómo se puede actuar en presencia de una cultura antigua y desconocida en la cual las materias más simples han llegado a ser irreconocibles?).
Tiró del cable con suavidad y, después, algo más fuerte. Lo dobló en una dirección y luego en la otra. Palpó la pared en las cercanías del cable, y este en su parte cercana a la pared. Volvió su atención, lo mejor que pudo, al dorso medio oculto del protector, con el mismo resultado negativo.
Apoyó una mano en el suelo para levantarse y, al ponerte en pie, el cable cedió. No tenía la menor idea de cómo lo había alojado.
No parecía roto ni arrancado. La punta se hallaba en perfecto estado y había dejado una ligera mancha en la pared donde había estado sujeta.
—Golan, ¿puedo…? —preguntó Pelorat en voz baja.
Trevize le hizo un perentorio ademán.
—Ahora no, Janov. ¡Por favor!
De pronto, se dio cuenta de que había algo verde en las arrugas de su guante izquierdo. Sin duda, un poco de musgo arrancado de detrás del proyector. Su guante estaba un poco húmedo, pero se secó mientras él lo observaba, y la mancha verde se volvió parda.
De nuevo, centró su atención en el cable, estudiando el extremo desprendido. Tenía que haber dos pequeños agujeros por allí, en los que introducir el alambre.
Se sentó en el suelo y abrió la unidad de energía de su látigo neurónico. Despolarizó uno de los alambres con cuidado y lo soltó. Después, lenta y delicadamente, lo insertó en el agujero, empujándolo hasta que se detuvo. Cuando trató de sacarlo de nuevo, permaneció fijo, como si algo lo hubiese sujetado. Dominó el primer impulso de arrancarlo por la fuerza. Despolarizó el otro alambre y lo introdujo en la otra abertura. Era concebible que con aquello el circuito se cerrase y suministrase energía al proyector.
—Janov —dijo—, tú has manejado volúmenes de películas de todas clases. Mira si encuentras la manera de insertar este en el proyector.
—¿Es realmente preci…?
—Por favor, Janov, no hagas más preguntas innecesarias. Disponemos de poco tiempo. No quiero tener que esperar a la noche para que el edificio se enfríe y podamos volver.
—Tiene que meterse por aquí —dijo Janov, pero…
—Bien —repuso Trevize—. Si es una Historia del vuelo espacial, tendrá que empezar con la Tierra, puesto que en ella se inventaron los vuelos espaciales. Veamos si esto funciona ahora.
Con cierta dificultad, Pelorat colocó el libro-película en lo que, evidentemente, era el receptáculo y empezó a estudiar las señales de los diferentes controles.
Mientras esperaba, Trevize habló en voz baja, en parte para aliviar su propia tensión.
—Supongo que también habrá robots en este mundo, en alguna parte, en razonable buen estado, resplandecientes en este casi vacío total. Lástima que su fuente de energía debió agotarse hace tiempo también.
Y, aunque hubiese sido renovado, ¿qué decir de sus cerebros? Las palancas y los engranajes pueden resistir miles de años pero ¿y los microinterruptores o resortes subatómicos que había en el cerebro? Tendrían que haberse deteriorado, y aunque no fuese así, ¿qué sabrían ellos de la Tierra? ¿Qué podrían…?
—El proyector funciona, viejo —dijo Pelorat—. Mira aquí.
En la penumbra, la pantalla del proyector empezó a iluminarse. Sólo débilmente, pero Trevize aumentó un poco la fuerza de su látigo neurónico y el brillo aumentó. El tenue aire que los rodeaba mantenía relativamente oscura la zona no alcanzada por los rayos del sol, de modo que la pantalla parecía más brillante en contraste con la sombra de la estancia.
La iluminación de la pantalla seguía oscilando, pero algunas sombras ocasionales pasaban por ella.
—Hay que enfocarlo —dijo Trevize.
—Lo sé, pero creo que esto es lo único que puedo hacer. Es probable que la película se haya deteriorado.
Las sombras aparecían y desaparecían ahora rápidamente, y, de vez en cuando, parecían remedar caracteres impresos. Entonces, durante un momento, la imagen se hizo más clara y se desvaneció de nuevo.
—Vuelve atrás y retén eso, Janov —pidió Trevize.
Pelorat lo estaba intentando ya, Rebobinó la cinta, repitió la proyección y, al llegar a la imagen deseada, la retuvo.
Trevize trató ansiosamente de leer aquello. Pero fracasó.
—¿Puedes tú descifrarlo, Janov?
—No del todo —dijo Pelorat, mirando fijamente la pantalla—. Se refiere a Aurora. De eso estoy seguro. Creo que trata de la primera expedición hiperespacial; la «efusión originada», dice.
Siguió adelante, hasta que la imagen se volvió confusa de nuevo.
—Todo lo que he podido descifrar se refiere a los mundos Espaciales. Golan —dijo por último—, no encuentro nada acerca de la Tierra.
—No, no lo encontrarás —repuso Trevize con amargura—. Todo ha sido borrado en este mundo, como en Trantor. Apaga eso.
—Pero no importa…, —empezó a decir Pelorat, apagando el proyector.
—¿Porque podemos probar en otras bibliotecas? También en ellas estará borrado. En todas partes. Escucha… —Había mirado a Pelorat mientras hablaba, y ahora lo miró más fijamente, con una mezcla de horror y de repugnancia—. ¿Qué le pasa al cristal de tu casco? —preguntó.
Pelorat llevó automáticamente su mano enguantada al cristal del casco; después la apartó y la miró.
—¿Qué es? —dijo, intrigado. Después, miró a Trevize y prosiguió, con voz un poco chillona—: Hay algo extraño en el cristal de tu casco, Golan.
Trevize buscó, de manera automática, un espejo a su alrededor. No había ninguno y hubiese necesitado una luz de haberlo encontrado.
—Ven a la luz del sol, ¿quieres? —murmuró.
Casi tirando de él, condujo a Pelorat bajo los rayos de sol que entraban por la ventana más próxima. Pudo sentir su calor en la espalda, a pesar del efecto aislante del traje espacial.
—Mira hacia el sol, Janov, y cierra los ojos —dijo.
Enseguida vio lo que pasaba. El musgo crecía exuberante en el sitio donde el cristal se juntaba al tejido metalizado del traje espacial, ribeteando aquel de verde, y Trevize supo que al suyo le ocurría lo mismo.
Pasó un dedo enguantado por el musgo del cristal de Pelorat. Parte de él se desprendió, manchando de verde el guante. Sin embargo, mientras observaba su brillo a la luz del sol, pareció que el musgo se ponía rígido y se secaba. Probó de nuevo, y, esta vez, el musgo se desprendió crujiendo. Se iba volviendo pardo. Frotó los bordes del cristal de Pelorat otra vez, ahora, con fuerza.
—Haz lo mismo con el mío, Janov —dijo. Después añadió—: ¿He quedado limpio? Bueno, el tuyo también. Sigamos nuestro camino. Creo que nada más podemos hacer aquí.
El calor del sol resultaba incómodo en la ciudad desierta y sin aire.
Los edificios de piedra resplandecían con un brillo casi doloroso. Trevize entornaba los párpados al mirarlos y, siempre que podía, caminaba por el lado sombreado de las calles. Se detuvo ante una grieta de una de las fachadas; una grieta lo bastante ancha para poder meter el dedo meñique en ella, a pesar del guante. Esto fue lo que hizo; después, se miró el dedo.
—Musgo —murmuró. Caminó deliberadamente hasta el final de la sombra y sostuvo un rato el dedo a la luz del sol—. El secreto está en el bióxido de carbono —dijo—. El musgo crece donde puede obtenerlo; en las piedras que se desintegran, en cualquier otra parte. Nosotros somos una buena fuente de bióxido de carbono, probablemente más rica que todas las de este planeta casi muerto, y supongo que hay ligeras filtraciones del gas en los bordes de la placa de cristal.
—Por eso crece el musgo en ellos.
—Sí.
El trayecto de vuelta a la nave pareció largo, mucho más largo y, desde luego, más caluroso que el que habían hecho al amanecer. Pero la nave permanecía todavía en la sombra cuando llegaron a ella; su posición la había calculado Trevize correctamente.
—¡Mira! —dijo Pelorat.
Trevize levantó la vista. Los bordes de la puerta principal estaban ribeteados de musgo verde.
—¿Más filtraciones? —dijo Pelorat.
—Desde luego. Estoy seguro de que en cantidades insignificantes, pero este musgo parece ser el mejor indicador de la existencia de pequeñas cantidades de bióxido de carbono. Sus esporas deben encontrarse en todas partes, y se desarrollan dondequiera que pueden hallar unas pocas moléculas de ese gas. —Ajustó su radio a la longitud de onda de la nave—. Bliss, ¿puedes oírme?
La voz de Bliss sonó en los dos pares de oídos.
—Sí. ¿Vais a entrar? ¿Habéis tenido suerte?
—Estamos aquí —dijo Trevize—, pero no abras la puerta. Lo haremos nosotros desde fuera. Repito, no abras la puerta.
—¿Por qué?
—¿Quieres hacer lo que te digo, Bliss? Más tarde tendremos tiempo para discutir.
Trevize sacó su blaster y redujo cuidadosamente su intensidad al mínimo. Después, lo miró, vacilando. Nunca lo había usado al mínimo. Miró a su alrededor. No había nada lo bastante frágil para hacer una prueba.
A falta de otra cosa, apuntó a la rocosa falda de la colina a cuya sombra reposaba la Far Star. El lugar del impacto no se volvió rojo.
Trevize lo tocó casi sin darse cuenta. ¿Estaba caliente? No podía saberlo con certeza a través del tejido aislante de su traje.
Vaciló de nuevo, y, entonces, pensó que el casco de la nave debía ser tan resistente, al menos dentro del orden de magnitud, como la vertiente de la colina. Apuntó con el blaster al borde de la puerta y pulsó brevemente el contacto, conteniendo la respiración.
Varios centímetros de musgo se volvieron pardos al momento. Agitó la mano cerca del musgo que se estaba secando y bastó la débil corriente producida de este modo en el aire tenue para que los ligeros restos esqueléticos de aquel pardo material se desprendiesen.
—¿Ha dado resultado? —preguntó Pelorat preocupado.
—Sí —dijo Trevize—. Convertí el blaster en un débil rayo de calor.
Después, proyectó el calor alrededor del borde de la puerta y el verde se desvaneció enseguida. Completamente. Entonces, sacudió la cerradura para crear una vibración que expulsase los residuos y un polvo pardo cayó al suelo; un polvo tan fino que los restos que permanecían en la tenue atmósfera se alzaban en remolinos por los débiles escapes de gas.
—Creo que ahora podemos abrirla —dijo Trevize, y empleando sus controles de muñeca, emitió la combinación de ondas de radio que activaban el mecanismo de la cerradura desde el interior. La puerta se abrió y, antes de que acabase de hacerlo, Trevize dijo—: No te entretengas, Janov; métete dentro. No esperes que salgan los peldaños; salta.
Trevize le siguió y roció el borde de la puerta con su blaster en baja potencia. También roció los escalones cuando estos bajaron. Después, dio la señal para que la puerta se cerrase y siguió rociando hasta que se hallaron encerrados dentro.
—Estamos en la cámara cerrada, Bliss —dijo Trevize—. Permaneceremos aquí unos minutos. ¡No hagas nada!
—Dime qué pasa —dijo la voz de Bliss—. ¿Estáis bien? ¿Cómo se encuentra Pel?
—Estoy aquí y bien, Bliss —respondió Pelorat—. No debes preocuparte.
—Si tú lo dices, Pel… Pero tendréis que explicármelo todo más tarde. Espero que lo comprendáis.
—Prometido —repuso Trevize, y encendió la luz.
Los dos hombres vestidos con trajes espaciales se hallaron frente a frente.
—Estamos expulsando todo el aire planetario que podemos —dijo Trevize—; hemos de esperar a expulsarlo del todo.
—¿Y el aire de la nave? ¿Vamos a dejarlo entrar?
—No hasta dentro de un rato. Estoy tan impaciente como tú por quitarme el traje espacial, Janov. Pero quiero asegurarme de que nos hemos librado de todas las esporas que pueden haber entrado con nosotros…, o encima de nosotros.
Bajo la escasa luz de la cámara, Trevize volvió su blaster contra la juntura interior de la puerta y el casco de la nave, esparciendo metódicamente el calor sobre el suelo, hacia arriba y a su alrededor, y de nuevo hacia el suelo.
—Ahora tú, Janov.
Pelorat se agitó inquieto.
—Quizá sientas calor. Es lo peor que puede pasarte. Si te molesta demasiado, dilo.
Proyectó el rayo invisible sobre la placa de cristal y sobre los bordes en particular, y después, poco a poco, sobre todo el resto del traje espacial.
—Levanta los brazos, Janov —murmuró—. Apoya los brazos en mi hombro y levanta un pie. Tengo que rociar la suela. Ahora, el otro. ¿Sientes demasiado calor?
—No es, precisamente, la caricia de una brisa fresca —dijo Pelorat.
—Entonces, dame a probar mi propia medicina. Adelante.
—Nunca he manejado un blaster.
—Tienes que agarrarlo así y apretar este pequeño botón con el pulgar…, y sujeta la funda con fuerza. Muy bien. Ahora, resigue el cristal del casco. Despacio, Janov, pero sin detenerte demasiado rato en el mismo sitio. Después, el resto del casco, la cara y el cuello.
Siguió dándole instrucciones y, cuando sintió calor en todo el cuerpo y notó un desagradable sudor como consecuencia de ello, recuperó el blaster y observó el nivel de energía.
—Hemos gastado más de la mitad —dijo, y roció metódicamente el interior de la cámara, resiguíendo las paredes, hasta que se hubo agotado la carga, no sin calentarse mucho él mismo con los rápidos y continuos disparos. Después, volvió a guardar el blaster en su funda.
Sólo entonces dio la señal para entrar en la nave. Le gustó el silbido del aire al entrar en la cámara cuando se abrió la puerta interior. Su frescura y sus fuerzas convectivas se llevarían el calor del traje espacial mucho más deprisa que habría podido hacerlo la radiación solar. Tal vez fue pura autosugestión, pero sintió el efecto refrescante de inmediato. Imaginario o no, también esto le gustó.
—Quítate el traje, Janov, y déjalo ahí fuera, en la cámara —indicó Trevize.
—Si no te importa —dijo Pelorat—, lo primero que querría hacer sería darme una ducha.
—Lo primero, no —se opuso Pelorat—. Antes de eso, e incluso antes de que puedas vaciar tu vejiga, creo que tendrás que hablar con Bliss.
Desde luego, ella les estaba esperando con la preocupación reflejada en el semblante. A su espalda, atisbando, se hallaba Fallom, agarrada con ambas manos al brazo izquierdo de Bliss.
—¿Qué ha pasado? —preguntó, seria, Bliss—. ¿Qué habéis estado haciendo?
—Protegernos contra la infección —respondió Trevize secamente—. Por eso, encenderé la radiación ultravioleta ahora. Trae las gafas oscuras. Deprisa, por favor.
Con los rayos ultravioleta añadidos a la luz de la pared, Trevize se quitó una a una las húmedas prendas y las sacudió, volviéndolas del revés y del derecho.
—Es una mera precaución —dijo—. Hazlo tú también, Janov. Y, Bliss tendré que desnudarme del todo. Si esto te incomoda, pasa a la habitación contigua.
—Ni me incomoda ni me importa —respondió Bliss—. Tengo una buena idea de tu aspecto y, seguramente, no me enseñarás nada nuevo. ¿A qué infección te referías?
—Una insignificancia que, si pudiese campar por sus respetos —dijo Trevize, con afectada indiferencia—, creo que podría causar graves daños a la Humanidad.
La operación concluyó. La luz ultravioleta había cumplido su misión. Oficialmente, según las complicadas películas de información e instrucciones que la Far Star llevaba consigo cuando Trevize embarcó en ella por primera vez, en Términus, aquella luz servía sólo como medio de desinfección, Sin embargo, Trevize pensaba que era una tentación y a veces caía en ella, para adquirir un tono tostado cuando había qué desembarcar en algún mundo donde el moreno estaba de moda. A pesar de ello, la luz servía siempre como desinfectante.
La nave se elevó en el espacio y Trevize la acercó cuanto pudo al sol de Melpomenia sin que la proximidad resultase demasiado incómoda, haciendo que diese vueltas en todas direcciones, para asegurarse de que toda su superficie quedaba bañada en radiaciones ultravioleta.
Por último, recogieron los dos trajes espaciales que habían quedado en la cámara y los examinaron hasta que Trevize quedó satisfecho.
—Todo este jaleo por un poco de musgo —dijo Bliss al fin—, ¿No has dicho que era musgo, Trevize?
—Yo lo llamo musgo —respondió Trevize— porque me lo recordó. Sin embargo, no soy botánico. Lo único que puedo decir es que tiene un color verde intenso y qué, probablemente, puede vivir con muy poca energía-luz.
—¿Por qué muy poca?
—Este musgo es sensible a la radiación ultravioleta y no puede crecer, ni siquiera sobrevivir, bajo una iluminación directa. Sus esporas se esparcen por todas partes, y crece en los rincones escondidos, en las grietas de las estatuas, en la superficie inferior de las estructuras, alimentándose con la energía de los fotones dispersos donde haya algo de bióxido de carbono.
—Deduzco que piensas que es peligroso —dijo Bliss.
—Podría serlo. Si algunas esporas hubiesen quedado adheridas a nosotros cuando entramos, o penetrado con el aire, hubiesen encontrado mucha iluminación sin las letales radiaciones ultravioleta, así como mucha agua y una provisión inagotable de bióxido de carbono.
—Sólo el 0,03 de nuestra atmósfera —dijo Bliss.
—Eso es mucho para él, sin contar con el 4 por ciento del aliento que exhalamos. ¿Qué pasaría si las esporas se desarrollasen en nuestras fosas nasales y sobre nuestra piel? ¿Qué pasaría si descompusiesen y destruyesen nuestra comida? ¿Y si produjesen toxinas mortales para nosotros? Aunque lográsemos destruir todo el musgo, si dejásemos algunas esporas vivas, estas serían suficientes para contagiar cualquier otro planeta al que las llevásemos, y de allí podrían pasar a otros mundos. ¡Quién sabe los daños que causarían!
Bliss sacudió la cabeza.
—La vida no es necesariamente peligrosa por el hecho de que sea diferente. Tú lo matas todo enseguida.
—Gaia está hablando —dijo Trevize.
—Claro que sí, pero espero que lo que digo sea lógico. El musgo está adaptado a las condiciones de este planeta. Así como utiliza la luz en pequeñas cantidades, y una gran cantidad es mortal para él; utiliza pequeñas ráfagas de bióxido de carbono, y una cantidad mayor puede matarlo, también es posible que no sea capaz de sobrevivir en cualquier mundo que no sea Melpomenia.
—¿Quisieras que me hubiese arriesgado fundándome en eso? —preguntó Trevize.
Ella se encogió de hombros.
—Está bien. No te pongas a la defensiva. Comprendo tu punto de vista. Como eres un Aislado, probablemente sólo podías hacer lo que hiciste.
Trevize iba a replicar, pero la clara y aguda voz de Fallom se dejó oír, en su propia lengua.
—¿Qué dice? —preguntó Trevize a Pelorat.
—Fallom dice… —empezó Pelorat.
Pero Fallom, como recordando demasiado tarde que su idioma no era comprendido con facilidad, empezó de nuevo:
—¿Estaba Jemby en el sitio donde habéis estado?
Había pronunciado las palabras meticulosamente, y Bliss sonrió satisfecha.
—¿Verdad que habla bien el galáctico? —dijo ella—. Y casi lo ha aprendido de la noche a la mañana.
Trevize dijo en voz baja:
—Yo armaría un lío si lo explicara. Hazlo tú, Bliss; dile que no encontramos robots en el planeta.
—Se lo explicaré yo —dijo Pelorat—. Vamos, Fallom. —Apoyó un brazo cariñoso sobre los hombros de la criatura—. Ven a nuestra habitación y te daré otro libro para que lo leas.
—¿Un libro? ¿Sobre Jemby?
—No exactamente…
Y la puerta se cerró a sus espaldas.
—¿Sabes una cosa? —habló Trevize, con impaciencia—. Estamos perdiendo el tiempo haciendo de niñeras de esa chiquilla.
—¿Perdiendo el tiempo? ¿En qué entorpece ella tu búsqueda de la Tierra, Trevize? En nada. En cambio, haciendo de niñera se establece una comunicación, se disipan temores, se da amor. ¿Acaso esto no es nada?
—Ha vuelto a hablar Gaia.
—Sí —dijo Bliss—. Y ahora vayamos a lo práctico. Hemos visitado tres de los viejos mundos Espaciales sin haber conseguido nada.
Trevize asintió con la cabeza.
—Es verdad.
—En realidad, nos hemos encontrado con que todos nos eran hostiles, ¿no? En Aurora había perros fieros; en Solaria, seres humanos extraños y asesinos; en Melpomenia, un musgo amenazador. Por lo visto, cuando un mundo se desenvuelve por sí solo, haya o no seres humanos en él, se convierte en amenazador para la comunidad interestelar.
—No puedes considerarlo como una regla general.
—Tres de tres parece una proporción imponente.
—¿Y cómo te impresiona a ti, Bliss?
—Te lo diré. Por favor, escúchame con mentalidad abierta. Si tenéis millones de mundos relacionados entre sí en la Galaxia, como es el caso en realidad, y si cada uno de ellos está compuesto enteramente de Aislados, también como ocurre en realidad, en todos ellos dominan los seres humanos y pueden imponer su voluntad a las formas de vida no humanas, al inanimado fondo geológico e incluso los unos a los otros. La Galaxia es, pues, algo muy primitivo, torpe y que funciona mal. Los principios de una unidad. ¿Entiendes lo que quiero decir?
—Entiendo lo que tratas de decir, pero eso no significa que deba estar de acuerdo contigo cuando acabes de decirlo.
—Entonces escúchame. Puedes estar o no de acuerdo, pero escucha.
»La única manera en que la galaxia puede funcionar es como una protogalaxia, y cuanto menos proto y más galaxia sea, tanto mejor. El Imperio Galáctico fue un intento de una proto-galaxia fuerte, y cuando se desintegró, todo empeoró rápidamente y hubo la tendencia constante a fortalecer el concepto de proto-galaxia. La Confederación de la Fundación es un intento de esa clase. También lo fue el Imperio del Mulo.
»Así como lo es el Imperio que está proyectando la Segunda Fundación.
»Pero aunque no existiesen tales Imperios o Confederaciones; aunque toda la Galaxia se hallase en plena confusión, sería una confusión conectada, con cada uno de los mundos actuando sobre otro, aunque sólo fuese de un modo hostil. Esto sería, en sí mismo, una clase de unión y no sería lo peor.
—Entonces, ¿qué sería le peor, según tú?
—Ya sabes la respuesta, Trevize. Lo has visto. Si un mundo habitado por seres humanos se descompone completamente, queda aislado del todo y pierde su interacción con otros mundos humanos, evoluciona hacia el mal.
—¿Cómo un cáncer?
—Sí. ¿No es Solaria eso? Levanta la mano contra todos los mundos. Y en ella, cada individuo levanta la mano contra todos los demás. Tú lo has visto. Y si los seres humanos desaparecen del todo, se pierde el último vestigio de disciplina. La agresión se vuelve irracional, como sucedió con los perros, o se convierte en una fuerza elemental, como en el caso del musgo. Supongo que verás que, cuanto más cerca estamos de Galaxia, mejor es la sociedad. Entonces, ¿por qué pararnos en algo por debajo de Galaxia?
Trevize miró a Bliss en silencio durante un rato.
—Estoy pensando en ello —dijo al fin—. Pero ¿por qué presumes que la dosificación es un camino de una sola dirección, que si un poco es bueno, un mucho es mejor y una totalidad es lo mejor? ¿No has dicho tú misma que es posible que el musgo esté adaptado para desarrollarse con muy poco bióxido de carbono y que una gran cantidad de este podría matarlo? Un ser humano de dos metros de estatura está en mejores condiciones que el que sólo mide un metro, pero también en mejores condiciones que el que midiese tres. Un ratón no estaría mejor si adquiriese la masa de un elefante. No podría sobrevivir. Y lo propio puede decirse de un elefante que se viese reducido al tamaño de un ratón.
»Hay un tamaño natural, una complejidad natural, una cualidad óptima para todo, ya se trate de una estrella o de un átomo, y también esto es cierto en los seres vivos y en las sociedades vivas. No digo que el viejo Imperio Galáctico fuese ideal, y ciertamente veo defectos en la Confederación de la Fundación, pero tampoco digo que, si el aislamiento total es malo, la unificación total sea buena. Ambos extremos pueden ser igualmente horribles, y un anticuado Imperio Galáctico, por imperfecto que sea, puede convertirse en lo mejor para nosotros.
Bliss negó con la cabeza.
—Dudo de que tú mismo creas lo que dices, Trevize. ¿Vas a sostener que un virus y un ser humano son igualmente insatisfactorios, y que lo mejor sería algo intermedio, como un hongo?
—No. Pero podría argüir que un virus y un ser sobrehumano son igualmente insatisfactorios y que lo mejor es algo intermedio, como una persona ordinaria. Sin embargo, es inútil discutir. Tendré la solución cuando halle la Tierra. En Melpomenia, encontramos las coordenadas de otros cuarenta y siete mundos Espaciales.
—¿Y quieres visitarlos todos?
—Todos, si tengo que hacerlo.
—Exponiéndote a peligros en cada uno de ellos.
—Sí, si es preciso hacerlo para encontrar la Tierra.
Pelorat acababa de salir de la habitación en la que había dejado a Fallom y parecía querer decir algo cuando lo impidió la rápida discusión entre Bliss y Trevize. Les miró sucesivamente mientras hablaban.
—¿Cuánto tiempo necesitarás? —preguntó Bliss.
—Todo el que sea necesario —respondió Trevize—, aunque puede que encontremos lo que buscamos en el primero que visitemos.
—O en ninguno de ellos.
—Eso no podemos saberlo hasta el final.
Y ahora, por fin, consiguió Pelorat meter baza en la conversación.
—Pero ¿por qué buscar, Golan? Tenemos la respuesta.
Trevize agitó una mano con impaciencia en dirección a Pelorat, pero interrumpió este movimiento, volvió la cabeza y dijo, sin comprender:
—¿Qué?
—He dicho que tengo la respuesta. Traté de decírtelo en Melpomenia al menos cinco veces, pero tú estabas tan abstraído en lo que hacías…
—¿Qué respuesta tenemos? ¿De qué estás hablando?
—De la Tierra. Creo que sabemos dónde se encuentra.